Por fin acabo de llegar al juego de bolos. Hubiera apostado que ésta es la Plaza Mayor de Beleña, pero no es así. La plaza queda más abajo y no es tan generosa en extensión como este amplísimo recinto alfombrado casi todo él con las hojas desprendidas de la olma. Acabo de llegar en una mañana desapacible, solitario por los difíciles ramales del camino que cruzan en medio de montículos fragosos, de pedreras negras, de minúsculos cuartelillos de olivar tirados por los ribazos con su fruto en sazón, esperando que la mano cansada del campesino lo venga a descolgar de la rama antes que se lo trague la tierra. Pronto me doy cuenta de que el viaje a Beleña pudo ser tiempo perdido, pues la desdicha alcanza aquí tales dimensiones, que la histórica cabecera de mancomunidad es hoy día un lugarejo deshabitado y solo, donde, a no ser en un fin de semana como yo lo hice, el viajero corre el peligro de verse inmerso en el comprometido trance de no encontrar por sus calles un alma con quien pararse a distraer el rato.
Ante aquel desolador espectáculo de canales que caen, de muros enhiestos sobre las rocas del castillo, de tanta soledad en torno, uno busca refugio bajo los arcos románicos de la vieja iglesia, desde donde el pueblo se deja ver mientras se va empapando, igual que yo, con la llovizna pertinaz del día. Por la portona de una casa en ruinas, rayana a la iglesia, van saliendo, una tras otra, diez gallinas que encontraron cobijo en el interior de un casillo inmediato. En el ventanuco del único paredón que queda del castillo de doña Urraca, los grajos y las palomas reciben inamovibles el azote del aguacero, impasibles como las piedras.
Encontré al final algunos de los hijos de Beleña en la verdadera plaza del pueblo, mirando el trajinar de las máquinas que adecentan las calles. El señor Germán va vestido con un mono blanco, al estilo de los que suelen emplear los pintores de brocha gorda para las faenas. El señor Germán -que tampoco debe andar en excesivas obligaciones- dejó en casa un plato vacío que llevaba en las manos y se vino conmigo de gira por la vieja villa, como si nuestra amistad hubiérase ido fraguando con la repetición frecuente de encuentros como el de hoy; nada más lejos de la verdad.
-Y dice usted que no hay siquiera una taberna donde uno se pueda sentar un rato.
-Nada, no hay nada. Hace unos meses se murió el que la tenía y ya no hay nada. Para qué, si aquí no queda nadie.
-Hombre, tampoco será tanto. Yo he visto pueblos con quince vecinos donde no falta un mostrador y un vasejo para quien lo haya menester. Y sitio en donde distraerse, que es lo más importante.
-Mire, dos vecinos quedan en Beleña, y uno de ellos no es de aquí. Así que, vaya haciéndose la idea. Las calles las arreglamos porque es nuestro pueblo y no queremos que se hunda más de lo que está, pero a costa de los vecinos, de todos los que tenemos casa, aunque vivamos fuera..
-Usted, dónde vive.
-Yo llevo dieciséis años en Guadalajara. Vivo en el barrio de los Manantiales, por aquella parte de la estación.
El señor Germán me fue explicando que los dos conos de piedra que hay en el juego de bolos eran las redes de la molienda en una antigua almazara de Beleña ya desaparecida; que las aceitunas de los olivos se caen porque no hay quien las coja, y que, a muchos de los que viven en la capital, más les valiera venirse al pueblo, donde no les faltará un cacho de pan que llevarse a la boca.
-Sí señor; venirse al pueblo, que se lo digo yo; pero no les da la gana. Al final ya veremos lo que pasa con los del paro y todas esas historias.
La señora Inés y su marido, el señor Hipólito, son, además de los pastores inmigrados, los únicos habitantes de Beleña. Ella es la que da la luz en el pueblo, la que abre la verja que protege la portada de la iglesia, la mujer de confianza que guarda por encargo casi todas las llaves del pueblo cuando los dueños se van. A la señora Inés le debo el favor de haberse molestado en acompañarme hasta el interior del pórtico a pesar del mal tiempo. A veces he pensado en la comprometida, en la incómoda manera de vivir de los habitantes solitarios de los pueblos, en sus problemas profundos e insolucionables, más tremendos aún porque nacen y mueren en ellos, porque nadie los comparte.
-Nada, mire usted. No tenemos de nada. Ni coche de línea, ni médico, ni teléfono para avisar a nadie. La noche que a cualquiera de los dos nos pase algo, a morir y a callar. A eso no hay derecho, mire usted, que somos personas.
-¿De qué viven?
-De las cuatro perras de la jubilación de mi marido y de lo poco que nos da el huertecillo. Malamente, ya ve usted.
La iglesia de Beleña es una joya, también moribunda; no tiene techo, solamente quedan en pie los cuatro muros, el pórtico arqueado y la maravillosa filigrana escultórica que adorna con piedra cluniacense del siglo XII la puerta de entrada. Sobre el arco de medio punto vienen representadas escenas campestres relativas a cada uno de los meses del año. Las buenas gentes de Beleña tienen su particular versión de lo que aquello representa. Así lo contaban el señor Germán y la señora Inés bajo el techadillo de madera negra.
-Mire, ese del pellejo de vino y la cuba qué bien está. Y los cochinos, y el de la siega... El de la yunta de bueyes es San Isidro Labrador. Mire San Borrumbón calentándose al fuego.
-Esto tiene que ser muy viejo -continúan explicando-. Nosotros no nos acordamos de cuando lo hicieron, ni nuestros padres seguro que tampoco se acordaban. No sabe usted lo importante que es este arco. Aquí viene mucha gente a retratarlo. Una vez vine a enseñárselo a un señor y dijo que era románico, que era lo mejor que había visto en toda la provincia de Guadalajara.
Las columnas y los capiteles del pórtico se ven desgastados por el roce de los siglos. Los canecillos de arenisca han ido perdiendo por completo su forma original y se muestran como figuras informes, muecosas, acurrucadas bajo la cornisa y por encima de las piedras labradas.
El atrio de la iglesia es un mirador ideal desde el que se dominan los cerros limpios que rodean a Beleña. Bajo el paraguas, el señor Germán me habló del cerro de las Cabezuelas, del de la Peñota y del Barranco del Hocino, que desciende por el mediodía siguiendo la dirección del Sorbe.
Nos fuimos después hacia las piedras del Aro, cerca de las tapias del cementerio, dando vista por una parte a la vega poblada de chopos desnudos y por otra a las terreras y al colosal muro de la presa. Abajo, como encajado entre los riscos, el viejo puente sobre el río a través de cuyos ojos se va colando el agua del escape, turbia a causa del temporal.
-¿Se da cuenta de lo bien que se ve desde aquí la presa? En todo el muro, y fíjese si es grande, no se gastaron ni una gorda en hormigón. Ahí todo va a base de tierra. No sé yo qué tal resultará eso.
-Parece como si esta parte del pueblo hubiese tenido murallas, ¿verdad?
-Sí que las tuvo. Se nota aún. Dicen que bajaban desde el castillo y rodeaban por aquí. A toda esta parte alta le decimos La Villa, y el pueblo es lo de abajo. ¿Ha visto qué paredones? Parece que se están cayendo. Cualquiera sabe los siglos que llevarán así.
Con el éxodo del fin de semana, todavía es fácil encontrar alguna persona más al volver una esquina: a la señora que barre las escaleras y se esconde huyendo del frío, al niño solitario que pasa por el juego de bolos con un tapabocas cubriéndole la naricita roja. Sobre las puertas cerradas de las casas, los vecinos dejaron pegadas antes de marchar esquelas con la última lectura del contador.
-Eso es como cuando viene el de la luz nunca hay nadie, para que pueda tomar nota. Si no lo hace la gente así, terminarán por cortar el suministro.
Durante algún momento de mi estancia en Beleña llegué a pensar que no merecía la pena quedarme allí; que un pueblo deshabitado tiene más de cementerio o de nido de alimañas que de foco en donde late la vida de los hombres. Hoy estoy contento de aquel viaje; lo estuve ya cuando descubrí en las piedras areniscas la huella de la Historia, la recia austeridad de las tierras de Castilla tal y como las vieron las huestes del Campeador, el alma limpia, el corazón incontaminado, anónimo de la señora Inés, la única mujer de Beleña, pidiendo por el amor de Dios a ese otro gran mundo que no entiende su lenguaje, un poquito de comprensión. "Nada, mire usted, no tenemos nada: ni coche de línea, ni médico, ni teléfono para avisar a nadie. La noche que a alguno de los dos nos pase algo, a morir y a callar. A eso no hay derecho, mire usted. Que somos personas".
(N.A. Dicembre, 1982)
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