Ir a Cabanillas supone un paseo desde la capital abriendo camino hacia las tierras de cultivo de la Campiña, comarca en la que cabe catalogar a este importante pueblo de la provincia, cuya visita en mañana soleada de finales de octubre viene a resultar tan solo una distracción, por no decir una grata disculpa para salir durante un par de horas del continuo y monótono rodar de la vida capitalina. De Guadalajara hasta Cabanillas la distancia debe ir no mucho más allá de los tres o cuatro kilómetros.
Antes de llegar, los campos se ven coloreados de un tono marrón prometedor, estercolados algunos y dispuestos para la siembra. En las leves laderas de los oteros hay pequeños recuadros de olivar poco desarrollado, y al momento el pueblo, Cabanillas, extendido en largo y ancho sobre el lomo de una ondulación apenas perceptible, con el agudo chapitel en punta de lanza de su torre parroquial, pinchando el azul intenso de los cielos.
-Cabanillas de las Tres Torres.
-Del Campo querrá usted decir, caballero.
-Del Campo también; porque Cabanillas está en el campo, lo mismo que Madrid.
-Perdone usted. No había caído.
-Y de las Tres Torres porque tiene tres, y si no, mírelo bien desde la carretera, antes de entrar.
El pueblo -extraño para lo que uno tiene por costumbre ver- es próspero, grande y de los que van a más, porque la relativa fiabilidad de sus campos y la distancia hasta la capital, le evitan de casi todos los problemas que suelen tener como suyos los demás pueblos.
En la plazuela de la Iglesia está la pareja de la Guardia Civil, que miran con cara de mal disimulada sospecha. La siguiente plaza, la del Ayuntamiento, la encuentro cambiada desde la última vez que la vi. Le han colocado una romántica fontanilla-surtidor en mitad con un poco de jardín. Le favorece; creo que le hacía falta. Cabanillas del Campo, el pueblo, se enseñorea con casonas antiguas de noble traza y con nuevas que nada desdicen, y en las afueras otras más antañonas de adobe campiñés que ponen, muy acertadamente, la nota rústica a una villa con vocación ciudadana; porque villa ya es, por gracia real de Felipe IV desde el año 1628, y bien que se nota.
Desde la puerta de la farmacia se oye el murmullo del personal que hay en el bar de la plaza. En la ventana del ayuntamiento se ve una mujer de espaldas tocando la guitarra. Los chicos vienen y van por las calles corriendo en bicicleta. El sargento y el cabo de la Guardia Civil me vuelven a mirar con sus caras serias. En la esquina de una calle hay una placa descascarillada que dice: "Calle del alférez Tomás Verda del Vado". Más adelante, sobre la pared frontal de una elegante casa antigua, hay otra placa mayor de bronce, cuya leyenda íntegra transcribo: «En esta casa nació el alférez de Infantería don Tomás Verda del Vado. Murió por la Patria en la posición Verda (Larache) a la que dio nombre con su heroísmo (27 enero 1901-18 enero 1922)». Adorna la leyenda un relieve artístico en el que la Reina de los Héroes recoge su cuerpo muerto.
-Ese era de aquí. Lo mataron cuando la Guerra de Africa.
Callejuelas evocadoras de ladrillo visto me acercan al barrio de abajo, al viejo barrio del Alamín, cuyo nombre ya nadie usa. Más allá se alcanzan a ver los grises olivares a la caída, compartiendo con el matorral las laderas de los pequeños cerros del norte. Dos puentes de moderna estructura atraviesan el cauce canalizado de un arroyo seco. En la plaza de abajo pelotea en el frontón un adolescente, y un viejo dormitea sentado a la sombra de un árbol muy grande. Pasa a mi lado una mujer de edad con un envoltorio de ropa debajo del brazo.
-Señora, ¿cómo se llama esta plaza?
-Plaza de José Antonio.
-Es muy bonita y muy grande.
-No señor; es muy fea y está muy sucia.
Otro anciano recibe toda la fuerza del sol del medio día sentado en una silla de mimbre. Francisco Fernández, amigo anónimo del forastero, saluda amablemente desde la cabina de su tractor parado en la plaza.
-Pues yo creí que no iba a venir nunca por este pueblo. Se va por ahí a todos los pueblecillos de la Sierra y de nosotros, que estamos aquí a un paso, ni se acuerda.
-Todo llega, ya ve usted, en esta vida. Lo dice el cantar. Es cuestión de paciencia.
-Bueno hombre, ¿qué le parece esto?
-Muy bien. Ya conocía el pueblo. Me parece muy grande para lo que estoy acostumbrado a ver. ¿Cuántos son en Cabanillas?
-No crea que tantos. Arriba o abajo, sobre unos mil.
-Creí que eran más.
-No. Cuando hagan la urbanización, seguro que crecerá bastante. Ya han empezado con ella en serio, allá a la entrada del pueblo.
-Debe ser enorme.
-Sí; no estoy seguro, pero creo que están previstas 275 parcelas. Si en cada una se pone una familia, el pueblo casi se dobla.
-¿Quienes suelen ser los compradores?
-Pues, algunos son de Madrid, otros de Guadalajara, y bastantes hijos del pueblo que viven fuera también van tirando de ellas.
Francisco Fernández, agricultor de Cabanillas, es un hombre complaciente que celebra el encuentro. El remate de la conversación se hace ya con el tractor en marcha.
-¿Qué tipo de árbol es este de la plaza? Acacia, no es.
-No; no es acacia. Ni plátano tampoco. Es un árbol que prolifera mucho. Cada una de esas hojas secas lleva una semilla, y donde la deja el aire o el agua, allí que sale un árbol. Hay que tener cuidado.
En algunas viviendas y corrales de Cabanillas aprovecharon en pasadas épocas las guijarras y cantos rodados de los ríos para edificar, mezclados convenientemente con el ladrillo y con el barro o adobe; detalle bastante común en todos los pueblos campiñeses.
La torre de la iglesia, símbolo de la villa, es altísima. Toda ella está edificada a base de ladrillo del XVI y piedra blanca de caliza incrustada en disposición vertical, ocupando el centro de sus caras, que era una forma de construir con cierto rango por toda la comarca cuando los años del Imperio y los inmediatamente posteriores. La portada es sencilla; tiene un arco renacentista en semicírculo, y se adorna con dos medallones en relieve que representan las efigies de San Pedro y San Pablo.
Encuentro abierta la puerta de la iglesia. El interior es espacioso; se ve meticulosamente cuidado. Su aspecto anda parejo con la severidad y con la elegancia que se adivina desde afuera. Tiene tres naves, y crucero bajo la cúpula que cubre el presbiterio. El retablo mayor es una obra recientísima, construido en Zaragoza hace escasamente tres años. En el retablo mayor figuran las imágenes de San Pedro, titular de la parroquia, de San Roque y de otro santo obispo que uno, sin haberse informado antes, no es capaz de identificar.
-¿Quién es aquel obispo, señor cura?
-Es San Blas. Tenemos dos imágenes de San Blas en la parroquia. Cuando se montó el retablo compramos aquel para tenerlo fijo, sin que haya necesidad de bajarlo y volverlo a subir cada año; y luego el otro, el de siempre, que está en aquella capilla para sacarlo en procesión cuando llega su día.
La bóveda de la nave central es de las llamadas de medio cañón, con curiosos adornos en relieve dibujando formas geométricas que aportan a la iglesia cierta prestancia. A cada lado del crucero hay una capilla: la de la Milagrosa, con adornos barrocos del siglo XVIII, y la del Pilar en el lado de la Epístola, muy parecida a la anterior, pero bastante más pobre.
En la iglesia de Cabanillas siempre hay alguien. Entran, rezan devotamente durante unos minutos y luego se van. El párroco, don Primitivo Pérez, debe abandonar por segunda vez su recogimiento para volverme a responder.
¿Cuándo son las fiestas patronales, don Primitivo?
-Hay más de una -me dice-. Por tradición, las fiestas de Cabanillas son para San Blas y para la Cruz de Mayo.
Consta -más en el recuerdo que en el cotidiano vivir del tiempo presente- que éste es pueblo de muchas y de muy variadas tradiciones; algunas curiosas y muy antiguas, como la botarga, rebuscadora de despensas, los clásicos “mayos” de a finales de abril, o los sabrosos pasteles del domingo de Ramos.
Seis hombres de edad, sentados todos ellos alrededor de una mesa en el Bar Alcázar, hablan del tiempo mientras las horas pasan. Cuando el tema no da para más, hablan de la sementera y de lo cara que se ha puesto la vida. Otros más jóvenes toman cerveza y copas en la barra mientras conversan animadamente. Cuando advierten que anoto cosas en mi cuaderno de apuntes, dejan de hablar.
Merece la pena hacer referencia, en este somero recorrido por las calles y rincones de Cabanillas, al arzobispo de Santa Fe de Bogotá don Antonio Sanz Lozano, nacido aquí en el siglo XVII, quien dejó por tierras americanas sabia y reconocida huella.
-Pues de ese señor nunca había oído yo hablar; ya ve usted lo que son las cosas. Es que hace muchos años que falto del pueblo.
El mesón Los Picos tiene un patio floreado al estilo andaluz. Desde el día que lo instalaron cuenta el establecimiento con el pláceme de su buena clientela, sobre todo de gentes de la capital, que acuden durante el buen tiempo atraídos por lo cómodo del sitio, y por el conejo al ajillo que, según me han asegurado, es la especialidad de la casa. Cuando llego hay sólo dos clientes, dos señores de edad avanzada que toman cerveza pegados al mostrador con tapas de aceitunas y boquerones en vinagre. Dentro se está muy bien, tanto en verano como en el tiempo frío. Los camareros, quizás demasiado serios y parcos en palabras, postura que no debe ser muy aconsejable en este tipo de oficios. En una de las paredes se ve colgado un pasquín de espectáculos en el que aparece, bastante al descubierto y pechugona, una dama morena que recuerda a aquellas de las viejas revistas de variedades, pero algo más acorde con gusto actual de la gente. Los ojos bien pintados de la señora del cartel miran con tono provocador a los dos ancianos de la barra.
-¡Vamos hombre! -dice uno de ellos- Y por lo visto no es una mujer. Si dicen que es un tío. Les hacen yo no sé qué coño de operación, y las vuelven tías.
El resto de la conversación que mano a mano se traen los dos abuelos resulta la mar de simpática en torno al asunto de los travestis y de sus antagonistas, las mujeres de porte machuno; pero, honradamente, irreproducible.
-No sé, no sé. Dicen que si es de Zaragoza.
Variedad de ambientes; diversidad de visiones en un pueblo donde la gente debe sentirse a gusto. Cabanillas del Campo, laboriosa y antigua, se enciende a éstas del medio día por el sol cargado de luz en una fecha cualquiera del otoño.
Antes de llegar, los campos se ven coloreados de un tono marrón prometedor, estercolados algunos y dispuestos para la siembra. En las leves laderas de los oteros hay pequeños recuadros de olivar poco desarrollado, y al momento el pueblo, Cabanillas, extendido en largo y ancho sobre el lomo de una ondulación apenas perceptible, con el agudo chapitel en punta de lanza de su torre parroquial, pinchando el azul intenso de los cielos.
-Cabanillas de las Tres Torres.
-Del Campo querrá usted decir, caballero.
-Del Campo también; porque Cabanillas está en el campo, lo mismo que Madrid.
-Perdone usted. No había caído.
-Y de las Tres Torres porque tiene tres, y si no, mírelo bien desde la carretera, antes de entrar.
El pueblo -extraño para lo que uno tiene por costumbre ver- es próspero, grande y de los que van a más, porque la relativa fiabilidad de sus campos y la distancia hasta la capital, le evitan de casi todos los problemas que suelen tener como suyos los demás pueblos.
En la plazuela de la Iglesia está la pareja de la Guardia Civil, que miran con cara de mal disimulada sospecha. La siguiente plaza, la del Ayuntamiento, la encuentro cambiada desde la última vez que la vi. Le han colocado una romántica fontanilla-surtidor en mitad con un poco de jardín. Le favorece; creo que le hacía falta. Cabanillas del Campo, el pueblo, se enseñorea con casonas antiguas de noble traza y con nuevas que nada desdicen, y en las afueras otras más antañonas de adobe campiñés que ponen, muy acertadamente, la nota rústica a una villa con vocación ciudadana; porque villa ya es, por gracia real de Felipe IV desde el año 1628, y bien que se nota.
Desde la puerta de la farmacia se oye el murmullo del personal que hay en el bar de la plaza. En la ventana del ayuntamiento se ve una mujer de espaldas tocando la guitarra. Los chicos vienen y van por las calles corriendo en bicicleta. El sargento y el cabo de la Guardia Civil me vuelven a mirar con sus caras serias. En la esquina de una calle hay una placa descascarillada que dice: "Calle del alférez Tomás Verda del Vado". Más adelante, sobre la pared frontal de una elegante casa antigua, hay otra placa mayor de bronce, cuya leyenda íntegra transcribo: «En esta casa nació el alférez de Infantería don Tomás Verda del Vado. Murió por la Patria en la posición Verda (Larache) a la que dio nombre con su heroísmo (27 enero 1901-18 enero 1922)». Adorna la leyenda un relieve artístico en el que la Reina de los Héroes recoge su cuerpo muerto.
-Ese era de aquí. Lo mataron cuando la Guerra de Africa.
Callejuelas evocadoras de ladrillo visto me acercan al barrio de abajo, al viejo barrio del Alamín, cuyo nombre ya nadie usa. Más allá se alcanzan a ver los grises olivares a la caída, compartiendo con el matorral las laderas de los pequeños cerros del norte. Dos puentes de moderna estructura atraviesan el cauce canalizado de un arroyo seco. En la plaza de abajo pelotea en el frontón un adolescente, y un viejo dormitea sentado a la sombra de un árbol muy grande. Pasa a mi lado una mujer de edad con un envoltorio de ropa debajo del brazo.
-Señora, ¿cómo se llama esta plaza?
-Plaza de José Antonio.
-Es muy bonita y muy grande.
-No señor; es muy fea y está muy sucia.
Otro anciano recibe toda la fuerza del sol del medio día sentado en una silla de mimbre. Francisco Fernández, amigo anónimo del forastero, saluda amablemente desde la cabina de su tractor parado en la plaza.
-Pues yo creí que no iba a venir nunca por este pueblo. Se va por ahí a todos los pueblecillos de la Sierra y de nosotros, que estamos aquí a un paso, ni se acuerda.
-Todo llega, ya ve usted, en esta vida. Lo dice el cantar. Es cuestión de paciencia.
-Bueno hombre, ¿qué le parece esto?
-Muy bien. Ya conocía el pueblo. Me parece muy grande para lo que estoy acostumbrado a ver. ¿Cuántos son en Cabanillas?
-No crea que tantos. Arriba o abajo, sobre unos mil.
-Creí que eran más.
-No. Cuando hagan la urbanización, seguro que crecerá bastante. Ya han empezado con ella en serio, allá a la entrada del pueblo.
-Debe ser enorme.
-Sí; no estoy seguro, pero creo que están previstas 275 parcelas. Si en cada una se pone una familia, el pueblo casi se dobla.
-¿Quienes suelen ser los compradores?
-Pues, algunos son de Madrid, otros de Guadalajara, y bastantes hijos del pueblo que viven fuera también van tirando de ellas.
Francisco Fernández, agricultor de Cabanillas, es un hombre complaciente que celebra el encuentro. El remate de la conversación se hace ya con el tractor en marcha.
-¿Qué tipo de árbol es este de la plaza? Acacia, no es.
-No; no es acacia. Ni plátano tampoco. Es un árbol que prolifera mucho. Cada una de esas hojas secas lleva una semilla, y donde la deja el aire o el agua, allí que sale un árbol. Hay que tener cuidado.
En algunas viviendas y corrales de Cabanillas aprovecharon en pasadas épocas las guijarras y cantos rodados de los ríos para edificar, mezclados convenientemente con el ladrillo y con el barro o adobe; detalle bastante común en todos los pueblos campiñeses.
La torre de la iglesia, símbolo de la villa, es altísima. Toda ella está edificada a base de ladrillo del XVI y piedra blanca de caliza incrustada en disposición vertical, ocupando el centro de sus caras, que era una forma de construir con cierto rango por toda la comarca cuando los años del Imperio y los inmediatamente posteriores. La portada es sencilla; tiene un arco renacentista en semicírculo, y se adorna con dos medallones en relieve que representan las efigies de San Pedro y San Pablo.
Encuentro abierta la puerta de la iglesia. El interior es espacioso; se ve meticulosamente cuidado. Su aspecto anda parejo con la severidad y con la elegancia que se adivina desde afuera. Tiene tres naves, y crucero bajo la cúpula que cubre el presbiterio. El retablo mayor es una obra recientísima, construido en Zaragoza hace escasamente tres años. En el retablo mayor figuran las imágenes de San Pedro, titular de la parroquia, de San Roque y de otro santo obispo que uno, sin haberse informado antes, no es capaz de identificar.
-¿Quién es aquel obispo, señor cura?
-Es San Blas. Tenemos dos imágenes de San Blas en la parroquia. Cuando se montó el retablo compramos aquel para tenerlo fijo, sin que haya necesidad de bajarlo y volverlo a subir cada año; y luego el otro, el de siempre, que está en aquella capilla para sacarlo en procesión cuando llega su día.
La bóveda de la nave central es de las llamadas de medio cañón, con curiosos adornos en relieve dibujando formas geométricas que aportan a la iglesia cierta prestancia. A cada lado del crucero hay una capilla: la de la Milagrosa, con adornos barrocos del siglo XVIII, y la del Pilar en el lado de la Epístola, muy parecida a la anterior, pero bastante más pobre.
En la iglesia de Cabanillas siempre hay alguien. Entran, rezan devotamente durante unos minutos y luego se van. El párroco, don Primitivo Pérez, debe abandonar por segunda vez su recogimiento para volverme a responder.
¿Cuándo son las fiestas patronales, don Primitivo?
-Hay más de una -me dice-. Por tradición, las fiestas de Cabanillas son para San Blas y para la Cruz de Mayo.
Consta -más en el recuerdo que en el cotidiano vivir del tiempo presente- que éste es pueblo de muchas y de muy variadas tradiciones; algunas curiosas y muy antiguas, como la botarga, rebuscadora de despensas, los clásicos “mayos” de a finales de abril, o los sabrosos pasteles del domingo de Ramos.
Seis hombres de edad, sentados todos ellos alrededor de una mesa en el Bar Alcázar, hablan del tiempo mientras las horas pasan. Cuando el tema no da para más, hablan de la sementera y de lo cara que se ha puesto la vida. Otros más jóvenes toman cerveza y copas en la barra mientras conversan animadamente. Cuando advierten que anoto cosas en mi cuaderno de apuntes, dejan de hablar.
Merece la pena hacer referencia, en este somero recorrido por las calles y rincones de Cabanillas, al arzobispo de Santa Fe de Bogotá don Antonio Sanz Lozano, nacido aquí en el siglo XVII, quien dejó por tierras americanas sabia y reconocida huella.
-Pues de ese señor nunca había oído yo hablar; ya ve usted lo que son las cosas. Es que hace muchos años que falto del pueblo.
El mesón Los Picos tiene un patio floreado al estilo andaluz. Desde el día que lo instalaron cuenta el establecimiento con el pláceme de su buena clientela, sobre todo de gentes de la capital, que acuden durante el buen tiempo atraídos por lo cómodo del sitio, y por el conejo al ajillo que, según me han asegurado, es la especialidad de la casa. Cuando llego hay sólo dos clientes, dos señores de edad avanzada que toman cerveza pegados al mostrador con tapas de aceitunas y boquerones en vinagre. Dentro se está muy bien, tanto en verano como en el tiempo frío. Los camareros, quizás demasiado serios y parcos en palabras, postura que no debe ser muy aconsejable en este tipo de oficios. En una de las paredes se ve colgado un pasquín de espectáculos en el que aparece, bastante al descubierto y pechugona, una dama morena que recuerda a aquellas de las viejas revistas de variedades, pero algo más acorde con gusto actual de la gente. Los ojos bien pintados de la señora del cartel miran con tono provocador a los dos ancianos de la barra.
-¡Vamos hombre! -dice uno de ellos- Y por lo visto no es una mujer. Si dicen que es un tío. Les hacen yo no sé qué coño de operación, y las vuelven tías.
El resto de la conversación que mano a mano se traen los dos abuelos resulta la mar de simpática en torno al asunto de los travestis y de sus antagonistas, las mujeres de porte machuno; pero, honradamente, irreproducible.
-No sé, no sé. Dicen que si es de Zaragoza.
Variedad de ambientes; diversidad de visiones en un pueblo donde la gente debe sentirse a gusto. Cabanillas del Campo, laboriosa y antigua, se enciende a éstas del medio día por el sol cargado de luz en una fecha cualquiera del otoño.
(N.A. Noviembre, 1987)
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