Se han dicho cosas, elogiosas siempre, acerca del pintoresco emplazamiento del pueblecito de La Cabrera en el fondo del rocoso valle del río dulce. Es cierto que, vista la mínima aldehuela seguntina desde la carretera que sube hasta la Ciudad del Doncel, deja en el viajero la gratísima impresión de atisbar un pequeño paraíso allá en el barranco, perdido entre ríos y entre pies de montañas, vigilado de cerca por apretada vegetación de alamedas que escoltan al arroyo donde, por un singular privilegio, nunca dejó señal siquiera de sus frutos perniciosos el árbol de la ciencia del bien y del mal.
Preciso es por las condiciones del camino descender con prudencia hasta la misma plazuela del frontón. Nos han precedido las nogueras y algunos huertecillos familiares antes de atravesar el puente sobre el río; un puente dieciochesco de considerable dimensión, con tres ojos de los que solamente se cuela el agua por dos de ellos. Las gentes del pueblo me habrán de contar más tarde que una riada, en el año 1921, dio al traste con los sillares de la barbacana y arrastró hasta lejos de sus cimientos las coberturas enteras de los pajares. En uno de los dos murillos se puede leer, con un poco de paciencia, esta frase grabada sobre la piedra: "Se hizo esta obra reinando Carlos III, Año 1778."
Una vez dentro del casco urbano intento dejar el coche al abrigo del frontón. Como no está permitido hacerlo, lo dejó detrás del ábside de la iglesia, poco más adelante.
Por el caz del arroyo corren las truchas en el agua acristalada antes de colarse por el ojo casi ciego del puente. Las truchas son de buen peso y de sorprendente movilidad, una verdadera envidia. Los hombres del pueblo miran curiosamente apoyados en el pretil. No sé si me habrán tomado por pescador de caña fina o por agente de la Fiscalía de Tasas.
-Buenas tardes -les digo-. Este arroyo nada tiene que ver con el río Dulce, ¿verdad?
-Hasta aquí nada tiene que ver. Un poco más abajo se juntan los dos. Lo que es el río pasa bajo el otro ojo del puente. Éste no tiene nombre; se le dice el Arroyo de la Fuente, por decirle algo. Nace ahí arriba, a unos doscientos metros de aquí.
-Pues qué agua más clara. Dan ganas de ponerse a beber.
-Siempre se ha bebido de este arroyo. Las mozas llenaban los botijos de ahí arriba. Y aquí mismo también la hemos bebido. Se tumbaba uno panza abajo en esa orilla y a beber se ha dicho.
-Es una lástima que no se aproveche, con lo que escasea en otras partes.
-Pues mire, hasta hace bien poco, días nada más, se mandaba alguna a las fuentes públicas; pero un buen día vino el dueño del criadero y la cortó allí mismo, adonde nace, y la desvió al arroyo. Desde entonces ahí tiene usted las fuentes, secas a la fuerza. Si viene un forastero no tiene donde beber como no pida en alguna casa.
-¿Y eso se puede hacer?
-Se podrá, cuando él lo hace. Para el pueblo ha sido una mala acción. Si se construyeron las fuentes fue para que corran, no para que un señor las corte en su propio beneficio, así a su antojo.
Los tres vecinos que pasaban el rato al sol junto a las pilastras del puente -don Dionisio de Francisco, don Cipriano Ballesteros y don Jacinto Águeda- se pusieron de acuerdo enseguida para acompañarme adonde yo quisiera ir. Con el río y con el arroyo corriendo por la pradera, en la que se aburre amaneada una mulilla blanca, La Cabrera queda encajada entre los cerros peñascosos de la Peña de la Horca, de la Corza y del cerro de la Cabeza. La tarde, pese a ser soleada, se ha vuelto fría. Con los tres jubilados como guías, y con una niña pequeñita que ha venido de Alcalá con sus padres a pasar el fin de semana, nos vamos a pie siguiendo el regato de la fuente hasta las eras.
-Esta losa de piedra era el puente antiguo. Luego se hizo este otro de por parte, para que pudieran pasar los coches y demás.
-¿Cómo llaman a todo ese campo que hay por debajo del cerro?
-Esos son los Hinachares. Eran todo huertos. Muchos están perdidos por falta de gente que lo mueva. A esta piedra es donde venían antiguamente las mozas a llenar los botijos.
-Y los mozos detrás; qué remedio. La historia de siempre, ¿no?
-Sobre todo yo -dice don Dionisio-, que tenía el huerto ahí delante y me hice novio de la molinera. El molino era aquella casa de enfrente. Hasta que nos casamos, yo no salía del dichoso huerto. Mejor atendido lo tenía que ahora, ya lo creo.
-¿Saben lo que les digo?, que no sé si me escaparé de aquí sin probar el agua del arroyo.
-Venga. Clávese ahí de rodillas y beba hasta que se hinche. El agua no puede ser mejor. Luego se come un tomate del huerto de Pitos, que aún quedará alguno, y verá que cuerpo le queda.
El abuelo Dionisio tiene en el huerto de Pitos tomates de otoño, membrillos, flores de los muertos y pepinos pajizos, de los que se quedan en la mata para simiente.
-Eso que tenemos en los surcos, de hojas grandes, son borrajas. No crea que las conoce todo el mundo.
Subiendo con dirección al manadero del arroyo, mis amigos me cuentan que antes de estar agregados al ayuntamiento de Sigüenza lo estuvieron al de Pelegrina, y que la cosa tampoco les iba demasiado bien, que cuando había palos siempre les tocaban a los de abajo y que aquello no era plan.
El arroyo nace bajo una bóveda de piedra que hay por detrás del molino, al fondo de una barranquera devorada por la maleza. Aquí se despide de nosotros el señor Dionisio, mientras que sus convecinos me acompañan por la Magdalena, al pie de la Peña de la Gallina, hasta las mismas puertas del cementerio.
-Si se fija, más allá del río verá paredones antiguos. Para mí que hubo algún poblado, cualquiera sabe cuándo. salen cerámicas y de todo, y en lo alto del cerro debió de haber una ermita, porque sacaron unas piedras con cruces. Nadie sabe lo que pudo ser aquello. Los huesos humanos aparecen por cualquier parte; aquí en el camino mismamente.
-La Cabrera debe de ser un pueblo muy tranquilo, según veo.
-No lo crea. En el verano viene demasiada gente. Ya molestan. Se van al campo y lo dejan todo hecho una pena. Hay de todo.
El cementerio es reducido en capacidad, como cabe pensar a la vista de cómo es el pueblo. Los muertos de La Cabrera, con sus crucecillas de piedra y sus tres o cuatro lápidas, descansan en paz entre aquellos muros, todo atendido y limpio. "Familia Duarte Yagüe", se lee sobre la que, desde fuera, parece la más lujosa. La verja del camposanto es una auténtica joya del arte de la forja. Intento descubrir cuidadosamente por los barrotes el nombre del artífice que la hizo, pero no lo encuentro. El hierro está recubierto de capas superpuestas de pintura negra.
-En esa chapa de arriba tenía una leyenda. Era como de porcelana esmaltada. La rompieron a pedradas.
-Una gracia. ¿La recuerdan?
-Como si la estuviéramos viendo ahora mismo. Decía:"Cementerio de La Cabrera, fundado en el año 1928, siendo alcalde don Francisco Guijarro. El maestro herrero, hijo de este pueblo, Adrián Escudero".
-Estupendo. Por lo menos ya queda constancia.
-Muchas piedras de las paredes las trajimos nosotros siendo chicos. Estaba de maestro entonces don Wilfredo de la Iglesia. No crea que no hace años. Un hombre que era el número uno para todo lo que se ponía. Bien que dejó memoria en el pueblo. Demasiado severo para lo que son los de ahora; pero un gran señor.
De regreso vemos una casa moderna, curiosísima, levantada en el llano, cerca del río y rodeada de vegetación. La casa tiene las paredes blanqueadas, con dibujos rellenos de piedrecitas que representan escenas de caza y animales de todas las especies, como el Arca de Noé.
-Es de unos señores que vinieron de fuera, compraron esto y aquí están establecidos. El padre trabaja en Madrid, y la señora lleva los chicos a diario al colegio de Sigüenza. Contándolos como vecinos, puede que seamos cerca de treinta personas en el pueblo.
-Y el medio de vida, el campo. Ya se sabe, como todos los pueblos.
-Pues ya ve, vamos funcionando con las cuatro perras de la jubilación. Dos de ellos tienen ganado, y las tierras las labran los de Pelegrina.
Cipriano y Jacinto me cuentan al pasar por las eras que, cuando se aburren, se suelen juntar en lo que fue la escuela a echar la partida de cartas. Que en tanto se beben su porrón de vino y luego se marchan a la cama tan contentos.
-Otras veces nos sentamos al sol, si es de día, y nos contamos nuestras batallitas de lo mucho que sufrimos cuando la guerra, que ya nos lo sabemos de memoria de tanto oírlo; pero en alguna cosa tendremos que pasar el rato, ¿no le parece?
En ocasiones, cuando el ambiente es agónico como en La Cabrera, el visitante suele acabar hundido en el pesimismo y un poco en la desesperación, por sentirse incapaz de hacer algo práctico para que aquello no acabe. En cuántas ocasiones, al salir, suelo pensar para mí si no seré el último notario que lo ve vivir; que las pocas letras impresas que nos servirán de recordatorio pudieran ser la postrera fe de vida que antecede a un final doloroso, pero imprevisible. Si tal llegase a ocurrir, uno quisiera dejar bien sentado que La Cabrera es un pueblecito increíblemente bello, pacífico, fuera de época si se quiere, donde habitan dos docenas de personas de bien que merecieron mejor suerte.
Preciso es por las condiciones del camino descender con prudencia hasta la misma plazuela del frontón. Nos han precedido las nogueras y algunos huertecillos familiares antes de atravesar el puente sobre el río; un puente dieciochesco de considerable dimensión, con tres ojos de los que solamente se cuela el agua por dos de ellos. Las gentes del pueblo me habrán de contar más tarde que una riada, en el año 1921, dio al traste con los sillares de la barbacana y arrastró hasta lejos de sus cimientos las coberturas enteras de los pajares. En uno de los dos murillos se puede leer, con un poco de paciencia, esta frase grabada sobre la piedra: "Se hizo esta obra reinando Carlos III, Año 1778."
Una vez dentro del casco urbano intento dejar el coche al abrigo del frontón. Como no está permitido hacerlo, lo dejó detrás del ábside de la iglesia, poco más adelante.
Por el caz del arroyo corren las truchas en el agua acristalada antes de colarse por el ojo casi ciego del puente. Las truchas son de buen peso y de sorprendente movilidad, una verdadera envidia. Los hombres del pueblo miran curiosamente apoyados en el pretil. No sé si me habrán tomado por pescador de caña fina o por agente de la Fiscalía de Tasas.
-Buenas tardes -les digo-. Este arroyo nada tiene que ver con el río Dulce, ¿verdad?
-Hasta aquí nada tiene que ver. Un poco más abajo se juntan los dos. Lo que es el río pasa bajo el otro ojo del puente. Éste no tiene nombre; se le dice el Arroyo de la Fuente, por decirle algo. Nace ahí arriba, a unos doscientos metros de aquí.
-Pues qué agua más clara. Dan ganas de ponerse a beber.
-Siempre se ha bebido de este arroyo. Las mozas llenaban los botijos de ahí arriba. Y aquí mismo también la hemos bebido. Se tumbaba uno panza abajo en esa orilla y a beber se ha dicho.
-Es una lástima que no se aproveche, con lo que escasea en otras partes.
-Pues mire, hasta hace bien poco, días nada más, se mandaba alguna a las fuentes públicas; pero un buen día vino el dueño del criadero y la cortó allí mismo, adonde nace, y la desvió al arroyo. Desde entonces ahí tiene usted las fuentes, secas a la fuerza. Si viene un forastero no tiene donde beber como no pida en alguna casa.
-¿Y eso se puede hacer?
-Se podrá, cuando él lo hace. Para el pueblo ha sido una mala acción. Si se construyeron las fuentes fue para que corran, no para que un señor las corte en su propio beneficio, así a su antojo.
Los tres vecinos que pasaban el rato al sol junto a las pilastras del puente -don Dionisio de Francisco, don Cipriano Ballesteros y don Jacinto Águeda- se pusieron de acuerdo enseguida para acompañarme adonde yo quisiera ir. Con el río y con el arroyo corriendo por la pradera, en la que se aburre amaneada una mulilla blanca, La Cabrera queda encajada entre los cerros peñascosos de la Peña de la Horca, de la Corza y del cerro de la Cabeza. La tarde, pese a ser soleada, se ha vuelto fría. Con los tres jubilados como guías, y con una niña pequeñita que ha venido de Alcalá con sus padres a pasar el fin de semana, nos vamos a pie siguiendo el regato de la fuente hasta las eras.
-Esta losa de piedra era el puente antiguo. Luego se hizo este otro de por parte, para que pudieran pasar los coches y demás.
-¿Cómo llaman a todo ese campo que hay por debajo del cerro?
-Esos son los Hinachares. Eran todo huertos. Muchos están perdidos por falta de gente que lo mueva. A esta piedra es donde venían antiguamente las mozas a llenar los botijos.
-Y los mozos detrás; qué remedio. La historia de siempre, ¿no?
-Sobre todo yo -dice don Dionisio-, que tenía el huerto ahí delante y me hice novio de la molinera. El molino era aquella casa de enfrente. Hasta que nos casamos, yo no salía del dichoso huerto. Mejor atendido lo tenía que ahora, ya lo creo.
-¿Saben lo que les digo?, que no sé si me escaparé de aquí sin probar el agua del arroyo.
-Venga. Clávese ahí de rodillas y beba hasta que se hinche. El agua no puede ser mejor. Luego se come un tomate del huerto de Pitos, que aún quedará alguno, y verá que cuerpo le queda.
El abuelo Dionisio tiene en el huerto de Pitos tomates de otoño, membrillos, flores de los muertos y pepinos pajizos, de los que se quedan en la mata para simiente.
-Eso que tenemos en los surcos, de hojas grandes, son borrajas. No crea que las conoce todo el mundo.
Subiendo con dirección al manadero del arroyo, mis amigos me cuentan que antes de estar agregados al ayuntamiento de Sigüenza lo estuvieron al de Pelegrina, y que la cosa tampoco les iba demasiado bien, que cuando había palos siempre les tocaban a los de abajo y que aquello no era plan.
El arroyo nace bajo una bóveda de piedra que hay por detrás del molino, al fondo de una barranquera devorada por la maleza. Aquí se despide de nosotros el señor Dionisio, mientras que sus convecinos me acompañan por la Magdalena, al pie de la Peña de la Gallina, hasta las mismas puertas del cementerio.
-Si se fija, más allá del río verá paredones antiguos. Para mí que hubo algún poblado, cualquiera sabe cuándo. salen cerámicas y de todo, y en lo alto del cerro debió de haber una ermita, porque sacaron unas piedras con cruces. Nadie sabe lo que pudo ser aquello. Los huesos humanos aparecen por cualquier parte; aquí en el camino mismamente.
-La Cabrera debe de ser un pueblo muy tranquilo, según veo.
-No lo crea. En el verano viene demasiada gente. Ya molestan. Se van al campo y lo dejan todo hecho una pena. Hay de todo.
El cementerio es reducido en capacidad, como cabe pensar a la vista de cómo es el pueblo. Los muertos de La Cabrera, con sus crucecillas de piedra y sus tres o cuatro lápidas, descansan en paz entre aquellos muros, todo atendido y limpio. "Familia Duarte Yagüe", se lee sobre la que, desde fuera, parece la más lujosa. La verja del camposanto es una auténtica joya del arte de la forja. Intento descubrir cuidadosamente por los barrotes el nombre del artífice que la hizo, pero no lo encuentro. El hierro está recubierto de capas superpuestas de pintura negra.
-En esa chapa de arriba tenía una leyenda. Era como de porcelana esmaltada. La rompieron a pedradas.
-Una gracia. ¿La recuerdan?
-Como si la estuviéramos viendo ahora mismo. Decía:"Cementerio de La Cabrera, fundado en el año 1928, siendo alcalde don Francisco Guijarro. El maestro herrero, hijo de este pueblo, Adrián Escudero".
-Estupendo. Por lo menos ya queda constancia.
-Muchas piedras de las paredes las trajimos nosotros siendo chicos. Estaba de maestro entonces don Wilfredo de la Iglesia. No crea que no hace años. Un hombre que era el número uno para todo lo que se ponía. Bien que dejó memoria en el pueblo. Demasiado severo para lo que son los de ahora; pero un gran señor.
De regreso vemos una casa moderna, curiosísima, levantada en el llano, cerca del río y rodeada de vegetación. La casa tiene las paredes blanqueadas, con dibujos rellenos de piedrecitas que representan escenas de caza y animales de todas las especies, como el Arca de Noé.
-Es de unos señores que vinieron de fuera, compraron esto y aquí están establecidos. El padre trabaja en Madrid, y la señora lleva los chicos a diario al colegio de Sigüenza. Contándolos como vecinos, puede que seamos cerca de treinta personas en el pueblo.
-Y el medio de vida, el campo. Ya se sabe, como todos los pueblos.
-Pues ya ve, vamos funcionando con las cuatro perras de la jubilación. Dos de ellos tienen ganado, y las tierras las labran los de Pelegrina.
Cipriano y Jacinto me cuentan al pasar por las eras que, cuando se aburren, se suelen juntar en lo que fue la escuela a echar la partida de cartas. Que en tanto se beben su porrón de vino y luego se marchan a la cama tan contentos.
-Otras veces nos sentamos al sol, si es de día, y nos contamos nuestras batallitas de lo mucho que sufrimos cuando la guerra, que ya nos lo sabemos de memoria de tanto oírlo; pero en alguna cosa tendremos que pasar el rato, ¿no le parece?
En ocasiones, cuando el ambiente es agónico como en La Cabrera, el visitante suele acabar hundido en el pesimismo y un poco en la desesperación, por sentirse incapaz de hacer algo práctico para que aquello no acabe. En cuántas ocasiones, al salir, suelo pensar para mí si no seré el último notario que lo ve vivir; que las pocas letras impresas que nos servirán de recordatorio pudieran ser la postrera fe de vida que antecede a un final doloroso, pero imprevisible. Si tal llegase a ocurrir, uno quisiera dejar bien sentado que La Cabrera es un pueblecito increíblemente bello, pacífico, fuera de época si se quiere, donde habitan dos docenas de personas de bien que merecieron mejor suerte.
(N.A. Noviembre, 1985)
No hay comentarios:
Publicar un comentario