miércoles, 4 de febrero de 2009

CARRASCOSA DE TAJO


Por eso de que casi siempre suele producir mayor satisfacción aquello que más nos cuesta, hoy me siento del todo complacido por haber podido dedicar una tarde completa de mi tiempo a pasear este nimio pueblecito de la comarca cifontina con vocación de sierra.
Desde el empalme hacia las entrañas del Alto Tajo que aparece en las proximidades de Canredondo, un indicador de carretera nos advierte que estamos aún ­a doce kilómetros de Carrascosa, los mismos que a Oter, su pueblo vecino y ri­val. Un hato de cabras están pastando distraídas en la rastrojera que hay junto a los pinos. El cabrero cubre su testa con un mugriento sombreruco de paño, al estilo de los viejos cabreros cervantinos. La tarde de otoño es limpia como el jaspe, el suelo húmedo. Los del fin de semana. andan a la que salta por entre los pinos buscando níscalos y setas de cardo en el baldío. La Alcarria, la ruda y melosa Alcarria de los contornos se embravece al bajar el puerto del Navajo. Al poco surgirá el boj –o buje-, la maraña, el carrasquillo y la galuga, para situarnos después en la horquilla que forma nuestro camino con el de Oter que dejamos a la izquierda. Ya casi al final remolonea la perdiz en el arcén y cruza la torcaz en vuelo raso. Por un momento se divisa al bajar una sola de las Tetas de Viana en el contraluz, y, luego, Carrascosa, a la solana de una vega abierta de nogueras, con bodegas minadas en el cerro de las Eras, y calles pinas para ascender al fondo de la zona urbana.
A una y otra mano se ven cerros ásperos, montañas blandas de tierra encen­dida como preludio de paisajes de ventura que llegarán después, a medida que se asciende el Tajo contracorriente buscando los inexplorados paraísos de Valtablado, de Ocentejo y de Taravilla. Como contrapunto a tal presumible brusquedad, una chopera tupida, amarilla, color del tiempo, se extiende en el fondo de la vega, donde un anciano o dos doblan difícilmente su riñón encima, de los surcos.
- Enredando un poco en la miaja de huerto, para matar el rato.
Un chaval con barbas baja de la plaza conduciendo una carretilla. En los primeros cuarteles de la vega hay un espantapájaros vestido de azul, un espantapájaros extraterrestre, guardando las uvas pasas. Arriba, en la plaza, el abue­lo Agustín y el abuelo Martín se calientan al sol en la casa de Correos. La plaza de Carrascosa de Tajo se llama "Pla.za Pública". Tiene una triple fontana mu­ra1 -uno de los caños no echa- y una, espadaña elegante orientada a la caída del sol. La fuente pública se hizo en 1956 "S N D O L C D (se entiende que sien­do alcalde) don Félix García M R (se entiende que Martínez)”, y está situada debajo de un almendro, de una acacia y de un apretado corredor de yedra.
- No se quejarán por falta de agua, señora Saturnina!
- No señor. Ha. tenido épocas que echaba más.
La calle Empedrada, ahora de cemento, tiene cruce al pronto de arrancar con la calle Bajera. Un señor sale al paso y me saluda con estudiada correc­ción. A1 presentarse, el hombre me dice que se llama Antonio Escribano Moranchel, y que es en la actualidad el alcalde pedáneo de Carrascosa.
- Luego, no tienen ayuntamiento propio.
- No, pertenecemos a Cifuentes.
- Mala cosa.
- Pues no. Aquí no nos podemos quejar. Nos dan poco, pero también aportamos poco. ¿No ha visto usted la iglesia? Es la joya del pueblo. La pena es que no tengamos teléfono.
- Bueno, se arreglarán con el teléfono público. Todo llega.
- No señor, aquí es que tampoco tenemos teléfono público. Estarnos sin comunicar. Si un día pasa algo, no quiero ni pensarlo.
- Ah, pues eso no lo deben consentir. Eso es injusto. Carrascosa es un pue­blo, por lo menos, debe tener teléfono. Lo diré públicamente.
- Pues nada, nos exigían para ponerlo que hubiera 51 habitantes, pero como en el último censo no salieron, nos quedamos sin él. Somos unos 40 ahora mismo.
- Esa, es la ley del embudo. Pueblos con un número de habitantes menor, sí que lo tienen.
- Así nos parece a nosotros también.
En la calle Empedrada hay una casona antigua, de gruesos muros, ruin ven­tanuco y entrada con arco adovelado más adelante, en la esquina, vueltas de es­paldas al sol, las señoras hacen ganchillo con mucha habilidad y con mucho arte.
- Las que no valemos para otra cosa, hacemos esto.
Casi todas las calles de Carrascosa están señalizadas en las esquinas: ca­lle de Cantarranas, calle del Altillo, del Cantón. Una callejuela curva de aleros viejos nos lleva a desembocar a una placetuela chiquita con amor de siglos. Aho­ra vemos al fondo, por encima de todas las casas, la Cuesta del Lugar, un cerri­llo rebosante de afectos, y de pedruscos, de pinos recientes, de chaparrales y de tierra gris. Las calles, también por este arrabal, se ven pavimentadas con mucha decencia.
- Tienen el pueblo bastante arreglado.
- Ahora sí. Hace unos años, por dos mil duros se podía comprar el pueblo ente­ro. - Si hace solo nueve años que tenemos carretera, y el agua corriente tres.
El revoltillo urbano de Carrascosa en un conjunto la mar de aceptable. Las casonas de entramado -adobe y maderas cruzadas-, las de buena caliza, las más an­tañonas aún con arcadas clásicas y las construidas en los últimos años, tejen con el adusto porte de los campos, un curioso tapiz al que uno no tiene más remedio que elogiar sin condiciones.
- Si quiere nos podemos acercar para que vea la iglesia. No es porque lo di­gamos los del pueblo, pero en toda la contorna no encontrará otra igual.
La explicación, según su alcalde, es sencilla: las puertas de su iglesia se libraron, por una de aquellas, de ser traspasadas por el salvajismo demoledor de la guerra civil, y bien que se nota.
- Pues sí que vinieron a quemarlo todo, pero desde detrás de un confesionario alguno les debió soltar un tiro que pegó en la pared, y se ve que tomaron miedo. Ya avisaron que volverían al día siguiente con más personal.
- Y se les o1vidó.
- Qué va. Claro que vinieron. Pero la gente se llevó esa noche todos los santos a los pajares. Luego encendieron una buena hoguera en la plaza, y, cuando aparecieron a otro día, les debieron decir que ya no había santos, que los habían quemado ellos.
La iglesia está un poco como en un subterráneo. Hay que bajar unos escalones para llegar a su nivel desde la plaza. Tiene nave única. La techumbre es de las de me­dio cañón, un poco apuntalada recordando el arte ojival. Sobrecoge, verdaderamente, el conjunto interior, tan recargado y tan al gusto de nuestros pequeños templos de años y de siglos atrás. Hay en el retablo mayor una imagen antiquísima de Nª Sª de la Natividad, y cinco óleos con escenas de la vida de Cristo y algunos santos.
- Ahí, en la sacristía, nos cayeron goteras por el techo. Lo hemos retejado y parece que quedó bien.
A la izquierda está la capilla del Santo Cristo que llaman de las Misericordias. Tras la artística entrada con ornamentación de relieves, columnatas e ins­cripción latina, está el soberbio retablo barroco del santo patrón de Carrascosa, con hornacina en forma de cruz. Se ve que el actual no es el Cristo que tuvo en origen, pues no se corresponde con la época aunque sí con el tamaño. La imaginería me­nor es de un gran valor evocativo, si no material, y el sagrario se recubre de relieves con los cuatro evangelistas y la escena de la Resurrección.
- Yo he oído decir que tiene mucho valor, que está tallado a punta de navaja.
- Con su estupenda iluminación y la indecible grandiosidad de lo auténtico, la capilla del Cristo de las Misericordias es uno de esos inesperados rincones donde el espíritu, además de los ojos, encuentra a manos llenas su lugar de gozo. La capilla pare­ja, en el ala opuesta del crucero está dedicada a San Miguel, similar en todo a la anterior, incluso en el retablo, pero menos luminosa, más severa. En su altar se ve una imagen de la Flagelación y dos lienzos, uno a cada lado, con las figuras completas de dos santos obispos.
- San Miguel no está, pero la capilla lleva su nombre, ya ve.
- Sí, en las letras de arriba lo dice. Debió de estarlo en su tiempo. ¿Cuándo cele­bran la fiesta?
- La hemos trasladado desde el 14 de septiembre al tercer domingo de agosto, parta que acuda más gente.
En el presbiterio hay un cuadro al óleo restaurado y enmarcado en cristal con un tema no demasiado visto: "La espalda azotada de Cristo". Por el reverso -éste sin que se pueda ver- tiene otro cuadro de la Virgen en las mismas condiciones. Uno piensa para su uso que el lienzo debería estar en contacto directo con el aire, y que el hecho de acristalarlo le debe de favorecer muy poco. Es una apreciación personal, quizá una estupidez, cualquiera sabe.
- Ahora le voy a enseñar el aparato con el que tocábamos a misa en el pueblo antes de que nos trajeran las campanas.
Hasta llegar al cuarto trastero que hay por debajo del coro, donde don Anto­nio me mostraría aquel extraño artilugio que durante los años de posguerra em­plearon para llamar a los fieles, me voy deteniendo delante de algunos retabli­llos más que aparecen repartidos por ambos muros laterales. Están dedicados a la Inma­culada, a San Antonio de Padua y a la Virgen de la Soledad. Luego, tres lienzos de gran tamaño y muy estropeados por cierto, te hacen adivinar, más que te mues­tran, un Cristo en la Cruz, las lágrimas de San Pedro y una de las caídas de Je­sús camino del Calvario. Se ve que Fueron buenos, pero que las humedades y las desconsideraciones acabaron con ellos.
- Mire, aquí lo tiene usted. Es una bomba desactivada. Con esto se tocaba a misa. No crea que no pesa.
-No me diga! ¿Cómo lo hacían?
- Pues a golpes desde la torre. La gente lo oía perfectamente.
El proyec1il-campana de Carrascosa es un tremendo mamotreto de aquellos que cuando la guerra debieron lanzar desde avión. Mide no menos de 70 centímetros, y lo conservan en la trastera como recuerdo.
- Arriba está el órgano. Fue muy bueno en tiempos. Todavía funciona algo, pero le faltan trompetas y así no puede ser.
Por último salimos al atrio, balcón hacia los huertos. Orientada al mediodía queda aquí la verdadera entrada a la iglesia que ya no se usa. Las tablas de la res­tauración -algunas con rudas pinturas de animalillos con aspecto medieval- andan troceadas y podridas por el suelo. La portada sur se guarece bajo pórtico, tiene arco adovelado sobre jambas de sillar y una imposta que a su vez descansa en capi­teles y columnillas pobres de interés. El espectáculo de la vega desde el pretil, es sencillamente conmovedor. Un tanto al margen de los males del siglo y asido con fuerza al amor del terruño, Carrascosa de Tajo ve pasar con displicen­cia los días y los años en su adusta solana de la Alcarria, soñando, quien sabe, si en tiempos mejores que, para mal suyo, es hasta posible que jamás vuelvan.

(N.A. Noviembre, 1986)

CARRASCOSA DE HENARES


A fe que es esta la primera ocasión que he tenido de ver de cerca el pueblo ribereño de Carrascosa. Antes me llamó la atención muchas veces, tantas como vi su blanco caserío extendido en la tranquila plataforma de la vega, según se accede en viaje de ida a las inmediacio­nes de Jadraque. Carrascosa de Henares, visto desde la altura y a cierta distancia, era como un misterio que uno tenía verdaderos deseos de descubrir.
Atrás las humaredas industriales de Espinosa, la carretera nos conduce, paralela a la vía del ferrocarril, a las puertas mismas de Carrascosa. Nos sorprende al punto de llegar el cauce aguijarrado y seco del arroyo del Sotillo en vísperas de hacerse una sola cosa con el padre Henares. Por estas tierras llanas que enmarcan la caja del río, debieron de pasar, ahora veinte siglos, las cuadrigas im­periales y la soldadesca dominadora de aquel entonces, por una de las más importantes calzadas romanas que atravesó de nordeste a suroes­te la Península Ibérica; nos referimos a la vía que unió en tiempo de los césares las ciudades de Cesaraugusta (Zaragoza) con Emeritau­gusta(Mérida) y de cuya existencia quedan vestigios en la Provincia. Varios ejemplares de encina común, o de carrasca, que es como gusta decir a las buenas gentes de nuestros pueblos, justifica en extramuros, a la vera del arroyo por el poniente, el origen del nombre que sella desde antiguo a esta curiosa villa.
La primera plaza de Carrascosa está dedicada a la reina María Cristina. Es una plaza solitaria y un poco pobretona; acorde con las plazas de algunos de los pueblos menores que hemos visto tantas veces al recorrer la Campiña. En el centro hay un mínimo jar­dinillo con bancos en los que cosen dos mujeres y les da conversación un hombre de mediana edad con cara de enfermo. Cuando intento sacar una fotografía de la plaza, el hombre con cara de enfermo me di­ce que el pueblo tiene poco que ver, que los fines de semana se duplica la población y que en verano aquello parece una feria.
- Contando con los ciento y pico de chalés que tenemos en la parte de abajo.
- ¡Tantos!
- Tantos; sí señor. Eso es como un nuevo Carrascosa. Aquí, en condiciones normales, no estaremos de hecho por encima de las cincuenta personas.
- En cambio da la impresión de que el pueblo es más grande, ya ve.
- El pueblo, que digamos no está mal, pero tiene poco público.
Una casona se adorna más adelante con ruedas de carro, varales ­pintados de colores chillones, un yugo de huebra con la frase escrita "LA CHOZA MI" y un molinillo, a imitación de los de viento, sobre la proa del tejado que queda mirando a la plaza. Las parras, como en tantos sitios más, agracian con fronda y de pámpanos las casonas inertes de Carrascosa.
Aquí, dicho sea muy en honor a sus habitantes, las calles están lim­pias y las viviendas son confortables y evocadoras. Un caballero con ma­letín me saluda muy atento junto al tejadillo de una tienda que dice "Comestibles Gil". La tienda, por extensión, debe ser de ultramarinos, estanco y no sé si alguna cosa más.
- Por lo que adivino, usted es el médico -le pregunto.
- No; soy del banco de Jadraque que vengo pagando a los pensionis­tas.
Se alcanza a ver a la salida del sol, una vez en las afueras, por enci­ma del altiplano de la primera Alcarria, el pueblo de Miralrío y, ligeramente al norte, el inconfundible crestón del castillo de Jadraque­ sobre la cima de su cerro cónico.
- Oiga señor, aunque esté mal preguntado ¿viene usted mirando los contadores?
- No señora; en Membrillera me preguntaron lo mismo. Yo no soy el que mira los contadores. Lo siento.
Poco más a la caída asienta la urbanización, el barrio de los cha­lés para el fin de semana. Uno lo mira detenidamente con cierto escep­ticismo y acaba por pensar que todo aquello está muy bien, que Carras­cosa no se merece menos: apeadero de ferrocarril, equipo de fútbol fe­derado, urbanización que habla de progreso, y el arrullo fresco del He­nares entre las choperas que hace fecundas las tierras y empapa de op­timismo, si pinta el naipe, el alma de los que viven en ellas.
La fuente pública viene a parar por detrás de la plaza, frente a los huertos, como si dijéramos por el camino de la urbanización o del segundo Carrascosa. La fuente arroja en la pilastra un chorro genero­so de agua fresquísima que a dos pasos del manadero se recoge en la alberca de lavar. Al favor de la tarde plenamente primaveral, cultiva en su huertecilla cercada un tablar de ajos el abuelo Mariano Gil.
- Por entretenerme un poco, ya sabe usted.
El abuelo Mariano Gil tiene puestos los pies en nuestro tiempo, mientras que la mente y el corazón volaron -pienso yo- a los verdes años de su juventud, allá por la década de los veinte.
- Yo no bebo vino, ni cerveza, ni cato siquiera la gaseosa, ni piso los bares. Con agua me apaño y me va muy bien.
- Agua de la fuente, supongo.
- De la fuente o de donde sea. Esa es un poco gorda, pero nunca se ha oído que le haya hecho daño a nadie.
- Pues, digo yo que aquí a la sombra se lo pasa usted como un marqués. Tiene de todo en el huerto y sin restricciones para el riego, ¿qué más puede pedir?
- Nada, unos cuantos años menos, que ya tengo ochenta, y que no nos falte el agua del lavadero, porque si no se van todos los huertos a tomar viento. Si viera las ciruelas que dan en su tiempo esos árbo­les, no se pueden comer de dulces que son. Los chicos se las andan comiendo, porque como no están mis hijos...
- ¿Se ha dado cuenta lo bien que se ve Miralrío allá en lo alto? Por lo menos cinco kilómetros en línea recta sí que hay.
- Claro. Estando la tarde como hoy, se ve todo. Si se fija bien, ahora está pasando un coche por la carretera de Jadraque.
- No me diga. Yo creo que no alcanzo a distinguirlo
- Pues yo sí, y con mis ochenta años, ya ve usted. Si tuviera la memoria y el oído como la vista, ya marcharía bien.
Abajo, muy cerca de nosotros, se aprecian todos iguales los chopos de la repoblación en la Fuente Vieja. El abuelo Mariano me explica que son muy jóvenes y que ya están puestos con maquinarias, que el terreno lo donó el ayuntamiento y que a él le parece que ahora perte­nece al ICONA.
- Por esa parte de arriba tenemos el apeadero del tren.
- Que debe de ser muy beneficioso para Carrascosa ¿no?
- Mucho, sí señor. Aquí con el tren tenemos combinación a cualquier sitio. Y no hay estación, pero se apea más gente que en muchas esta­ciones. Eso es por el personal que va y que viene a los chalés. En el invierno, nada.
- Cuando necesitan salir de compras ¿adonde van?
- Eso depende. Aquí tenemos dos tiendecillas que venden de todo; pero cuando hay que comprar carne, bebidas o cosas que aquí no hay, la gen­te suele acercarse hasta Jadraque.
El abuelo faena torpemente doblándose en los surcos cuando yo me voy. Trabaja con una legona que tiene además rastrillo en la misma pieza. El huerto, de terreno mullido y surqueras que prometen, se cubre con matas incipientes de alcachofas, de ajos, de patatas, de lechugas y de cebollinos. Con las ochenta primaveras acuestas que lleva la mar de bien, el abuelo Mariano se siente en su breve heredad de la Fuente más feliz que un rey en su palacio.
- Sí, señor; y que lo diga.­
- En la plaza hay un bar que está cerrado, y otro a la vuelta de una esquina, cerrado también. Al rato pasan por delante de mi una bandada de chicos en bicicleta, gritando como un ejército de indios en retira­da. La tarde, ya avanzada, se tornasola por donde la iglesia. Hacia el mediodía vigilan a Carrascosa unas cuantas colinas boscosas que tienen a los pies algunas casas de campo por donde ladran los perros. Me en­cuentro con una amable anciana debajo de la espadaña que me pone al co­rriente de que lo que se ve por aquella parte son robles y chaparros. A los altos fragosos del mediodía les dicen para su uso los cerros de Tejer.
- Oigas, señor, que se le ha caído un papel -me avisa el más pequeño de los dos chiquillos que bajan hacia el campo de fútbol.
- Muchas gracias ¿cómo te llamas?
- Me llamo Iván. Yo soy el hijo del alcalde. Este es un amigo.
- Ah, no lo sabía. Tanto gusto ¿Vais aquí al colegio?
- Sí, aquí tenemos escuela. Somos catorce o quince chicos.
- Pues no sabes cuánto me alegro. ¿Está tu padre en el pueblo?
- Ahora no. Yo creo que está por la sierra.
Seguido a la iglesia hay una calle de casas nuevas toda ella, achaletadas, con verjas y jardines plantados de abetos, de pinos recenta­les y de cipreses. Al pie de las verjas crecen las yedras y las flores de lis. Los veraneantes de Carrascosa -sin haberme acercado siquiera hasta la urbanización- se ve que son inteligentes, gente con sentido del gusto y una idea bastante exacta de lo práctico.
Cuando, más bien por razones de tiempo, uno abandona Carrascosa, en­filando a contraluz con el sol puesto el camino de vuelta, piensa que el que acaba de dejar es un pueblo urbanísticamente complicado, bello como pocos, una vieja villa de hortelanos y de labradores rendida casi por completo a la invasión de la modernidad que en ese lugar, en una de las riberas más apacibles de nuestro mapa provincial, encuentra la calma que al parecer prefieren los hombres de hoy.

(N.A. Mayo, 1986)

martes, 3 de febrero de 2009

CARDOSO DE LA SIERRA


En algún momento del viaje llegué a pensar que aquello no tendría final, que con mis propios medios jamás conseguiría hacerme presen­te en el pueblo, al menos, tal y como en principio tenía previsto. Hu­be de salir de la provincia y, fuera de sus fronteras, uno anda como fal­to de seguridad, un poco como a la gallinica ciega. Luego ocurre lo de siempre, que pasadas aquellas horas de zozobra en las que por primera vez me pareció haber perdido en mí mis propias confianzas, re­cuerdo con especial cariño la tarde en que llegué y que me hizo po­sible descubrir tierras nuevas, nuevos paisajes y tipos humanos que ahora desearía trasladar hasta ustedes con la misma autenticidad conque fueron desfilando delante de mis ojos.
Cuando, después de haber entrado en tierras de Madrid, se va de­jando atrás escondida en el hondo la ciudad de Torrelaguna, las ca­rreteras son un laberinto inacabable difícil de descifrar, hasta que por fin se advierte algo de luz que te permite vislumbrar con una claridad relativa la meta final por la que te interesas. A estas al­turas de la sierra, caminando a veces por pasadizos inverosímiles al borde del precipicio, bajo la amenaza de risqueras oscuras que semejan, desde sus atalayas inaccesibles, monstruos de granito en permanente actitud de venirse abajo al más mínimo desliz de la natu­raleza, el viajero se reconoce pequeño, insignificante, apenas nada, muy por debajo de las estepas y de las jaras del matorral que se mimbrean en los ribazos con el vientecillo fresco de la sierra, ano­nadado ante la magnificencia y el volumen descomunal de aquellas ma­sas inertes que te acaban por acordonar en todas direcciones, impidiendo la visión más allá de sus cumbres, detrás de las que, por todo ver, sólo aparece el cielo limpísimo de la tarde serrana, partido en dos por la cinta de humo blanco de un aparato a reacción que cruza con dirección norte.
El Cardoso aparece al final en el centro de un inmenso valle al que circundan montañas de robledal teñidas de ocre. Se adivina des­de lejos que es un pueblo pequeño. Antes de llegar nos encontramos de nuevo con el río Jarama a poca distancia de su nacimiento. La tempe­ratura ha descendido de manera sensible. Hay bloques de hielo en las um­brías cubriendo un paredón de piedras de pizarra. Dos vacas negras rumian al sol en una pradera vecina ya de las primeras casas.
La Plaza Mayor está debajo de la iglesia, a distinto nivel sobre el terreno; la diferencia de altitud entre una y otra la marca la fuente pública, construida en 1946 siendo alcalde don Francisco Gu­tiérrez. La fuente arroja dos chorros abundantes de un agua fría, a punto de congelarse.
-Por favor: ¿Podría decirnos dónde hay un sitio para tomar café?
La verdad es que terminaba de llegar y la pregunta no era demasia­do fácil para contestar sin conocimiento de causa. Eran dos señoritas que habían llegado de Madrid ex profeso a tirar un ca­rrete de los de color y husmear de paso por los rincones más escondidos, por las callejuelas más pintorescas del pueblo. Se ve que son unas señoritas que apenas han salido del asfalto y de la megafonía, del metropolitano y de los carteles luminosos de la ciudad. Abajo, por la calle Lisa, apetece resguardarse al abrigo de las parideras. En El Cardoso abunda la arquitectura rural del entramado y de la piedra oscura; piedras de pizarra argentífera que centellean a veces con el sol fuerte de la media tarde. El pueblo desde allí se ve levantado sobre una plataforma cenizosa de roca que sobresale en oca­siones por encima de los mismos muros de las tainas. Cubriendo la puerta de entrada en algunas viviendas, hay curiosas galerías de ma­dera vieja, un poco destartaladas, a la sombra de los aleros con un rusticismo realmente encantador. Al visitante le da por pensar en la Tablanca legendaria que cantó Pereda, y comprende -quién no, con aquella estampa montaraz como escenario- el apego del insigne santanderino a las tierras vírgenes de sus antepasados, a la serenidad embriagadora de las cumbres, a la solidez de aquellas almas, vírgenes también, escondidas dentro del cuerpo tosco y descuidado de los campesinos montañeses.
En un rincón de la calle del Tino están dos de los treinta habi­tantes que quedaron en el pueblo. El hombre ha salido de la casa comiéndose un trozo de pan que va rebanando con una navaja cabritera.
La mujer está sentada al sol sobre un escalón al pie de las losas del corralejo. El hombre y la mujer son hermanos. Ella se llama As­censión y él Hipó1ito. Hipó1ito es soltero y vive en el rincón con otro hermano suyo, soltero también, que se llama Juan. Son hombres mayores que deben de vivir, pienso yo, de la jubilación. Pasado los primeros instantes de recelo -las cosas tampoco están como para fiar se de desconocidos-, nos damos todos a conocer y nos hacemos amigos, muy amigos. Charlamos mucho rato, hablamos de todo, de cara siempre a las montañas de la sierra sobre las que se quedó el sol.
- A ese le decimos el Cerro de la Francisquilla. Ya es de Madrid. De aquí son el Pico de la Calahorra y la Cabeza el Gurrial, éstos de atrás. Luego, allá arribotas, en la Cebollera, es donde se juntan las tres provincias: Guadalajara, Segovia y Madrid.
- ¿No les da un poco de pena que quede tan poca gente?
Aquí nos hemos quedao reculaos los que no nos pudimos ir. Siem­pre en el sitio donde nacimos. Qué quiere que le hagamos.
- ¿En qué se distraen ustedes?
- En nada. Nos sentamos al sol o a la lumbre, y a esperar. Vemos la tele, y algunos se van por la noche a pasar un ratillo a la ta­berna. Nosotros no vamos casi nunca.
Le costó mucho a las señora Ascensión hacerme comprender de qué se vive en el pueblo. No es que me lo contase mal, no, ni mucho me­nos. A veces es que la mente se obstina en no entender la realidad de otras formas de vivir, que para ellos no son nada nuevo.
-Pues ya se lo he dicho: de las patatas y de las cuatro judías que cogemos en los huertos. Estos míos, ni jubilación ni nada.
-Cogerán muchas judías y patatas, claro. Y las venderán...
-Que no señor. Que se coge sólo para el gasto, y si damos algu­na a los conocidos. No ve que son huertecillos pequeños.
-Entonces, el dinero ni lo ven ni lo tocan.
- ¡Mia, el dinero! Si vendemos algún ternerillo ya tenemos para pasar el año. Y cuatro huevos de las gallinas para el gasto. Siem­pre hemos vivido así.
- Y ahora, ni escuelas ni nada, ¿verdad?
- Escuelas ya no hay. La médica se ha ido a vivir a Montejo aun­que le corresponde aquí, pero como no hay casa arreglada... El se­ñor cura sí que está en el pueblo. A los chicos se los llevan a Guadalajara a un colegio nacional que comen y duermen y todo. Pero, digo yo que para qué nos pregunta usted tanto. A ver si nos van a sacar en los papeles como al de La Hiruela.
El pueblo está rodeado de huertecillos, de praderas, y de árboles a los que todavía no les han brotado las hojas. Por las calles solitarias de El Cardoso sa­le un olor pastoso, muy agradable, a roble quemado que el organismo absorbe con verdadero deleite, como un baño interior de naturaleza pura que se intentase colar a través de los sentidos. Al volver una esquina de la Casa Ayuntamiento se oye hablar en tono alto, un mur­mullo que rompe el silencio sepulcral de las calles del pueblo. Es el bar de la, señora Gabriela. Su marido lo hizo hace unos me­ses con un poco de tienda pensando en Margarita, buena chica donde las haya, pero que no quiso estudiar, y ahora, cuando las estanterías están llenas con algo de todo, cuando la "Gaggia" de dos bra­zos tira un café "mejor que el que se hace en la capital', Margari­ta dice que no le gusta el pueblo.
- Ya ve usted ahora, qué plan tenemos.
- ¿Sirven también comidas?
- No. Si viene alguno por compromiso se le hace, pero no.
- ¿Suele venir gente de fuera?
- Los fines de semana vienen muchos cazadores. Días de cuarenta.
- ¿Qué tipo de caza hay por aquí?
- Jabalíes. Un día mataron trece. Ahora vienen más a pescar.
En El Cardoso se celebra la Asunción y San Roque, si bien, en el recuerdo queda la fiesta de las retamas en San Pedro. Me lo contaba Ceferina, en la calle Lisa, una señora que se fue hace veinte años y aparece por el pueblo siempre que el calendario le ofrece cualquier huequecillo aparente.
- De todo eso, mucho. Había rondas de mozos, cantaban los mayos y aquello del reloj, nos retamaban a las mozas...
- ¿Cómo era aquello?- Nos ponían retamas en el tejao, prendidas de las tejas. Luego, hay unos días que le dan a uno el sampedro. Si hubiera venido en carnaval, le hubiéramos enseño lo que era eso. Una vez, vino un médico diciendo que aquello era una indecencia, ¿sabe usted?, y luego era él peor que ninguno. Eso tiene mucha historia.
La iglesia parroquial de El Cardoso se construyó con los mismos materiales que predominan en la arquitectura popular serrana: la cal y la pizarra. Sobre la espadaña se luce una cruz de aluminio, alta y fina, que contrasta con el estilo rústico del templo. La iglesia está desmantelada, no tiene piso, las paredes sin recubrir sacan a la vista la tosquedad de la piedra y de la cal hecha polvo. Están en obras. Acaban de poner la techumbre y poco a poco se atenderá. lo de­más por riguroso turno. Encontré al sacerdote sobre una escalera co­locando los cristales de una verja que separa al presbiterio del res­to de la nave. Dentro, media docena de bancos, la lamparilla del Sa­grario proyectando sombraluces en el muro, las imágenes de la Asun­ción y de San Roque, presidido todo por un Cristo Crucificado sobre la pared limpia del ábside. Creo no haber visto nunca. una iglesia con menos ostentación, más recogida y más pobre. Es una iglesia para re­zar sin esfuerzo, sólo para rezar, después de haber visto y vivido la maravilla de aquella naturaleza latiente, que invita a quedarse allí, perdido para siempre como uno de tantos, en de la paz de sus días, donde aún las horas son horas.
(N.A. Abril, 1982)

CARDEÑOSA


A un kilómetro escaso de la carretera de Soria, ocupando el fondo de una suave depresión antes de entrar en tierras de Atienza, resiste los postreros lustros de su existencia el pueblo de Cardeñosa. El sol oblicuo de la media tarde descompone en cientos de tonalidades diferentes los vallejuelos y los cerros vecinos, que acabarán confundiéndose muy al poniente con el pulido celaje vespertino de mediados de mayo.
Aún no he llegado a donde están las casas. Quedan junto a mí los recientes paredones revocados de cemento en lo que hoy es el depósito de las aguas. El viento baja frío desde la cima del Alto Rey. A mi derecha la Peña Bodera, coronada por una mesuca rocosa del color del plomo. El jilguero y el chichipán cantan a placer escondidos en el ramaje de las carrascas, mientras el cuclillo, al que nunca se ve, puntea la tarde allá por donde los sembrados de espeso verdín.
Cardeñosa aparece al pie, inamovible, profundamente callado. De vez en cuando sube el viento mezclando en vaharadas los golpes del azadón y el tintineo de las cencerrillas. El paisaje preserrano de los campos de Cardeñosa, lejos de toda pasión, es una página perfecta de impresiones y de incontables apoteosis que uno no acierta a definir; un cúmulo de notas y de compases para una eterna sinfonía pastoral.
Las viviendas de Cardeñosa son de un riguroso estilo castellano, acogidas al gusto rural de esta comarca campesina y ganadera por tradición. La viaja concha de tejas que lo cubre contrasta con los verdes de la sementera. Canta un gallo. Dos hombres en mangas de camisa trabajan en un huerto manejando casi a compás el azadón y el rastrillo. Cuando se cansan, los dos hombres se plantan de pie derecho y se aplican, siempre con cierto orden, el trago largo de un porrón de vidrio. La claridad del poniente diluye las lejanas sierras entre las manchas oscuras de un nubarrón.
La larga cuesta en descenso me lleva hasta las primeras cercas y empalizadas que encierran huertecillos plagados de hierba. Al otro lado de la carretera hay máquinas agrícolas abandonadas, coches destartalados y aperos esperando la hora de faenar. Aquí, en el sitio que los vecinos de Cardeñosa conocen por Los Praos, trabajan en su huerto los dos hombres que desde arriba alcancé a ver en mangas de camisa. Los hombres se llaman Marcos, el mayor, y Pedro Moreno el más joven. En las eras de su parcela hay hileras de ajos preparando la grana. Pedro me ha dicho que vive en el pueblo, que son muy pocos habitantes, que puestos a contar tal vez no lleguen a una docena los que viven allí de continuo.
-Once personas nada más. Esos somos.
-Y usted, Marcos ¿Adonde pasa el tiempo en que no vive aquí?
-Yo vivo en la provincia de Soria, pero soy nacido y criado aquí. Mi mujer y mis hijos también son de Cardeñosa. Hace veinte años me dio la ventolera de comprarme una mieja de piso en Almazán, y allí nos fuimos.
-¿No entra en sus planes la tentación de regresar?
-Por mí sí que volvería al pueblo a vivir para siempre, de muy buena gana. La pena es que no tengo aquí nada de nada. Por lo menos un poco de teléfono. ¿No le parece a usted?
A la vista de aquella realidad tan palpable y tan repetida; ante la aparatosa despoblación de tantos lugares que no hace mucho fueron algo, uno apenas si da importancia a las justas razones del señor Marcos. Cinco perros, escondidos junto al porrón debajo de unas matas, nos miran atentamente.
-Mire, estos son los habitantes que más abundan, los perros. De éstos sí que no faltan.
-¿A qué municipio les incorporaron como ayuntamiento?
-Nosotros pertenecemos a Riofrío del Llano.
Los campos de Cardeñosa en esta primavera son una envidiable provocación. Si al final el naipe no se les tuerce, pueden tener una cosecha de las que hacen época. Luego el pueblo: chiquito, de edificios rústicos levantados a base de piedra vista, de callejuelas descuidadas en las que crece la hierba y hay puertas cerradas que son historia. Un reguero de agua corre calle abajo hasta el transformador de la luz. Me adelanta un tractor con una máquina de segar a remolque. El conductor es un muchacho joven, barbudo, que se cubre la cabeza con un gorro de lana acabado en borla como el de Papá Noel. Por las afueras atraviesa la vega un arroyuelo que adorna sus riberas con sargatillos y con chopos nudosos.
En la calle de Abajo hay cuatro mujeres laborando con agujas de hacer punto. Las cuatro están sentadas al abrigo en un patio rodeado de pared, sobre cuyos muros hay tiestos con flores de caléndula, de enredadera, de hierbabuena, de sándalo y de siemprevivas. Pese a su extraordinaria ruralidad, el refugio es un pequeño vergel.
-Lo tenemos así para que haga un poco de adorno. Como la calle es tan maja…
La señora Juana está tejiendo, con buen arte y no poca paciencia, un jersey de lana gorda. Se ve que la mujer es experta en el manejo de las dos agujas.
Lo hago para la tienda de Carmen, la de Atienza. Allí tienen muchos. Los hacemos entre otra señora de Imón y yo.
Las mujeres de Cardeñosa se llaman Juanas, por lo menos dos de ellas, otra es Victoria y la otra se llama María. Señoras de edad avanzada, pero extraordinariamente simpáticas.
-Pues antes llegamos a ser siete Juanas en el pueblo.
-Tendrán a San Juan por patrón, supongo.
-No señor, el patrón de aquí es San Andrés. Se conoce que las gentes de entonces no tenían otros nombres más a mano.
Después de un rato largo de conversación, me aconsejan las buenas mujeres que baje a ver la iglesia; que no tiene mucho que ver, pero que en el pueblo no hay otra cosa mejor que merezca la pena. Me ofrecen la lleve y les digo que no, que es un compromiso bajar solo, que hay robos en las iglesias casi todos los días y que al fin y al cabo yo soy un desconocido.
-Imagínense que me llevo a San Andrés y les dejo sin fiesta.
-¡Ah! –corta la señora Victoria- Eso iría a su cargo. Yo es que ando mal de las piernas y no valgo bajar.
-Bueno, pues en ese caso que acompañen todas las demás ¿No les parece?
La Calle Real es toda ella de piedra arenisca. Cuando abrieron zanja para enterrar las tuberías, la Calle Real quedó removida y desde entonces se anda por ella con relativa dificultad. La señora Victoria baja por fin ayudándose de una vara como bastón.
-¿Se ha fijado en esa lápida que hay en la esquina de la iglesia?
En la vieja placa de mármol dice. “Plaza de don Francisco Somolinos”.
-¿Quién era ese señor?
-Era de aquí. Ya se murió el hombre. Fue el que dio el dinero para hacer la escuela. Yo me acuerdo, siendo chica, de que cuando venía al pueblo nos traía dinero y nos daba caramelos.
La iglesia es por fuera monumental, inmensa, desproporcionada con lo que el pueblo es. Los muros son de sillarejo con piedra labrada en las esquinas. Para entrar lo hacemos bajo el arco.
-La tenemos un poco estropeada, pero es muy hermosa.
-Eso parece. Y muy oscura también.
El sol poniente atraviesa toda la nave al colarse por un ventanillo en aspillera que hay por detrás del coro.
-Mire, a ver si puede usted leer ese cuadro que hay donde el altar. Está escrito en griego –explica la señora Victoria.
El cuadro en cuestión es un pliego a manera de pergamino, muy grande, con mucho texto manuscrito en lengua latina. Una nota aclaratoria colocada junto a él dice que se trata de la aprobación por Roma de la Cofradía del Santísimo Sacramento de Cardeñosa, a raíz de su fundación en 1728.
-Lo que sí me parece bonito de verdad es el retablo.
-Pues sí, señor. Con una buena mano de pintura parecería mejor.
-Que va –le digo. Con un buen dorado en todo caso. Pintura no. A mi me parece que está bien, que no deben tocarlo.
El retablo mayor de la iglesia es una obra bellísima, un poco descuidada quizás, del arte barroco. Seguramente que por falta de medios se quedó sin dorare, y allí quedan sus formas recargadas y retorcidas de madera con dos siglos y medio de antigüedad, recogiendo en sus peanas las imágenes que el pueblo veneró y que hoy pudieran ser, como mucho, amable memorial y almacén de polvo si no se las cuida lo suficiente.
-Ese de arriba es San Andrés, el patrón del pueblo. Y aquel otro también, lo que pasa es que es más antiguo. Luego el de esa otra parte es San Sebastián.
-Ya y el Niño de la Bola.
-La Virgen es la de la Asunción –dice doña Victoria.
-La Concepción, chica –corrige doña Juana- Que te equivocas.
Uno, para su uso, piensa que no es ni la una ni la otra. En un altarcillo lateral se reza a Nuestra Señora del rosario, y en el de la pared opuesta al Santo Cristo.
- Éste del Cristo se quemó por el año veintitantos. Al Santo antiguo lo tenemos en la sacristía.
El ara del altar tiene como pies dos troncos de carrasca en cruz invertida. La idea es buena, y el efecto curioso y ornamental. La techumbre, en cambio, es de madera en condiciones pésimas. Por los agujeros de la cobertura se cuela la claridad azul de la tarde. Una piedra bautismal de piedra gajeada y traza gótica será la última impresión que anote antes de salir hasta las praderillas de la fuente.
-Toda esta parte de los huertos es muy bonita –les digo. No se podrán quejar con tanta tranquilidad como tienen.
-No está mal –me dicen. Ahí, detrás de la escuela está la fuente.
Un chorro, no demasiado generoso, vierte de la fuente dieciochesca de sillar que hay detrás de la escuela. Un agua riquísima que nadie bebe.
-Todo perdido, ya ve usted. Cuando no hay gente en los pueblos no puede ser.
Por la calle del Arrén de Canene crece la hierba sobre el pavimento como si fuera una prolongación de las tierras cercanas. Las callejas de las afueras son estrechas y a veces tienen por margen las ruinas de alguna casa hundida.
-Pues en esa de ahí es donde nació don Francisco Somolinos.
La imagen del forastero con las cuatro mujeres que le acompañan, los cinco en fila por uno de aquellos pasadizos de las afueras, no deja de resultar pintoresca con el sol de caída. La señora Juana, con un exquisito sentido del humor, así lo dice.
-Cualquiera que nos vea por aquí a estas horas dirá que si vamos en procesión.
La tarde en Cardeñosa se ha teñido de un fuerte color naranja. La peña de la Bodera ha encendido por un instante su crestón rocoso en tonos de oro viejo despidiendo al sol. Las dos Juanas, y doña Victoria, y doña María, me despiden a la salida. Les he prometido volver y espero cumplirlo. Al salir del pueblo, las sombras de la anochecida van barriendo poco a poco las tierras labradas y los campos aún sin granar. Todo es calma. Ni ladran los perros ni se mueven las hojas de los árboles.
(N.A. Junio, 1987)

lunes, 2 de febrero de 2009

CARABIAS


Carabias juega al escondite tras el tupido telón de la alameda en su ribazo seguntino, una vez quedado atrás al borde del camino el ejemplar más puro de nuestras ermitas dieciochescas en la provincia: la de Palazuelos.
Arribamos a la plaza y esta vez, creo, que con mejor fortuna que en otra precedente, cuya memoria pasó al complicado campo del olvido.
- Pues si, me parece que fue el año pasado o el anterior. Vino un hom­bre del periódico diciendo que deseaba ver el pueblo, pero que, como no había gente, que se marchaba a Riosalido. Me parece que fue usted.
- No lo dude, señora, yo fui. Pensé que no era aquel el momento y vuelvo aho­ra. Veo que he acertado con venir en verano. Los pueblos, por lo general, están ahora más concurridos.
Encontré en la plaza, aposentadas en el esca1ón, a la señora Tomasa que me reconoció enseguida; a la señora Máxima de la Torre que viene en verano; a Ligorio López, un barcelonés muy amable nacido en la Olmeda de Jadraque; y el abuelo Esteban, que en principio se mostró bastante remi­so a descubrir su nombre. Hubo que insistirle para que lo dijera.
- Claro que sí. Ainas, ainas se lo digo.
- Me ha parecido que le gusta mi coche. Si lo paga un poquito regular se lo vendo.
- ¿Para qué? Si ya no me dan el carnet.
- ¿Y eso?
-Pues qué se yo; por que soy viejo. Si fuera joven si que se lo com­praba, ya lo creo.
- Anda. Y lo dice como si fuera de verdad un anciano venerable.
- No, que soy todavía un chaval. Nací en el año 1901, para Nochebuena. Así que, ajuste la cuenta, a ver si no tengo ya casi los cien.
Ligorio anda por allí sacando brillo a su R-l2 debajo de una acacia. Ligorio, el catalán nacido en la Olmeda, me cuenta que se fueron del pueblo porque les pareció en su momento que la vida la tenían resuelta en la capi­tal; pero que, como el pueblo, nada de nada.
- Y los hijos, ya ve; esos ya son otra cosa.
Les resulta incómodo porque te piden la ducha, etcétera, etcétera, y claro, aquí no se pueden poner porque no tenemos el agua en las casas. En fin, el lío padre.
- Digo yo que cómo se les ocurrió poner el pueblo en la umbría ¡Hay que amolarse qué mal gusto!
- Igual decimos nosotros. Al mismo nivel y a la misma altura de los de­más pueblos de la comarca, éste es mucho más frío que Ures, por ejemplo. Cuando sacude una escarcha en invierno, dura más que si fuera un nevazo. La gente aguanta con la encina y el roble, que hay mucho.
- Y, por lo que se ve, Carabias es esta plaza y nada más. Un poco en cuesta y con las calles no muy bien arregladas, por cierto.
- No, hombre; aún hay más. El barrio B, que yo digo, está más arriba.
Donde nos encontramos ahora es, como si dijéramos, el centro del pueblo.
- Había un par de olmos ahí mismo
- Por lo de la grafiosis.
- No, fue mucho antes, hace casi veinte años. Se conoce que enfermaron y hubo que aplicarles el serrucho. Fue una pena.
Delicia que es preciso experimentar personalmente, hincado de rodillas sobre las piedras labradas del brocal, es un trago largo y vitalizador de agua fresca en cualquiera de los dos chorros que arroja de su frontal neoclásico la fuente de la plaza.
- Será lo único bueno que tenemos en el pueblo; lo demás, ya ve: cuatro matujos y cuatro viejos que ninguno valemos para nada.
- No es verdad, señora Tomasa ¿y la iglesia qué?
- Nada, por dentro está que da lástima verla.
Me he acercado solito a recorrer por mi cuenta uno de los monumentos más bellos, y como tal, más olvidados de la Provincia. La iglesia romá­nica de Carabias, con su pórtico de catorce arcos a medio lodar, es monumento nacional, pero de poco le sirve. Creo que en otra ocasión como es­ta uno ha sentido de tú a tú el lejano latido del fervor medieval, llegado hasta hoy por obra y gracia de los ilustres canteros de ahora ocho siglos. Fue la otra iglesia pareja, la de Saúca, la que en su día me hizo, por los efectos de su indecible fuerza evocadora, temblar de emoción frente a sus capiteles gemelos, a sus columnas de a dos roídas por el viento y por las lluvias de treinta generaciones. La galería resulta oscura en su interior como corresponde a la época que representa, silente, conven­tual, tal vez un poco húmeda. Se baja por una escalinata de piedras des­gastadas como si fuese a un subterráneo. La luz de la tarde se cuela en oblicuo, azul y penumbrosa, a manera de medias lunas en hilera, dibujando por encima de los hombres las formas de los arcos. En todo el pórtico no hay otra cosa que ver sino la entrada a la iglesia, cerrada, natura1mente, a la que entorna otro arco de la misma época la más de sencillo. La parte de galería que pudo corresponder a la cara del poniente, la que no se ve, consta de cuatro arcos más de medio punto, tapados los cuatro, a cuyo pie crecen espesas y ponzoñosas las matas de ortiga. El campanario, mucho más próximo a nosotros en el tiempo, se asoma altivo y rectiforme a la inmen­sa vega de rastrojos y de girasoles, desde donde, mejor o peor, se dejan ver los otros pueblecillos colindantes de Pozancos, de Ures, de Riosalido, cada uno en su correspondiente envoltorio de alamedas por la solana que delimita en aquella otra vertiente la carretera de Sigüenza y de la Riba.
Uno piensa que, con dos golpes de piqueta y un poco de cuidado, los ca­torce ojos que cubren el pórtico de la iglesia románica de Carabias po­drían quedar al descubierto en un decir amén, y el edificio ganaría mu­cho en esbeltez y en belleza. Dudo si en seguridad también. Lo cierto es que resulta inexplicable -a no ser que lo hicieran por librarse del frío- el porqué los llegaron a lodar, resulta inexplicable.
- Pues mire, éstos primeros de aquí de la derecha, los taparon porque en tiempos ahí estuvo la escuela. Todos los más viejos que vivimos aún, fuimos a la escuela ahí mismo.
- No me diga; si eso es un agujero. Ahí no caben más de diez niños.
- Pues nos metíamos treinta. La otra mitad del portalejo, o algo más, era para entrar a la iglesia, tal y como se ve ahora.
- Bueno, pues qué le vamos a hacer: las cosas de antes, como se dice siempre. ¿Entonces, abuelo Esteban, se viene usted conmigo al barrio de arriba?
- No señor, y binen que lo siento, pero no valgo andar. Llevo ya lo menos tres años que no salgo de este rodal. Las piernas dichosas.
Carabias, se ve a la legua, es un pueblecillo abandonado y de encan­tador desorden. Por el barrio alto las casas aparecen escalonadas e in­conexas, las acacias y los hierbazales comparten el protagonismo urbanístico con las añosas mansiones donde viven los hombres. Aquí un paredón antiquísimo de adobes y entramado; allá la Fuente de la Escopeta, exan­güe por la escasez de lluvias con su piloncillo seco; poco más abajo la­dran los perros por donde la vega, atravesando el cinturón tupido de los álamos. En la calle de Enmedio vive Juan Antonio Morales, el joven alcalde de Carabias.
- Un vecindario así no será demasiado problema, cabe suponer.
- Pues no; con diecisiete que nos juntamos, podemos hacer poco ruido.
- Tienen una vega estupenda.
- No está mal. Para cosa de cereales sí que es buena, pero un poco peque­ña. Quizá sea también un terreno demasiado frío.
Doña Rosario, la madre del alcalde, tiene los tiestos colocados al abrigo de unas peñas que hay en un lateral de la casa donde viven: ho­jas de plata, limoncillo, geranios, palmarrizadas, coronas y malvas rea­les.
- ¿Sabe que tiene el muestrario de flores más original que conozco?
- Pues mire, no será por el caso que les hacemos.
De los pequeños ventanucos del rincón, comienzan al instante a apa­recer señoras de entre las persianas a enterarse de lo que pasa.
- ¿Le gusta el pueblo?
- A mí sí; a ustedes no lo sé. Un poco so1o lo encuentro.
- Ahora en verano aún parece algo; pero tiene poco que ver. Muy sano, eso sí.
- ¿Para cuándo tienen la fiesta?
- En octubre, para el domingo del Rosario.
- Y la compra y demás en Sigüenza, claro.
- A ver. A diario estamos por allí. El sitio más caro del mundo. Los sábados aprovechamos para comprar más en el mercadillo que ponen pasado el arco. Así la cosa ya cambia.
Ligorio se ha hecho presente por una de las callejuelas que concurren. Hace un rato me invitó a bajar con él a regar los huertos y le dije que le acompañaría. Ahora tengo que cumplir con la palabra dada. Por todo el camino, hasta la Roqueña, que son los huertos más distantes del pueblo, Ligorio, y doña Estefanía que es la madre de su señora, me hablan de cosas.
- Ahí estaba antiguamente la casa del señor cura. Ahora es del pintor Fernando Veyga. Por fuera le dio un repaso general. La dejó como nueva.
- También se ve devorada por el matorral.
- Sí. Es que hace mucho que no viene.
- Es una lástima, ¿verdad? Como lo deje así se convertirá en una sel­va. La higuera y el moral valen cualquier cosa.
Para soltar el agua al rústico canal de tierra que la conducirá has­ta la Roqueña, Ligorio pincha un par de veces con un palo largo, a modo de lanza de carro, en un agujero que, según me explican, está en comuni­cación con el manantial de La Pesquera, donde el lavadero. Luego deja el mástil metido dentro, amarrado con una cuerda para regular la salida. El chorro brota furioso y bramador, como el de los saltos de agua.
- Ahora, ella sola llegará hasta el huerto. Tiene que dar mucha vuel­ta; seguramente que nos tocará esperar.
Después bajamos por una senda estrecha, por un pasadizo largo y zig­zagueante que cubren a derecha e izquierda las zarzamoras, las albahacas, los ortigales y los sabucos. De cuando en cuando pasamos por rellanos y cuartelillos que fueron huertas fecundas antes de que la gente se marchara de allí y al presente aparecen baldíos e impenetrables.
- Yo recuerdo que no hace tanto teníamos que repartir el riego entre los vecinos por horas del día. Ya no hace falta. Los jóvenes se van y todo queda perdido.
A mitad de la cuesta pasamos por un túnel oscuro, de Vegetación ce­rrada. El agua de la reguera no ha llegado aún adonde nosotros estamos. Enseguida, el huerto de la señora Estefanía.
- Una pizca de cada cosa, ya ve usted. Como para el caso, desde que murió mi marido estoy fuera casi siempre con los hijos, con cuatro co­sas para el verano ya vale. Los chicos se encargan de prepararlo; el que tengo en Sigüenza es el que más viene. Si no, cómo. Yo me voy a Barcelona con la chica.
Al rato, llega fiel a su destino el agua de la reguera, colándose al bajar por entre las piedras y las malezas. Cuando el chorro consigue ver la luz en el último huertecillo de la Roqueña, viene disminuido, casi a mitad del caudal que tuvo antes; otro tanto cabe pensar que se perdió en la operación descenso. Cuando entra en la cerca cultivada de la señora Estefanía, Ligorio tie­ne todo a punto para que corra por los distintos machones de judías, de patatas, de tomates, de pimientos, de cebollas y de calabacines.
Ya cerca de las ocho el fuego de la tarde afloja de manera sensible. Volver a pie hasta la plaza resulta una escalada dura entre los sombra­jos y las arboledas, una escalada que ahoga, que emborracha de oxígeno con olor y con sabor a huerta.
(N.A. Septiembre, 1985)

CAÑIZAR


Al descubrir con sorpresa las tierras de Cañizar por la carretera que viene de Torija, los ojos y los demás sentidos se llenan de cam­po; mucho campo, campo sin más límite que la lejana sierra en cuyas cumbres brilla el retazo de nieve que los soles del invierno no lograron deshacer. Cañizar es uno de tantos, el más próximo de los pueblos que desde aquí se alcanzan a ver. Pese al singular espectáculo que tenemos delante como regalo en aquel mirador, uno lo encuentra dema­siado ocráceo, excesivamente austero, falto del cristal de algún arroyo y del color caprichoso y desigual de los árboles a su orilla. El ­gris ceniza de los olivos, rompe en buena parte el conjunto extensí­simo de las tierras de cultivo.
A mitad de mañana, con la fuerza del sol sobre lo alto, me encuentro a Cañizar tranquilo, silencioso, sin otra sensación de vida que ­los ladridos broncos de algún perrazo por el camino de Salmonte. En la calle por la que subo al pueblo, sólo hay un anciano con las ma­nos y la cara apoyadas sobre el puño de su garrota. Es un anciano soñoliento, sumido en un profundo sopor a la sombra de la pared.
En la calle del Pintor Plasencia, don Ciriaco anda descubriendo la cañería a golpes de pico; toda una obra de moros para llevar el agua a una vivienda alejada del lugar de enganche, y lo que es peor, una obra que se pudo evitar en parte.
- Para que vea usted: no se hizo bien en su día, y ahora, a traba­jar otra vez. Es para meter el agua dentro. Así que, después de ven­dimia, cuévanos. ¿Qué le parece?
Cañizar tiene dos plazas: la de la Constitución y la del Mercado. La primera es extensa, soleada, sin nada más destacable que una faro la central y la valiosa pieza heráldica que hay sobre una pared. ­- Es el escudo del Conde de las Peñuelas. Eso hemos oído siempre.
En la plaza conocí a Felix Villaverde, del Servicio de Extensión Agraria, hijo del pueblo con destino en Cifuentes. La primera conversación formal de la mañana la echamos allí, sentados al sol, y que ­continuaríamos después dando una vuelta por las calles.
- Sí, el pueblo puede tener cincuenta o sesenta vecinos como mucho, o medios vecinos. Que si una viuda, que si un matrimonio que vive solo, tendrá poco más de cien personas.
- Pues, la verdad es que yo no veo tan malo el término como para que la gente se haya tenido que marchar.
- El campo es bueno, sí, pero se debieron hacer la idea de que pa­ra muchos toca a poca y se fueron de aquí.
- Lo que lo encuentro es necesitado de árboles, ¿verdad?
- Está falto de árboles, sí. Al no haber ningún riachuelo por aquí cerca, da un poco la impresión de desierto.
- Entonces, aquí no hay nada que hablar de huertas, claro.
- Hay algunas huertecillas que riegan con el agua de los pozos. En este terreno, en seguida que se ahonda un poquito sale agua.
Al andar por las calles del pueblo, uno nota que en Cañizar co­rren ciertos aires de nobleza, de sensible distinción al menos. Du­rante los últimos dos siglos, la lista de hijos ilustres cuenta con los nombres del arzobispo Romo, del pintor Plasencia, y del doctor Benito Hernando, rector que fue de la universidad de Granada.
-Que conste que no es por fanatismo, ni porque los propios del pueblo le queramos dar una importancia que no tiene, pero es justo reconocer que Cañizar se ha caracterizado siempre por su empaque, por la cantidad de hijos del pueblo estudiando en épocas que no estudia­ba nadie, y eso yo creo que le ha distinguido un poco.
La sombra cubre hasta su mitad el bello pórtico por el que se en­tra a la iglesia. Enfrente hay un sólido palacete de sillería con escudos en la pared.
- Esta es la casa de los Romo. Antiguamente, esa familia debía de te­ner hacienda en veinte o treinta pueblos, según dicen. La casa se conserva muy bien, sin nada más que la piedra labrada.
En Cañizar se reza al Santísimo Cristo de la Fe, patrón del pue­blo, cuya imagen, esculpida en preciosísima talla, atrae la atención desde una de las capillas laterales del templo.
- Aquí se le tiene mucha devoción al Santísimo Cristo. Actualmente somos 230 cofrades, cada uno viviendo en un sitio, que nos solemos juntar el domingo de la Santísima Trinidad para celebrar en el pueblo la fiesta de nuestro patrón.
La limpia y ordenada iglesia de Cañizar tiene un interesantísimo artesonado cubriendo toda la parte noble del presbiterio. Un rico arabesco de madera policromada que pone, aun más por encima, el inme­jorable aspecto general del sagrado recinto.
En las calles hay quietud, mucha, quietud a ésta como a cualquier hora del día. Por el camino de la plaza viene una señora mayor, muy simpática, con el bolso de la compra en una mano y la preocupación en el rostro. Preocupación y buen humor en dosis parecidas.
- Pero, ¿donde se habrá podido meter el dichoso pescadero?
Doña. María Villaverde me habló de la amplia gama de posibilidades comerciales que tiene el pueblo de cara a las amas de casa.
- Tenemos dos tiendecillas que venden de todo y nos suministran muy bien; pero el pescadero, viene de Humanes los sábados y se pone a vender en dos sitios del pueblo, y ahora resulta que no lo encuen­tro en ninguno de los dos. Ya ve usted qué plan.
Aunque no quede rastro de todo aquello, fue éste en otros tiempos un pueblo productor de vino. Así lo recuerdan los mayores haciendo volar la memoria bastantes años atrás. Felix Villaverde es posible que no llegase a vivir la época, pero en Cañizar, pasado más de medio siglo, se habla con nostalgia de sus viñas.
- Había mucha viña, mucha. Desapareció por los años veinte a consecuencia de una epidemia de filoxera que no dejo ni una cepa. En los corrales y en las cuevas todavía se conservan tinajas de barro de aquellas grandes que se empleaban entonces.
Me fue posible conocer en las pocas horas que estuve a una buena parte de las 120 personas que, a mucho contar, viven allí. Manuel Mi­llán es un muchacho aragonés, de Caspe, médico de profesión y aficionado a la caza, quien en el año escaso de servir sanitariamente al pueblo, ha conseguido integrarse como uno de tantos en el correr monótono, en la incomparable placidez de la vida rural.
- Desde luego. Yo, hacía años que quería huir de la capital, y donde nunca podría pensar he encontrado mi refugio. Aquí se está senci­llamente bien.
- ¿Cómo es la gente?
- Es gente de pueblo. Con eso, creo que queda dicho todo.
- ¿Es un pueblo sano?
- Mucho. Es un pueblo muy sano. Entre Heras, Ciruelas y Cañizar, que son los tres que yo atiendo, sólo tengo dos bronquíticos y ninguno es de aquí. Tengo mucha gente de edad avanzada y por ahí andan. Uno de noventa y seis años todavía va a podar.
- A un aragonés conocedor de la vida del pueblo, ¿qué es lo que menos le gusta?
Lo que no me gusta nada es que Cañizar, como las cosas sigan igual que hasta ahora, es un pueblo herido de muerte.
- ¿Y eso?
- Pues, sencillamente, por que no hay derecho a que los niños desde los seis años los aparten de la vida familiar y del propio pueblo. A mí me parece muy bien que si no hay suficiente número de niños para tener unas escuelas en condiciones, se haga una concentración en cualquiera de estos pueblos, y que los niños, por medio de un transporte ­colectivo, vengan a dormir a casa, por lo menos. En el Burgo, por ejemplo, podían hacer un colegio para los niños de un montón de pueblos, ninguno a más de diez ki1ómetros de distancia de donde viven sus padres. De verdad que al ver las cosas tan claras y tan mal hechas, cada vez lo entiendo menos.
- ¿Adónde van los niños?
- Se los llevan a una escuela hogar para toda la semana.
Curiosa es aquí la presencia inglesa desde hace varios años. Cargan­do la frase alguien me dijo que estaban colonizados. En realidad, sólo vienen por el momento dos familias que adquirieron en el pueblo casa y terreno. Son, según dicen, gente excelente que suele pasar el vera­no en Cañizar. Juan, que es la excepción, vive en el pueblo todo el año, con los derechos y obligaciones legales de cualquier vecino.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
- Ya llevo aquí tres años.
- ¿Y, cómo fue venir?
- Pues vine con unos amigos; me gustó el pueblo; me gustó más el campo, y me quedé a vivir aquí en una casa alquilada.
- ¿Estás contento?
- ¿Que si estoy contento? Pregúntaselo a la gente.
Juan es el nombre que para su uso le dan en el pueblo, pero se llama Ian Meyrick. Ian habla español perfectamente. Fue un placer escu­char sus pausadas y compartidas razones en el pequeño bar de Paco, en un rincón de la plaza del Mercado.
- Voy a Guadalajara a dar clases de inglés y vengo todos los días. Me gusta mucho la tierra. En casa cultivo un huertecillo que tengo en el corral y quiero llevar algo a medias con el alcalde.
- ¿En qué te distraes aquí?
- Esto es extraordinario. Me encanta hablar con los viejos. Saben mucho y tienen unos valores muy profundos. En los pueblos como éste hay un espíritu de comunidad mucho mayor que en cualquier ciudad.
Rumiando las palabras de Ian, frescas aún en la memoria, y la úl­tima conversación con Manolo, el médico, a la sombra de la pared bla­sonada de los Romo, me marché por donde había venido. Hermosa página del variado vivir de la provincia, que marca con exactitud toda la pauta de lo que un pueblo es. Cañizar, señor y vasallo, curte allí su piel cada día y la sazona con el alumbre y con la sal de su propio campo.

(N.A. Marzo, 1981)

domingo, 1 de febrero de 2009

CAÑAMARES


Cañamares, sierra de Atienza, los pinares en lontananza, a una distancia suficiente como para que el nuestro no sea pueblo de bosque. Tierra oscura de labor donde se da el trigo, se aprietan las choperas de lombardo, se oye cantar el grillo con un chirrido suave que acallan los aires frescos que llegan de Miedes, y gime el arroyuelo de su mismo nombre restregando el medido caudal de un agua clarísima por mitad de las junqueras, de las aneas y de los sargatillos, una vez rebasa­da en su cauce la estampa medieval del puente de piedra.
Uno hubiera querido llegarse a este recogido lugar atencino en otra época del año, por ver el Cañamares natural y solitario, arri­mado al tizón de la lumbre baja mientras que el ganado bala en los casillos y frunce de hielo el día los bordes del riato. Pero no, es demasiado riesgo, sería exponerse a topar sin desearlo con un pueblo muerto, porque Cañamares, amigo lector, cuenta en pleno invierno con cinco casas habitadas solamente.
Ahora es distinto. Los calores de agosto hacen al mundo revivir en estas latitudes; sacan al hombre de su escondrijo y atraen por añadidura a gentes, oriundos o no, que huyendo de la ciudad bus­can la placidez indefinible de estas tierras serranas.
Me acerco hasta el pueblo a pie, por una pista de tierra cortada con maquinaria durante la pasada primavera. Las porterías que emplean para jugar al fútbol cuando vienen los de fuera, muestran, las dos en la pradera como cansadas de que nadie les haga caso, su trave­saño curvo. Por la carretera de Ayllón, a nuestra espalda, suena un coche oficial que pasa de largo. Uno piensa que los coches oficia­les cuando llegan a éste, o a otros tantos Cañamares más que él co­noce, siempre pasan de largo. Viene frente a mí con un cubo en la mano un hombrecillo del pueblo, bajito, viste camisa arremangada hasta mitad de la caña y un pantalón roído de pana auténtica, de pana antigua de la que ya no hay. El hombre se para junto a mí cuando le doy los buenos días.
- Voy a un huertecillo que tengo ahí detrás, a ver si riego unos cuantos tomates.
- ¿Es usted de los que viven en el pueblo?
- Sí, señor. Desde siempre. Vivo sólo. No me casé después de enviudar y así vamos tirando. Otro hermano que tengo vive solo también. Eché una instancia a ver si me quieren dar algo de la jubilación y no sé. Ahora nos han echado esta pista para entrar al pueblo. Yo creo que la podían haber hecho mejor; ya sabe usted lo que pasa.
Me dijo el hombre que se llamaba Dionisio. Es un señor encantador, abier­to, sin prejuicios, que habla un poco tropelludamente y no se le entiende todo. Cuando nos despedimos, a Dionisio se le quedó alguna cosa más que contarme.
- ¿No conoce usted a Salvador Alonso?
- Pues, no lo sé. De momento no me acuerdo de nadie que se llame así. Pensándolo más despacio, a lo mejor.
- Ese es mi hermano. Está en la Guardia Civil en Azuqueca. Ya lle­va allí por lo menos doce años. Lo conoce mucha, gente.
A mi paso al entrar voy observando, aparte de las casas de los veraneantes y de otras cuyos dueños no supieron prever hace veinte años los desastres del éxodo, paredes derruidas de adobe rodeno y entramado antiguo; techumbres por las que se cuela el sol entre los palitroques; tejadillos de pizarra; calles de tierra y un olor in­tenso a naturaleza virgen que los pájaros del arroyo convierten des de su guarida en las copas en pinceladas del paraíso, con sus cantos punteados de jilguero, de ruiseñor, de mirlo. De trecho en trecho, una parra frondosa pone la nota de vitalidad en los viejos paredones de la Calle Abajo.
Un chiquillo está leyendo tebeos recostado en una hamaca de colorines. Junto al muchacho hay un anciano sentado a la sombra en el poyo. El más viejo de los dos se cubre con una gorra de visera y tiene las dos manos apoyadas en la empuñadura de la garro­ta. El chiquillo está tan entusiasmado que ni siquiera levanta la cabeza para mirar. El anciano, en cambio, no sólo le mira, sino que le saluda muy cortésmente y le pregunta qué viaje lleva por allí.
- Pues mire, como viaje, viaje, ninguno. A echar un vistazo a Ca­ñamares. Yo estuve en este pueblo hace más de veinte años, y no pa­rece el mismo.
- Qué va, qué va; se ha ido abajo. Aquí ya no queda nadie. ¿Sabe usted cuantos años hace que no entra uno de vecino?
- Cualquiera sabe. Diez por lo menos.
- Y cerca de cuarenta también. Aquello era una cosa muy curiosa.
- ¿Ah sí?
- Antiguamente, para ser vecino había que dar una libra de baca­lao frito.
- ¡No me diga!
- Hombre claro. El ayuntamiento y el vecino nuevo la echaban en agua la tarde de antes para que se le fuera la sal. Por la mañana se hacía trozos. Luego se freía, y al medio día había que darle de comer a todos los de ayuntamiento. A los demás vecinos se les daba media libra de pan y su parte de bacalao frito.
- ¡Caramba! Pues sí que les saldría costoso aquello.
- A mí me costó la libra de bacalao en aquellos tiempos, ¿sabe cuánto?: setenta y cinco céntimos. Tres reales.
- Ah, pues ya ha llovido desde entonces.
- Pues mire, tengo ochenta y ocho, y tenia veinticuatro cuando me casé, así que, desquite a ver lo que le sale.
Cuando el anciano, don Alejandro Alonso, se da cuenta de que me producen extrañeza las cosas que me dice, se echa, a reír. Luego hablamos un poco de todo: de los adelantos de ahora para que nadie trabaje, de los conocidos en común que tenemos por aquella sierra, y al final, un poco del campo.
- La, tierra del pueblo es buena, pero este año la cosecha se arrebató con los calores de julio y hubo que segarlo sin granar. Así que, unos años por una cosa y otros por otra, siempre nos toca es­tar a dos velas.
- ¿Y el ganado?
- Ese siempre ha sido más seguro. También hay algún hatajo. Lo que pasa es que, al no haber gente en el pueblo, va todo igual.
Cuando ya hemos conversado bastante, y nos hemos hecho lo sufi­cientemente amigos como para que el abuelo Alejandro se fíe de mí, nos vamos, por invitación suya, a dar una vuelta hasta la iglesia, que cae al otro lado del río.
- No crea que conviene llevar a nadie. Ya han robado dos veces en poco tiempo. No hay nada que robar, pero esa gente se conoce que arrastra con todo lo que pilla.
Cuando llegamos a la altura del puente románico, el abuelo Ale­jandro me cuenta que es monumento nacional y que está muy bien hecho
- ¿A que los de ahora, con tantos inventos, no son capaces de hacer­lo igual? ¡Ahí lo tiene usted, como el primer día! ¡Cualquiera sabe los años que tendrá encima!
El puente sobre el arroyo Cañamares a su paso por el pueblo es en longitud el más grande que hasta el momento he conocido, con referen­cia, claro está, a su época ya su estado de conservación. Tiene tres ojos, bajo los cuales se cuelan cuando hay riada las aguas sin control que bajan de la sierra, y por dos de ellos, o por uno solamente, en circunstancias normales.
- Estos años de atrás estuvo a punto de secarse. El agua viene de la parte de Ujados y va a parar al pantano de Pálmaces.
El abuelo Alejandro atraviesa el arroyo directamente, pisando de piedra en piedra, sin pasar por el puente.
- Lo hago así porque llevo la garrota. Si no, no podía ser.
Entramos después por callejones plagados de hierba, que tienen co­mo límite a las dos manos paredes hundidas, correspondientes a mansiones antañonas que aún quedan en la mente de los más ancianos del lugar. Aquí estaba antes la casa que le decíamos de curato. Era vieja, sí, pero no para que se la dejaran caer. Y como esa tiene por aquí muchas, mire.
Las tapias de guijarro y de piedra oscura que sirven de límite al subir con las tumbas del camposanto, nos pondrán enseguida bajo la espadaña, románica también, de la parroquia. Por el destartalado por­tón del cementerio se ven las humildes crucecillas de los muertos -de madera unas y de hierro oxidado otras- medioescondidas entre la espi­guillas silvestre, las matas de ababol, los lirios y los retoños de la vecina arboleda.
- A ver si don Antonio y el alcalde se ponen de acuerdo y se limpia un poco. Por ahí, tarde o temprano, tenemos que pasar todos.
A la iglesia se entra por un leve techadillo porticado que da paso a su vez a otra portada románica del siglo XIII. El sencillo monumen­to tiene como característica ornamental el aparecer acordonadas algu­nas de sus archivoltas. La iglesia es chiquita, y antigua como todo. Aparte del retablo mayor, barroco y dedicado a Nuestra Señora de la Natividad, titular de la parroquia y patrona del pueblo, hay otros cuatro más del mismo estilo repartidos por los diferentes muros. Las oscuras imágenes ofrecen al visitante su estática vejez de madera seca en las hornacinas donde por siglos enteros recibieron las plegarias y las devociones del pueblo fiel. La Virgen de la Natividad está re­presentada por una talla sedente de madera policroma, que preside la nave desde su nicho por encima del Sagrario.
- Me gusta mucho. Es muy bonita y está muy bien atendida la iglesia, aunque el pueblo esté prácticamente vacío.
- Tenemos un cura joven muy majo, don Antonio. Todos los sábados por la tarde viene de Miedes a decir misa, y las veces que haga falta cuando se necesita. Algunos días nos juntamos cuatro o cinco; si no somos más en invierno.
Ha, sido casi todo cuanto hay que decir de Cañamares, cazado de improviso una mañana de estío. A la salida he visto una fuente moderna de cemento junto a una pradera que pudiera ser el límite de la plaza.. Un automóvil reposa a la sombra de un chamizo cubierto por ramas de árbol. El sol de las doce se estrella en los sequedales de la contorna y enciende las espigas de las pocas hazas que todavía faltan por segar. Desde la esquina de su casa en la Calle Abajo mi amigo, el se­ñor Alejandro Alonso, mira a distancia cuando me alejo por la pis­ta de tierra.

(N.A. septiembre, 1984)