lunes, 2 de febrero de 2009

CAÑIZAR


Al descubrir con sorpresa las tierras de Cañizar por la carretera que viene de Torija, los ojos y los demás sentidos se llenan de cam­po; mucho campo, campo sin más límite que la lejana sierra en cuyas cumbres brilla el retazo de nieve que los soles del invierno no lograron deshacer. Cañizar es uno de tantos, el más próximo de los pueblos que desde aquí se alcanzan a ver. Pese al singular espectáculo que tenemos delante como regalo en aquel mirador, uno lo encuentra dema­siado ocráceo, excesivamente austero, falto del cristal de algún arroyo y del color caprichoso y desigual de los árboles a su orilla. El ­gris ceniza de los olivos, rompe en buena parte el conjunto extensí­simo de las tierras de cultivo.
A mitad de mañana, con la fuerza del sol sobre lo alto, me encuentro a Cañizar tranquilo, silencioso, sin otra sensación de vida que ­los ladridos broncos de algún perrazo por el camino de Salmonte. En la calle por la que subo al pueblo, sólo hay un anciano con las ma­nos y la cara apoyadas sobre el puño de su garrota. Es un anciano soñoliento, sumido en un profundo sopor a la sombra de la pared.
En la calle del Pintor Plasencia, don Ciriaco anda descubriendo la cañería a golpes de pico; toda una obra de moros para llevar el agua a una vivienda alejada del lugar de enganche, y lo que es peor, una obra que se pudo evitar en parte.
- Para que vea usted: no se hizo bien en su día, y ahora, a traba­jar otra vez. Es para meter el agua dentro. Así que, después de ven­dimia, cuévanos. ¿Qué le parece?
Cañizar tiene dos plazas: la de la Constitución y la del Mercado. La primera es extensa, soleada, sin nada más destacable que una faro la central y la valiosa pieza heráldica que hay sobre una pared. ­- Es el escudo del Conde de las Peñuelas. Eso hemos oído siempre.
En la plaza conocí a Felix Villaverde, del Servicio de Extensión Agraria, hijo del pueblo con destino en Cifuentes. La primera conversación formal de la mañana la echamos allí, sentados al sol, y que ­continuaríamos después dando una vuelta por las calles.
- Sí, el pueblo puede tener cincuenta o sesenta vecinos como mucho, o medios vecinos. Que si una viuda, que si un matrimonio que vive solo, tendrá poco más de cien personas.
- Pues, la verdad es que yo no veo tan malo el término como para que la gente se haya tenido que marchar.
- El campo es bueno, sí, pero se debieron hacer la idea de que pa­ra muchos toca a poca y se fueron de aquí.
- Lo que lo encuentro es necesitado de árboles, ¿verdad?
- Está falto de árboles, sí. Al no haber ningún riachuelo por aquí cerca, da un poco la impresión de desierto.
- Entonces, aquí no hay nada que hablar de huertas, claro.
- Hay algunas huertecillas que riegan con el agua de los pozos. En este terreno, en seguida que se ahonda un poquito sale agua.
Al andar por las calles del pueblo, uno nota que en Cañizar co­rren ciertos aires de nobleza, de sensible distinción al menos. Du­rante los últimos dos siglos, la lista de hijos ilustres cuenta con los nombres del arzobispo Romo, del pintor Plasencia, y del doctor Benito Hernando, rector que fue de la universidad de Granada.
-Que conste que no es por fanatismo, ni porque los propios del pueblo le queramos dar una importancia que no tiene, pero es justo reconocer que Cañizar se ha caracterizado siempre por su empaque, por la cantidad de hijos del pueblo estudiando en épocas que no estudia­ba nadie, y eso yo creo que le ha distinguido un poco.
La sombra cubre hasta su mitad el bello pórtico por el que se en­tra a la iglesia. Enfrente hay un sólido palacete de sillería con escudos en la pared.
- Esta es la casa de los Romo. Antiguamente, esa familia debía de te­ner hacienda en veinte o treinta pueblos, según dicen. La casa se conserva muy bien, sin nada más que la piedra labrada.
En Cañizar se reza al Santísimo Cristo de la Fe, patrón del pue­blo, cuya imagen, esculpida en preciosísima talla, atrae la atención desde una de las capillas laterales del templo.
- Aquí se le tiene mucha devoción al Santísimo Cristo. Actualmente somos 230 cofrades, cada uno viviendo en un sitio, que nos solemos juntar el domingo de la Santísima Trinidad para celebrar en el pueblo la fiesta de nuestro patrón.
La limpia y ordenada iglesia de Cañizar tiene un interesantísimo artesonado cubriendo toda la parte noble del presbiterio. Un rico arabesco de madera policromada que pone, aun más por encima, el inme­jorable aspecto general del sagrado recinto.
En las calles hay quietud, mucha, quietud a ésta como a cualquier hora del día. Por el camino de la plaza viene una señora mayor, muy simpática, con el bolso de la compra en una mano y la preocupación en el rostro. Preocupación y buen humor en dosis parecidas.
- Pero, ¿donde se habrá podido meter el dichoso pescadero?
Doña. María Villaverde me habló de la amplia gama de posibilidades comerciales que tiene el pueblo de cara a las amas de casa.
- Tenemos dos tiendecillas que venden de todo y nos suministran muy bien; pero el pescadero, viene de Humanes los sábados y se pone a vender en dos sitios del pueblo, y ahora resulta que no lo encuen­tro en ninguno de los dos. Ya ve usted qué plan.
Aunque no quede rastro de todo aquello, fue éste en otros tiempos un pueblo productor de vino. Así lo recuerdan los mayores haciendo volar la memoria bastantes años atrás. Felix Villaverde es posible que no llegase a vivir la época, pero en Cañizar, pasado más de medio siglo, se habla con nostalgia de sus viñas.
- Había mucha viña, mucha. Desapareció por los años veinte a consecuencia de una epidemia de filoxera que no dejo ni una cepa. En los corrales y en las cuevas todavía se conservan tinajas de barro de aquellas grandes que se empleaban entonces.
Me fue posible conocer en las pocas horas que estuve a una buena parte de las 120 personas que, a mucho contar, viven allí. Manuel Mi­llán es un muchacho aragonés, de Caspe, médico de profesión y aficionado a la caza, quien en el año escaso de servir sanitariamente al pueblo, ha conseguido integrarse como uno de tantos en el correr monótono, en la incomparable placidez de la vida rural.
- Desde luego. Yo, hacía años que quería huir de la capital, y donde nunca podría pensar he encontrado mi refugio. Aquí se está senci­llamente bien.
- ¿Cómo es la gente?
- Es gente de pueblo. Con eso, creo que queda dicho todo.
- ¿Es un pueblo sano?
- Mucho. Es un pueblo muy sano. Entre Heras, Ciruelas y Cañizar, que son los tres que yo atiendo, sólo tengo dos bronquíticos y ninguno es de aquí. Tengo mucha gente de edad avanzada y por ahí andan. Uno de noventa y seis años todavía va a podar.
- A un aragonés conocedor de la vida del pueblo, ¿qué es lo que menos le gusta?
Lo que no me gusta nada es que Cañizar, como las cosas sigan igual que hasta ahora, es un pueblo herido de muerte.
- ¿Y eso?
- Pues, sencillamente, por que no hay derecho a que los niños desde los seis años los aparten de la vida familiar y del propio pueblo. A mí me parece muy bien que si no hay suficiente número de niños para tener unas escuelas en condiciones, se haga una concentración en cualquiera de estos pueblos, y que los niños, por medio de un transporte ­colectivo, vengan a dormir a casa, por lo menos. En el Burgo, por ejemplo, podían hacer un colegio para los niños de un montón de pueblos, ninguno a más de diez ki1ómetros de distancia de donde viven sus padres. De verdad que al ver las cosas tan claras y tan mal hechas, cada vez lo entiendo menos.
- ¿Adónde van los niños?
- Se los llevan a una escuela hogar para toda la semana.
Curiosa es aquí la presencia inglesa desde hace varios años. Cargan­do la frase alguien me dijo que estaban colonizados. En realidad, sólo vienen por el momento dos familias que adquirieron en el pueblo casa y terreno. Son, según dicen, gente excelente que suele pasar el vera­no en Cañizar. Juan, que es la excepción, vive en el pueblo todo el año, con los derechos y obligaciones legales de cualquier vecino.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
- Ya llevo aquí tres años.
- ¿Y, cómo fue venir?
- Pues vine con unos amigos; me gustó el pueblo; me gustó más el campo, y me quedé a vivir aquí en una casa alquilada.
- ¿Estás contento?
- ¿Que si estoy contento? Pregúntaselo a la gente.
Juan es el nombre que para su uso le dan en el pueblo, pero se llama Ian Meyrick. Ian habla español perfectamente. Fue un placer escu­char sus pausadas y compartidas razones en el pequeño bar de Paco, en un rincón de la plaza del Mercado.
- Voy a Guadalajara a dar clases de inglés y vengo todos los días. Me gusta mucho la tierra. En casa cultivo un huertecillo que tengo en el corral y quiero llevar algo a medias con el alcalde.
- ¿En qué te distraes aquí?
- Esto es extraordinario. Me encanta hablar con los viejos. Saben mucho y tienen unos valores muy profundos. En los pueblos como éste hay un espíritu de comunidad mucho mayor que en cualquier ciudad.
Rumiando las palabras de Ian, frescas aún en la memoria, y la úl­tima conversación con Manolo, el médico, a la sombra de la pared bla­sonada de los Romo, me marché por donde había venido. Hermosa página del variado vivir de la provincia, que marca con exactitud toda la pauta de lo que un pueblo es. Cañizar, señor y vasallo, curte allí su piel cada día y la sazona con el alumbre y con la sal de su propio campo.

(N.A. Marzo, 1981)

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