martes, 17 de febrero de 2009

CENDEJAS DE LA TORRE


Los Cendejas son tres; lo suelo repetir siempre al hablar o escribir sobre estos pueblos: de la Torre, de Enmedio y del Padrastro. Están todos muy cerca, como si antes hubieran sido una sola unidad de tierras. En el pueblo no me lo supieron explicar mejor.
- Esto, quien lo sabe bien es una señora de aquí que vive en Bri­huega. Esa se lo contaría a usted todo con detalles.
No obstante, saqué en consecuencia que sí, que en tiempos lejanos a los nuestros, los tres pueblos habían pertenecido a un mismo señor, quien dejó como heredad los dos primeros a sendos hijastros, quedándose para él con el que anotamos en último lugar, es decir, con Cendejas del Padrastro.
Cendejas de la Torre toma el sol estirado a lo largo de una cresta relativamente suave, oteando con mil ojos desde allí las tierras de labor y los ma­juelos de la Veguilla. Tiene el pueblo el privilegio de estar todo él orientado al mediodía, protegido de vientos al abrigo de la co­lina en cuya ladera descansa. Desde la carretera que viene por el valle, sin haber entrado en él todavía, sin haber dado un paso por sus calles en cuesta, Cendejas ofrece el aspecto de una ciudad oriental, de una ciudad de patriarcas y rabinos arrancada del Viejo Testamento. El vehículo acaba por pararse, escaso de potencia el mo­tor, antes de subir a la plaza. Calle arriba, a la altura de la er­mita de la Soledad con dirección a la iglesia, se acentúan los de­clives y las escombreras y las casas en obras.
En el barrio del Adarve hay un señor que toma el sol en solita­rio sentado sobre una silla de espadaña. La estampa azoriniana del hombre que descansa al sol bajo los soportales de una plaza, de una callejuela castellana, no ha perdido actualidad. Es posible que el señor Martínez Ruiz hubiera destacado hoy sobre todas las cosas el silencio a que han sido sometidas estas tierras entrañables, despobladas; tierras en las que no nace nadie ni corren niños, donde uno se encuentra cada viaje, como nota peculiar de su vida mortecina, con hombres que toman el sol sentados en su silla torneada o en el poyo antañón de piedra lisa que sostuvo generaciones diferentes de nombres anónimos desaparecidos, cuyos hijos han seguido, con riguro­sa fidelidad a los caprichos de la sangre, el mismo camino de sus predecesores.
- Fuimos ciento veinte vecinos y más de cincuenta pares de mulas. Ahora, puede que no lleguemos a la mitad, y para trabajar, con cua­tro tractores se arregla todo.
- El pueblo es bonito. Desde abajo llama la atención.
- Pues han repartido unas fotos hechas desde avión y resulta muy bonito. Lo mejor que tenemos es que casi no hace frío. En invierno, los vientos de atrás, esos que vienen de la sierra, aquí, al estar en el abrigo, no nos dan.
- Claro, pero también tendrán el inconveniente del verano, como están orientados al sol ¿no?
- Qué va. En el verano aquí se está muy bien. No ve que esto queda en alto. Era de los pueblos buenecillos de por aquí; pero que va a menos, ya lo ve.
- El campo parece bueno. Sobre todo en la vega.
- Es bueno, sí. Pero ya le digo que lo lleven entre cuatro. Agri­cultores, para el caso somos todos, pero de entretenimiento, o de nada. Ni agricultores ni nada. Los de 1os tractores, esos sí.
- Me habían dicho que tienen una fábrica, ¿no es así?
- Sí, hay una fábrica de yeso. Entre esa y 1a de cementos de Matillas habrá casi una veintena de obreros de aquí. Los demás, a vivir de 1a jubi1ación. Aquí no se casa nadie desde qué se yo cuánto tiempo hace, por eso no hay chicos, y si a1guno tenemos se lo llevan al colegio de Mandayona; así que, esto parece como si estuviera muerto. En verano ya es otra cosa.
Nuestro hombre se llama Tiburcio Muñoz, un gran amigo. A don Tiburcio le hicieron cuando nació la faena de inscribirle en el Registro Civil de Toulouse (Francia) con el nombre de Tiburcia, y la nota marginal correspondiente al sexo hembra. Pueden imaginarse nuestros lectores que, conocida la falta de flexibilidad, la absurda rigidez de la función oficial y administrativa, tanto aquí como al otro la­do de los Pirineos, no hubo forma humana de poner las cosas en su sitio aunque éstas, como en el caso de don Tiburcio, salten a la vista.
- Sí señor, en mi carnet de identidad pone Tiburcio, pero es ile­gal. Lo del nombre se puede pasar, pero eso de que yo soy hembra... Cuando lo de la embajada iba dispuesto a bajarme los pantalones de­lante de quien fuese. Me dijeron que no hacía falta, pero así Seguimos. La cosa tiene gracia ¿No le parece a usted?
A don José Molina lo encontramos en la Calle Mayor, o en la Cuesta Mayor, según se mire, a la altura de la ermita de la Soledad y del juego de los bolos. Don José Molina, que es teniente de alcalde, se vino conmigo y con don Tiburcio por todas, o casi todas, las ca­lles del pueblo. En Cendejas de la Torre hay barrios que tienen nombres con cierto sabor, nombres muy antiguos sobre los que sería muy interesan­te profundizar: Barrio de los Tornos, de los Manzos, del Adarve, Barrio Bajo, Calle de la Fragua, La Grapía. Desde los corrales de La Grapía el telón de la sierra cercana toma, con su característico color gris, importantes papeles de protagonismo. Se divisa como fondo el Ocejón y el pueblo de La Toba perdido en lontananza. Más acá los otros Cendejas, y a un paso las bodegas de la umbría, y el cementerio en un llano con dirección a las canteras.
- Pues dice usted; aquí en agosto celebramos la fiesta de la miel y queremos trasladar, también para el verano, la de San Sebastián, que aún se celebra en enero.
- ¿Tienen miel en Cendejas?
- Sí hombre, aquí somos tres colmeneros.
El teniente de alcalde se interesó porque echásemos un vistazo a la iglesia, situada junto a los corrales de La Grapía en los ba­rrios altos. La iglesia tiene una torre cuadrangular, construida como todas las de su época con mampostería y piedra del dieciocho.
- Está muy mal, ya lo verá usted. Tenemos medio millón de pesetas recogido entre los vecinos para arreglarla.
Es cierto que la iglesia está muy mal. La prolongada desatención, el tiempo y la humedad, se han venido cebando en sus muros hasta hacer del pequeño templo una especie de sala conventual, oscura, des­tartalada y ruinosa. Junto a las paredes descarnadas del ábside hay un retablo reducido, similar en su forma a las miniaturas artesana­les de los trabajos de marquetería. Sobre una repisa lateral llama la atención una imagen policroma de la patrona de Valencia.
-Eso es, sí señor: la Virgen de los Desamparados.
- Digo yo que con medio millón de pesetas, aquí van a hacer muy poco.
- Ya lo sabemos. El presupuesto que nos hicieron es mucho mayor.
Lo que pasa es que cada vecino haremos lo que podamos, y el yeso yo creo que nos lo darán gratis. Ya veremos.
Una grieta de proporciones casi alarmantes amenaza la integridad de la iglesia desde la pa­red del coro. Debajo hay bancos de madera carcomida, sobre cuyo respaldo se lee con dificultad en la penumbra 1a fecha 1777, un año posterior a la terminación del edificio, que según reza en las piedras de la portada es de 1776, construido al parecer como iglesia-asilo.
En un paredón del Barrio de la Iglesia me dicen que hubo una piedra esculpida con el bajorrelieve de la Huida a Egipto; hoy sólo queda de ella el hueco donde estuvo asentada antes de viajar en el saco sin piedad de los anticuarios. Entramos después al bar de Pedro, que ocupa una de las aulas de lo que fueron las escuelas de Cende­jas. En el bar hay media docena de clientes de los que vienen de Madrid, y tiene unos cuantos billetes de los de antes adornando el respaldo del mostrador.
- Aquí en estas mesas es donde nos juntamos a echar la brisca. Por la noche, de doce a catorce clientes nunca faltan.
Aquel era para don José Molina un día importante. Cumplía los setenta y, consciente de nuestra amistad, nos llevó hasta su casa a tomar aunque sólo fuera una copita de la cosecha. Nuestro amigo tie­ne un vinillo de sabor extraño, un vinillo sin transparencia, muy tibio, que tira a moriles. Para que el vino de la Alcarria se haga moriles hay que guardarlo durante un año en botellas pequeñas de cristal.
- Eso es; todo el tiempo en el tejao, al sol, al aire, al frío, a todo lo que caiga. Al año le sale a usted esto.
Se nos escapó de la reunión don Tiburcio y volvió al instante con otra botella de su cosecha. El vino de don Tiburcio es clarete y un poco dulzón, es otra cosa; yo creo que se le está empezando a picar. En cualquier caso pasamos un rato agradable, sentados al calor de la estufa, con la mesa camilla repleta de vasitos de vino de diferente color, de lo que, poco a poco, hubimos de dar cuenta, viendo a través de la ventana del comedor los campos verdes de la Veguilla y los altos de Castejón como perdidos allá a lo lejos.
Con la hora acuestas, y siguiendo como siempre la norma habi­tual de obedecer a los amigos, me dejé llevar hasta la bodega de Antonio López, un madrileño oriundo de Castejón y del propio Cen­dejas que, con unos cuantos siglos de posterioridad a la dominación musulmana -quien por lo general el pueblo atribuye esta clase de obras, dándose la paradoja de que los moros no beben vino- ha que­rido demostrar que también hoy es posible abrir las entrañas de la tierra por medios modernos, y sacarle el frescor de los once gra­do que el buen vino requiere. La bodega de Antonio es limpia y asequi­ble, muy cómoda; tiene cocina, mostrador bien surtido y una escalera que baja hasta la cueva, donde más de quinientas botellas y otras vasijas de mayor capacidad, esperan su turno colo­cadas en agujeros, a modo de panal, de los ladrillos de la pared.
Ni qué decir que, en casos como el presente, la despedida se ha­ce más costosa. Siempre sucede lo mismo. A veces la amistad surge en situaciones parecidas, o por lo menos en este tipo de pequeños motivos difíciles de olvidar. A la salida, un nubarrón oscuro va tomando posición sobre la colina plantada de casas que miran al mediodía.

(N.A. Abril, 1982)

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