El pintoresco valle del Ungría, su silencio conmovedor, la quietud ancestral de sus pueblos viejos, el alma transparente con un re moto olor a almizcle de sus buenas gentes, saltaron, tiempo atrás a la literatura de la mano de un poeta.
“ -Hay casas destejadas y muros con fatiga:
Castilla está en derribo y hoy llueve y su intemperie tiembla.
Aquí hubo cuerpos en brega y una lumbre de pan que ahora tirita.
Y este rescoldo negro, como un pulmón pisado, ni maldice.
La lluvia crece con su insípido llanto.”
Caspueñas, siempre lo he dicho, tiene un encanto cautivador. En Caspueñas sentó sus reales -él sabrá por qué-, escribiendo versos como éstos y criando truchas, el poeta García Marquina, su cantor y su anfitrión más rendido.
- Bueno, el por qué, o mejor dicho, la explicación de ese por qué es fácil. Para mí es importante el contacto con la naturaleza, lo más importante; al fin y al cabo un producto de la naturaleza somos. Yo tengo el prurito de vivir un ritmo natural, del que los hombres estamos tan necesitados. Mi encierro en Caspueñas, que no es tal, sino una saludable liberación, busca lo que el medio natural tiene de apacible, de cura de intimidad; busca el equilibrio para neutralizar la intoxicación que lleva consigo la vida social, en la que, no necesariamente, hemos de estar inmersos. Todo eso lo encuentro aquí, con cierta plenitud, además.
El pueblo, por su situación en aquel escogido lugar de la vega, invita a perder unos minutos en lo más alto del Marañal, recreándose al caer la tarde en la contemplación de la espectacular estampa con que, de buenas a primeras, el viajero se ha venido a topar a la vuelta de una curva del camino. Tras la piña del pueblo antiguo, que remata galanamente la torre de la iglesia, se van estirando hasta el poniente, encendidas a intervalos por los últimos rayos del sol, las aguas del Ungría. Al otro lado el nuevo Caspueñas, el de los hotelitos deshabitados, el de las románticas trasnochadas de estío, enseña sus coberturas sepia entre los esqueletos del bosque y de la maleza, esperando, también hacia la luz y hacia la vida, como en los versos de don Antonio, otro milagro de la primavera. Abajo, luego de un descenso paciente entre la breña, uno se encuentra con un pueblecito como los demás, con ancianos meditativos y con perros soñolientos sentados al sol de una esquina, con señoras que vienen de vuelta llevando la labor en una mano y la sillita de espadaña apoyándose en la otra, mientras van atravesando la plaza con majestuosa tranquilidad, retando, tan guapamente, las prisas y las horas de apremio que el mundo necesita para espantar la paz y complicar la vida más allá de los límites de la vega por la que anda el río.
El Molino Caspueñas coge a poca distancia de las últimas casas, siguiendo un sendero que va paralelo al río con dirección saliente. El viejo molino, del que apenas queda su nombre como recuerdo, es hoy parte de una piscifactoría que comienza en aquel mismo lugar y se completa con los criaderos de alevines aguas arriba.
Llegué sin aviso previo a la casa de mi amigo el poeta Paco García Marquina, a la hora en punto de la tertulia familiar de sobremesa en la que había coincidido don José Andrés Torrents, propietario de aquellas instalaciones, y don Ricardo, el cura de Valdesaz que lleva la de Caspueñas como parroquia aneja. El señor Torrents es valenciano, afincado en la Alcarria desde que su padre se viniera a ejercer su profesión de médico al sanatorio de Trillo. Hombre afable, de fácil diálogo, conocedor perfecto y enamorado de aquella delicada especialidad de la industria moderna, que aproveché para satisfacer debidamente una curiosidad más personal que de cara a la información.
- ¿A qué cocinas van a parar las truchas de Caspueñas?
- Van a toda España. Madrid, Guadalajara y Cuenca se llevan una buena parte de lo que producimos aquí. Por cuanto al extranjero, hemos enviado varias toneladas para Alemania, y en una ocasión recuerdo que nos pidieron desde Canadá. Huevos hemos mandado alguna vez a Brasil. Así que, se da la curiosa paradoja de que la húmeda Alemania recibe pescado de estos sequedales de la Alcarria.
- ¿Son muchos los criaderos que hay en la Provincia?
- Yo creo que hay catorce, o más. Las aguas de Guadalajara tienen unas características inmejorables para la trucha.
- ¿Cuantos ejemplares tienen aquí en este momento?
- Entre alevines y adultos es posible que pase del medio millón.
- Lo más triste del caso es que no estén al alcance de cualquier bolsillo, ¿no le parece?
- Hombre, yo creo que sí lo están. Por su calidad sigue siendo un bocado de lujo, pero el precio, gracias a estos sistemas de reproducción, es asequible a cualquier economía, y de hecho, en la realidad sucede así.
- ¿Es mucha la pérdida desde el huevo al pez adulto?
- A río libre es muchísima, apenas se salvan un porcentaje insignificante. Aquí podrán llegar a pez adulto un cincuenta por ciento.
Los enormes ejemplares saltaban a la superficie devorando, antes de que éstas se perdiesen en el fondo de la balsa, las bolitas de pienso que Prudencio, el capataz, les iba tirando a puñados en los umbrales de la puesta del sol.
- Se comen todo lo que les echen. Estas son las que ponen los huevos para el criadero. Algunas andarán bien con los cuatro kilos.
La tarde había ido empeorando en Caspueñas progresivamente, sin que uno lo hubiera llegado a notar absorto en lo novedoso del molino. Hacía frío y las sombras de la fuente del Rostro se habían ido ocupando de la vega, envolviéndolo todo en un manto gélido de silencio y de penumbra. Las callejuelas del pueblo fueron cerrando los ojos con la gente dentro, mucho antes del anochecer. Una anciana, desde de la oscuridad del porta1ón de su casa en la calle de San Sebastián, me dice que en el pueblo no queda nadie, que aparte del alcalde y alguno más todos son viejos, que a lo mejor aún están los albañiles trabajando en la calle de Las Parras, que vaya a ver.
Comparte la fachada principal de la iglesia un barecillo cerrado con llave. Por los cuatro caños de la fuente sale, abundante y fría, el agua de los cerros, rompiendo en su caer los silencios de las últimas horas de la tarde. Dos chavales pelotean en el frontón que hay en una rinconera de la torre. Junto al viejo laurel, en un escondrijo en ruinas por la calle de Las Parras, los albañiles dan los últimos toques al paredón de cemento y piedra.
- Un poco de cochera. Queremos hacer una cocherilla aprovechando el rincón.
- ¿Cómo es que no se ve un alma por el pueblo?
- Claro que no se ve. Si no quedamos mas que treinta y cinco personas. Así que, con pocos que haya visto, ya estamos todos.
- Me estoy dando cuenta de que aquí hay dos pueblos: éste que estamos y el de los chalets ¿Qué tal se entienden?
- Nos entendemos estupendamente. Los chalets y el pueblo somos todos unos. Con los gastos del municipio corremos unos y otros, y con los beneficios, también. Aquí no hay distinciones. Cuando estamos todos para la fiesta de septiembre, nos comemos una vaca, un toro, según, y no sabe usted como se lo pasa la gente. Hay muy buena armonía, y nos gusta ayudarnos cuando llega el caso.
Con Antonio Carlés, el albañil de Caspueñas, y con Pascual, su ayudante, la conversación se torna en amistad a medida que pasa el tiempo. Hay una señora que nos mira atenta y nos escucha desde la ventana de una casa emparrada.
- Oiga usted: que digo yo que no nos pasará nada por contarle todo ésto. Que nosotros vivimos muy en paz. Ponga que nos ayuden.
Al simpático corrillo de amigos se vinieron a unir otros dos contertulios que bajaban calle abajo. Uno de ellos es un señor de Madrid; el hombre que levantó el primer hotelito de la vega. El otro, cuyo nombre prefirió no desvelarme, tiene en Caspueñas una historia singular, breve en el tiempo, pero de un significado tan de hoy, que invita un poco, o un mucho, a la reflexión.
- Yo me vine hace seis meses a vivir a Caspueñas. Me harté de Madrid y me vine. Tengo un rebaño de ovejas y cebadero de corderos.
- ¿Y por qué aquí?
- Por eso precisamente, por la tranquilidad. El problema son los niños, que de momento está resuelto con el transporte escolar. Ahora van a Brihuega; luego, ya veremos.
- ¿Le acogió bien el pueblo?
- Muy bien. La gente de Caspueñas se distingue por su amabilidad con el forastero. En mi caso me han ayudado mucho, sobre todo en el asesoramiento con el sanado. Yo no tenía idea de esto y la gente me aconseja siempre que lo necesito.
Una vuelta postrera por las calles, en busca de nada, vagando entre el silencio y las sombras fantasmales de los aleros, va empapando poco a poco en el alma aquella paz de las cosas intranscendentes, de los hombres anónimos que, con una sabiduría natural, sin más aderezos que el sudor de su cuerpo y la sonrisa perpetua de los campos, están pregonando en aquel impresionante mutismo de la vega, que la convivencia es posible y fácil de conseguir a la vez. Cuestión, al fin y al cabo, de saberse despojar de tanta costra impermeable como hoy recubre el corazón del hombre, que en infinidad de ocasiones hace que se llegue a perder, arrastrado por las corrientes desnaturalizadoras de su tiempo, la condición de tal.
“ -Hay casas destejadas y muros con fatiga:
Castilla está en derribo y hoy llueve y su intemperie tiembla.
Aquí hubo cuerpos en brega y una lumbre de pan que ahora tirita.
Y este rescoldo negro, como un pulmón pisado, ni maldice.
La lluvia crece con su insípido llanto.”
Caspueñas, siempre lo he dicho, tiene un encanto cautivador. En Caspueñas sentó sus reales -él sabrá por qué-, escribiendo versos como éstos y criando truchas, el poeta García Marquina, su cantor y su anfitrión más rendido.
- Bueno, el por qué, o mejor dicho, la explicación de ese por qué es fácil. Para mí es importante el contacto con la naturaleza, lo más importante; al fin y al cabo un producto de la naturaleza somos. Yo tengo el prurito de vivir un ritmo natural, del que los hombres estamos tan necesitados. Mi encierro en Caspueñas, que no es tal, sino una saludable liberación, busca lo que el medio natural tiene de apacible, de cura de intimidad; busca el equilibrio para neutralizar la intoxicación que lleva consigo la vida social, en la que, no necesariamente, hemos de estar inmersos. Todo eso lo encuentro aquí, con cierta plenitud, además.
El pueblo, por su situación en aquel escogido lugar de la vega, invita a perder unos minutos en lo más alto del Marañal, recreándose al caer la tarde en la contemplación de la espectacular estampa con que, de buenas a primeras, el viajero se ha venido a topar a la vuelta de una curva del camino. Tras la piña del pueblo antiguo, que remata galanamente la torre de la iglesia, se van estirando hasta el poniente, encendidas a intervalos por los últimos rayos del sol, las aguas del Ungría. Al otro lado el nuevo Caspueñas, el de los hotelitos deshabitados, el de las románticas trasnochadas de estío, enseña sus coberturas sepia entre los esqueletos del bosque y de la maleza, esperando, también hacia la luz y hacia la vida, como en los versos de don Antonio, otro milagro de la primavera. Abajo, luego de un descenso paciente entre la breña, uno se encuentra con un pueblecito como los demás, con ancianos meditativos y con perros soñolientos sentados al sol de una esquina, con señoras que vienen de vuelta llevando la labor en una mano y la sillita de espadaña apoyándose en la otra, mientras van atravesando la plaza con majestuosa tranquilidad, retando, tan guapamente, las prisas y las horas de apremio que el mundo necesita para espantar la paz y complicar la vida más allá de los límites de la vega por la que anda el río.
El Molino Caspueñas coge a poca distancia de las últimas casas, siguiendo un sendero que va paralelo al río con dirección saliente. El viejo molino, del que apenas queda su nombre como recuerdo, es hoy parte de una piscifactoría que comienza en aquel mismo lugar y se completa con los criaderos de alevines aguas arriba.
Llegué sin aviso previo a la casa de mi amigo el poeta Paco García Marquina, a la hora en punto de la tertulia familiar de sobremesa en la que había coincidido don José Andrés Torrents, propietario de aquellas instalaciones, y don Ricardo, el cura de Valdesaz que lleva la de Caspueñas como parroquia aneja. El señor Torrents es valenciano, afincado en la Alcarria desde que su padre se viniera a ejercer su profesión de médico al sanatorio de Trillo. Hombre afable, de fácil diálogo, conocedor perfecto y enamorado de aquella delicada especialidad de la industria moderna, que aproveché para satisfacer debidamente una curiosidad más personal que de cara a la información.
- ¿A qué cocinas van a parar las truchas de Caspueñas?
- Van a toda España. Madrid, Guadalajara y Cuenca se llevan una buena parte de lo que producimos aquí. Por cuanto al extranjero, hemos enviado varias toneladas para Alemania, y en una ocasión recuerdo que nos pidieron desde Canadá. Huevos hemos mandado alguna vez a Brasil. Así que, se da la curiosa paradoja de que la húmeda Alemania recibe pescado de estos sequedales de la Alcarria.
- ¿Son muchos los criaderos que hay en la Provincia?
- Yo creo que hay catorce, o más. Las aguas de Guadalajara tienen unas características inmejorables para la trucha.
- ¿Cuantos ejemplares tienen aquí en este momento?
- Entre alevines y adultos es posible que pase del medio millón.
- Lo más triste del caso es que no estén al alcance de cualquier bolsillo, ¿no le parece?
- Hombre, yo creo que sí lo están. Por su calidad sigue siendo un bocado de lujo, pero el precio, gracias a estos sistemas de reproducción, es asequible a cualquier economía, y de hecho, en la realidad sucede así.
- ¿Es mucha la pérdida desde el huevo al pez adulto?
- A río libre es muchísima, apenas se salvan un porcentaje insignificante. Aquí podrán llegar a pez adulto un cincuenta por ciento.
Los enormes ejemplares saltaban a la superficie devorando, antes de que éstas se perdiesen en el fondo de la balsa, las bolitas de pienso que Prudencio, el capataz, les iba tirando a puñados en los umbrales de la puesta del sol.
- Se comen todo lo que les echen. Estas son las que ponen los huevos para el criadero. Algunas andarán bien con los cuatro kilos.
La tarde había ido empeorando en Caspueñas progresivamente, sin que uno lo hubiera llegado a notar absorto en lo novedoso del molino. Hacía frío y las sombras de la fuente del Rostro se habían ido ocupando de la vega, envolviéndolo todo en un manto gélido de silencio y de penumbra. Las callejuelas del pueblo fueron cerrando los ojos con la gente dentro, mucho antes del anochecer. Una anciana, desde de la oscuridad del porta1ón de su casa en la calle de San Sebastián, me dice que en el pueblo no queda nadie, que aparte del alcalde y alguno más todos son viejos, que a lo mejor aún están los albañiles trabajando en la calle de Las Parras, que vaya a ver.
Comparte la fachada principal de la iglesia un barecillo cerrado con llave. Por los cuatro caños de la fuente sale, abundante y fría, el agua de los cerros, rompiendo en su caer los silencios de las últimas horas de la tarde. Dos chavales pelotean en el frontón que hay en una rinconera de la torre. Junto al viejo laurel, en un escondrijo en ruinas por la calle de Las Parras, los albañiles dan los últimos toques al paredón de cemento y piedra.
- Un poco de cochera. Queremos hacer una cocherilla aprovechando el rincón.
- ¿Cómo es que no se ve un alma por el pueblo?
- Claro que no se ve. Si no quedamos mas que treinta y cinco personas. Así que, con pocos que haya visto, ya estamos todos.
- Me estoy dando cuenta de que aquí hay dos pueblos: éste que estamos y el de los chalets ¿Qué tal se entienden?
- Nos entendemos estupendamente. Los chalets y el pueblo somos todos unos. Con los gastos del municipio corremos unos y otros, y con los beneficios, también. Aquí no hay distinciones. Cuando estamos todos para la fiesta de septiembre, nos comemos una vaca, un toro, según, y no sabe usted como se lo pasa la gente. Hay muy buena armonía, y nos gusta ayudarnos cuando llega el caso.
Con Antonio Carlés, el albañil de Caspueñas, y con Pascual, su ayudante, la conversación se torna en amistad a medida que pasa el tiempo. Hay una señora que nos mira atenta y nos escucha desde la ventana de una casa emparrada.
- Oiga usted: que digo yo que no nos pasará nada por contarle todo ésto. Que nosotros vivimos muy en paz. Ponga que nos ayuden.
Al simpático corrillo de amigos se vinieron a unir otros dos contertulios que bajaban calle abajo. Uno de ellos es un señor de Madrid; el hombre que levantó el primer hotelito de la vega. El otro, cuyo nombre prefirió no desvelarme, tiene en Caspueñas una historia singular, breve en el tiempo, pero de un significado tan de hoy, que invita un poco, o un mucho, a la reflexión.
- Yo me vine hace seis meses a vivir a Caspueñas. Me harté de Madrid y me vine. Tengo un rebaño de ovejas y cebadero de corderos.
- ¿Y por qué aquí?
- Por eso precisamente, por la tranquilidad. El problema son los niños, que de momento está resuelto con el transporte escolar. Ahora van a Brihuega; luego, ya veremos.
- ¿Le acogió bien el pueblo?
- Muy bien. La gente de Caspueñas se distingue por su amabilidad con el forastero. En mi caso me han ayudado mucho, sobre todo en el asesoramiento con el sanado. Yo no tenía idea de esto y la gente me aconseja siempre que lo necesito.
Una vuelta postrera por las calles, en busca de nada, vagando entre el silencio y las sombras fantasmales de los aleros, va empapando poco a poco en el alma aquella paz de las cosas intranscendentes, de los hombres anónimos que, con una sabiduría natural, sin más aderezos que el sudor de su cuerpo y la sonrisa perpetua de los campos, están pregonando en aquel impresionante mutismo de la vega, que la convivencia es posible y fácil de conseguir a la vez. Cuestión, al fin y al cabo, de saberse despojar de tanta costra impermeable como hoy recubre el corazón del hombre, que en infinidad de ocasiones hace que se llegue a perder, arrastrado por las corrientes desnaturalizadoras de su tiempo, la condición de tal.
(N.A. Febrero, 1982)
No hay comentarios:
Publicar un comentario