martes, 10 de febrero de 2009

CASTEJÓN DE HENARES


Guardando fresco en la memoria el recuerdo de mis horas por las cercanías de un Henares todavía jovencísimo a su paso por tierras de Sigüenza, se me ocurre pensar que Castejón debe gran parte de su excepcional belleza a ser un pueblo escondido, al que necesaria­mente hay que buscar para llegar a él. Por si su solitaria situación fuera poco, Castejón es además informe, con todo el encanto de las cosas hechas por que sí, que es la cualidad común de las cosas bien hechas, sin más planificación o estudio previo que los intereses, vaya usted a saber, de los ciudadanos de un manojo de siglos atrás.
Al viejo recinto llego de buena mañana con los almendros en flor. El pueblo, con la excepción única de la vega por donde la ca­rretera se abre paso, está rodeado de montañas en cuyos declives se dispersan fuera de toda ley hasta el vallejo las casas y las huertas, las callejuelas de olvidado señorío y las viviendas, lim­pias y confortables, donde moran las 172 almas que por mucho deben de quedar en el pueblo.
- No señor; hoy no deben ser ya esas. Eran 172 en el censo ante­rior. El censo de este año lo están haciendo ahora. Lo sé porque mi padre lleva la secretaría.
¡Ah, claro! ¿Vais muchos chicos al colegio, Mari Carmen?
- Vamos once al colegio de Mandayona. Aquí ya no hay escuelas.
Los niños estaban en el pórtico de la iglesia ayudando a don Santiago a limpiar trastos arrinconados, utillaje en desuso que perdió el color y hasta la forma soportando el polvillo de muchos años a la luz de ningún sol. La iglesia, en lo más alto del pueblo sobre la vertiente del cerro del Chaparro, tiene un hermoso retablo churrigueresco, ennegrecido por los humos y por los años, con una talla de San Miguel Arcángel en lugar preferente.
- Es el patrón de aquí. La fiesta la celebramos el 29 de septiembre.
En uno de los huertos que con la Plaza del Rollo conforman la pintoresca estructura de la zona más céntrica del pueblo, veo a un hombre cavar por un procedimiento desconocido hasta entonces para mí. El hombre, cuyo encuentro sigo celebrando, se llama Manuel, Manuel López, quien para mover la tierra no emplea el azadón como uno piensa que debiera ser, sino la pala, instrumento de mejor prensa que él termina de hincar hasta el mango haciendo la fuerza con los pies.
- Oiga: ¿Sabe que me gusta el sistema?
- Hombre, y a mí. Si no me gustara no lo hacía así. ¿No le parece?
- Yo es que siempre he visto cavar con azada, claro.
- Pero, para eso está la cabeza. Con la pala se trabaja menos, cunde más, y, como te pones en la parte sin cavar, no te ensucias los pies. ¿A que no sabe usted qué árbol es ese?
- Sí; yo creo que es un laurel. Me acuerdo de haber visto muchos en Pastrana.
- Puede ser, pero esta clase es mejor. Si quiere le doy un ramito para su señora. La carne con esto está muy rica; no esto con carne, que no es igual.
- Ah, pues puede que tenga usted razón.
- Y ahora, para que vea, me dejo aquí la pala y nos vamos el amigo Felipe y yo a enseñarle la Casa del Cid.
- Es verdad, ahora me acuerdo que el Cid debió andar por aquí. Aunque ya sabe usted lo que pasa con esto, que si es este Castejón, que si no lo es, la gente al final acaba por dudar de todo.
- Pues aquí no hay nada que dudar. Pocos saben que fue aquí don­de tuvo escondida a doña Urraca. Digo yo que si no tendrían algo entre ellos, aunque no lo pongan los libros. ¿No le parece?
En la plaza de Castejón hay un abrevadero que da la vuelta al rollo. Es una fuente de escaso manar, de hechura circular con desagüe a los huertos, donde, aun es frecuente encontrarse con los pares de mu­las que sus amos llevan a beber antes del pienso del mediodía.
Por la calle Mayor, con un ramo de laurel en cada mano, y sus amigos, don Manuel y don Felipe a derecha e izquierda en busca de la casa del Cid, vuela de paso por la mente en blanco del visitan­te una mariposa nostálgica, mensajera de recuerdos absurdos y de estúpidas añoranzas de la gloriosa época imperial, de la era de los césares y del siglo de los héroes sin graduación.
- Fijándose bien, el pueblo es bonito con gana, ¿verdad?
- Sí hombre. Con los huertos y los árboles dentro gusta mucho a la gente de la capital. No es usted el primero que lo dice.
- Pero se ve que todo esto es viejo, por lo menos lo parece.
- Mucho. Lo más antiguo que tenemos aquí es la Casa del Cid, y luego, la morera esa negra y el chaparro. Ya tienen años, ya.
La famosa Casa del Cid está en las afueras. Al volverla a ver, uno recuerda que ya le había llamado la atención antes, al entrar al pueblo por el puentecillo de los Palacios. La casa es antigua, sí, muy vieja, una reliquia de la historia hecha con tierra amasada y unas cuantas piedras, sin nada más. En los agujeros de la pared hay un enjambre de avispas en cada uno.
- Dentro están los calabozos. La casa pertenece al municipio.
- ¿Y donde tienen las tierras de labor?
- La labor está arriba, hacia la carretera general; a ese sitio le llamamos la Alcarria, y las viñas por el camino de Mandayona.
- Eso quiere decir que también producen vino.
- Sí. Aquí tenemos buen vino, y usted no se escapa­rá del pueblo sin echarse un vasillo. Ahora mismo cojo la llave y nos subimos a la, bodega. Bueno, si usted quiere, porque en estos asuntos a mí no me gusta obligar a nadie.
Para llegar a las bodegas en el altozano que dicen del Castillo, hay que cruzar por callejuelas empedradas y estrechas, por rincones insó­litos cargados de encanto con arcos de piedra antigua y patios en los que crece la hierba.
- Pues, como le decía, las viñas van a menos por aquí. La gente joven no las quiere trabajar y los viejos no podemos hacerlo. Así que, no sé cómo acabará esto.
Las bodegas donde se guarda el vino en Castejón están al pie mismo de lo poco que queda del Castillo, en un pequeño altiplano por la vertiente norte del cerro del Chaparro. Son, como las de Gárgoles o las de Trillo, cuevas abiertas en la roca, pero no tan bien atendidas como las que vi en aquellos pueblos de la Alcarria.
- Es que no las cuidan. Hay muchas en toda la umbría hasta allá atrás. Lo que pasa es que, como no se les hace caso, algunas se están hundiendo.
Don Felipe Adán me contó que toda la vega que se ve hasta Villaseca es campo de regadío, pero que faltan manos con ganas de tomarse la cosa en serio.
- Menudo es todo esto; hasta la carretera nadie sabe lo que vale.
A la puerta de la bodega de mi amigo don Manuel, con sendos va­sos fresquitos de clarete recién sacado de una tinaja tan antigua como la cueva, gira la conversación por caminos de una amiga­ble informalidad, por cauces rayanos a lo familiar e íntimo.
- Ahora otro vasito más oscuro.
- Tenga en cuenta que soy totalmente inexperto en estos asuntos, y lo único que puedo sacar, ya se sabe.
- Mire, tenemos dos cementerios: el viejo que es éste primero, y luego, aquel otro que se ha hecho después. Así que, si alguna vez le ocurre, ya, sabe dónde tiene su casa. A elegir, en el que más le guste.
- Muchas gracias. Es usted muy amable.
- ¡Hala! Ahora otro traguillo de éste que tengo sin trasegar.
La cosa es que no quisiera que se emborrachase. Yo, todo puede ser que no coja la pala esta tarde, pero usted se tiene que ir.
- Ya, ya. Ese es el problema.
- Aquí guardo una tinajilla de aceitunas, pero no están buenas aún. Só­lo les falta el hinojo. Para otra, vez ya sabe donde las deja. Arriba, con tres vasitos de los de catar en el cuerpo, viendo cómo el pueblo se esconde entre los árboles bajo el oscuro capara­zón de los tejados, uno se siente como un viejo hidalgo, como un re­yezuelo en destierro, como un soñador de batallas que nunca pu­do ganar, rumiando al sol su derrota sentado junto a las piedras del Castillo.
- Pues yo me siento aquí muchos días. Se ve todo el pueblo, el Cerro de la Cabeza, Villaseca, la vega, y no hay nada mejor. Esto es muy sano, y a mí, que me dan a veces mareos, me va muy bien. Cuando uno comprende que, como en tantas visitas que todavía re­cuerda, le llega la hora de abandonar todo, de dejar, quien sabe hasta cuando, la última amistad contraída, el último paisaje descu­bierto, se admira ante esa cualidad oculta que las cosas sencillas tienen para hacerse querer. En Castejón, cualquiera que vaya con intenciones nobles como moneda al cambio, encontrará de nuevo, he­cha actualidad como entonces, aquella frase del Poema:

Terné yo Castejón con abremos grand enpera

Amparo y amistad, hospitalidad y honradez, son mil años después, las notas que siguen distinguiendo a la poca gente que hoy puede el visitante, sea quien fuere, encontrar por allí cualquier día, a cualquier hora y sin haber avisado antes.

(N.A. Mayo, 1981)

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