A un kilómetro escaso de la carretera de Soria, ocupando el fondo de una suave depresión antes de entrar en tierras de Atienza, resiste los postreros lustros de su existencia el pueblo de Cardeñosa. El sol oblicuo de la media tarde descompone en cientos de tonalidades diferentes los vallejuelos y los cerros vecinos, que acabarán confundiéndose muy al poniente con el pulido celaje vespertino de mediados de mayo.
Aún no he llegado a donde están las casas. Quedan junto a mí los recientes paredones revocados de cemento en lo que hoy es el depósito de las aguas. El viento baja frío desde la cima del Alto Rey. A mi derecha la Peña Bodera, coronada por una mesuca rocosa del color del plomo. El jilguero y el chichipán cantan a placer escondidos en el ramaje de las carrascas, mientras el cuclillo, al que nunca se ve, puntea la tarde allá por donde los sembrados de espeso verdín.
Cardeñosa aparece al pie, inamovible, profundamente callado. De vez en cuando sube el viento mezclando en vaharadas los golpes del azadón y el tintineo de las cencerrillas. El paisaje preserrano de los campos de Cardeñosa, lejos de toda pasión, es una página perfecta de impresiones y de incontables apoteosis que uno no acierta a definir; un cúmulo de notas y de compases para una eterna sinfonía pastoral.
Las viviendas de Cardeñosa son de un riguroso estilo castellano, acogidas al gusto rural de esta comarca campesina y ganadera por tradición. La viaja concha de tejas que lo cubre contrasta con los verdes de la sementera. Canta un gallo. Dos hombres en mangas de camisa trabajan en un huerto manejando casi a compás el azadón y el rastrillo. Cuando se cansan, los dos hombres se plantan de pie derecho y se aplican, siempre con cierto orden, el trago largo de un porrón de vidrio. La claridad del poniente diluye las lejanas sierras entre las manchas oscuras de un nubarrón.
La larga cuesta en descenso me lleva hasta las primeras cercas y empalizadas que encierran huertecillos plagados de hierba. Al otro lado de la carretera hay máquinas agrícolas abandonadas, coches destartalados y aperos esperando la hora de faenar. Aquí, en el sitio que los vecinos de Cardeñosa conocen por Los Praos, trabajan en su huerto los dos hombres que desde arriba alcancé a ver en mangas de camisa. Los hombres se llaman Marcos, el mayor, y Pedro Moreno el más joven. En las eras de su parcela hay hileras de ajos preparando la grana. Pedro me ha dicho que vive en el pueblo, que son muy pocos habitantes, que puestos a contar tal vez no lleguen a una docena los que viven allí de continuo.
-Once personas nada más. Esos somos.
-Y usted, Marcos ¿Adonde pasa el tiempo en que no vive aquí?
-Yo vivo en la provincia de Soria, pero soy nacido y criado aquí. Mi mujer y mis hijos también son de Cardeñosa. Hace veinte años me dio la ventolera de comprarme una mieja de piso en Almazán, y allí nos fuimos.
-¿No entra en sus planes la tentación de regresar?
-Por mí sí que volvería al pueblo a vivir para siempre, de muy buena gana. La pena es que no tengo aquí nada de nada. Por lo menos un poco de teléfono. ¿No le parece a usted?
A la vista de aquella realidad tan palpable y tan repetida; ante la aparatosa despoblación de tantos lugares que no hace mucho fueron algo, uno apenas si da importancia a las justas razones del señor Marcos. Cinco perros, escondidos junto al porrón debajo de unas matas, nos miran atentamente.
-Mire, estos son los habitantes que más abundan, los perros. De éstos sí que no faltan.
-¿A qué municipio les incorporaron como ayuntamiento?
-Nosotros pertenecemos a Riofrío del Llano.
Los campos de Cardeñosa en esta primavera son una envidiable provocación. Si al final el naipe no se les tuerce, pueden tener una cosecha de las que hacen época. Luego el pueblo: chiquito, de edificios rústicos levantados a base de piedra vista, de callejuelas descuidadas en las que crece la hierba y hay puertas cerradas que son historia. Un reguero de agua corre calle abajo hasta el transformador de la luz. Me adelanta un tractor con una máquina de segar a remolque. El conductor es un muchacho joven, barbudo, que se cubre la cabeza con un gorro de lana acabado en borla como el de Papá Noel. Por las afueras atraviesa la vega un arroyuelo que adorna sus riberas con sargatillos y con chopos nudosos.
En la calle de Abajo hay cuatro mujeres laborando con agujas de hacer punto. Las cuatro están sentadas al abrigo en un patio rodeado de pared, sobre cuyos muros hay tiestos con flores de caléndula, de enredadera, de hierbabuena, de sándalo y de siemprevivas. Pese a su extraordinaria ruralidad, el refugio es un pequeño vergel.
-Lo tenemos así para que haga un poco de adorno. Como la calle es tan maja…
La señora Juana está tejiendo, con buen arte y no poca paciencia, un jersey de lana gorda. Se ve que la mujer es experta en el manejo de las dos agujas.
Lo hago para la tienda de Carmen, la de Atienza. Allí tienen muchos. Los hacemos entre otra señora de Imón y yo.
Las mujeres de Cardeñosa se llaman Juanas, por lo menos dos de ellas, otra es Victoria y la otra se llama María. Señoras de edad avanzada, pero extraordinariamente simpáticas.
-Pues antes llegamos a ser siete Juanas en el pueblo.
-Tendrán a San Juan por patrón, supongo.
-No señor, el patrón de aquí es San Andrés. Se conoce que las gentes de entonces no tenían otros nombres más a mano.
Después de un rato largo de conversación, me aconsejan las buenas mujeres que baje a ver la iglesia; que no tiene mucho que ver, pero que en el pueblo no hay otra cosa mejor que merezca la pena. Me ofrecen la lleve y les digo que no, que es un compromiso bajar solo, que hay robos en las iglesias casi todos los días y que al fin y al cabo yo soy un desconocido.
-Imagínense que me llevo a San Andrés y les dejo sin fiesta.
-¡Ah! –corta la señora Victoria- Eso iría a su cargo. Yo es que ando mal de las piernas y no valgo bajar.
-Bueno, pues en ese caso que acompañen todas las demás ¿No les parece?
La Calle Real es toda ella de piedra arenisca. Cuando abrieron zanja para enterrar las tuberías, la Calle Real quedó removida y desde entonces se anda por ella con relativa dificultad. La señora Victoria baja por fin ayudándose de una vara como bastón.
-¿Se ha fijado en esa lápida que hay en la esquina de la iglesia?
En la vieja placa de mármol dice. “Plaza de don Francisco Somolinos”.
-¿Quién era ese señor?
-Era de aquí. Ya se murió el hombre. Fue el que dio el dinero para hacer la escuela. Yo me acuerdo, siendo chica, de que cuando venía al pueblo nos traía dinero y nos daba caramelos.
La iglesia es por fuera monumental, inmensa, desproporcionada con lo que el pueblo es. Los muros son de sillarejo con piedra labrada en las esquinas. Para entrar lo hacemos bajo el arco.
-La tenemos un poco estropeada, pero es muy hermosa.
-Eso parece. Y muy oscura también.
El sol poniente atraviesa toda la nave al colarse por un ventanillo en aspillera que hay por detrás del coro.
-Mire, a ver si puede usted leer ese cuadro que hay donde el altar. Está escrito en griego –explica la señora Victoria.
El cuadro en cuestión es un pliego a manera de pergamino, muy grande, con mucho texto manuscrito en lengua latina. Una nota aclaratoria colocada junto a él dice que se trata de la aprobación por Roma de la Cofradía del Santísimo Sacramento de Cardeñosa, a raíz de su fundación en 1728.
-Lo que sí me parece bonito de verdad es el retablo.
-Pues sí, señor. Con una buena mano de pintura parecería mejor.
-Que va –le digo. Con un buen dorado en todo caso. Pintura no. A mi me parece que está bien, que no deben tocarlo.
El retablo mayor de la iglesia es una obra bellísima, un poco descuidada quizás, del arte barroco. Seguramente que por falta de medios se quedó sin dorare, y allí quedan sus formas recargadas y retorcidas de madera con dos siglos y medio de antigüedad, recogiendo en sus peanas las imágenes que el pueblo veneró y que hoy pudieran ser, como mucho, amable memorial y almacén de polvo si no se las cuida lo suficiente.
-Ese de arriba es San Andrés, el patrón del pueblo. Y aquel otro también, lo que pasa es que es más antiguo. Luego el de esa otra parte es San Sebastián.
-Ya y el Niño de la Bola.
-La Virgen es la de la Asunción –dice doña Victoria.
-La Concepción, chica –corrige doña Juana- Que te equivocas.
Uno, para su uso, piensa que no es ni la una ni la otra. En un altarcillo lateral se reza a Nuestra Señora del rosario, y en el de la pared opuesta al Santo Cristo.
- Éste del Cristo se quemó por el año veintitantos. Al Santo antiguo lo tenemos en la sacristía.
El ara del altar tiene como pies dos troncos de carrasca en cruz invertida. La idea es buena, y el efecto curioso y ornamental. La techumbre, en cambio, es de madera en condiciones pésimas. Por los agujeros de la cobertura se cuela la claridad azul de la tarde. Una piedra bautismal de piedra gajeada y traza gótica será la última impresión que anote antes de salir hasta las praderillas de la fuente.
-Toda esta parte de los huertos es muy bonita –les digo. No se podrán quejar con tanta tranquilidad como tienen.
-No está mal –me dicen. Ahí, detrás de la escuela está la fuente.
Un chorro, no demasiado generoso, vierte de la fuente dieciochesca de sillar que hay detrás de la escuela. Un agua riquísima que nadie bebe.
-Todo perdido, ya ve usted. Cuando no hay gente en los pueblos no puede ser.
Por la calle del Arrén de Canene crece la hierba sobre el pavimento como si fuera una prolongación de las tierras cercanas. Las callejas de las afueras son estrechas y a veces tienen por margen las ruinas de alguna casa hundida.
-Pues en esa de ahí es donde nació don Francisco Somolinos.
La imagen del forastero con las cuatro mujeres que le acompañan, los cinco en fila por uno de aquellos pasadizos de las afueras, no deja de resultar pintoresca con el sol de caída. La señora Juana, con un exquisito sentido del humor, así lo dice.
-Cualquiera que nos vea por aquí a estas horas dirá que si vamos en procesión.
La tarde en Cardeñosa se ha teñido de un fuerte color naranja. La peña de la Bodera ha encendido por un instante su crestón rocoso en tonos de oro viejo despidiendo al sol. Las dos Juanas, y doña Victoria, y doña María, me despiden a la salida. Les he prometido volver y espero cumplirlo. Al salir del pueblo, las sombras de la anochecida van barriendo poco a poco las tierras labradas y los campos aún sin granar. Todo es calma. Ni ladran los perros ni se mueven las hojas de los árboles.
(N.A. Junio, 1987)
Aún no he llegado a donde están las casas. Quedan junto a mí los recientes paredones revocados de cemento en lo que hoy es el depósito de las aguas. El viento baja frío desde la cima del Alto Rey. A mi derecha la Peña Bodera, coronada por una mesuca rocosa del color del plomo. El jilguero y el chichipán cantan a placer escondidos en el ramaje de las carrascas, mientras el cuclillo, al que nunca se ve, puntea la tarde allá por donde los sembrados de espeso verdín.
Cardeñosa aparece al pie, inamovible, profundamente callado. De vez en cuando sube el viento mezclando en vaharadas los golpes del azadón y el tintineo de las cencerrillas. El paisaje preserrano de los campos de Cardeñosa, lejos de toda pasión, es una página perfecta de impresiones y de incontables apoteosis que uno no acierta a definir; un cúmulo de notas y de compases para una eterna sinfonía pastoral.
Las viviendas de Cardeñosa son de un riguroso estilo castellano, acogidas al gusto rural de esta comarca campesina y ganadera por tradición. La viaja concha de tejas que lo cubre contrasta con los verdes de la sementera. Canta un gallo. Dos hombres en mangas de camisa trabajan en un huerto manejando casi a compás el azadón y el rastrillo. Cuando se cansan, los dos hombres se plantan de pie derecho y se aplican, siempre con cierto orden, el trago largo de un porrón de vidrio. La claridad del poniente diluye las lejanas sierras entre las manchas oscuras de un nubarrón.
La larga cuesta en descenso me lleva hasta las primeras cercas y empalizadas que encierran huertecillos plagados de hierba. Al otro lado de la carretera hay máquinas agrícolas abandonadas, coches destartalados y aperos esperando la hora de faenar. Aquí, en el sitio que los vecinos de Cardeñosa conocen por Los Praos, trabajan en su huerto los dos hombres que desde arriba alcancé a ver en mangas de camisa. Los hombres se llaman Marcos, el mayor, y Pedro Moreno el más joven. En las eras de su parcela hay hileras de ajos preparando la grana. Pedro me ha dicho que vive en el pueblo, que son muy pocos habitantes, que puestos a contar tal vez no lleguen a una docena los que viven allí de continuo.
-Once personas nada más. Esos somos.
-Y usted, Marcos ¿Adonde pasa el tiempo en que no vive aquí?
-Yo vivo en la provincia de Soria, pero soy nacido y criado aquí. Mi mujer y mis hijos también son de Cardeñosa. Hace veinte años me dio la ventolera de comprarme una mieja de piso en Almazán, y allí nos fuimos.
-¿No entra en sus planes la tentación de regresar?
-Por mí sí que volvería al pueblo a vivir para siempre, de muy buena gana. La pena es que no tengo aquí nada de nada. Por lo menos un poco de teléfono. ¿No le parece a usted?
A la vista de aquella realidad tan palpable y tan repetida; ante la aparatosa despoblación de tantos lugares que no hace mucho fueron algo, uno apenas si da importancia a las justas razones del señor Marcos. Cinco perros, escondidos junto al porrón debajo de unas matas, nos miran atentamente.
-Mire, estos son los habitantes que más abundan, los perros. De éstos sí que no faltan.
-¿A qué municipio les incorporaron como ayuntamiento?
-Nosotros pertenecemos a Riofrío del Llano.
Los campos de Cardeñosa en esta primavera son una envidiable provocación. Si al final el naipe no se les tuerce, pueden tener una cosecha de las que hacen época. Luego el pueblo: chiquito, de edificios rústicos levantados a base de piedra vista, de callejuelas descuidadas en las que crece la hierba y hay puertas cerradas que son historia. Un reguero de agua corre calle abajo hasta el transformador de la luz. Me adelanta un tractor con una máquina de segar a remolque. El conductor es un muchacho joven, barbudo, que se cubre la cabeza con un gorro de lana acabado en borla como el de Papá Noel. Por las afueras atraviesa la vega un arroyuelo que adorna sus riberas con sargatillos y con chopos nudosos.
En la calle de Abajo hay cuatro mujeres laborando con agujas de hacer punto. Las cuatro están sentadas al abrigo en un patio rodeado de pared, sobre cuyos muros hay tiestos con flores de caléndula, de enredadera, de hierbabuena, de sándalo y de siemprevivas. Pese a su extraordinaria ruralidad, el refugio es un pequeño vergel.
-Lo tenemos así para que haga un poco de adorno. Como la calle es tan maja…
La señora Juana está tejiendo, con buen arte y no poca paciencia, un jersey de lana gorda. Se ve que la mujer es experta en el manejo de las dos agujas.
Lo hago para la tienda de Carmen, la de Atienza. Allí tienen muchos. Los hacemos entre otra señora de Imón y yo.
Las mujeres de Cardeñosa se llaman Juanas, por lo menos dos de ellas, otra es Victoria y la otra se llama María. Señoras de edad avanzada, pero extraordinariamente simpáticas.
-Pues antes llegamos a ser siete Juanas en el pueblo.
-Tendrán a San Juan por patrón, supongo.
-No señor, el patrón de aquí es San Andrés. Se conoce que las gentes de entonces no tenían otros nombres más a mano.
Después de un rato largo de conversación, me aconsejan las buenas mujeres que baje a ver la iglesia; que no tiene mucho que ver, pero que en el pueblo no hay otra cosa mejor que merezca la pena. Me ofrecen la lleve y les digo que no, que es un compromiso bajar solo, que hay robos en las iglesias casi todos los días y que al fin y al cabo yo soy un desconocido.
-Imagínense que me llevo a San Andrés y les dejo sin fiesta.
-¡Ah! –corta la señora Victoria- Eso iría a su cargo. Yo es que ando mal de las piernas y no valgo bajar.
-Bueno, pues en ese caso que acompañen todas las demás ¿No les parece?
La Calle Real es toda ella de piedra arenisca. Cuando abrieron zanja para enterrar las tuberías, la Calle Real quedó removida y desde entonces se anda por ella con relativa dificultad. La señora Victoria baja por fin ayudándose de una vara como bastón.
-¿Se ha fijado en esa lápida que hay en la esquina de la iglesia?
En la vieja placa de mármol dice. “Plaza de don Francisco Somolinos”.
-¿Quién era ese señor?
-Era de aquí. Ya se murió el hombre. Fue el que dio el dinero para hacer la escuela. Yo me acuerdo, siendo chica, de que cuando venía al pueblo nos traía dinero y nos daba caramelos.
La iglesia es por fuera monumental, inmensa, desproporcionada con lo que el pueblo es. Los muros son de sillarejo con piedra labrada en las esquinas. Para entrar lo hacemos bajo el arco.
-La tenemos un poco estropeada, pero es muy hermosa.
-Eso parece. Y muy oscura también.
El sol poniente atraviesa toda la nave al colarse por un ventanillo en aspillera que hay por detrás del coro.
-Mire, a ver si puede usted leer ese cuadro que hay donde el altar. Está escrito en griego –explica la señora Victoria.
El cuadro en cuestión es un pliego a manera de pergamino, muy grande, con mucho texto manuscrito en lengua latina. Una nota aclaratoria colocada junto a él dice que se trata de la aprobación por Roma de la Cofradía del Santísimo Sacramento de Cardeñosa, a raíz de su fundación en 1728.
-Lo que sí me parece bonito de verdad es el retablo.
-Pues sí, señor. Con una buena mano de pintura parecería mejor.
-Que va –le digo. Con un buen dorado en todo caso. Pintura no. A mi me parece que está bien, que no deben tocarlo.
El retablo mayor de la iglesia es una obra bellísima, un poco descuidada quizás, del arte barroco. Seguramente que por falta de medios se quedó sin dorare, y allí quedan sus formas recargadas y retorcidas de madera con dos siglos y medio de antigüedad, recogiendo en sus peanas las imágenes que el pueblo veneró y que hoy pudieran ser, como mucho, amable memorial y almacén de polvo si no se las cuida lo suficiente.
-Ese de arriba es San Andrés, el patrón del pueblo. Y aquel otro también, lo que pasa es que es más antiguo. Luego el de esa otra parte es San Sebastián.
-Ya y el Niño de la Bola.
-La Virgen es la de la Asunción –dice doña Victoria.
-La Concepción, chica –corrige doña Juana- Que te equivocas.
Uno, para su uso, piensa que no es ni la una ni la otra. En un altarcillo lateral se reza a Nuestra Señora del rosario, y en el de la pared opuesta al Santo Cristo.
- Éste del Cristo se quemó por el año veintitantos. Al Santo antiguo lo tenemos en la sacristía.
El ara del altar tiene como pies dos troncos de carrasca en cruz invertida. La idea es buena, y el efecto curioso y ornamental. La techumbre, en cambio, es de madera en condiciones pésimas. Por los agujeros de la cobertura se cuela la claridad azul de la tarde. Una piedra bautismal de piedra gajeada y traza gótica será la última impresión que anote antes de salir hasta las praderillas de la fuente.
-Toda esta parte de los huertos es muy bonita –les digo. No se podrán quejar con tanta tranquilidad como tienen.
-No está mal –me dicen. Ahí, detrás de la escuela está la fuente.
Un chorro, no demasiado generoso, vierte de la fuente dieciochesca de sillar que hay detrás de la escuela. Un agua riquísima que nadie bebe.
-Todo perdido, ya ve usted. Cuando no hay gente en los pueblos no puede ser.
Por la calle del Arrén de Canene crece la hierba sobre el pavimento como si fuera una prolongación de las tierras cercanas. Las callejas de las afueras son estrechas y a veces tienen por margen las ruinas de alguna casa hundida.
-Pues en esa de ahí es donde nació don Francisco Somolinos.
La imagen del forastero con las cuatro mujeres que le acompañan, los cinco en fila por uno de aquellos pasadizos de las afueras, no deja de resultar pintoresca con el sol de caída. La señora Juana, con un exquisito sentido del humor, así lo dice.
-Cualquiera que nos vea por aquí a estas horas dirá que si vamos en procesión.
La tarde en Cardeñosa se ha teñido de un fuerte color naranja. La peña de la Bodera ha encendido por un instante su crestón rocoso en tonos de oro viejo despidiendo al sol. Las dos Juanas, y doña Victoria, y doña María, me despiden a la salida. Les he prometido volver y espero cumplirlo. Al salir del pueblo, las sombras de la anochecida van barriendo poco a poco las tierras labradas y los campos aún sin granar. Todo es calma. Ni ladran los perros ni se mueven las hojas de los árboles.
(N.A. Junio, 1987)
2 comentarios:
Adorable narración. Una de las Juanas estoy casi segura que se trataba de mi abuela. Falleció el pasado diciembre pero hemos tenido la suerte sus hijos y nietos de disfrutarla muchísimo ya que ha vivido 104 años
ya tiene tiempo este relato pero es muy bonito saludos paloma soy david el de la angelines como se suele decir jajajaja un beso
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