viernes, 27 de febrero de 2009

COBETA


Llegué, no sé si equivocadamente, por un camino forestal que hay en las orillas de Selas y que va cruzando por mitad de un bosque espeso de pinar hasta la carretera de Mazarete. A Cobeta llegaría ensegui­da por un ramalillo estrecho en mejores condiciones que la pista de canto que acababa de dejar atrás. Se asoma el pueblo desde el palco de la solana al formidable valle del Arandilla que aparecerá, no mucho más abajo, detrás del cerro del Castillo. Cobeta es un pueblo marcado por los ocres, dominado en su general tonalidad, personalísima, por el color rojizo de las piedras areniscas que debieron utilizar para su construcción desde todos los siglos. Ofrece al llegar a él una extraña sensación de penumbra, de misterio, que se acrecienta con la soledad de sus calles, con la majestuosidad de sus sobrias casonas, con la señera enhiesta sobre el otero del torreón de su castillo. Antes de dar vista a la Plaza Mayor, recinto longuifor­me que sirve de explanada a la monumental iglesia de Cobeta, unas mujeres que cosen al sol en la puerta del bar de la esquina, me intentan informar sobre la historia de la fortaleza, cuya única expresión cinco siglos después de reconstruida, es el magnífico to­rreón cilíndrico Que tenemos sobre nuestras cabezas.
- Se sube muy bien. Todo el que viene de fuera no se va sin ver el Castillo. Desde arriba, de un vistazo se coge todo el pueblo, y el pinar, y la vega, y todo. Pero falta la mitad de la torre; desde aquí no se nota, es justamente lo que queda detrás de esta parte lo que no tiene. Los hoyos que hay en lo alto son trincheras de cuando la guerra, que se han hundido.
Es verdad que se llega pronto, sin que para alcanzar la cima sea preciso subir por la sendilla que asciende bordeando el monte y por debajo mismo de los vientos del repetidor. Desde el cerro del Castillo queda todo Cobeta al descubierto, reposando en la ladera bajo el caparazón grana de un largo centenar de tejados multiformes que lo guardan de las lluvias de otoño y de los soles, sobre todo de los soles, fogosos me imagino, conque el verano debe propinar cada temporada las tierras de la hoya. Más arriba, a una y otra mano de la Cuesta de las Eras, las minúsculas casillas de los pajares ceden la imagen pintoresca de un pueblo nuevo, diseminado en la falda. Co­beta visto desde el Castillo tiene toda la estampa de una vieja ciu­dad oriental sacada del Antiguo Testamento. El cielo plomizo de la tarde le tiñe el semblante de una seriedad indescriptible, acorde con su nobilísima condición de villa. En contraste con el parduzco universal del espectáculo, destaca el amarillo tomado del muro y el verde in­tenso de los ventanales en la casa-cuartel de la Guardia Civil. Las palomas del torreón vuelan al campanario y regresan en bandada cuan­do el forastero tiene a bien apartarse del mirador. El reloj munici­pal va soltando, una por una, las campanadas de las cuatro, que lle­nan la vega de un solemne temblor metálico, calando los huesos y transportando el espíritu a tiempos gloriosos de los que la tierra que pisamos puede ser testigo. A nuestra espalda, minúsculas como insectos perdidos en la lejanía, las ovejas de un rebaño pacen en los rastrojos que hay junto a la ermita de San Antonio.
Don Eugenio Berbería está sentado en el poyo del callejón del Castillo. Me pregunta al bajar lo mismo que casi todos suelen preguntar en Cobeta, que si me gustaron los paisajes que se ven desde lo alto.
- Sí, señor; claro que me han gustado. Tengo la impresión de que en el pueblo hay mucho que ver.
- Desde luego que sí; y si baja usted hasta la ermita de Montesinos, aquello es divino. Cerca de allí nace el río Arandilla, y tiene unos riscos que meten miedo en mitad del pinar. Pertenece al término de Cobeta, según se va hacia Torremocha. En coche se puede ir perfectamente.
- ¿Ah, sí?
- La romería es muy famosa. Acuden siete pueblos de la contorna la víspera de la Ascensión. Luego, la fiesta se celebra el 8 de septiembre, pero la romería llama más a la gente.
En torno a esta ermita y al propio lugar en donde está emplazada, cuenta la tradición que se construyó por mandato del capitán moro Montesinos, después de convertirse a la fe cristiana por mediación de una pastorcilla. Dicen los de Cobeta que el tal adalid mahometano se vino a vivir como penitente a unas cuevas que hay en aquellos parajes, por encima del arroyo donde se venera desde tiempo inmemorial a la Madre de Dios bajo la advocación de Nuestra Señora de Montesinos.
- Sí, señor, porque usted no lo habrá leído nunca, pero este pueblo tiene mucha historia. Ahora no queda más que la torre del castillo, y cualquier día se nos viene abajo.
- Mucha historia y mucha tranquilidad por lo que veo, que, según están las cosas, no crea que no vale.
- Eso sí, mire. Aquí se está cien veces mejor que en la capital, sin problemas de contaminación, ni de paro, ni de nada. Que no tienes trabajo esta tarde, te vas a buscar setas; pero en la capital a ver qué haces. Y ya ve lo que hay, aquí no queda nadie. Todo el mundo a Guadalajara y a las fábricas de Azuqueca. Yo he tenido siete hijos y aquí no queda ninguno. Todos bien colocados, eso sí. Cuando partieron, a todos les di el mismo consejo: “Hijos míos, sólo quisiera que sepáis aprovechar el tiempo”. Y no me puedo quejar, me han hecho caso.
Las señoras de la puerta del bar siguen con su labor en conversación amena, atentas a lo que hacen, y atentas, un poco también, al forastero que les intrigó desde el momento en que le vieron aparecer con la cámara colgada del hombro. Esos minutos de trato con las mujeres de los pueblos que cosen en corrillo al sol, tienen para mí un encanto muy singular que gusto saborear sobre todas las cosas. A las mujeres de los pueblos reunidas en corrillo les gusta hablar y contar, pero sobre todo les gusta saber.
- ¿Ha subido ya al Castillo?
- Sí señora, he subido y ya he vuelto a bajar.
- ¡Ah!, pues sí que tiene buenos pies. Anda que si tuviéramos que subir nosotras, ya tendríamos tarea para toda la tarde.
- Yo me pregunto por qué todas las mujeres de todos los pueblos se pasan las tardes haciendo ganchillo. Y, además, qué bien lo hacen. Aquello de coser camisas y zurcir calcetines se ve que se pasó de moda.
- Hombre, claro. No crea que no nos ha tocado remendar lo nuestro. Ahora lo que se rompe no se arregla, se compra nuevo y vamos tirando. ¿De qué van a vivir si no los comerciantes?
Por las calles escalonadas del barrio de arriba el silencio es conmovedor. Puertas cerradas que ven crecer al pie de los quicios. En algunos de los poyos, de los tantos que se ven mirando a la solana, hay montones de judías extendidos, secándose al sol. Cerca de aquí, a la sombra de una de estas hermosas casonas de Cobeta, en el barrio que dicen del Calvario, me encuentro por fin con tres personas sentadas bajo los balcones floridos, viviendo la tarde.
- Pues no señor, el pueblo no está vacío, aquí todavía queda gente. Lo que pasa es que están por el campo recogiendo las judías antes de que llueva.
-¿Tienen también cosecha de judías?
- Sí que hay bastantes, y muy buenas. Ya ve usted, es de lo que se vive, de las cosas del campo. También hay quien saca algo con eso de la resina, pero poco, yo creo que se acabará pronto.
Doña Mercedes es la madre del cartero, y la acompaña un matrimonio muy simpático que vive en Cataluña, y que, según me explicaron, sien­ten verdadera pasión por Cobeta.
- Es que mi señora es de aquí, yo no; yo soy aragonés de Huesca. Apuramos las vacaciones todo lo que podemos porque en cuanto llegue­mos a Barcelona, aquello ya no es vivir.
Quiero recordar que no hablé con nadie más, aunque me entretuve, eso sí, saboreando la realidad de este gran pueblo, recuerdo hoy de hechos notables registrados en la Historia, como pudieran ser su ce­sión a las monjas de Buenafuente, la reconstrucción de su castillo cinco siglos atrás, el hecho mismo de haberse constituido en tiempos de la Independencia en lugar fuerte para, los molineses, en donde tuvie­ron una fábrica de armas; y cuna también de hombres ilustres, entre los cuales destacan los López Pelegrín, que, uno de ellos, don Santos, llegó a ser en sus tiempos alcalde de Madrid.
Y la tarde comenzó a escaparse por el pinar. Tiene el anochecer por estos bosques cierto aire fantasmal, de cuento de niños, al cru­zar entre los pinos resineros, siempre retorcidos en el tronco a capricho del desangrador, y entre los terraplenes, las dehesas y el matorral, hasta conseguir al fin la carretera de Molina a, la luz del cuarto creciente.

(N.A. Noviembre, 1982)

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