miércoles, 11 de febrero de 2009

CASTELLAR DE LA MUELA


Después de un invierno que nos salió llorón -más vale así-, las tierras todas del Señorío se ven pa­sadas por agua. El campo, antes y después de atravesar Molina, está como un chocolate, y las tierras ma­rrones de las hazas que alfombran la vega esperan con ansia el puñado de semilla al que fecundar. Un halcón mantudo se estremece sobre el poste del teléfono zarandeado por el viento.
A la derecha de una venta donde dice: «Vinos, cerveza fresca», queda encima de las riscas el pueblo de Castellar. En principio, por su con­dición de medio escondido y alzado sobre peana, a mí se me antoja un pueblo con interés. Se da la vuelta para entrar un poco más allá, por donde la ermita. Sin necesidad de pisar barro, que bastante hay por la costanilla pina que sube directa desde la ca­rretera hasta la calle de la Plaza. En el corto desvío por el que entramos, uno se cruza con un señor que fuma puro y lleva del ramal, como Popea, dos perros de raza. Los dos pe­rros del señor del puro se ve que son asustadizos, y se tiran a la cu­neta cuando el coche pasa junto a ellos.
En la Plaza Mayor no encuentro a nadie, sólo hay sol. El humo de las chimeneas baja plano al suelo empujado por la presión. Eso, según los hombres del campo, significa que va a llover. Dos chavales se ponen al poco de llegar a hacer equi1ibrios sobre un palo que hay tirado junto al paredón del ayuntamiento. El ayuntamiento de Caste­llar posee una puerta adovelada, en semicírculo, y por encima una ale­goría piadosa esculpida sobre una pie­dra grande.
-Mama, Hay un señor en la plaza que lo mira todo.
-Pues chico, déjalo que mire; mientras que no pida. . .
Parejo con el ayuntamiento hay un frontón que las aguas y los hie­los van desgranando solo, y, a la parte opuesta, todo el complejo pa­rroquial con sus dos veletas -la de la torre y la de la cúpula- prece­dido por un arco de arenisca que se sostiene en el aire, muy decorativo y evocador. El conjunto resulta verdaderamente hermoso.
Después me voy hacia el barrio de arriba. A los de Castellar no les cayó todavía la suerte de ver sus calles cementadas, por el con­trario, con lo de meter el agua quedaron más imposibles aún para andar por ellas. A cierta distancia veo que los muros y los contrafuertes de la iglesia son de arenisca labrada, rodena y blanca. Desde el pretil quedan delante los ojos los bajos de la Fuente y las tierras erizadas del Chivite. Al otro lado del vallejo, orientadas al norte con el lavadero, las alamedas. Las naves del ganado y las interminables ex­tensiones de rebollar y de encinas. Por las calles en sombra se anda mejor pisando sobre el barro he­lado. Las casas de arriba y los co­rralillos en donde dicen los del pue­blo que hubo un castillo, están ci­mentadas sobre la peña. Otra por­tona en arco tiene incrustado en la piedra un azulejo con el número seis. En el zaguán de su casa, mas arriba, hay una mujer traji­nando medio en la oscuridad.
-Por favor, señora. ¿Cómo le di­cen a este barrio?
-Pues no sé, mire usted, no tiene ningún nombre. A todo lo que es el alto se le dice La Muela.
-Muy sano es esto, y muy bonito también. ¡Qué suerte!
-Oiga, perdone usted que le haga una pregunta -me dice-. Pero es sólo una curiosidad. ¿No será usted don José Serrano Belinchón?
-Sí señora, Para servirle.
-Pues qué alegría me da, mire usted. Leo todo lo que escribe y me hace mucha ilusión que venga a mi pueblo. Cuántas veces lo habremos dicho mi marido y yo: «¡Este señor se conoce que no quiere nada con los de Castellar. Pase usted a casa y tome alguna cosa, no se quede ahí.
-No señora, muchas gracias. Vengo cansado de viaje y no me apetece nada. Las gentes de por aquí son siempre conmigo demasia­do amables. Lo único que siento es que por las distancias hasta la capital siempre ven­go con prisas.
La mujer tiene en el pasillo tres conchas marinas muy grandes col­gadas en la pared. En esa clase de conchas, uno nunca ha visto cosa mayor.
-Me las trajeron de Barcelona. Aquí adentro tenemos un cuadro muy bonito con la fotografía de la Virgen de la Carrasca y todo el pue­blo.
La señora, que es mujer del alcal­de y a la que prometí solemnemente no decir su nombre, porque ella lo quiso así, tiene una cocina reducida, có­moda y muy limpia. Los trozos de roble arden en el fuego y, una gata parda bosteza dormitando junto al fogón.
-Yo tengo un sobrino que traba­ja en el Instituto de Guadalajara y le conoce a usted. Se llama Ángel Establés.
-Sí señora. Ya hace mucho que no lo veo. Seguro que si me lo cru­zo ni le conozco. Cuando venga, le da un abrazo de mi parte. Fue profesor de mi hija hace algunos años.
Al gozo del hogar, y consumiendo poco a poco una copita de solisom­bra y unas galletas vainillas que la mujer me sacó, hablamos de todo, en especial de la romería que los de la comarca suelen celebrar cada año en honor a la Virgen de la Ca­rrasca.
-El tercer domingo de mayo nos juntamos en la ermita un gentío que para qué, y lo pasamos muy bien. El año pasado seguro que hubo cer­ca de cuarenta coches con todos los del pueblo que vinieron de fuera.
-¿Tienen allí la Imagen?
-No señor, la tenemos aquí. Se lleva en procesión ese día y se vuel­ve a traer. Como ahora no hay na­da seguro, nos la subimos al pueblo y está mejor. La ermita coge un po­co lejos, pero no mucho.

(N.A. Marzo, 1986)

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