No dudo que debió de ser el pueblo quien buscó a la Geología y no ésta a aquel para servirle de asiento. Ciruelos del Pinar nos sorprende, después de haber atravesado un buen tramo de carretera adusta, en el fondo de un vallejo que sirve de divisoria entre los austeros sequedales de la paramera y la pomposa masa del pinar más extenso de la Península. Con los huertos en primer plano, Ciruelos se nos antoja, ya desde su entrada, un pueblo hermoso; lugar de estancia estival más que tema para un recorrido periodístico -moderna versión de la caballería andante- que uno viene persiguiendo por estos lares, bien entrado el atardecer de un día de otoño.
Ciruelos del Pinar, lector amigo, conserva durante los doce meses del año el rescoldo vivo de sus horas de verano, escondido aquí, como paño en arca, para deleite y solaz de un centenar de hombres y de mujeres a quienes apenas pega de soslayo el mal del siglo. Uno, cuando la casualidad le lleva a lugares como éste, siente el pudor de no sacar a los ojos benévolos o maliciosos de la luz pública los interiores inmaculados de tanta belleza susceptible de profanaci6n, y, por un momento, pasa por su ánimo la tentación de marcharse de allí lo mismo que llegó, gozar de la hermosura natural del sitio y olvidarse después. Luego, infeliz o afortunadamente para quienes esto leen, la verdad es muy otra, y el viajero, constante e incorregible, se afana como siempre en captar impresiones que después se dedicará a contar por medio del papel impreso.
Un leve repecho de asfalto nos coloca, enseguida frente a la Plaza Mayor. Hay en mitad una lucida plataforma de baldosas, en cuyo rectangular entorno, los asientos labrados sirven de marco a una farola capitalina que deja en el recinto un aire de indefinible distinción. Detrás, la espadaña modernista de la parroquia, con su doble campanario y el vanillo final del que pende un esquilón azotado por el vientecillo fresco del atardecer. La puerta, de la iglesia se ve cerrada, escondida bajo el tejadillo característico de los templos de pueblo donde anidan los gorriones al amparo de su cobertura piramidal sobre sólidos fustes.
Ya llevo tiempo descansando del viaje en uno de los asientos de la plaza y no he visto a nadie. Sólo se oye el zurar de las palomas en el campanario y el ronquido lejano de un tractor que trabaja en la vega. La plaza queda entre casonas recias de caliza que se adornan con la maraña descarnada de alguna parra.
Decido iniciar mi visita al pueblo por la parte alta. Tras doblar una esquina y conversar con una señora que me indica el camino para ir a casa de don Samuel, doy con otra plazuela recoleta, romántica, un poco oscura, que bordea un jardinillo de cipreses y preside desde su mismo centro una fuente artificial, escalonada, con forma de hongo.
- El pueblo es muy bonito, sí señor. Uno de los pueblos bonitos de verdad. Lo que pasa es que en este tiempo no hay gente. El secretario vive ahí mismo, pero no sé si estará porque no se ve el coche. Igual se ha ido a Luzón.
Efectivamente, don Samuel no estaba en casa en aquel momento, pero apareció en su “dos caballos” antes de que el desorientado visitante abandonase aquel mimoso rincón de la plazoleta del Ayuntamiento.
Don Samuel Rubio es un hombre elegante, afable, buen amigo, que gusta vestir cuando sale de casa el vistoso sombrero que llevaron los hombres de otro tiempo. El secretario, que conoce al forastero desde su viaje a Luzón, se pone muy contento al volverlo a encontrar en su propio pueblo.
- ¡Hombre, claro; no faltaría más! Pero, ese sistema de presentarte en los pueblos a escondidillas, sin avisar a nadie, no está bien. Anda, sube en el coche, que te voy a enseñar lo que no has visto nunca.
La primera parada que hacemos es en la barriada que dicen del Pinar. Una serie de magníficos chalés rodeados de pinos, de cipreses, de abetos y de chopos, donde, debido a la época del año, no vive nadie. No obstante, recorremos los alrededores de la urbanización que es sencillamente envidiable; con ese encanto de los jardines palaciegos en iteración, tapizados de hojas secas, salpicados de árboles desnudos que gozaron al pintar los artistas románticos.
- Son quince chalés en total. En principio pensamos ampliarlo, pero no hacemos más. Sería muy bonito y todo eso, pero nos jugamos la tranquilidad del pueblo y no merece la pena. Aquí vivimos muy bien y no queremos acarrear gente extrañas, tal y como andan las cosas. Después nos fuimos hacia la Peña de la Guarnición: un paraje solitario, de pinos resineros y pedruscos roídos por la erosión que tienen forma de coberteras, de mesas ciclópeas modeladas por los siglos, de monumentos funerarios propios de los hombres del Neolítico que anduvieron a la caza por estas barranqueras y se entretuvieron en dejar grabado su arte en los paredones de la Cueva de los Casares. Desde lo alto de aquellos riscos el espectáculo es paradisiaco. Cerca de nosotros las laderas de la umbría, teñidas de un ocre amarillento: son los robledales que dan paso a la más vasta superficie de bosque que hay en España. Con la brisa del pinar sube hasta nosotros un fresco olor a monte. El secretario me va informando, parte por parte, de todo aquello hasta donde alcanza la vista.
- Mira: allá, como un poco a la izquierda, se ven los pinares de Albarracín. Un poco más al frente están los Montes Universales y la Serranía de Cuenca. El pinar no se acaba. Aquí a la derecha, por esos barrancos, está el Valle de los Milagros y la famosa Cueva de los Casares de La Riba. ¿Qué te parece? Es la obra de Dios. Ante esto hay que descubrirse.
Debajo de la peña en que nos encontramos hay una paridera abandonada, reliquia del rusticismo de muchos años atrás, a modo de rubí en medio de aquella Castilla verde, infinita, donde en apariencia, el tiempo dejó de correr.
- Lo peor será el día que se descubra
- Ahí está lo malo. Con las gentes de la zona no hay problemas, son honradas y responsables donde las haya; pero lo que pueda venir de fuera es lo que nos preocupa.
Toda la comarca, con Luzón, Luzaga, Anguita y Hortezuela, son el núcleo más importante de la "piedra rodena" de arenisca roja, que los antiguos supieron emplear con no poco arte en los dinteles, jambas, dovelas y detalles nobles de sus características casonas.
- ¿De qué se vive en Ciruelos?
- De los cereales, del bosque, de la jubilación... Hay bastantes familias que vi ven únicamente con la cosa del pinar.
El pueblo -milagro de su riqueza forestal- goza de ciertos privilegios que ya quisieran para sí algunas ciudades de talla.
- Actualmente hay muchos hijos del pueblo fuera con carreras brillantes, aunque los padres, que viven aquí, no lo aparenten. La gente se ha ido defendiendo siempre con bastante desahogo.
Es muy probable que la máxima atracción turística de Ciruelos sea el paraje conocido por la Fuente de la Pradera. Una inmensa llanada de robledal y de pinos, donde el visitante encuentra de todo cuanto hace falta para convertir en gratos los días más aborrecibles del verano en la Meseta. Bajo la apretada sombra de la arboleda se ven las mesas colocadas con ese fin, los bancos alrededor, los fogones de piedra para asar y cocinar al aire libre, papeleras que son cubas de resina en los lugares de paso, tres o cuatro fuentes naturales o con agua acarreada por tubería, y, como nota de mayor interés para quienes acudieren a aquel paraíso, dos piscinas de agua corriente adaptadas a la edad y a la estatura de los bañistas. Todo, aun fuera de tiempo, limpio y cuidado con escrupulosamente.
- En verano se llena de personal que viene de los pueblos vecinos. También se instalan campamentos de gente conocida y lo cuidan muy bien.
En el silencio de la pradera solo se siente el soplo del viento al chocar con las hojas caedizas de los robles. Un rebaño de cabras contempla, el augusto panorama desde lo más alto de unos riscos por el saliente. La caída de la tarde nos echa fuera de allí, en amigable coloquio de regreso al pueblo.
Si unimos a las singulares características de sus alrededores la circunstancia de que sea éste, si no el que más, uno de los municipios con mejores arcas, debido a su riqueza forestal y a, una administración inteligente, comprenderemos enseguida el porqué de la elegante clínica, y consultorio médico que posee, anejo al edificio del ayuntamiento. Una fotografía, recuerdo con leyenda al pie en uno de los pasillos, advierte que fue inaugurada el 22 de mayo de 1976 por el entonces Ministro de la Gobernación Sr. Fraga Iribarne, y bendecida por el obispo de la diócesis Mons. Castán Lacoma. El centro posee un buen equipo de instrumental sanitario y Rayos X, que el propio médico, acabado de llegar y sin haberse acostumbrado aún a los rigores de la zona, juzga, sinceramente, como excesivo.
- Me extrañó mucho al llegar cuando vi todo esto tan completo. Para un pueblo así, me parece demasiado.
Ciruelos encuentra relax y lugar para el recreo en el Teleclub. Hay un salón confortable de barra larga, con servicio lujoso y bien atendido, que cuida una señora muy cordial, doña Adela Bartolomé.
- Lo que no tendrán es demasiada clientela. - le digo.
- Claro que no hay mucha. Los hombres vienen por la tarde a echar la partida, y algunos por la noche. Aquí ven la tele, leen el periódico y todo eso. No ve que somos tan pocos. Cuando más se llena es para la fiesta.
- Del Cristo del Amparo, naturalmente.
- Sí, esa es la fiesta principal que se hace en septiembre. Pero hay más público en la de julio, que la hacen los jóvenes.
- ¿Viven sólo del bar?
- No, qué va. Tenemos también vacas. Si no fuera así, no podríamos vivir sólo con esto.
Sin apenas darnos cuenta nos hemos metido en los umbrales de la anochecida dentro del Teleclub de Ciruelos. Es la hora, de marchar, ya con el sol acostado detrás de las lomas de Luzón, y lo hacemos por la enrevesada cinta de asfalto que nos acabará dejando en la carretera de Molina, por la vieja casilla de camineros. Es un gozo sublime el hacerse a la noche por aquellos solitarios páramos en los que no se ve un alma, buscando el otro mundo que se mueve como loco a velocidades de vértigo, describiendo a su paso una sierpe colosal de luces encendidas, marcando en la oscuridad el trazado, más racional si se quiere pero menos íntimo, de la general de Alcolea.
Ciruelos del Pinar, lector amigo, conserva durante los doce meses del año el rescoldo vivo de sus horas de verano, escondido aquí, como paño en arca, para deleite y solaz de un centenar de hombres y de mujeres a quienes apenas pega de soslayo el mal del siglo. Uno, cuando la casualidad le lleva a lugares como éste, siente el pudor de no sacar a los ojos benévolos o maliciosos de la luz pública los interiores inmaculados de tanta belleza susceptible de profanaci6n, y, por un momento, pasa por su ánimo la tentación de marcharse de allí lo mismo que llegó, gozar de la hermosura natural del sitio y olvidarse después. Luego, infeliz o afortunadamente para quienes esto leen, la verdad es muy otra, y el viajero, constante e incorregible, se afana como siempre en captar impresiones que después se dedicará a contar por medio del papel impreso.
Un leve repecho de asfalto nos coloca, enseguida frente a la Plaza Mayor. Hay en mitad una lucida plataforma de baldosas, en cuyo rectangular entorno, los asientos labrados sirven de marco a una farola capitalina que deja en el recinto un aire de indefinible distinción. Detrás, la espadaña modernista de la parroquia, con su doble campanario y el vanillo final del que pende un esquilón azotado por el vientecillo fresco del atardecer. La puerta, de la iglesia se ve cerrada, escondida bajo el tejadillo característico de los templos de pueblo donde anidan los gorriones al amparo de su cobertura piramidal sobre sólidos fustes.
Ya llevo tiempo descansando del viaje en uno de los asientos de la plaza y no he visto a nadie. Sólo se oye el zurar de las palomas en el campanario y el ronquido lejano de un tractor que trabaja en la vega. La plaza queda entre casonas recias de caliza que se adornan con la maraña descarnada de alguna parra.
Decido iniciar mi visita al pueblo por la parte alta. Tras doblar una esquina y conversar con una señora que me indica el camino para ir a casa de don Samuel, doy con otra plazuela recoleta, romántica, un poco oscura, que bordea un jardinillo de cipreses y preside desde su mismo centro una fuente artificial, escalonada, con forma de hongo.
- El pueblo es muy bonito, sí señor. Uno de los pueblos bonitos de verdad. Lo que pasa es que en este tiempo no hay gente. El secretario vive ahí mismo, pero no sé si estará porque no se ve el coche. Igual se ha ido a Luzón.
Efectivamente, don Samuel no estaba en casa en aquel momento, pero apareció en su “dos caballos” antes de que el desorientado visitante abandonase aquel mimoso rincón de la plazoleta del Ayuntamiento.
Don Samuel Rubio es un hombre elegante, afable, buen amigo, que gusta vestir cuando sale de casa el vistoso sombrero que llevaron los hombres de otro tiempo. El secretario, que conoce al forastero desde su viaje a Luzón, se pone muy contento al volverlo a encontrar en su propio pueblo.
- ¡Hombre, claro; no faltaría más! Pero, ese sistema de presentarte en los pueblos a escondidillas, sin avisar a nadie, no está bien. Anda, sube en el coche, que te voy a enseñar lo que no has visto nunca.
La primera parada que hacemos es en la barriada que dicen del Pinar. Una serie de magníficos chalés rodeados de pinos, de cipreses, de abetos y de chopos, donde, debido a la época del año, no vive nadie. No obstante, recorremos los alrededores de la urbanización que es sencillamente envidiable; con ese encanto de los jardines palaciegos en iteración, tapizados de hojas secas, salpicados de árboles desnudos que gozaron al pintar los artistas románticos.
- Son quince chalés en total. En principio pensamos ampliarlo, pero no hacemos más. Sería muy bonito y todo eso, pero nos jugamos la tranquilidad del pueblo y no merece la pena. Aquí vivimos muy bien y no queremos acarrear gente extrañas, tal y como andan las cosas. Después nos fuimos hacia la Peña de la Guarnición: un paraje solitario, de pinos resineros y pedruscos roídos por la erosión que tienen forma de coberteras, de mesas ciclópeas modeladas por los siglos, de monumentos funerarios propios de los hombres del Neolítico que anduvieron a la caza por estas barranqueras y se entretuvieron en dejar grabado su arte en los paredones de la Cueva de los Casares. Desde lo alto de aquellos riscos el espectáculo es paradisiaco. Cerca de nosotros las laderas de la umbría, teñidas de un ocre amarillento: son los robledales que dan paso a la más vasta superficie de bosque que hay en España. Con la brisa del pinar sube hasta nosotros un fresco olor a monte. El secretario me va informando, parte por parte, de todo aquello hasta donde alcanza la vista.
- Mira: allá, como un poco a la izquierda, se ven los pinares de Albarracín. Un poco más al frente están los Montes Universales y la Serranía de Cuenca. El pinar no se acaba. Aquí a la derecha, por esos barrancos, está el Valle de los Milagros y la famosa Cueva de los Casares de La Riba. ¿Qué te parece? Es la obra de Dios. Ante esto hay que descubrirse.
Debajo de la peña en que nos encontramos hay una paridera abandonada, reliquia del rusticismo de muchos años atrás, a modo de rubí en medio de aquella Castilla verde, infinita, donde en apariencia, el tiempo dejó de correr.
- Lo peor será el día que se descubra
- Ahí está lo malo. Con las gentes de la zona no hay problemas, son honradas y responsables donde las haya; pero lo que pueda venir de fuera es lo que nos preocupa.
Toda la comarca, con Luzón, Luzaga, Anguita y Hortezuela, son el núcleo más importante de la "piedra rodena" de arenisca roja, que los antiguos supieron emplear con no poco arte en los dinteles, jambas, dovelas y detalles nobles de sus características casonas.
- ¿De qué se vive en Ciruelos?
- De los cereales, del bosque, de la jubilación... Hay bastantes familias que vi ven únicamente con la cosa del pinar.
El pueblo -milagro de su riqueza forestal- goza de ciertos privilegios que ya quisieran para sí algunas ciudades de talla.
- Actualmente hay muchos hijos del pueblo fuera con carreras brillantes, aunque los padres, que viven aquí, no lo aparenten. La gente se ha ido defendiendo siempre con bastante desahogo.
Es muy probable que la máxima atracción turística de Ciruelos sea el paraje conocido por la Fuente de la Pradera. Una inmensa llanada de robledal y de pinos, donde el visitante encuentra de todo cuanto hace falta para convertir en gratos los días más aborrecibles del verano en la Meseta. Bajo la apretada sombra de la arboleda se ven las mesas colocadas con ese fin, los bancos alrededor, los fogones de piedra para asar y cocinar al aire libre, papeleras que son cubas de resina en los lugares de paso, tres o cuatro fuentes naturales o con agua acarreada por tubería, y, como nota de mayor interés para quienes acudieren a aquel paraíso, dos piscinas de agua corriente adaptadas a la edad y a la estatura de los bañistas. Todo, aun fuera de tiempo, limpio y cuidado con escrupulosamente.
- En verano se llena de personal que viene de los pueblos vecinos. También se instalan campamentos de gente conocida y lo cuidan muy bien.
En el silencio de la pradera solo se siente el soplo del viento al chocar con las hojas caedizas de los robles. Un rebaño de cabras contempla, el augusto panorama desde lo más alto de unos riscos por el saliente. La caída de la tarde nos echa fuera de allí, en amigable coloquio de regreso al pueblo.
Si unimos a las singulares características de sus alrededores la circunstancia de que sea éste, si no el que más, uno de los municipios con mejores arcas, debido a su riqueza forestal y a, una administración inteligente, comprenderemos enseguida el porqué de la elegante clínica, y consultorio médico que posee, anejo al edificio del ayuntamiento. Una fotografía, recuerdo con leyenda al pie en uno de los pasillos, advierte que fue inaugurada el 22 de mayo de 1976 por el entonces Ministro de la Gobernación Sr. Fraga Iribarne, y bendecida por el obispo de la diócesis Mons. Castán Lacoma. El centro posee un buen equipo de instrumental sanitario y Rayos X, que el propio médico, acabado de llegar y sin haberse acostumbrado aún a los rigores de la zona, juzga, sinceramente, como excesivo.
- Me extrañó mucho al llegar cuando vi todo esto tan completo. Para un pueblo así, me parece demasiado.
Ciruelos encuentra relax y lugar para el recreo en el Teleclub. Hay un salón confortable de barra larga, con servicio lujoso y bien atendido, que cuida una señora muy cordial, doña Adela Bartolomé.
- Lo que no tendrán es demasiada clientela. - le digo.
- Claro que no hay mucha. Los hombres vienen por la tarde a echar la partida, y algunos por la noche. Aquí ven la tele, leen el periódico y todo eso. No ve que somos tan pocos. Cuando más se llena es para la fiesta.
- Del Cristo del Amparo, naturalmente.
- Sí, esa es la fiesta principal que se hace en septiembre. Pero hay más público en la de julio, que la hacen los jóvenes.
- ¿Viven sólo del bar?
- No, qué va. Tenemos también vacas. Si no fuera así, no podríamos vivir sólo con esto.
Sin apenas darnos cuenta nos hemos metido en los umbrales de la anochecida dentro del Teleclub de Ciruelos. Es la hora, de marchar, ya con el sol acostado detrás de las lomas de Luzón, y lo hacemos por la enrevesada cinta de asfalto que nos acabará dejando en la carretera de Molina, por la vieja casilla de camineros. Es un gozo sublime el hacerse a la noche por aquellos solitarios páramos en los que no se ve un alma, buscando el otro mundo que se mueve como loco a velocidades de vértigo, describiendo a su paso una sierpe colosal de luces encendidas, marcando en la oscuridad el trazado, más racional si se quiere pero menos íntimo, de la general de Alcolea.
(N.A. Diciembre, 1983)
1 comentario:
Una descripción hermosa, precisa y atrallente a cada palabra, sería como un video de alta definición de los de ahora, que muestra tal cual es y aún más en sus años pasados, pero con el añadido de que los que lo conocen se sirven del recuerdo gustoso de sus siluetas desde la entrada hasta la salida del pueblo.
Gracias.
(Un fanático de la región y sobre todo, de Ciruelos)
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