sábado, 28 de febrero de 2009

CODES


Las sabinas y los pedregales baldíos por todo engolamiento, nos acer­can a Codes andando un tanto a la deriva por el ramalillo que acabamos de tomar a la salida de Maranchón. La tarde se vuelve turbia y el cielo frío que cubre estas latitudes no se acaba por decidir. En los bajos duermen el sueño del olvido hasta volverse grises las rastrojeras que nos llevan al verano que ya pasó.
El pueblo nos toma por sorpresa, o nosotros a él, sobre la cumbre de un otero viejo faldeado por tierras infecundas. El viajero, que siente cierta predilección por los pueblos en alto, comparte la soledad del camino con el optimismo sin razón, mientras ascien­de bordeando de espaldas el corpachón del monte hasta lo más alto. El frío se hace más intenso al subir a las puertas de Codes. Por su emplazamiento y por su altura, uno piensa que, con Campisábalos en la sierra de Atienza, debe de ser uno de los lugares más fríos de la provincia.
Una laguna de agua estancada, al pie de la pared en la orilla opuesta, completa la perplejidad del que sube desorientado como el que ahora llega. La balsa se ve comida por las ovas y plagada de renacuajos navegando en aquel caldo verdoso y de corrompida traza. Son ahora las tres de la tarde un poco pasadas. En todo Codes ­no se ve ni se siente nadie. Se me antoja una misteriosa ciudadela gris, habitada por espíritus en lugar de por hombres. Tras la bar­bacana que separa la laguna de lo que me imagino debe ser el ábsi­de de la iglesia, se lee en una plancha reciente pegada al paredón: "En homenaje al hermano Crispín Martínez, misionero en Ghana, 24-­6-1983” Junto a la placa, el viento que llega de los altos mimbrea las ra­mas de los árboles.
- Lo pusieron como recuerdo a un misionero de aquí que se fue con los negros.
- ¿Tiene nombre la charca?
- Le decimos El Navajo.
-¿No hay nadie mas que tú en el pueblo?
- Sí, pocos, pero hay más. Le puedo acompañar a donde vive el alcalde.
Aquel muchacho me dijo que se llamaba Paulino. Es un adolescen­te, estudiante según parece, que había caído por allí empujado por la corriente del fin de semana. Una vez cumplida su misión de lle­var al desconocido hasta la casa de la primera autoridad, para lo qué él mismo se ofreció tan gentilmente sin que nadie se lo insi­nuase, Paulino se marchó otra vez hacia las proximidades de la balsa donde, quiero recordar, andaba de composturas en la bicicle­ta.
El alcalde de Codes, don Teófilo Vela Martínez, me recibió con su esposa y con doña Adelaida, una señora de Villel, en el cómodo saloncito de su casa donde compartían la tranquilidad de la sobre­mesa mirando a la televisi6n. En el comedor tiene doña Isabel, la mujer del alcalde, una treintena de trofeos conseguidos por su hijo Santiago, aficionado al tiro al plato. Su marido me lo explica.
- Van a tirar a los pueblos de la comarca y siempre se traen alguna copa o dos. Mi yerno tiene también por lo menos veinte, y el nieto de quince años también ha ganado otras cuantas. Cuando van los de Codes, en el tiro al plato los de los pueblos vecinos no tienen nada que hacer.
- Encuentro al pueblo demasiado vacío. Da un poco de pena ver a los pue­blos así.
- Aquí no queda nadie. Un día normal en este tiempo somos nueve personas. No hay más. En verano puede que haya cuatrocientas.
- Bueno, pues qué remedio, menos problemas.
- Problemas no tenemos muchos. El del agua es el peor. Hay que ir a la fuente a cogerla como se hacía siempre. Ya está todo aprobado, pero, de momento seguimos así.
Me asomó doña Isabel desde el piso superior a ver el pueblo de Balbacil por una ventana, más al sur, recibiendo como Codes en su alto correspondiente los aires fríos del otoño, con la gracia del campanario como señera en el centro del humilde caserío, práctica­mente deshabitado.
- La barandilla y algunas cosas más las ha hecho mi marido con made­ra de sabina. Siempre ha sido muy mañaso para eso de la artesanía. Como ya es mayor, lo hace por entretenimiento cuando puede. Dice que trabajar esta madera es muy difícil, que va a contrapelo y cuesta mucho trabajo.
Doña Adelaida está pasando unos días en Codes, al que le unen desde antiguo lazos de familiaridad, y de recuerdo sobre todo.
- Mi padre estuvo aquí de secretario y mi abuelo de maestro. La plaza del pueblo la tienen dedicada a él, ya lo verá usted.
Me ha parecido la de don Teófilo una familia sencillamente encantadora. Julián, el yerno, quien casualmente andaba por allí, me contó que aparte de la habilidad que tienen los del pueblo en el tiro ­al plato, él personalmente lleva recobrados en días dé caza por aquellos montes catorce jabalíes y un ciervo hermoso. Luego, con las dos amables señoras por compañía, nos salimos a dar un vistazo rápido a las cosas más importantes que la vieja villa tiene para ofrecer al que no la conoce. Pasamos por la calle de don Justo Flores hasta la Plaza Mayor.
- Don Justo era un sacerdote de aquí que lo mataron cuando la guerra. El pueblo le dedicó la calle de la Iglesia.
Por los oscuros callejones de caliza se oyen zurar las palomas desde no sabemos dónde. Siempre como testigo a esta visita peculiar vemos la espadaña, plana, con dos cam­panas y un campanil orientado hacia las puestas del sol.
- Eso que se oye por ahí son las palomas. Había más, pero hay dos aguiluchos que nos las matan.
Y el pavimento empedrado por donde andamos deja en ambas márge­nes lugar a los yerbajos que nadie pisa. A la vuelta, la plaza de don Juan García Alonso, Maestro Nacional, el abuelo de doña Adelai­da, y el nuevo frontón de pelota al fondo pintado de verde.
- La patrona del pueblo es la Virgen del Buen Suceso –me explican. Era el 24 de septiembre, pero ha habido que trasladarla al 14 de agosto.
Se entra al atrio de la iglesia por uno de los dos arcos parejos que limitan el pretil en sus caras del poniente y del levante. El primero está construido en 1549, tal y como acertamos a leer desde abajo, escrito con letras romanas sobre la piedra clave del dovela­je. El rincón es recoleto y sombrío, romántico y serio, circunstancia que se acentúa al pasar a la iglesia. Aquí nos acompañan tam­bién los dos únicos muchachos que andan por Codes: Paulino, al que ya conocía, y Joaquín que lleva un rifle de perdigones.
El templo es oscuro y muy hermoso. Anoto como de mayor interés su cu­riosa arcada interior, su vieja imaginería, sus seis retablos en­tre los que destaca el retablo mayor dedicado a San Pedro, y otro lateral con una linda imagen de la Virgen de Guadalupe. Por lo de­más el espacio es reducido y ocupado por una só1a nave. Hay una cú­pula de inspiración rococó y un coro en el que hace muchos años que nadie canta.
La ermita del Buen Suceso está situada en las afueras de Co­des; doscientos metros más allá de los últimos corrales que li­mitan con las eras. El paseo hacia el pequeño santuario cuenta con unos horizontes privilegiados. A lo largo de la colosal altiplani­cie que comienza en el mismo pueblo, y sigue infecunda y gris en dirección saliente, se domina una parte extensísima del mapa ge­neral del Señorío. A lo lejos, mis acompañantes me indican los puntos ligeramente encendidos por el sol en donde asientan los pueblos de Amayas y de Labros. Sobre los altos, y escalando las laderas de la comarca en soberbio tapiz de tonos pardos, el bosque claro del sabinar, de los robles y de las carrascas, una pobreza al fin, que diría don Teófilo, el alcalde: "Si fueran olivos otra cosa sería". Joaquín y Paulino, y doña Adelaida y doña Isabel, se miran como un poco ruborizadas cuando el leve techadillo nos dejó frente por frente con la puerta de la ermita.
- A lo mejor no se da cuenta -les oigo decir.
- Claro que me di. Que hay dos faltas de ortografía muy gordas en el azu­lejo, ¿y qué importancia tiene? Para los tiempos en que se puso... Por encima del arco de acceso dice: "Hermita de la Birgen del Buen Suceso de Codes". A los pies se ven desgastados los guijarrillos que trenzan curiosos dibujos como adorno, incrustados entre las piedras y entre la tierra.
El recogido recinto, al que acabamos de entrar, tiene un curioso arco interior que separa a la nave del presbiterio. Me dicen que se van a poner en obras y que cuando lo hayan terminado quedará muy bien.
- El piso se va a poner todo igual. A ver qué pasa.
Nos encontramos con un retablo bellísimo, dorado y policromado, con marcadas contorsiones churriguerescas. La Señora del Buen Suceso, patrona de Codes, queda en la hornacina central. Tiene al Niño en brazos y está adornada con pendientes y colgantes que los devo­tos tuvieron a bien regalar. El techo de la ermita se ve revestido de un magnífico artesonado que se conserva limpio e incorrupto como el primer día.
- Este que tenemos aquí es el sepulcro de la Semana Santa.
Al rato, regresamos por el mismo sendero de brozas y de ortigas. A la vuelta uno advierte que el altiplano va entrecruzado en las proximidades del pueblo por hileras desacordes de piedras alinea­das, como en las antiguas calzadas romanas. En un rincón de las afueras, los abuelos y las abuelas toman el solecillo débil de la tarde cerca de la charca del Navajo. Codes, el pueblo, se queda sesteando al desamparo de todos los vientos sobre la cumbre, en la misma paz que lo encontré dos horas antes.

(N.A. Diciebre, 1984)

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