jueves, 19 de febrero de 2009

CERECEDA


Nunca con mayores razones podríamos decir que el de hoy es un pueblo escondido en la Alcarria. Fueron sus particulares condicio­nantes geográficos el principal motivo por el que la antigua villa de muleteros ha permanecido, prácticamente durante toda su histo­ria, incomunicada del resto de las poblaciones, pequeñas todas co­mo el propio Cereceda, que tiene a su alrededor. Se asciende al pueblo a través de una pista descarnada de tierra y canto por la que los vehículos transitan con relativa facilidad.
Fuera de lo que es costumbre, llegué a Cereceda en viaje semitu­rístico, en compañía de mi amigo Ángel Bueno y de su padre, don Cesáreo, natural de este pintoresco lugar de la provincia, donde uno reconoce haber vivido algunas de las horas más intensas que recuerda ­después de varios años de idas y venidas por la sorprendente corte­za guadalajareña.
Nuestro pueblo tiene hoy, aparte de otros motivos más que le honran y embellecen, la particularidad de haberse vuelto a habitar, con­tra todo pronóstico, después de haber sufrido, tampoco hace mucho, el golpe mortal de un absoluto despoblamiento. Cereceda, por algún tiempo, ha sido un pueblo abandonado.
Una vaguada que baja desde el Cerro de la Cruz hasta el arroyo de La Solana marca el lugar exacto donde se asienta nuestro punto final de viaje. El pueblo viene a caer a mitad de ladera, escondi­do tras el ramaje espeso de un bosquedal de olmos, de chopos, de nogueras que crecen anárquicamente, recubriendo como en una selva ambas márgenes de un regato que no tiene nombre. En la recuperada fuente del Onsillo, en plena cuesta, bebemos un traguito de agua gorda que baja desde el cerro por una tubería al descubierto. Por las escarpas del camino se cría el roble y el matorral. En los bancali­llos de lo alto, comparten su soledad mirando a la Alcarria los ce­rezos lujuriosos, los almendros tristes y el pálido peral. Un grajo se cuela entre la fronda de los olmos de la Pasadilla. Los ruiseño­res se desgañitan, invisibles, cantando en las sombras del regato. Por los bruscos terraplenes que nos acercan al pueblo, reflejan con el sol las flores amarillas de las aliagas.
Cereceda es pueblo rodeado de pequeñas heredades de cultivo, que sus actuales moradores siembran de hortalizas en primavera y de coles y zanahorias cuando llega el otoño.
Nos recibe al entrar el chorrillo débil de una fuente de sillería que mana desde hace dos siglos. En Cereceda le dicen la Fuente Vieja, para distinguirla de la verdadera fuente pública de los cuatro caños que vierte en la plaza, con su pilastra circular de agua clarísi­ma y el gracioso remate de una piña americana por encima del murillo distribuidor del que cuelgan, desmayados, otros tantos chorros que miran hacia cada punto cardinal.
Don Cesáreo, para quien todo en Cereceda es un recuerdo de juven­tud, dice que, durante los dos últimos años, el caudal de la fuente ha caído mucho.
- De jóvenes, nos subíamos allá a lo alto del Cerro de la Cruz la noche de difuntos a poner calaveras de calabaza. Impresionaba verlas desde aquí abajo con una vela encendida dentro.
La de Cereceda es una plaza bien aprovechada. Aparte de la fuente redonda, tiene su olmo centenario en mitad, el salón del dedicado hoy a sede de recreo de la Asociación "Haza de la Virgen”, bellos ejemplares en torno de casonas solar, casi olvidadas, y la portada románica de la iglesia, bajo cuyo cobertizo se alberga a la sombra una mesa de ping-pong apoyada sobre tres bancos bipersonales de la antigua escuela.
Enseguida comienzan a acudir a la plaza algunos vecinos del fin de semana. El primero es un señor simpático, que tiene el pelo revuelto, completamente blanco, y que se llama Julián. El hombre viene acompaña do de su esposa que lleva un cubo en la mano. Don Cesáreo dice que Julián es el amo del pueblo.
- Sí señor; y no lo dice por decir, que yo aquí soy el jefe, el alguacil, el alcalde y todo.
- ¿Vive usted en el pueblo de continuo?
- Desde que me jubilé, aquí vivo. La mujer está siempre en Madrid por la cosa del reuma. Yo tengo aquí mis perros, mis gallinas, el huerto, y no tengo tiempo para nada. La caza es que me va, ¿sabe? Antes había mucha perdiz; pero, lo que pasa, al desaparecer la siem­bra se han ido a otro sitio. Conejos aun van saliendo por ahí por los cerros.
- ¿Qué son esas pinturas que se ven por las paredes?
- Son de un concurso que hubo cuando la fiesta. Las hicieron los chicos, Algunas están muy bien. Para el Cristo tenemos nuestra fies­ta, igual que antes.
- En septiembre, claro.
- Pues no; ahora es el quince de agosto. Hubo que cambiarla para que pudiera venir la gente. Antiguamente, cuando el pueblo estaba vivo, era mucha fiesta también el día de San Blas, y se cantaban los mayos en su tiempo. En este pueblo siempre se ha vivido con mucha armonía, entendiéndonos muy bien.
Y prueba del buen entendimiento del que me hablaba Julián es el hecho de haber fundado la Asociación en beneficio del pueblo exclusi­vamente, de quererle salvar de la ruina en la que estaba inmerso y que, como vimos después, delatan algunos de sus barrios. Me habló Jo­sé Luis Mazarío de lo que es la Asociación y los fines que pretende.
- Bueno, se fundó con el fin de evitar que esto se nos hunda. Es una asociación de vecinos corriente, se paga una cuota pequeña, per­tenece a ella el que quiere, y al que no quiere no le obliga nadie. Y vamos haciendo lo que podemos. Mire, eso que estamos reconstruyendo ahí abajo es el antiguo horno de pan cocer, como se decía antes. Si hay alguna gotera en la iglesia también se arregla, y, aquí, en esta sala que antes fue del ayuntamiento, tenemos el domicilio social. He­mos puesto una nevera con un par de cajas de refrescos, cerveza y co­sas de esas, unas cuantas mesas para echar la partida, y en las ori­llas del pueblo tenemos como un polideportivo con cuatro porterías y columpios, para que la gente se pueda distraer y procurar que arreglen las casas y vayan viniendo, si es a vivir, mejor, pero por lo menos en vacaciones y en los fines de semana.
- Suele responder el público.
- Sí, sí. La gente responde. Se están arreglando muchas casas. En verano aquí se está muy bien. Esto es muy fresquito y con buenas vis­tas.
- Tengo idea de que muchas casas las compraron los franceses.
- Sí, unas cuantas, cinco o seis. Vienen en vacaciones. Son una gente muy amable. Participan en las cosas con los demás vecinos y, cuan­do se marchan, nos suelen ir a despedir y todos. Luego tienen de bue­no que hablan español. Son profesores de español en Francia y nos en­tendemos perfectamente.
El señor Timoteo es el encargado de arreglar los frutales de los huertos. El señor Timoteo pasa, desde que se jubiló como jardinero en Madrid, la mitad de la semana en Cereceda y la otra mitad en el piso que se compró en Guadalajara.
- En Guadalajara, eso es, allí vivo en la calle de la Música. Ven­dimos el piso de Madrid y nos compramos uno en Guadalajara. Es otra cosa, estamos a cuatro pasos del pueblo y se vive más tranquilo.
- Ya me han dicho que es usted el cuidador de todos los árboles de los huertos.
- Pues sí; de los frutales, de los olivos, y hasta del olmo de la plaza, porque todo el muro este de abajo lo he hecho yo, sin tener idea de albañil, y no está muy mal, ¿verdad?
- Claro que no está mal, está muy bien. ¿Cuantos días pasa usted en el pueblo?
- Todos los que puedo. Vengo los viernes y no me voy hasta el mar­tes. Aquí, ni un mal costipao en todo el invierno. Tengo mi huertecillo, mis cinco gallinas… Mire, aquí les llevo un manojo de hierba para que vayan picando.
No sé si porque me acompañaban amigos descendientes de Cereceda o porque la gente es así, de naturaleza abierta, lo cierto es que no en­contré sino cordialidad, apertura, conversación amable, ganas de agradar. José Luis se hizo enseguida con las llaves de la iglesia para que la pudiéramos ver por dentro. Lo que más llama la atenci6n, sin duda, es la portada arqueada. En arquivoltas de medio punto sobre co­lumnas desgastadas, en cuyos capiteles mal se adivina una representa­ción incompleta de la Sagrada Cena, otros motivos vegetales roídos por el tiempo, y, parte del tímpano en el que uno quiere adivinar escenas románicas del Purgatorio o del Juicio Final, tapadas en buena parte por un remiendo de yeso en el mismo centro, que le colocaron durante la restauración de 1900. La portada románica de Ce­receda y sus apenas reconocibles bajorrelieves parecen datar de las primeras décadas del siglo trece.
Ya en el interior nos encontramos con una iglesia pequeña, aten­dida debidamente, con magnífico coro de madera antigua bien trabajada, y restos del órgano parroquial del que apenas se conserva la montura en uno de los ángulos del coro.
Hay dentro de la iglesia de Cereceda una pila bautismal de la misma época y estilo de la portada. Siete u ocho siglos de antigüedad para un pieza impecable del arte románico, de la que casi nunca se dijo nada ni se hab1ó nada. Don Cesáreo Bueno la mira y admira con emoción desde detrás de la verja.
- Pues sí que es verdad. Se siente una satisfacción muy grande cuando se ve la pila en que te bautizaron, hace nada menos que setenta años.
El templo tiene una cobertura de artesonado sencillo, unas cuan­tas tallas interesantes que representan a San Antón, a San Blas y a la Dolorosa, y el altar mayor sostenido sobre una piedra de molino aceitero. En la capilla del Cristo, pequeña y recoleta, destaca so­bre toda obra la cúpula en hemisferio de la que penden en forma de estrella relieves policromos de vegetal y cabecitas de ángeles. La iglesia completa todo su interés con otro arco románico en la facha da opuesta, tapado con paredón de mampostería, del que solamente queda al descubierto un detalle insignificante de archivoltas y cabeceras de capitel que hacen pensar en la magnificencia, arquitectónica de lo que puede haber debajo.
Por la calle del Arrabal se llega muy pronto hasta el soberbio mirador de las Eras. El Arrabal es el barrio más castigado por el aban­dono. Los hierbazales del suelo en plena calle y los escombros, nos cuentan que se debió de acudir en favor de Cereceda un poco antes de cuando se hizo. Desde las eras, donde la Asociación colocó el instru­mental deportivo, queda la Alcarria al descubierto: los cerros eriza­dos, las húmedas veguillas de matorral, los campos huraños de Cifuen­tes, de Alaminos, de Trillo, en una estampa conmovedoramente alcarre­ña.
- Lo que desde aquí se echa en falta son Las Tetas. ¿Por donde caen?
- Justamente detrás de esa, ladera del cementerio. Si uno se sube ahí arriba, se ven perfectamente.
Detrás de nosotros queda el alto que salvaguarda a Cereceda de los vientos del suroeste, la Poza del Tío Pio, que con el Cerro de la Cruz remata la doble atalaya en cuyo fondo queda asentado lo que hoy prevalece de este pueblo campesino por vocación y por necesidad.
- Sí; y además en las condiciones más elementales. Aquí jamás hu­bo un coche, ni un carro, ni nada que no fueran los lomos de las ca­ballerías de carga. Los caminos nunca permitieron circular a una rueda. La mies, y todo lo que se traía del campo, se traía siempre en gavi­llas encima de las animales. A los que no les tiró el campo se dedi­caron al trato de mulas. Muchos y muy buenos muleteros hubo aquí hace treinta o cuarenta años.
Por el Arrabal el pueblo es un montón de palitroques desprendidos y lienzos de pared que sirven de cerco a huertecillos abandonados, donde conviven con la carrasca y el olivo los lirios, las zarzamoras y el botón de oro. Un enjambre zumba por los callejones que nos van acercando hasta la plaza.
­En Cereceda, las familias oriundas llevan como apellido Duro, Ma­zarío, Serrano y Bueno. En la sede de la Asociación se nos invita a un refresco antes de salir. El muchacho que nos sirve dice que allí no hay camarero, que cada cual toma lo que quiere, deja el dinero en su sitio y a otra cosa. En la pequeña sala del domicilio social hay una vitrina con trofeos, litografías y libros que alguien debió dejar como fondo para una posible biblioteca. Las paredes están llenas de calendarios, de láminas con especies animales de las Provincias Vascas, de cua­dros pintados al óleo por el aficionado local Juanito Mazarío. El te­cho está adornado con banderitas de feria.
- No es porque ahora sea la fiesta, que están ahí siempre.
- Pues ya ve usted, con este refugio, Cereceda es doble.
- Antiguamente, cuando nosotros éramos mozos veníamos aquí a bailar con una pianola de aquellas. Me acuerdo que venían las madres a vigi­lar a sus hijas, porque no se debían de fiar mucho. Arriba se hacían comedias. La inolvidable sesión con nuestros amigos de Cereceda dio en con­cluir rayana ya la hora del mediodía. Julián, Timoteo, Lorenzo, Jose Luis, y otros más que la memoria no consiguió retener, son nombres que se vinieron con nosotros. Nombres que son pilares en la sencilla historia del renacer de Cereceda, un pueblo al que el destino quiso herir con mortales garras y ellos se obstinan en evitarlo.

(N.A. Junio, 1983)

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