Cañamares, sierra de Atienza, los pinares en lontananza, a una distancia suficiente como para que el nuestro no sea pueblo de bosque. Tierra oscura de labor donde se da el trigo, se aprietan las choperas de lombardo, se oye cantar el grillo con un chirrido suave que acallan los aires frescos que llegan de Miedes, y gime el arroyuelo de su mismo nombre restregando el medido caudal de un agua clarísima por mitad de las junqueras, de las aneas y de los sargatillos, una vez rebasada en su cauce la estampa medieval del puente de piedra.
Uno hubiera querido llegarse a este recogido lugar atencino en otra época del año, por ver el Cañamares natural y solitario, arrimado al tizón de la lumbre baja mientras que el ganado bala en los casillos y frunce de hielo el día los bordes del riato. Pero no, es demasiado riesgo, sería exponerse a topar sin desearlo con un pueblo muerto, porque Cañamares, amigo lector, cuenta en pleno invierno con cinco casas habitadas solamente.
Ahora es distinto. Los calores de agosto hacen al mundo revivir en estas latitudes; sacan al hombre de su escondrijo y atraen por añadidura a gentes, oriundos o no, que huyendo de la ciudad buscan la placidez indefinible de estas tierras serranas.
Me acerco hasta el pueblo a pie, por una pista de tierra cortada con maquinaria durante la pasada primavera. Las porterías que emplean para jugar al fútbol cuando vienen los de fuera, muestran, las dos en la pradera como cansadas de que nadie les haga caso, su travesaño curvo. Por la carretera de Ayllón, a nuestra espalda, suena un coche oficial que pasa de largo. Uno piensa que los coches oficiales cuando llegan a éste, o a otros tantos Cañamares más que él conoce, siempre pasan de largo. Viene frente a mí con un cubo en la mano un hombrecillo del pueblo, bajito, viste camisa arremangada hasta mitad de la caña y un pantalón roído de pana auténtica, de pana antigua de la que ya no hay. El hombre se para junto a mí cuando le doy los buenos días.
- Voy a un huertecillo que tengo ahí detrás, a ver si riego unos cuantos tomates.
- ¿Es usted de los que viven en el pueblo?
- Sí, señor. Desde siempre. Vivo sólo. No me casé después de enviudar y así vamos tirando. Otro hermano que tengo vive solo también. Eché una instancia a ver si me quieren dar algo de la jubilación y no sé. Ahora nos han echado esta pista para entrar al pueblo. Yo creo que la podían haber hecho mejor; ya sabe usted lo que pasa.
Me dijo el hombre que se llamaba Dionisio. Es un señor encantador, abierto, sin prejuicios, que habla un poco tropelludamente y no se le entiende todo. Cuando nos despedimos, a Dionisio se le quedó alguna cosa más que contarme.
- ¿No conoce usted a Salvador Alonso?
- Pues, no lo sé. De momento no me acuerdo de nadie que se llame así. Pensándolo más despacio, a lo mejor.
- Ese es mi hermano. Está en la Guardia Civil en Azuqueca. Ya lleva allí por lo menos doce años. Lo conoce mucha, gente.
A mi paso al entrar voy observando, aparte de las casas de los veraneantes y de otras cuyos dueños no supieron prever hace veinte años los desastres del éxodo, paredes derruidas de adobe rodeno y entramado antiguo; techumbres por las que se cuela el sol entre los palitroques; tejadillos de pizarra; calles de tierra y un olor intenso a naturaleza virgen que los pájaros del arroyo convierten des de su guarida en las copas en pinceladas del paraíso, con sus cantos punteados de jilguero, de ruiseñor, de mirlo. De trecho en trecho, una parra frondosa pone la nota de vitalidad en los viejos paredones de la Calle Abajo.
Un chiquillo está leyendo tebeos recostado en una hamaca de colorines. Junto al muchacho hay un anciano sentado a la sombra en el poyo. El más viejo de los dos se cubre con una gorra de visera y tiene las dos manos apoyadas en la empuñadura de la garrota. El chiquillo está tan entusiasmado que ni siquiera levanta la cabeza para mirar. El anciano, en cambio, no sólo le mira, sino que le saluda muy cortésmente y le pregunta qué viaje lleva por allí.
- Pues mire, como viaje, viaje, ninguno. A echar un vistazo a Cañamares. Yo estuve en este pueblo hace más de veinte años, y no parece el mismo.
- Qué va, qué va; se ha ido abajo. Aquí ya no queda nadie. ¿Sabe usted cuantos años hace que no entra uno de vecino?
- Cualquiera sabe. Diez por lo menos.
- Y cerca de cuarenta también. Aquello era una cosa muy curiosa.
- ¿Ah sí?
- Antiguamente, para ser vecino había que dar una libra de bacalao frito.
- ¡No me diga!
- Hombre claro. El ayuntamiento y el vecino nuevo la echaban en agua la tarde de antes para que se le fuera la sal. Por la mañana se hacía trozos. Luego se freía, y al medio día había que darle de comer a todos los de ayuntamiento. A los demás vecinos se les daba media libra de pan y su parte de bacalao frito.
- ¡Caramba! Pues sí que les saldría costoso aquello.
- A mí me costó la libra de bacalao en aquellos tiempos, ¿sabe cuánto?: setenta y cinco céntimos. Tres reales.
- Ah, pues ya ha llovido desde entonces.
- Pues mire, tengo ochenta y ocho, y tenia veinticuatro cuando me casé, así que, desquite a ver lo que le sale.
Cuando el anciano, don Alejandro Alonso, se da cuenta de que me producen extrañeza las cosas que me dice, se echa, a reír. Luego hablamos un poco de todo: de los adelantos de ahora para que nadie trabaje, de los conocidos en común que tenemos por aquella sierra, y al final, un poco del campo.
- La, tierra del pueblo es buena, pero este año la cosecha se arrebató con los calores de julio y hubo que segarlo sin granar. Así que, unos años por una cosa y otros por otra, siempre nos toca estar a dos velas.
- ¿Y el ganado?
- Ese siempre ha sido más seguro. También hay algún hatajo. Lo que pasa es que, al no haber gente en el pueblo, va todo igual.
Cuando ya hemos conversado bastante, y nos hemos hecho lo suficientemente amigos como para que el abuelo Alejandro se fíe de mí, nos vamos, por invitación suya, a dar una vuelta hasta la iglesia, que cae al otro lado del río.
- No crea que conviene llevar a nadie. Ya han robado dos veces en poco tiempo. No hay nada que robar, pero esa gente se conoce que arrastra con todo lo que pilla.
Cuando llegamos a la altura del puente románico, el abuelo Alejandro me cuenta que es monumento nacional y que está muy bien hecho
- ¿A que los de ahora, con tantos inventos, no son capaces de hacerlo igual? ¡Ahí lo tiene usted, como el primer día! ¡Cualquiera sabe los años que tendrá encima!
El puente sobre el arroyo Cañamares a su paso por el pueblo es en longitud el más grande que hasta el momento he conocido, con referencia, claro está, a su época ya su estado de conservación. Tiene tres ojos, bajo los cuales se cuelan cuando hay riada las aguas sin control que bajan de la sierra, y por dos de ellos, o por uno solamente, en circunstancias normales.
- Estos años de atrás estuvo a punto de secarse. El agua viene de la parte de Ujados y va a parar al pantano de Pálmaces.
El abuelo Alejandro atraviesa el arroyo directamente, pisando de piedra en piedra, sin pasar por el puente.
- Lo hago así porque llevo la garrota. Si no, no podía ser.
Entramos después por callejones plagados de hierba, que tienen como límite a las dos manos paredes hundidas, correspondientes a mansiones antañonas que aún quedan en la mente de los más ancianos del lugar. Aquí estaba antes la casa que le decíamos de curato. Era vieja, sí, pero no para que se la dejaran caer. Y como esa tiene por aquí muchas, mire.
Las tapias de guijarro y de piedra oscura que sirven de límite al subir con las tumbas del camposanto, nos pondrán enseguida bajo la espadaña, románica también, de la parroquia. Por el destartalado portón del cementerio se ven las humildes crucecillas de los muertos -de madera unas y de hierro oxidado otras- medioescondidas entre la espiguillas silvestre, las matas de ababol, los lirios y los retoños de la vecina arboleda.
- A ver si don Antonio y el alcalde se ponen de acuerdo y se limpia un poco. Por ahí, tarde o temprano, tenemos que pasar todos.
A la iglesia se entra por un leve techadillo porticado que da paso a su vez a otra portada románica del siglo XIII. El sencillo monumento tiene como característica ornamental el aparecer acordonadas algunas de sus archivoltas. La iglesia es chiquita, y antigua como todo. Aparte del retablo mayor, barroco y dedicado a Nuestra Señora de la Natividad, titular de la parroquia y patrona del pueblo, hay otros cuatro más del mismo estilo repartidos por los diferentes muros. Las oscuras imágenes ofrecen al visitante su estática vejez de madera seca en las hornacinas donde por siglos enteros recibieron las plegarias y las devociones del pueblo fiel. La Virgen de la Natividad está representada por una talla sedente de madera policroma, que preside la nave desde su nicho por encima del Sagrario.
- Me gusta mucho. Es muy bonita y está muy bien atendida la iglesia, aunque el pueblo esté prácticamente vacío.
- Tenemos un cura joven muy majo, don Antonio. Todos los sábados por la tarde viene de Miedes a decir misa, y las veces que haga falta cuando se necesita. Algunos días nos juntamos cuatro o cinco; si no somos más en invierno.
Ha, sido casi todo cuanto hay que decir de Cañamares, cazado de improviso una mañana de estío. A la salida he visto una fuente moderna de cemento junto a una pradera que pudiera ser el límite de la plaza.. Un automóvil reposa a la sombra de un chamizo cubierto por ramas de árbol. El sol de las doce se estrella en los sequedales de la contorna y enciende las espigas de las pocas hazas que todavía faltan por segar. Desde la esquina de su casa en la Calle Abajo mi amigo, el señor Alejandro Alonso, mira a distancia cuando me alejo por la pista de tierra.
Uno hubiera querido llegarse a este recogido lugar atencino en otra época del año, por ver el Cañamares natural y solitario, arrimado al tizón de la lumbre baja mientras que el ganado bala en los casillos y frunce de hielo el día los bordes del riato. Pero no, es demasiado riesgo, sería exponerse a topar sin desearlo con un pueblo muerto, porque Cañamares, amigo lector, cuenta en pleno invierno con cinco casas habitadas solamente.
Ahora es distinto. Los calores de agosto hacen al mundo revivir en estas latitudes; sacan al hombre de su escondrijo y atraen por añadidura a gentes, oriundos o no, que huyendo de la ciudad buscan la placidez indefinible de estas tierras serranas.
Me acerco hasta el pueblo a pie, por una pista de tierra cortada con maquinaria durante la pasada primavera. Las porterías que emplean para jugar al fútbol cuando vienen los de fuera, muestran, las dos en la pradera como cansadas de que nadie les haga caso, su travesaño curvo. Por la carretera de Ayllón, a nuestra espalda, suena un coche oficial que pasa de largo. Uno piensa que los coches oficiales cuando llegan a éste, o a otros tantos Cañamares más que él conoce, siempre pasan de largo. Viene frente a mí con un cubo en la mano un hombrecillo del pueblo, bajito, viste camisa arremangada hasta mitad de la caña y un pantalón roído de pana auténtica, de pana antigua de la que ya no hay. El hombre se para junto a mí cuando le doy los buenos días.
- Voy a un huertecillo que tengo ahí detrás, a ver si riego unos cuantos tomates.
- ¿Es usted de los que viven en el pueblo?
- Sí, señor. Desde siempre. Vivo sólo. No me casé después de enviudar y así vamos tirando. Otro hermano que tengo vive solo también. Eché una instancia a ver si me quieren dar algo de la jubilación y no sé. Ahora nos han echado esta pista para entrar al pueblo. Yo creo que la podían haber hecho mejor; ya sabe usted lo que pasa.
Me dijo el hombre que se llamaba Dionisio. Es un señor encantador, abierto, sin prejuicios, que habla un poco tropelludamente y no se le entiende todo. Cuando nos despedimos, a Dionisio se le quedó alguna cosa más que contarme.
- ¿No conoce usted a Salvador Alonso?
- Pues, no lo sé. De momento no me acuerdo de nadie que se llame así. Pensándolo más despacio, a lo mejor.
- Ese es mi hermano. Está en la Guardia Civil en Azuqueca. Ya lleva allí por lo menos doce años. Lo conoce mucha, gente.
A mi paso al entrar voy observando, aparte de las casas de los veraneantes y de otras cuyos dueños no supieron prever hace veinte años los desastres del éxodo, paredes derruidas de adobe rodeno y entramado antiguo; techumbres por las que se cuela el sol entre los palitroques; tejadillos de pizarra; calles de tierra y un olor intenso a naturaleza virgen que los pájaros del arroyo convierten des de su guarida en las copas en pinceladas del paraíso, con sus cantos punteados de jilguero, de ruiseñor, de mirlo. De trecho en trecho, una parra frondosa pone la nota de vitalidad en los viejos paredones de la Calle Abajo.
Un chiquillo está leyendo tebeos recostado en una hamaca de colorines. Junto al muchacho hay un anciano sentado a la sombra en el poyo. El más viejo de los dos se cubre con una gorra de visera y tiene las dos manos apoyadas en la empuñadura de la garrota. El chiquillo está tan entusiasmado que ni siquiera levanta la cabeza para mirar. El anciano, en cambio, no sólo le mira, sino que le saluda muy cortésmente y le pregunta qué viaje lleva por allí.
- Pues mire, como viaje, viaje, ninguno. A echar un vistazo a Cañamares. Yo estuve en este pueblo hace más de veinte años, y no parece el mismo.
- Qué va, qué va; se ha ido abajo. Aquí ya no queda nadie. ¿Sabe usted cuantos años hace que no entra uno de vecino?
- Cualquiera sabe. Diez por lo menos.
- Y cerca de cuarenta también. Aquello era una cosa muy curiosa.
- ¿Ah sí?
- Antiguamente, para ser vecino había que dar una libra de bacalao frito.
- ¡No me diga!
- Hombre claro. El ayuntamiento y el vecino nuevo la echaban en agua la tarde de antes para que se le fuera la sal. Por la mañana se hacía trozos. Luego se freía, y al medio día había que darle de comer a todos los de ayuntamiento. A los demás vecinos se les daba media libra de pan y su parte de bacalao frito.
- ¡Caramba! Pues sí que les saldría costoso aquello.
- A mí me costó la libra de bacalao en aquellos tiempos, ¿sabe cuánto?: setenta y cinco céntimos. Tres reales.
- Ah, pues ya ha llovido desde entonces.
- Pues mire, tengo ochenta y ocho, y tenia veinticuatro cuando me casé, así que, desquite a ver lo que le sale.
Cuando el anciano, don Alejandro Alonso, se da cuenta de que me producen extrañeza las cosas que me dice, se echa, a reír. Luego hablamos un poco de todo: de los adelantos de ahora para que nadie trabaje, de los conocidos en común que tenemos por aquella sierra, y al final, un poco del campo.
- La, tierra del pueblo es buena, pero este año la cosecha se arrebató con los calores de julio y hubo que segarlo sin granar. Así que, unos años por una cosa y otros por otra, siempre nos toca estar a dos velas.
- ¿Y el ganado?
- Ese siempre ha sido más seguro. También hay algún hatajo. Lo que pasa es que, al no haber gente en el pueblo, va todo igual.
Cuando ya hemos conversado bastante, y nos hemos hecho lo suficientemente amigos como para que el abuelo Alejandro se fíe de mí, nos vamos, por invitación suya, a dar una vuelta hasta la iglesia, que cae al otro lado del río.
- No crea que conviene llevar a nadie. Ya han robado dos veces en poco tiempo. No hay nada que robar, pero esa gente se conoce que arrastra con todo lo que pilla.
Cuando llegamos a la altura del puente románico, el abuelo Alejandro me cuenta que es monumento nacional y que está muy bien hecho
- ¿A que los de ahora, con tantos inventos, no son capaces de hacerlo igual? ¡Ahí lo tiene usted, como el primer día! ¡Cualquiera sabe los años que tendrá encima!
El puente sobre el arroyo Cañamares a su paso por el pueblo es en longitud el más grande que hasta el momento he conocido, con referencia, claro está, a su época ya su estado de conservación. Tiene tres ojos, bajo los cuales se cuelan cuando hay riada las aguas sin control que bajan de la sierra, y por dos de ellos, o por uno solamente, en circunstancias normales.
- Estos años de atrás estuvo a punto de secarse. El agua viene de la parte de Ujados y va a parar al pantano de Pálmaces.
El abuelo Alejandro atraviesa el arroyo directamente, pisando de piedra en piedra, sin pasar por el puente.
- Lo hago así porque llevo la garrota. Si no, no podía ser.
Entramos después por callejones plagados de hierba, que tienen como límite a las dos manos paredes hundidas, correspondientes a mansiones antañonas que aún quedan en la mente de los más ancianos del lugar. Aquí estaba antes la casa que le decíamos de curato. Era vieja, sí, pero no para que se la dejaran caer. Y como esa tiene por aquí muchas, mire.
Las tapias de guijarro y de piedra oscura que sirven de límite al subir con las tumbas del camposanto, nos pondrán enseguida bajo la espadaña, románica también, de la parroquia. Por el destartalado portón del cementerio se ven las humildes crucecillas de los muertos -de madera unas y de hierro oxidado otras- medioescondidas entre la espiguillas silvestre, las matas de ababol, los lirios y los retoños de la vecina arboleda.
- A ver si don Antonio y el alcalde se ponen de acuerdo y se limpia un poco. Por ahí, tarde o temprano, tenemos que pasar todos.
A la iglesia se entra por un leve techadillo porticado que da paso a su vez a otra portada románica del siglo XIII. El sencillo monumento tiene como característica ornamental el aparecer acordonadas algunas de sus archivoltas. La iglesia es chiquita, y antigua como todo. Aparte del retablo mayor, barroco y dedicado a Nuestra Señora de la Natividad, titular de la parroquia y patrona del pueblo, hay otros cuatro más del mismo estilo repartidos por los diferentes muros. Las oscuras imágenes ofrecen al visitante su estática vejez de madera seca en las hornacinas donde por siglos enteros recibieron las plegarias y las devociones del pueblo fiel. La Virgen de la Natividad está representada por una talla sedente de madera policroma, que preside la nave desde su nicho por encima del Sagrario.
- Me gusta mucho. Es muy bonita y está muy bien atendida la iglesia, aunque el pueblo esté prácticamente vacío.
- Tenemos un cura joven muy majo, don Antonio. Todos los sábados por la tarde viene de Miedes a decir misa, y las veces que haga falta cuando se necesita. Algunos días nos juntamos cuatro o cinco; si no somos más en invierno.
Ha, sido casi todo cuanto hay que decir de Cañamares, cazado de improviso una mañana de estío. A la salida he visto una fuente moderna de cemento junto a una pradera que pudiera ser el límite de la plaza.. Un automóvil reposa a la sombra de un chamizo cubierto por ramas de árbol. El sol de las doce se estrella en los sequedales de la contorna y enciende las espigas de las pocas hazas que todavía faltan por segar. Desde la esquina de su casa en la Calle Abajo mi amigo, el señor Alejandro Alonso, mira a distancia cuando me alejo por la pista de tierra.
(N.A. septiembre, 1984)
1 comentario:
Gracias por esta hermosa publicación. Hoy he sentido esas palabras en lo hondo de mi ser. Visité Cañamares el día 21/05/2016. Era de noche. Todo era silencio. Recorrimos sus calles y un gato amable nos acompañó. El río bajaba con abundante agua. El puente medieval imponente sostenía nuestra mirada. Había casas de piedra muy bien restauradas y con olor a Edad Media. Unas farolas bien colocadas daban vida al pueblo. Seguía la hamaca y dos coches dormían a su lado. Pensé en su pasado y en su presente. En sus gentes y el declive que se avecina del mundo rural ante un retroceso social que llevará a la ruina de las hoy hermosas casas secundarias, que no podrán ser sostenidas porque los herederos de quienes emigraron perderán el bienestar disfrutado hasta ahora. Réquiem por Cañamares y los pueblos que un día tuvieron vida y latidos.
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