Perderse por las hoscas sinuosidades de la Alcarria, una vez cada cuanto tiempo, es tarea a la que el aficionado a otear en la vida de los pueblos acabó por acostumbrarse. Y no es que le pese, pues ahí está el placer cientos de veces experimentado de lo novedoso; poder descubrir en cada uno de los mortecinos lugares escondidos en el valle, asentados en la escarpa, empingorotados en lo más alto de la colina, un mundo completamente distinto al de los otros pequeños mundos por él ya descubiertos, viene a convertirse con el rodar del tiempo en pasión viajera de cuyo néctar jamás se cansó de beber.
Al volver, entre mimbreras y chopos desnudos, una curva en el camino que sigue contracorriente al arroyo Solana, se descubre recortado el horizonte sobre los altos la inconfundible silueta de Peralveche. Luego, a su pie, en la cara norte del cerro que sube la carretera, uno no sabe si por necesidad o por capricho se ha parado a beber un trago largo de la fuente de piedra que mana a mitad de la costanilla.
- Un poco gorda es, pero está fresca.
- Muy fresca, sí señor. ¿Cómo se llama esta fuente?
- Aquí le decimos la fuente de las Fuentecillas.
El pueblo está algo más arriba, coronando una loma que mira por el poniente a la vega alcarreña por donde acabamos de entrar. A la entrada del pueblo se ve un rebaño de ovejas reunidas en pelotón a la sombra de una noguera que hay al otro lado del vallejo. La calle principal es estrecha, bien cementada, que después de partir el pueblo en dos termina en la plaza.
Por la calle principal hay que entrar despacio, parando de trecho en trecho para no molestar a las cuatro señoras enlutadas que, aprovechando la bonanza de la tarde, salieron a coser a la puerta de sus casas.
La Plaza Mayor, única de Peralveche, está desierta. Un olmo mocho, subido sobre un pedestal de doble grada como peana, suelta al menor aliento de la tarde las últimas hojas sostenidas milagrosamente sobre sus ramas. Un corto callejón me pone enseguida en el mirador de Los Corralazos, con toda la vega del arroyo Solana por delante en un solo golpe de vista. Los restos de tres máquinas aventadoras yacen tumbados en lo alto del ribazo, recibiendo sobre su piel quemada por el orín el azote de los aguaceros, de los fuegos de sol, el soplo de los vientos de la Alcarria, que de día y de noche vienen a estrellarse.
Siguiendo bajo la tapia de los corrales hay poco más adelante un anciano que descansa sentado sobre unas piedras, mirando con sus ojos viejos hacia las tierras de labor que conforman la vega en su paraje más próximo: el río Mintroso.
- Buen aire nos trae la tarde ¿No le parece?
- sí señor; esto es muy sano. Aquí no sabe usted lo bien que se respira.
- ¿Qué se hace el hombre?
- Nada, descansar y mirar al barranco. Eché la mañana a sacar unas patatas allá donde la fuente, y ahora, pues aquí me tiene. Si ya casi no puede uno con los años que lleva encima.
- ¿De qué se vive ahora en Peralveche?
- De nada. De la miaja de labor y de los bichos. Si ya no estamos más que cuatro viejos que no valemos un duro. Toda esta vega que ve usted, la vienen a cultivar los de Salmerón.
- A este altillo que estamos le dicen la Fragua, ¿no?
- Eso le dicen; y la Picota también. Antes había una piedra por aquí que le decíamos la Picota.
Nuestro simpático abuelo de Peralveche se llama don José Gil. Me cuenta después cómo el término municipal de su pueblo es de los más grandes de la comarca, pero que, a pesar de eso, no hay nada más que dos hatajos de ganado y no de muchas cabezas; que los que se van a Madrid no viven todos en la capital, sino en el quinto infierno, y luego vienen a contar lo que quieren. Que a mí qué me parece.
- Pues eso mismo pienso yo también. Lo de vivir en Madrid habría que verlo, sí señor. Digo, Tío José, si siempre hace aquí este aire.
- Ah, claro que sí. Aquí siempre hace aire, sobre todo del que viene de Morillejo.
Pero el fuerte de mi amigo es el nombre de los parajes y parajillos en que se divide la vega.
- Pues mire: a lo de allí abajo le dicen El peral, y más arriba Los Cuadros. A lo de aquí delante le decimos La Cuesta. ¿Quiere saber también cómo se llama lo del cerro?
- Bueno.
- Pues aquella parte es el Cerro Casa. El vallejo que tiene debajo es el Barranco de los Gitanos, el otro es el de la Canal, y en lo alto del cerro la Viña y Valdesteban.
- Ah, pues sí que está la cosa complicada con tanto nombre.
- Aquí llegan los de Guadalajara con el mapa y luego no saben ir a los sitios. Nosotros lo sabemos mucho mejor sin mapa. No ve que hemos ido siempre.
- Y luego, en la parte de atrás del pueblo hay otra vega.
- Sí, claro. A aquella le decimos lo de Valparaíso, y al poniente está El Picario.
- Pues sí que sabe usted cosas. La verdad es que se está aquí bien. No se podrán quejar, y si lo hacen será por vicio.
- Demasiado bien es lo que estamos. A mí no me gusta tanta tranquilidad. Se estaba mejor cuando yo era muchacho ¡Dónde va a dar! Hay tranquilidad porque no tenemos más remedio.
Nuestra amigable conversación la rompe en este instante otro vecino del pueblo: Eduardo Ibáñez, que se acerca hasta el Tío José a pedirle prestada la burra. El Tío José, hombre de gran corazón y con la burra siempre a punto, le dice que sí, que aparejada está en la cuadra para lo que la necesite. Luego, después de haber hablado un rato e identificarse, resulta que Eduardo Ibáñez y el forastero tienen alguna amistad entrañable en común, y se hacen amigos.
- No faltaría más. Usted se viene enseguida a mi casa a tomar algo. Ya lo creo. Si es aquí mismo. Tenemos un poco de tiendecilla.
-No mire, muchas gracias, no me apetece nada. Se lo agradezco mucho. Si quiere nos podemos dar una vueltecilla por el pueblo y charlamos un rato. Casi se lo agradezco más ¿No le parece?
- Como quiera; pero a casa tiene que venir a saludar a mi señora. Luego lo llevo adonde le parezca, aunque este pueblo tiene muy poco que ver. Si no somos casi nadie. Buen aire, eso sí, ya se habrá dado cuenta. Es la ventaja de estar en un alto.
Allí dejamos al Tío José, meditando, quién sabe si en tiempos mejores, en pretéritas añoranzas de juventud que nunca se repiten, y para las que jamás falta el amable recurso del recuerdo en soledad, donde ni el tiempo ni la distancia cuentan.
Al pasar por la plaza me dice mi acompañante que tuvieron que desmochar el olmo porque era muy viejo y tiene un agujero en el tronco en el que cabe muy a gusto una persona; pero que, mocho o no, el olmo seguía siendo viejo.
De paso hacia el mirador sobre el Picario, vemos beber sobre un regatillo de la calle a las abejas sedientas. Desde esta nueva atalaya se divisan los huertos de patatar, las mimbreras, y el camino que sale desde el pueblo con dirección al Cerro Molar. Al valle que le rodea le dicen aquí la Vega Arriba, y, según mi amigo Eduardo, sería una verdadera despensa para Peralveche si se cultivara como es debido.
- Si se trabajara bien, ya lo creo que daba para comer el pueblo. Lo que pasa es que los mimbres se tragan todo el alimento que tiene. De ahí he sacado yo este año patatas de a kilo.
En la calle del Horno el señor Cele, con cara de poca salud, toma el sol sentado en una silla. Más allá la robusta espadaña de la iglesia, con su doble campanario y tres vanos abiertos en bien trabajado sillar, mirando al poniente. Desde el pretil de la iglesia nos asomamos al barranco de Valparaíso y a los cerrillos, no lejanos, de sabinar y de chaparros precedidos por la seria vegetación del Carrascal, aquí en primer término.
- Mire hacia allá lejos. ¿No ve como un caserío al final?
- Sí que lo veo, perfectamente.
- Pues aquello es la ermita de la Bienvenida, la patrona de El Recuento. Aún hay desde aquí más de dos horas de camino; ya lo creo que las hay. Abajo está el pueblo de Vindel, que ya pertenece a Cuenca.
Despedimos a Peralveche con un gratísimo ambiente familiar en la tienda de Eduardo Ibáñez. Su mujer, Emilia, nos sirve una copita de solisombra por aquello de tomar algo. Allí hablamos de lo muertos que están los pueblos y de mil cosas más en poco tiempo.
- Pues en la tienda no podemos tener demasiado género, porque como no estamos más de treinta personas de continuo, si traemos más de la cuenta se nos queda aquí. Para el verano y para la Virgen de los Remedios la cosa cambia un poco, aunque tampoco mucho.
Y al final, ya con la tarde de caída, la Alcarria paga al viajero que regresa como lo hace de costumbre, con una puesta de sol encendida, y los oteros se doran con la última luz sobre los vallejos oscuros. Hace frío.
Al volver, entre mimbreras y chopos desnudos, una curva en el camino que sigue contracorriente al arroyo Solana, se descubre recortado el horizonte sobre los altos la inconfundible silueta de Peralveche. Luego, a su pie, en la cara norte del cerro que sube la carretera, uno no sabe si por necesidad o por capricho se ha parado a beber un trago largo de la fuente de piedra que mana a mitad de la costanilla.
- Un poco gorda es, pero está fresca.
- Muy fresca, sí señor. ¿Cómo se llama esta fuente?
- Aquí le decimos la fuente de las Fuentecillas.
El pueblo está algo más arriba, coronando una loma que mira por el poniente a la vega alcarreña por donde acabamos de entrar. A la entrada del pueblo se ve un rebaño de ovejas reunidas en pelotón a la sombra de una noguera que hay al otro lado del vallejo. La calle principal es estrecha, bien cementada, que después de partir el pueblo en dos termina en la plaza.
Por la calle principal hay que entrar despacio, parando de trecho en trecho para no molestar a las cuatro señoras enlutadas que, aprovechando la bonanza de la tarde, salieron a coser a la puerta de sus casas.
La Plaza Mayor, única de Peralveche, está desierta. Un olmo mocho, subido sobre un pedestal de doble grada como peana, suelta al menor aliento de la tarde las últimas hojas sostenidas milagrosamente sobre sus ramas. Un corto callejón me pone enseguida en el mirador de Los Corralazos, con toda la vega del arroyo Solana por delante en un solo golpe de vista. Los restos de tres máquinas aventadoras yacen tumbados en lo alto del ribazo, recibiendo sobre su piel quemada por el orín el azote de los aguaceros, de los fuegos de sol, el soplo de los vientos de la Alcarria, que de día y de noche vienen a estrellarse.
Siguiendo bajo la tapia de los corrales hay poco más adelante un anciano que descansa sentado sobre unas piedras, mirando con sus ojos viejos hacia las tierras de labor que conforman la vega en su paraje más próximo: el río Mintroso.
- Buen aire nos trae la tarde ¿No le parece?
- sí señor; esto es muy sano. Aquí no sabe usted lo bien que se respira.
- ¿Qué se hace el hombre?
- Nada, descansar y mirar al barranco. Eché la mañana a sacar unas patatas allá donde la fuente, y ahora, pues aquí me tiene. Si ya casi no puede uno con los años que lleva encima.
- ¿De qué se vive ahora en Peralveche?
- De nada. De la miaja de labor y de los bichos. Si ya no estamos más que cuatro viejos que no valemos un duro. Toda esta vega que ve usted, la vienen a cultivar los de Salmerón.
- A este altillo que estamos le dicen la Fragua, ¿no?
- Eso le dicen; y la Picota también. Antes había una piedra por aquí que le decíamos la Picota.
Nuestro simpático abuelo de Peralveche se llama don José Gil. Me cuenta después cómo el término municipal de su pueblo es de los más grandes de la comarca, pero que, a pesar de eso, no hay nada más que dos hatajos de ganado y no de muchas cabezas; que los que se van a Madrid no viven todos en la capital, sino en el quinto infierno, y luego vienen a contar lo que quieren. Que a mí qué me parece.
- Pues eso mismo pienso yo también. Lo de vivir en Madrid habría que verlo, sí señor. Digo, Tío José, si siempre hace aquí este aire.
- Ah, claro que sí. Aquí siempre hace aire, sobre todo del que viene de Morillejo.
Pero el fuerte de mi amigo es el nombre de los parajes y parajillos en que se divide la vega.
- Pues mire: a lo de allí abajo le dicen El peral, y más arriba Los Cuadros. A lo de aquí delante le decimos La Cuesta. ¿Quiere saber también cómo se llama lo del cerro?
- Bueno.
- Pues aquella parte es el Cerro Casa. El vallejo que tiene debajo es el Barranco de los Gitanos, el otro es el de la Canal, y en lo alto del cerro la Viña y Valdesteban.
- Ah, pues sí que está la cosa complicada con tanto nombre.
- Aquí llegan los de Guadalajara con el mapa y luego no saben ir a los sitios. Nosotros lo sabemos mucho mejor sin mapa. No ve que hemos ido siempre.
- Y luego, en la parte de atrás del pueblo hay otra vega.
- Sí, claro. A aquella le decimos lo de Valparaíso, y al poniente está El Picario.
- Pues sí que sabe usted cosas. La verdad es que se está aquí bien. No se podrán quejar, y si lo hacen será por vicio.
- Demasiado bien es lo que estamos. A mí no me gusta tanta tranquilidad. Se estaba mejor cuando yo era muchacho ¡Dónde va a dar! Hay tranquilidad porque no tenemos más remedio.
Nuestra amigable conversación la rompe en este instante otro vecino del pueblo: Eduardo Ibáñez, que se acerca hasta el Tío José a pedirle prestada la burra. El Tío José, hombre de gran corazón y con la burra siempre a punto, le dice que sí, que aparejada está en la cuadra para lo que la necesite. Luego, después de haber hablado un rato e identificarse, resulta que Eduardo Ibáñez y el forastero tienen alguna amistad entrañable en común, y se hacen amigos.
- No faltaría más. Usted se viene enseguida a mi casa a tomar algo. Ya lo creo. Si es aquí mismo. Tenemos un poco de tiendecilla.
-No mire, muchas gracias, no me apetece nada. Se lo agradezco mucho. Si quiere nos podemos dar una vueltecilla por el pueblo y charlamos un rato. Casi se lo agradezco más ¿No le parece?
- Como quiera; pero a casa tiene que venir a saludar a mi señora. Luego lo llevo adonde le parezca, aunque este pueblo tiene muy poco que ver. Si no somos casi nadie. Buen aire, eso sí, ya se habrá dado cuenta. Es la ventaja de estar en un alto.
Allí dejamos al Tío José, meditando, quién sabe si en tiempos mejores, en pretéritas añoranzas de juventud que nunca se repiten, y para las que jamás falta el amable recurso del recuerdo en soledad, donde ni el tiempo ni la distancia cuentan.
Al pasar por la plaza me dice mi acompañante que tuvieron que desmochar el olmo porque era muy viejo y tiene un agujero en el tronco en el que cabe muy a gusto una persona; pero que, mocho o no, el olmo seguía siendo viejo.
De paso hacia el mirador sobre el Picario, vemos beber sobre un regatillo de la calle a las abejas sedientas. Desde esta nueva atalaya se divisan los huertos de patatar, las mimbreras, y el camino que sale desde el pueblo con dirección al Cerro Molar. Al valle que le rodea le dicen aquí la Vega Arriba, y, según mi amigo Eduardo, sería una verdadera despensa para Peralveche si se cultivara como es debido.
- Si se trabajara bien, ya lo creo que daba para comer el pueblo. Lo que pasa es que los mimbres se tragan todo el alimento que tiene. De ahí he sacado yo este año patatas de a kilo.
En la calle del Horno el señor Cele, con cara de poca salud, toma el sol sentado en una silla. Más allá la robusta espadaña de la iglesia, con su doble campanario y tres vanos abiertos en bien trabajado sillar, mirando al poniente. Desde el pretil de la iglesia nos asomamos al barranco de Valparaíso y a los cerrillos, no lejanos, de sabinar y de chaparros precedidos por la seria vegetación del Carrascal, aquí en primer término.
- Mire hacia allá lejos. ¿No ve como un caserío al final?
- Sí que lo veo, perfectamente.
- Pues aquello es la ermita de la Bienvenida, la patrona de El Recuento. Aún hay desde aquí más de dos horas de camino; ya lo creo que las hay. Abajo está el pueblo de Vindel, que ya pertenece a Cuenca.
Despedimos a Peralveche con un gratísimo ambiente familiar en la tienda de Eduardo Ibáñez. Su mujer, Emilia, nos sirve una copita de solisombra por aquello de tomar algo. Allí hablamos de lo muertos que están los pueblos y de mil cosas más en poco tiempo.
- Pues en la tienda no podemos tener demasiado género, porque como no estamos más de treinta personas de continuo, si traemos más de la cuenta se nos queda aquí. Para el verano y para la Virgen de los Remedios la cosa cambia un poco, aunque tampoco mucho.
Y al final, ya con la tarde de caída, la Alcarria paga al viajero que regresa como lo hace de costumbre, con una puesta de sol encendida, y los oteros se doran con la última luz sobre los vallejos oscuros. Hace frío.
(N.A. Noviembre, 1983)
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