A media hora escasa de viaje desde la capital se llega a Pioz sin dejar la carretera que, por Chiloeches y El Pozo, se dirige a la zona baja de la provincia entre campos de mies, de olivos, de vid y de robledales. Cuando uno toca de cerca las inmediaciones del pueblo, en esa hora inconcreta del atardecer en los otoños de la Alcarria, surge Pioz en medio de la dorada serenidad del crepúsculo a la sombra de su castillo. Pioz es un pueblo llano que trae a la memoria el paisaje albo y horizontal de las grandes villas manchegas, sin que para ello se haga preciso esforzar demasiado nuestra imaginación. Hay en las afueras montañas de paja apilada en paquetes y máquinas de labor que, en su silencio espectacular de hierros pintados, nos hablan de trabajo y de productividad al lado de los rastrojos y de las tierras recién cultivadas. Tierras que, partiendo desde allí, se extienden hasta perderse de vista.
La Plaza Mayor de Pioz, como todas sus calles, presenta al visitante en estas fechas la cara limpia, impecable, de su pavimentación. La Plaza Mayor es hoy, a consecuencia de las obras, una plaza soleada y sin edad que contrasta con la fábrica secular de su iglesia allí mismo, bajo cuya sombra, apoyados en los paredones del pretil o sentados en la acera, gastan la tarde en paz los más ancianos del pueblo.
-Buenas tardes. Aquí se está bien.
-Pues no se está mal, no. ¿Qué nos trae el señor, si no es mucho preguntar?
-No traigo nada. Sólo vengo a conocer el pueblo ya darme el gustazo de hablar un rato con ustedes.
-Entonces tiene poco que perder. Venda algo, hombre. A los pueblos siempre se viene a vender.
-¿Cómo se llama usted?
-Se lo voy a decir porque, si no, es una falta de educación. Me llamo Francisco López Loeches y en este momento me voy a dar un vistazo al huerto. ¿Algo más?
-No, muchas gracias. Tampoco le preguntaba tanto.
En la plaza de Pioz hay casas que llaman la atención poderosamente. Casas sólidas, levantadas con gusto, que, por si todo era poco, a uno se le antojan la mar de confortables.
-¿A que la que más le gusta es ésa?
-Yo creo que sí. ¿De quién es?
-Esa es la mejor casa del pueblo. Es de uno que se llama Luís Ruiz y tiene más años que yo. Vamos; que de esa obra hice yo los cimientos.
-Pues parece nueva, ¿verdad?
-Sí; es que la han arreglado hace poco.
Me lo contaba don Pedro Martín, hombre abierto que debe andar por este mundo desde principios de siglo.
-Y que lo diga. Claro que voy con el siglo. Para enero haré los ochenta y uno.
Don Pedro Martín va, además de con el siglo, con un sombrerillo de paja que ha perdido un poco el color, yo creo que por los años.
-¡Toma, claro que es por eso! Ponga usted que el sombrero de éste no baja de los diez.
-No, señor. Diga que me lo compré el año pasado.
Aunque prácticamente acabada, todavía le falta a la plaza del pueblo su fuente central, sus bancos y sus árboles, que muy pronto la cercarán por los cuatro lados. Pienso que con el tiempo será la de Pioz una plaza hermosa, donde las horas a la sombra correrán sin darse cuenta.
-Sí, pero ¡quién verá esa sombra!
De paso hacia las orillas del pueblo, don Francisco López me fue hablando de sus amistades en la capital, de las cosas mal hechas que se ven en la vida y del huertecillo que tiene junto al camino de Valdarachas.
-Para que vea usted: tengo tomates, judías, pimientos y repollos. He tenido también calabacines. Pero los tomates, como sigamos así, yo creo que este año no los cato.
-El término parece bueno.
-Sí; el término no es malo. Lo que pasa es que con eso de la Marina y la urbanización nos hemos quedado sin terreno.
- ¿Qué es eso de la Marina?
-Sí, hombre; eso de los militares. Se quedaron con mucho terreno de Pioz, de El Pozo y de Santorcaz. Allí han hecho barracones, almacenes y no sé cuántas cosas. Se llevaron el mejor terreno del pueblo, no crea.
-Pero lo pagarían, ¿no?
-Claro que lo pagaron. Pero ya sabe usted lo que pasa con estas cosas: que, a la larga, la gente se queda sin tierras y sin cuartos. ¿Me entiende? A mí, desde luego, no me cogió nada.
Por un recodo que hace el sendero ya en las cercanías del castillo se ven, no muy lejos, campos de olivar que toman un color encendido bajo el último sol de la tarde. Al otro lado, la urbanización, con casi un centenar de chalés a los aires y aromas de la Alcarria.
-Bueno; pues que usted siga bien y, si me ve alguna vez, dígame algo. Ya sabe dónde deja un amigo.
Al castillo de Pioz se puede entrar y otear libremente sin que nadie te diga nada. Yo lo hice por una portezuela angosta que sube desde el foso y te pone en el interior inmediatamente. En el patio central se enseñorean, como nacidos en tierra noble, las ortigas, los cardos y la correduela. Allí, sentado sobre los robustos paredones del castillo, a uno se le hace el corazón pequeño imaginando pretéritas grandezas que, para mal suyo, hoy sólo se reducen a ruina y desolación, y huidizo, como los pajarracos que se cuelan por los agujeros de los torreones y por las troneras de bombeta y cruz.
Por la calle de las Platerías y otras que se deben cruzar de regreso al pueblo hay casas blancas de elegantes y floreadas terrazas. En el rincón que hace la calle con la puerta de su casa toman el fresco, entre dos luces, el señor Ángel, el alguacil, y su esposa. Un matrimonio que, desde la soledad de sus días, sigue añorando la descendencia que nunca pudieron ver.
-Y qué le vamos a hacer, mire usted. N o hemos tenido hijos: nos tendremos que conformar. ¿N o le parece?
Cuando desde la casa del alguacil uno se va por donde buenamente le parece en busca de la plaza, llega la sorpresa ante la presencia de casi medio millar de vieiras gallegas prendidas como adorno en el pórtico de un hotelito residencial que inesperadamente nos sale al paso. Es la casa de Remigio Sánchez, un obrero de Alcalá que viene a pasar al pueblo con su familia los fines de semana.
-Pues mire: las conchas las traje de Vigo. Estaban preparadas en cajones para tirarlas, las pedí y me las dieron. Luego, las pequeñas son también de allí, de las Islas Cies; y los caracoles son de los que yo crío en mi patio.
-¿Cómo dice que son de los que usted cría?
-Claro. Yo eché unos cuantos por aquí y ahora hay miles escondidos entre la hierba o entre los sarmientos.
-¿Y usted los cuida?
-Sí, sí. Les echo de comer hierba y salvao, que les gusta mucho. Cuando necesitamos un par de docenas o tres, no hay más que cogerlos.
-N o me diga.
-Mire: se riega por la tarde bien el jardín y allá a la una o las dos de la mañana, con el silencio, salen a cientos por aquí. Entonces se cogen los que se quiera. Ahora, no; pero en primavera salen muy gordos.
-¿No se los roban?
-No; lo que sí hay que tener cuidado es con los ratones, que se los comen. Pero por lo demás no hay miedo.
Pioz, visto desde cerca, es tal vez uno de los pueblos de la provincia donde la cordialidad de sus gentes aflora a la luz con solo dar un paseo por las calles en busca de amigos. Cuando ya han transcurrido algunos días desde mi visita al pueblo, pienso que las horas en Pioz nunca son horas perdidas; un pueblo ocupado por gente honrada al que en cualquier momento, y bajo cualquier pretexto, merece la pena volver .
La Plaza Mayor de Pioz, como todas sus calles, presenta al visitante en estas fechas la cara limpia, impecable, de su pavimentación. La Plaza Mayor es hoy, a consecuencia de las obras, una plaza soleada y sin edad que contrasta con la fábrica secular de su iglesia allí mismo, bajo cuya sombra, apoyados en los paredones del pretil o sentados en la acera, gastan la tarde en paz los más ancianos del pueblo.
-Buenas tardes. Aquí se está bien.
-Pues no se está mal, no. ¿Qué nos trae el señor, si no es mucho preguntar?
-No traigo nada. Sólo vengo a conocer el pueblo ya darme el gustazo de hablar un rato con ustedes.
-Entonces tiene poco que perder. Venda algo, hombre. A los pueblos siempre se viene a vender.
-¿Cómo se llama usted?
-Se lo voy a decir porque, si no, es una falta de educación. Me llamo Francisco López Loeches y en este momento me voy a dar un vistazo al huerto. ¿Algo más?
-No, muchas gracias. Tampoco le preguntaba tanto.
En la plaza de Pioz hay casas que llaman la atención poderosamente. Casas sólidas, levantadas con gusto, que, por si todo era poco, a uno se le antojan la mar de confortables.
-¿A que la que más le gusta es ésa?
-Yo creo que sí. ¿De quién es?
-Esa es la mejor casa del pueblo. Es de uno que se llama Luís Ruiz y tiene más años que yo. Vamos; que de esa obra hice yo los cimientos.
-Pues parece nueva, ¿verdad?
-Sí; es que la han arreglado hace poco.
Me lo contaba don Pedro Martín, hombre abierto que debe andar por este mundo desde principios de siglo.
-Y que lo diga. Claro que voy con el siglo. Para enero haré los ochenta y uno.
Don Pedro Martín va, además de con el siglo, con un sombrerillo de paja que ha perdido un poco el color, yo creo que por los años.
-¡Toma, claro que es por eso! Ponga usted que el sombrero de éste no baja de los diez.
-No, señor. Diga que me lo compré el año pasado.
Aunque prácticamente acabada, todavía le falta a la plaza del pueblo su fuente central, sus bancos y sus árboles, que muy pronto la cercarán por los cuatro lados. Pienso que con el tiempo será la de Pioz una plaza hermosa, donde las horas a la sombra correrán sin darse cuenta.
-Sí, pero ¡quién verá esa sombra!
De paso hacia las orillas del pueblo, don Francisco López me fue hablando de sus amistades en la capital, de las cosas mal hechas que se ven en la vida y del huertecillo que tiene junto al camino de Valdarachas.
-Para que vea usted: tengo tomates, judías, pimientos y repollos. He tenido también calabacines. Pero los tomates, como sigamos así, yo creo que este año no los cato.
-El término parece bueno.
-Sí; el término no es malo. Lo que pasa es que con eso de la Marina y la urbanización nos hemos quedado sin terreno.
- ¿Qué es eso de la Marina?
-Sí, hombre; eso de los militares. Se quedaron con mucho terreno de Pioz, de El Pozo y de Santorcaz. Allí han hecho barracones, almacenes y no sé cuántas cosas. Se llevaron el mejor terreno del pueblo, no crea.
-Pero lo pagarían, ¿no?
-Claro que lo pagaron. Pero ya sabe usted lo que pasa con estas cosas: que, a la larga, la gente se queda sin tierras y sin cuartos. ¿Me entiende? A mí, desde luego, no me cogió nada.
Por un recodo que hace el sendero ya en las cercanías del castillo se ven, no muy lejos, campos de olivar que toman un color encendido bajo el último sol de la tarde. Al otro lado, la urbanización, con casi un centenar de chalés a los aires y aromas de la Alcarria.
-Bueno; pues que usted siga bien y, si me ve alguna vez, dígame algo. Ya sabe dónde deja un amigo.
Al castillo de Pioz se puede entrar y otear libremente sin que nadie te diga nada. Yo lo hice por una portezuela angosta que sube desde el foso y te pone en el interior inmediatamente. En el patio central se enseñorean, como nacidos en tierra noble, las ortigas, los cardos y la correduela. Allí, sentado sobre los robustos paredones del castillo, a uno se le hace el corazón pequeño imaginando pretéritas grandezas que, para mal suyo, hoy sólo se reducen a ruina y desolación, y huidizo, como los pajarracos que se cuelan por los agujeros de los torreones y por las troneras de bombeta y cruz.
Por la calle de las Platerías y otras que se deben cruzar de regreso al pueblo hay casas blancas de elegantes y floreadas terrazas. En el rincón que hace la calle con la puerta de su casa toman el fresco, entre dos luces, el señor Ángel, el alguacil, y su esposa. Un matrimonio que, desde la soledad de sus días, sigue añorando la descendencia que nunca pudieron ver.
-Y qué le vamos a hacer, mire usted. N o hemos tenido hijos: nos tendremos que conformar. ¿N o le parece?
Cuando desde la casa del alguacil uno se va por donde buenamente le parece en busca de la plaza, llega la sorpresa ante la presencia de casi medio millar de vieiras gallegas prendidas como adorno en el pórtico de un hotelito residencial que inesperadamente nos sale al paso. Es la casa de Remigio Sánchez, un obrero de Alcalá que viene a pasar al pueblo con su familia los fines de semana.
-Pues mire: las conchas las traje de Vigo. Estaban preparadas en cajones para tirarlas, las pedí y me las dieron. Luego, las pequeñas son también de allí, de las Islas Cies; y los caracoles son de los que yo crío en mi patio.
-¿Cómo dice que son de los que usted cría?
-Claro. Yo eché unos cuantos por aquí y ahora hay miles escondidos entre la hierba o entre los sarmientos.
-¿Y usted los cuida?
-Sí, sí. Les echo de comer hierba y salvao, que les gusta mucho. Cuando necesitamos un par de docenas o tres, no hay más que cogerlos.
-N o me diga.
-Mire: se riega por la tarde bien el jardín y allá a la una o las dos de la mañana, con el silencio, salen a cientos por aquí. Entonces se cogen los que se quiera. Ahora, no; pero en primavera salen muy gordos.
-¿No se los roban?
-No; lo que sí hay que tener cuidado es con los ratones, que se los comen. Pero por lo demás no hay miedo.
Pioz, visto desde cerca, es tal vez uno de los pueblos de la provincia donde la cordialidad de sus gentes aflora a la luz con solo dar un paseo por las calles en busca de amigos. Cuando ya han transcurrido algunos días desde mi visita al pueblo, pienso que las horas en Pioz nunca son horas perdidas; un pueblo ocupado por gente honrada al que en cualquier momento, y bajo cualquier pretexto, merece la pena volver .
(N.A. Octubre, 1980)
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