El Pozo es uno de los pocos lugares de la zona que en nuestros semanales paseos nos faltaba por conocer. De visitas precedentes, uno tiene la idea casi completa de lo que son estas tierras meridionales de la provincia, y, seguramente, por haber sido hábitat del que suscribe durante unos cuantos años de su juventud, lo mismo en Pastrana, la bellísima capitalidad de los duques como en los pueblos de su comarca, jamás se sintió forastero.
Un alto obligado en el camino de ida para contemplar de nuevo la picota de Fuentenovilla y, en seguida, atravesando los campos llanos de viñedo y olivar, de tierras cultivadas y eriales, se viene a caer al borde de la leve hondonada en cuyo fondo se asienta el pueblo. En El Pozo se acercan dos de las más características comarcas naturales de la Baja Castilla: la Alcarria y la Mancha, y de una y de otra por igual participa sensiblemente, no sólo en el aspecto exterior que es lo primero que se advierte, sino en el carácter, en el alma incluso de los que viven allí. La de hoy es una tarde desapacible, una tarde incómoda para viajar. El viento fuerte del mediodía ondula las tierras sembradas que reverdean junto a la ermita y alisa las hojas de las acacias.
Se ven por extramuros naves inmensas para la explotación avícola, múltiples almacenes graneros que son albergue a su vez para las máquinas agrícolas que acabarán en cuatro días con la cosecha sin que apenas el hombre aporte un poco de esfuerzo. Un grupo de chiquillos juegan a esconderse entre los artefactos abandonados por las eras. La olma de la ermita, vieja y monumental, se alza sobre una peana de contención rellena de tierra. Es una olma de cuyo tronco rugoso parte el ramaje en forma de candelabro. Más adentro El Pozo, el pueblo calatravo, de ancha y luminosa cal1e Mayor, con la torre blanca de su iglesia de San Martín a la otra orilla. Pese a que el éxodo también hizo presa durante los años de la desbandada, en estos pueblos queda gente todavía, y mantienen, con diferencia sobre el resto de la Guadalajara rural, el índice de población más alto de toda la provincia.
En la esquina que corta el rinconcillo de su casa con la calle Mayor está el señor Gregorio, "Goyo", pastor en Fuentenovilla casi la mitad de su vida, con su esposa, una mujer muy pequeña que se limita a escuchar atentamente y a asentir con la cabeza cuando su marido habla con el recién llegado.
- No será usted de esos que vienen por aquí hablando de política, ¿verdad? Es que a mí no tiene que convencerme nadie. Yo tengo mis ideas y son a esas a las que voto siempre. A mí no me gusta mudar de chaqueta como otros. Con setenta y tres años encima nadie, sabe lo que llevo sufrido yo, mucho.
El Tío Gregorio me lo cuenta todo bajito, en la intimidad, como con gran misterio.
- No señor. A mí tampoco me van demasiado esos asuntos ¿sabe? y también tengo mis ideas, creo que muy claras, y no necesito que venga nadie a contarme su vida.
-¡Pues no faltaría más! ¿Verdad usted?
- Eso digo yo, que no faltaría más. ¿Tienen ustedes hijos, Tío Gregorio?
-Sí que tenemos, tres, pero ya volaron. Aquí estamos los dos solos en este rincón. ¿A qué ha venido usted, entonces?
- Pues mire, he venido a ver el pueblo. Nada más que a ver el pueblo. ¿No le parece bien?
-Me parece muy bien, por qué no. Ahí detrás hay un bar, si quiere le convido.
-No, muchas gracias. Cuando haya visto todo le convido yo a usted, si le apetece.
Las calles en El Pozo son limpias, sanas, de casas encaladas y portonas verdes para las cocheras. A la inoportuna hora de la siesta el pueblo está vacío. El sol se ha escondido detrás de un nubarrón oscuro dejándolo todo en penumbra. Los niños a los que no les gusta dormir juegan a la pelota en una pared de la plaza. La plaza coge a mitad de la calle Mayor; es un recinto cuadrado, no demasiado grande, en el que hay aparcado un autobús que ocupa casi toda la acera del fondo.
- Buenas tardes, señora. Ahí se está bien.
- Sí señor, aquí no se está mal. Esta tarde digo yo que vamos a tener tronera.
- Ah, pues para el campo tampoco debe de ir mal.
- Sí, si viene limpia... Un poco tarde es ya.
La iglesia de El Pozo está a la salida. Se llega hasta ella después de haber atravesado el pueblo. Delante hay un jardinillo bastan te cuidado rodeando una cruz de piedra. Se ve que la iglesia está construida hace pocos años. Tiene una torre anterior en el tiempo sin nada especial en su favor, salvo el color blanco pálido del yeso o de la cal que recubre la piedra y que le resta todo, si es que algo pudiera tener de destacable. En su interior el templo es muy oscuro, está iluminado solamente por una claraboya situada en el tejado por encima del presbiterio. Cuando el sol se esconde detrás del nubarrón en la calle, la ig1esia se queda totalmente a oscuras.
En la única nave, moderna y funcional que tiene el templo, hay un silencio que se lo come todo. En frente, a ambos lados del altar mayor, una imagen de la Purísima, sacada de las estampas que pintó Murillo, y otra de San Martín, a caballo, repartiendo con un mendigo su capa, en actitud de quererla despedazar a corte de espada. Sobre todo esto, una imagen sencilla de Cristo Crucificado.
El señor Gregorio se conoce que había venido siguiendo mis pasos hasta el jardinillo de la Cruz. En la acera de su casa, frente a la iglesia, hay también un señor joven, con cara e indumentaria de agricultor, y que se llama Juan Pérez. Aquí me informan de que el cerro que tenemos frente a nosotros se llama La Berca, y el de atrás Valdovico. La tarde se ha vuelto oscura.
- ¿Qué le ha parecido la iglesia?
- Bien. Muy moderna y con poca luz. Claro, que como el tiempo está así...
- Se hizo hace poco. La torre si es de antes.
- ¿Celebran a San r Martín en su día?
- Sí, sí. San Martín es el 11 de noviembre todos los años. Toros y demás, ya se sabe la afición que hay por estos pueblos.
- Por lo poco que he visto, aquí se vive de la agricultura únicamente
- Pues sí. Prácticamente el campo es el modo de vida de El Pozo. Ahí detrás hay una granja que tendrá unas quince mil gallinas.
-¿También se marchó la gente?
-Sí, de aquí se fueron bastantes. Ahora no se yo si llegaremos a las cuatrocientas personas en total. Seguramente que un poco escasas. Hay escuela con niños que hacen aquí la primera, etapa. Los grandes hay que sacarlos fuera.
Está comenzando a llover. En una callejuela estrecha que se llama Travesía de las Higueras, hay dos hombres que están curando con alcohol a un perro herido. El perro ladra desesperadamente cada vez que le tocan con el algodón empapado.
La nube empieza a sacudir en serio cuando uno pasa por la puerta del bar de Manolo. Es un local más bien pequeño que sirve a la vez de tienda de comestibles. Uno clientes están sentados junto a la mesa viendo, sin demasiado interés, un partido de tenis en televisión. Un zorro disecado luce su apelmazada pelambrera, relleno de serrín, sobre la cornisa de una cocina baja escondida detrás de la nevera.
-¿Me pone, por favor, una copita?
-¿De qué va a ser?
-Tal me da. Solisombra, por ejemplo.
Andando hacia la plaza arrecia el chaparrón. Aguanto la fuerza del imprevisto diluvio escondido dentro del coche. Al rato suenan, mezclados con el agua, los golpes del granizo al chocar contra el parabrisas. La plaza de El Pozo de Almoguera es todo un charco, acrecentado por los regatos que bajan de las calles cercanas. Poco después deja de llover tan de repente como empezó, y aparece un sol radiante entre dos nubes. La gente vuelve a salir enseguida de sus casas. Los hombres, reunidos en corrillo, hablan del tiempo a la altura del rincón en donde vive mi amigo el Tío Gregorio.
- Esto debe haber sido estupendo para el campo –les he dicho.
- Pues hombre, no le habrá venido mal; pero hace un mes hubiera sido su momento. De todas maneras ha caído poco.
El pueblo quedó lavado por el turbión. Por las afueras, las tierras de los caminos se han convertido en un fangal intransitable. Una perrucha enorme, atada con cadena, guarda la puerta de entrada a la granja debajo de una escalera. Los cebadales más cercanos al pueblo lucen un lustre estupendo después de la lluvia. Allá lejos, se dejan ver con toda claridad a la caída de la tarde los cerros de Zorita, de Almonacid, y una buena parte de la Alcarria Baja.
Un alto obligado en el camino de ida para contemplar de nuevo la picota de Fuentenovilla y, en seguida, atravesando los campos llanos de viñedo y olivar, de tierras cultivadas y eriales, se viene a caer al borde de la leve hondonada en cuyo fondo se asienta el pueblo. En El Pozo se acercan dos de las más características comarcas naturales de la Baja Castilla: la Alcarria y la Mancha, y de una y de otra por igual participa sensiblemente, no sólo en el aspecto exterior que es lo primero que se advierte, sino en el carácter, en el alma incluso de los que viven allí. La de hoy es una tarde desapacible, una tarde incómoda para viajar. El viento fuerte del mediodía ondula las tierras sembradas que reverdean junto a la ermita y alisa las hojas de las acacias.
Se ven por extramuros naves inmensas para la explotación avícola, múltiples almacenes graneros que son albergue a su vez para las máquinas agrícolas que acabarán en cuatro días con la cosecha sin que apenas el hombre aporte un poco de esfuerzo. Un grupo de chiquillos juegan a esconderse entre los artefactos abandonados por las eras. La olma de la ermita, vieja y monumental, se alza sobre una peana de contención rellena de tierra. Es una olma de cuyo tronco rugoso parte el ramaje en forma de candelabro. Más adentro El Pozo, el pueblo calatravo, de ancha y luminosa cal1e Mayor, con la torre blanca de su iglesia de San Martín a la otra orilla. Pese a que el éxodo también hizo presa durante los años de la desbandada, en estos pueblos queda gente todavía, y mantienen, con diferencia sobre el resto de la Guadalajara rural, el índice de población más alto de toda la provincia.
En la esquina que corta el rinconcillo de su casa con la calle Mayor está el señor Gregorio, "Goyo", pastor en Fuentenovilla casi la mitad de su vida, con su esposa, una mujer muy pequeña que se limita a escuchar atentamente y a asentir con la cabeza cuando su marido habla con el recién llegado.
- No será usted de esos que vienen por aquí hablando de política, ¿verdad? Es que a mí no tiene que convencerme nadie. Yo tengo mis ideas y son a esas a las que voto siempre. A mí no me gusta mudar de chaqueta como otros. Con setenta y tres años encima nadie, sabe lo que llevo sufrido yo, mucho.
El Tío Gregorio me lo cuenta todo bajito, en la intimidad, como con gran misterio.
- No señor. A mí tampoco me van demasiado esos asuntos ¿sabe? y también tengo mis ideas, creo que muy claras, y no necesito que venga nadie a contarme su vida.
-¡Pues no faltaría más! ¿Verdad usted?
- Eso digo yo, que no faltaría más. ¿Tienen ustedes hijos, Tío Gregorio?
-Sí que tenemos, tres, pero ya volaron. Aquí estamos los dos solos en este rincón. ¿A qué ha venido usted, entonces?
- Pues mire, he venido a ver el pueblo. Nada más que a ver el pueblo. ¿No le parece bien?
-Me parece muy bien, por qué no. Ahí detrás hay un bar, si quiere le convido.
-No, muchas gracias. Cuando haya visto todo le convido yo a usted, si le apetece.
Las calles en El Pozo son limpias, sanas, de casas encaladas y portonas verdes para las cocheras. A la inoportuna hora de la siesta el pueblo está vacío. El sol se ha escondido detrás de un nubarrón oscuro dejándolo todo en penumbra. Los niños a los que no les gusta dormir juegan a la pelota en una pared de la plaza. La plaza coge a mitad de la calle Mayor; es un recinto cuadrado, no demasiado grande, en el que hay aparcado un autobús que ocupa casi toda la acera del fondo.
- Buenas tardes, señora. Ahí se está bien.
- Sí señor, aquí no se está mal. Esta tarde digo yo que vamos a tener tronera.
- Ah, pues para el campo tampoco debe de ir mal.
- Sí, si viene limpia... Un poco tarde es ya.
La iglesia de El Pozo está a la salida. Se llega hasta ella después de haber atravesado el pueblo. Delante hay un jardinillo bastan te cuidado rodeando una cruz de piedra. Se ve que la iglesia está construida hace pocos años. Tiene una torre anterior en el tiempo sin nada especial en su favor, salvo el color blanco pálido del yeso o de la cal que recubre la piedra y que le resta todo, si es que algo pudiera tener de destacable. En su interior el templo es muy oscuro, está iluminado solamente por una claraboya situada en el tejado por encima del presbiterio. Cuando el sol se esconde detrás del nubarrón en la calle, la ig1esia se queda totalmente a oscuras.
En la única nave, moderna y funcional que tiene el templo, hay un silencio que se lo come todo. En frente, a ambos lados del altar mayor, una imagen de la Purísima, sacada de las estampas que pintó Murillo, y otra de San Martín, a caballo, repartiendo con un mendigo su capa, en actitud de quererla despedazar a corte de espada. Sobre todo esto, una imagen sencilla de Cristo Crucificado.
El señor Gregorio se conoce que había venido siguiendo mis pasos hasta el jardinillo de la Cruz. En la acera de su casa, frente a la iglesia, hay también un señor joven, con cara e indumentaria de agricultor, y que se llama Juan Pérez. Aquí me informan de que el cerro que tenemos frente a nosotros se llama La Berca, y el de atrás Valdovico. La tarde se ha vuelto oscura.
- ¿Qué le ha parecido la iglesia?
- Bien. Muy moderna y con poca luz. Claro, que como el tiempo está así...
- Se hizo hace poco. La torre si es de antes.
- ¿Celebran a San r Martín en su día?
- Sí, sí. San Martín es el 11 de noviembre todos los años. Toros y demás, ya se sabe la afición que hay por estos pueblos.
- Por lo poco que he visto, aquí se vive de la agricultura únicamente
- Pues sí. Prácticamente el campo es el modo de vida de El Pozo. Ahí detrás hay una granja que tendrá unas quince mil gallinas.
-¿También se marchó la gente?
-Sí, de aquí se fueron bastantes. Ahora no se yo si llegaremos a las cuatrocientas personas en total. Seguramente que un poco escasas. Hay escuela con niños que hacen aquí la primera, etapa. Los grandes hay que sacarlos fuera.
Está comenzando a llover. En una callejuela estrecha que se llama Travesía de las Higueras, hay dos hombres que están curando con alcohol a un perro herido. El perro ladra desesperadamente cada vez que le tocan con el algodón empapado.
La nube empieza a sacudir en serio cuando uno pasa por la puerta del bar de Manolo. Es un local más bien pequeño que sirve a la vez de tienda de comestibles. Uno clientes están sentados junto a la mesa viendo, sin demasiado interés, un partido de tenis en televisión. Un zorro disecado luce su apelmazada pelambrera, relleno de serrín, sobre la cornisa de una cocina baja escondida detrás de la nevera.
-¿Me pone, por favor, una copita?
-¿De qué va a ser?
-Tal me da. Solisombra, por ejemplo.
Andando hacia la plaza arrecia el chaparrón. Aguanto la fuerza del imprevisto diluvio escondido dentro del coche. Al rato suenan, mezclados con el agua, los golpes del granizo al chocar contra el parabrisas. La plaza de El Pozo de Almoguera es todo un charco, acrecentado por los regatos que bajan de las calles cercanas. Poco después deja de llover tan de repente como empezó, y aparece un sol radiante entre dos nubes. La gente vuelve a salir enseguida de sus casas. Los hombres, reunidos en corrillo, hablan del tiempo a la altura del rincón en donde vive mi amigo el Tío Gregorio.
- Esto debe haber sido estupendo para el campo –les he dicho.
- Pues hombre, no le habrá venido mal; pero hace un mes hubiera sido su momento. De todas maneras ha caído poco.
El pueblo quedó lavado por el turbión. Por las afueras, las tierras de los caminos se han convertido en un fangal intransitable. Una perrucha enorme, atada con cadena, guarda la puerta de entrada a la granja debajo de una escalera. Los cebadales más cercanos al pueblo lucen un lustre estupendo después de la lluvia. Allá lejos, se dejan ver con toda claridad a la caída de la tarde los cerros de Zorita, de Almonacid, y una buena parte de la Alcarria Baja.
(N.A. Mayo, 1983)
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