Antes de llegar a él, el camino es una larga pista encajada entre el bosque bajo, por donde masas de encinas y de matorral nos acompañan durante un buen trecho cubriendo carrera hasta casi sus mismas puertas. Se suceden después en la llanura campos de labrantío, tierras alzadas y rastrojeras grises esperando -penoso esperar- el beso amable y vitalizador de las lluvias de otoño. Más tarde, los chopos de la carretera juntan sus copas en el contraluz a manera de arco, y enseguida, un sauce llorón en los primeros huertos nos abre de hecho las puertas del pueblo.
La antigua plaza, que no todos los que allí viven conocen como tal, sólo conserva de lo que fue la estampa majestuosa de la picota: un bello monumento que se alza sobre escalones en exágono, y que encumbra un artístico capitel de piedra oscura por el que se asoman cuatro cabezas de león.
-Pues no crea, que esta picota será de las mejores que hay en la provincia.
-¿Estuvo siempre en este sitio?
-Siempre. Es que esto era antes la plaza. Lo que pasa es que desde que se echó por aquí la carretera, no parece plaza ni nada. Hace poco le arreó bien un camión; le arrancó de cuajo todo este esquinazo.
-¿Y se vino al suelo?
-Qué va; nada. La picota se quedó de pie. Ahora, después de retocarla está mucho mejor. Por dentro de la peana es tierra y cosa así como cascotes. ¿No se ha dado cuenta de que los cuatro leones son de una sola pieza?
-Pues no. Si usted no lo dice, ni darme cuenta.
-A ver quién es el que hace eso ahora. Y, además, en aquellos tiempos, todo a base de puños. Ese es un buen trabajo; ahí no cabe la trampa.
Los hombres acostumbran utilizar como asiento cuando llega el caso los escalones de la picota. Los jubilados del Pozo se acomodan en cualquier dirección, según la hora. Martín Gómez y Andrés Doncel siguieron en el mismo sitio en que los encontré hasta más tarde. Luego el corrillo se hizo nutrido, tenía otra animación al caer el día.
-Y dónde vamos a estar mejor -me dicen-. Aquí se ve lo que pasa y no nos metemos con nadie. Cuando nos juntamos muchos, a lo mejor hablamos demás, pero sin mala intención. Se nos olvida antes de cruzar la esquina. El Pozo de Guadalajara cuenta con todas las ventajas que le confiere su situación próxima a los grande núcleos urbanos, sin que, al parecer, le hayan afectado en exceso los inconvenientes que la circunstancia acarrea. Las gentes del pueblo supieron resistirse a la tentación de abandonar su pueblo en masa, buscando, como hicieron otros, el cobijo complicado de la industria, la sed contagiosa de las candilejas, de los escaparates, de la vida oficial y confiada de las ciudades durante los años en que fue moda. Las gentes del Pozo han hecho de su pueblo ese País de las Maravillas, desconocido y remoto, con el que tantos soñaron y a tantos defraudó al fin.
Ah, de eso que dice puede estar seguro. Aquí hay ahora más personas que había hace veinte años, por ejemplo.
-¿Y cómo es eso? ¿Que viven en el pueblo y se marchan a trabajar fuera?
-No; nada de eso. Aquí no hay quien se vaya a trabajar fuera. Usted no sabe el movimiento que hay en el pueblo entre el campo y los camiones. Cualquiera sabe lo que habrá aquí metido. En este pueblo todo el mundo tiene quehacer, y si no lo tiene, se lo busca. Dinero hay poco, esa es la verdad; pero la gente se mete en la maquinaria y en los vehículos sin miedo.
-¿Ah, sí?
-Mire si le digo: en proporción al número de habitantes, sin exagerarle nada, es éste el pueblo que más maquinaria y camiones tiene de toda España. Si hay cien vecinos, vamos a suponer, de ochenta tractores y cuarenta camiones no baja. Yo le digo que si fuéramos a contar los coches y las motos, salen en El Pozo más vehículos que personas. Sin ir más lejos, entre dos primos míos tienen quince camiones. Luego cuente usted la maquinaria.
Cayetano me dejó un instante para atender a un 1500 con matrícula de Sevilla, que después de repostar se fue por la carretera de Los Santos. Cayetano Baldominos es empleado de la estación de servicio que hay en el cruce de caminos; un establecimiento magnífico de carburantes donde el trabajo, por lo poco que vi, no falta.
-Hombre, sobre todo los fines de semana no le dejan a uno ni respirar. Los demás días la cosa afloja bastante.
-¿A qué distancia estamos de la provincia de Madrid?
-A dos kilómetros. Se puede ir por dos sitios: por Santorcaz, que coge a seis kilómetros de aquí, y por Los Santos de la Humosa, que está a ocho.
De unos años a hoy El Pozo se ha convertido en un pueblo nuevo, de calles espaciosas y limpias que en nada o casi nada se atiene a los moldes convencionales de urbanización que conocemos. Por las calles de El Pozo nunca falta la pincelada optimista de un balcón florido, de una parra frondosa sobre la blanca pared, del sauce o de la enredadera. Como excepción que viniera a confirmar lo dicho, surge de tarde en tarde la casona deshabitada, a la espera de dar sin mayor demora con su viejo corpachón de escombro en tierra a golpes de piqueta. Entre los almendros abandonados del coto escolar, un zagalote se entretiene disparando a los gorriones con un rifle de balines de plomo. En la gasolinera, los automóviles del sábado esperan la atención eficiente e inmediata del amigo Cayetano: «Sobre todo, los fines de semana no le dejan a uno ni respirar».
En un barecillo que hay junto a la picota, los camioneros toman café desde la barra y hablan de la carga, de la descarga y de lo duro que resulta pelear en el oficio. El bar lleva anejo, en una estancia contigua, un amplio salón que muy bien podría servir para baile, para sala de reuniones o para cualquier espectáculo de cara al público. Sirve los cafés y las copas de coñac detrás del mostrador una señora gruesa que se llama Maribel.
-¿Qué va a tomar?
-Una caña de cerveza, por favor.
Como escondida en un recodo próximo a la carretera, surge la reliquia medieval del pórtico de la iglesia. La antiquísima galería debe tener su origen allá por las últimas décadas del siglo XII. De entonces son los arcos sostenidos en gruesas columnas de piedra labrada que dan paso a una portona en herradura conseguida a base de ladrillo visto. En la soledad del atrio uno se para a observar el conjunto resultante de ambos estilos, donde los rasgos más elementales del arte musulmán y el cristiano, se lucen tan guapamente bajo la techumbre umbrosa de las maderas que le sirven de cobertura. En su interior es una iglesia reducida, parca en iluminación, por cuyo ábside se cuela la luz débil del atardecer a través de tres saeteras caladas en el muro.
Nieves debe ser la encargada del orden y de la limpieza del templo; ella al menos me acompañó gentilmente y me fue explicando sobre el terreno que las dos imágenes que ocupan sendas repisas, una a cada lado de la solitaria nave, representan a Santa Brígida y a San Mateo Evangelista, patronos de El Pozo, cuyas fiestas respectivas celebra el pueblo el 1 de febrero y el 21 de septiembre. La verdadera fiesta patronal es la de San Mateo, quedando la de Santa Brígida como una celebración apenas simbólica, en la que tampoco falta el regusto ancestral de las tradiciones.
-Para Santa Brígida se reparte a la gente la caridad. Son unas tortas que se dan a todo el pueblo.
-¿Llevan algo especial?
-No; son unas tortas corrientes; pero como viene de antiguo, a la gente le gusta y lo seguimos haciendo.
El baptisterio es un recinto antiquísimo de piedra descubierta, al que se entra después de atravesar un arco en ojiva. En el baptisterio está la vieja pila de piedra labrada en la que, por su forma y estilo, se nos habla de largas generaciones de hijos del pueblo que en ella debieron recibir las aguas bautismales durante los últimos siglos.
-Toda esta parte estaba antes oculta. La descubrieron hace unos años, cuando restauraron la iglesia.
Acercarse un día cualquiera a palpar la vida íntima de esta localidad próxima, tiene no poco de descubrimiento. El Pozo, amigo lector, no es un pueblo diferente; está sujeto como todos a la diaria prueba del trabajo, llevado sin apelación hasta las últimas consecuencias. En sus calles encontrarás, eso sí, el movimiento excepcional de los pueblos enclavados en el cruce de caminos, el continuo no parar de las gentes que trabajan, el fruto de audacias y de noches en vela, traducido a lo visible en un lugar risueño, optimista y con ganas de vivir.
La antigua plaza, que no todos los que allí viven conocen como tal, sólo conserva de lo que fue la estampa majestuosa de la picota: un bello monumento que se alza sobre escalones en exágono, y que encumbra un artístico capitel de piedra oscura por el que se asoman cuatro cabezas de león.
-Pues no crea, que esta picota será de las mejores que hay en la provincia.
-¿Estuvo siempre en este sitio?
-Siempre. Es que esto era antes la plaza. Lo que pasa es que desde que se echó por aquí la carretera, no parece plaza ni nada. Hace poco le arreó bien un camión; le arrancó de cuajo todo este esquinazo.
-¿Y se vino al suelo?
-Qué va; nada. La picota se quedó de pie. Ahora, después de retocarla está mucho mejor. Por dentro de la peana es tierra y cosa así como cascotes. ¿No se ha dado cuenta de que los cuatro leones son de una sola pieza?
-Pues no. Si usted no lo dice, ni darme cuenta.
-A ver quién es el que hace eso ahora. Y, además, en aquellos tiempos, todo a base de puños. Ese es un buen trabajo; ahí no cabe la trampa.
Los hombres acostumbran utilizar como asiento cuando llega el caso los escalones de la picota. Los jubilados del Pozo se acomodan en cualquier dirección, según la hora. Martín Gómez y Andrés Doncel siguieron en el mismo sitio en que los encontré hasta más tarde. Luego el corrillo se hizo nutrido, tenía otra animación al caer el día.
-Y dónde vamos a estar mejor -me dicen-. Aquí se ve lo que pasa y no nos metemos con nadie. Cuando nos juntamos muchos, a lo mejor hablamos demás, pero sin mala intención. Se nos olvida antes de cruzar la esquina. El Pozo de Guadalajara cuenta con todas las ventajas que le confiere su situación próxima a los grande núcleos urbanos, sin que, al parecer, le hayan afectado en exceso los inconvenientes que la circunstancia acarrea. Las gentes del pueblo supieron resistirse a la tentación de abandonar su pueblo en masa, buscando, como hicieron otros, el cobijo complicado de la industria, la sed contagiosa de las candilejas, de los escaparates, de la vida oficial y confiada de las ciudades durante los años en que fue moda. Las gentes del Pozo han hecho de su pueblo ese País de las Maravillas, desconocido y remoto, con el que tantos soñaron y a tantos defraudó al fin.
Ah, de eso que dice puede estar seguro. Aquí hay ahora más personas que había hace veinte años, por ejemplo.
-¿Y cómo es eso? ¿Que viven en el pueblo y se marchan a trabajar fuera?
-No; nada de eso. Aquí no hay quien se vaya a trabajar fuera. Usted no sabe el movimiento que hay en el pueblo entre el campo y los camiones. Cualquiera sabe lo que habrá aquí metido. En este pueblo todo el mundo tiene quehacer, y si no lo tiene, se lo busca. Dinero hay poco, esa es la verdad; pero la gente se mete en la maquinaria y en los vehículos sin miedo.
-¿Ah, sí?
-Mire si le digo: en proporción al número de habitantes, sin exagerarle nada, es éste el pueblo que más maquinaria y camiones tiene de toda España. Si hay cien vecinos, vamos a suponer, de ochenta tractores y cuarenta camiones no baja. Yo le digo que si fuéramos a contar los coches y las motos, salen en El Pozo más vehículos que personas. Sin ir más lejos, entre dos primos míos tienen quince camiones. Luego cuente usted la maquinaria.
Cayetano me dejó un instante para atender a un 1500 con matrícula de Sevilla, que después de repostar se fue por la carretera de Los Santos. Cayetano Baldominos es empleado de la estación de servicio que hay en el cruce de caminos; un establecimiento magnífico de carburantes donde el trabajo, por lo poco que vi, no falta.
-Hombre, sobre todo los fines de semana no le dejan a uno ni respirar. Los demás días la cosa afloja bastante.
-¿A qué distancia estamos de la provincia de Madrid?
-A dos kilómetros. Se puede ir por dos sitios: por Santorcaz, que coge a seis kilómetros de aquí, y por Los Santos de la Humosa, que está a ocho.
De unos años a hoy El Pozo se ha convertido en un pueblo nuevo, de calles espaciosas y limpias que en nada o casi nada se atiene a los moldes convencionales de urbanización que conocemos. Por las calles de El Pozo nunca falta la pincelada optimista de un balcón florido, de una parra frondosa sobre la blanca pared, del sauce o de la enredadera. Como excepción que viniera a confirmar lo dicho, surge de tarde en tarde la casona deshabitada, a la espera de dar sin mayor demora con su viejo corpachón de escombro en tierra a golpes de piqueta. Entre los almendros abandonados del coto escolar, un zagalote se entretiene disparando a los gorriones con un rifle de balines de plomo. En la gasolinera, los automóviles del sábado esperan la atención eficiente e inmediata del amigo Cayetano: «Sobre todo, los fines de semana no le dejan a uno ni respirar».
En un barecillo que hay junto a la picota, los camioneros toman café desde la barra y hablan de la carga, de la descarga y de lo duro que resulta pelear en el oficio. El bar lleva anejo, en una estancia contigua, un amplio salón que muy bien podría servir para baile, para sala de reuniones o para cualquier espectáculo de cara al público. Sirve los cafés y las copas de coñac detrás del mostrador una señora gruesa que se llama Maribel.
-¿Qué va a tomar?
-Una caña de cerveza, por favor.
Como escondida en un recodo próximo a la carretera, surge la reliquia medieval del pórtico de la iglesia. La antiquísima galería debe tener su origen allá por las últimas décadas del siglo XII. De entonces son los arcos sostenidos en gruesas columnas de piedra labrada que dan paso a una portona en herradura conseguida a base de ladrillo visto. En la soledad del atrio uno se para a observar el conjunto resultante de ambos estilos, donde los rasgos más elementales del arte musulmán y el cristiano, se lucen tan guapamente bajo la techumbre umbrosa de las maderas que le sirven de cobertura. En su interior es una iglesia reducida, parca en iluminación, por cuyo ábside se cuela la luz débil del atardecer a través de tres saeteras caladas en el muro.
Nieves debe ser la encargada del orden y de la limpieza del templo; ella al menos me acompañó gentilmente y me fue explicando sobre el terreno que las dos imágenes que ocupan sendas repisas, una a cada lado de la solitaria nave, representan a Santa Brígida y a San Mateo Evangelista, patronos de El Pozo, cuyas fiestas respectivas celebra el pueblo el 1 de febrero y el 21 de septiembre. La verdadera fiesta patronal es la de San Mateo, quedando la de Santa Brígida como una celebración apenas simbólica, en la que tampoco falta el regusto ancestral de las tradiciones.
-Para Santa Brígida se reparte a la gente la caridad. Son unas tortas que se dan a todo el pueblo.
-¿Llevan algo especial?
-No; son unas tortas corrientes; pero como viene de antiguo, a la gente le gusta y lo seguimos haciendo.
El baptisterio es un recinto antiquísimo de piedra descubierta, al que se entra después de atravesar un arco en ojiva. En el baptisterio está la vieja pila de piedra labrada en la que, por su forma y estilo, se nos habla de largas generaciones de hijos del pueblo que en ella debieron recibir las aguas bautismales durante los últimos siglos.
-Toda esta parte estaba antes oculta. La descubrieron hace unos años, cuando restauraron la iglesia.
Acercarse un día cualquiera a palpar la vida íntima de esta localidad próxima, tiene no poco de descubrimiento. El Pozo, amigo lector, no es un pueblo diferente; está sujeto como todos a la diaria prueba del trabajo, llevado sin apelación hasta las últimas consecuencias. En sus calles encontrarás, eso sí, el movimiento excepcional de los pueblos enclavados en el cruce de caminos, el continuo no parar de las gentes que trabajan, el fruto de audacias y de noches en vela, traducido a lo visible en un lugar risueño, optimista y con ganas de vivir.
(N.A. Noviembre, 1981)
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