No es por casualidad, sino por conveniencia personal del que viaja, el que uno dedique los días en peores condiciones climatológicas para salir lo más cerca posible del sitio en donde vive.
Es la de hoy una de esas mañanas invernales en las que no apetece viajar. Llueve mansamente sobre la capital y el aspecto del cielo que nos cubre es 1óbrego y tristón. No hace, en cambio, demasiado frío. A las afueras de Torija, la carretera de Humanes se bifurca en otro ramal más estrecho aún, que corta por mitad de tierras oscuras salpicadas de carrascas, y sinuosidades de tomillar y de olivos, siempre de cara al cerro medieval de la villa de Hita.
Pasada una de aquellas curvas del camino, Rebollosa alza la rústica estampa de su iglesia porticada por encima de las casas. Casas de un ocre opaco, monótono, que no contrastan con el serio color de la tierra. Casas de adobe entramado o de mampostería centenaria que tejen, en aquel mágico promontorio de la Alcarria Alta, una ínfima ciudadela moribunda, habitáculo -quién sabe- de brujas y de aparecidos en la mustia mañana de finales de diciembre. El agua cae mansa y sin cesar sobre los olivares de la vertiente, sobre las hazas del barranco, sobre el ramaje oscuro de los olmos del vallejo. Perdidos en sitios concretos de aquel inanimado panorama, del que los ojos y el espíritu gozan sobremanera a la vista de tanto silencio, las casucas medio apiñadas de Torre del Burgo, de Cañizares, de Hita la Grande, de Ciruelas y de Alarilla, señalando con el dedo levantado de sus campanarios el lugar en el que viven los hombres.
Acabo de entrar en Rebollosa. Estoy delante de una fuente inmensa, con largo pilón de piedra caliza y un hilo débil que cuelga y se recoge en un cuenco de cemento añadido después. Tiene la fuente una especie de tambor frontal con la fecha inscrita del año de su construcción: 1884, un siglo justamente. Se remata en alto con una especie de aro o de sol hecho de forja, curioso y artístico.
En el centro de una plazuela contigua hay una acacia con el tronco abierto en mitad. Al principio me pareció un olmo. Pueblo arriba se ven interesantes casonas deshabitadas, de ladrillo viejo y só1ido herraje por el que se asoman mudos hasta nosotros los tiempos pasados. “Hogar del pensionista”, dice el cartel que hay colocado por encima de la puerta de un bar con muy buen aspecto. Dentro no se ve más que un hombre encendiendo la estufa de leña con aceite de anchoas. Luego sale por el mostrador otro más joven que me sirve una copa de anís. El hombre que enciende la estufa de leña se llama Francisco, y el que me pone la copa en el mostrador Pedro Reyes. Creo que, en pueblo pequeño como éste, quizás sea el bar mis elegante y cuidado que conozco.
-Para San José hará los tres años que lleva funcionando. Las reformas se hicieron el año pasado. Ha dado mucha vida al pueblo; ya lo creo.
-Pero lo llevan ustedes, supongo.
-Sí. Empezamos con una arroba de vino que nos regalaron los de Mondéjar -a duro el chato-, duro el chato-, luego compramos otra y hasta aquí.
-Deben ser muy poca gente en el pueblo, ¿no?
- Cuarenta y nueve o cincuenta, puede que seamos.
- La fuente que tienen es buena.
- Ahora ha hecho los cien años. La pintó en un cuadro uno de aquí, y mucho ojito cómo le quedó. Seguro que no lo da ni por diez mil duros.
Ahora entra un abuelo fumando un puro. Viene apoyándose en un bastón y se cubre con gorra de visera de las de paño. Al poco de hablar con é1 descubro que es un señor muy simpático y enseguida nos hacemos amigos.
- Pues sí señor, me llamo Tomás Criado. Leo la Nueva Alcarria entera todas las semanas, sin gafas, y alguna revista de las que me traen también.
- ¿Cuántos años tiene?
- Mi carné de identidad dice que el 25 de marzo haré los ochenta y nueve.
- Vamos, que aún está usted para tirar otros tantos.
- Qué se yo. Me caí en Galicia y, ¡mecagüendiez!, con esta pierna ya no me arreglo.
- ¿Y qué pintaba usted por allí?
- Es que tengo un hijo por allí que ya se ha jubilado en la guardia civil, y voy de tarde en tarde. Me gusta a mí aquello, ya ve. Lo peor es que siempre está lloviendo. Hay muy buena gente. Las gallegas trabajan como demonios.
- Eso creo.
- Los gallegos, ya no tanto.
- ¿Qué hay de nuevo por Rebollosa?
- Nada. Aquí somos todos viejos. Como no sea lo del tejado de la iglesia...
- ¿Pues qué le pasa?
- Que lo estuvieron arreglando entre cuatro señores curas. Llovía dentro igual que en la calle, y no queda ni una gotera.
- ¿Ah sí?
- Hombre, claro. Esta primavera dicen que van a volver a arreglarla por dentro. Son el de Trijueque, el de Alcolea, otro de Brihuega, y el de Romanones.
Luego me dice el abuelo Tomás, con un poco de misterio, que salga a la puerta para contarme una cosa importante. Cuando llego hasta él se pone a señalar con el palo de la garrota hacia una casa reconstruida que haya nuestra mano izquierda.
- ¿Sabe de quién es?
- No tengo ni idea. No ve que es la primera vez que vengo a Rebollosa.
- Es de Criado de Val. Ese que sale algunas veces en la televisi6n. Un personaje importante, ¿sabe?
- Sí, sí, claro que lo es. Yo no sabía yo que tuviese casa aquí.
- Es que su padre era de este pueblo. Primo mío. ¿No lo conoce usted? Se llama don Manuel Criado de Val.
- Claro que lo conozco. El verano pasado estuve con é1 una tarde. Es un señor extraordinario. ¿Viene con frecuencia?
- No. La hermana sí que viene algunas veces.
Ahora, el abuelo Tomás me habla al oído.
- A ese le ha pasado lo que a todos los que estudian más de la cuenta; que todos acaban lo mismo. Menudos pelos lleva.
Sebe, el nieto quinceañero del abuelo Tomás, y Jesús Romero, el señor que tiene en su casa la llave, me acompañan hasta los altos del pueblo para ver la iglesia. Desde el pórtico se contempla, en ligera tona1idad plomiza, el vallejo del Olmar con su alameda, y los cerros de los Yesares y de las Alberizas, éste último repoblado de pinos recientemente. En lo que fue el atrio hay unas piedras labradas de molino aceitero. Jesús me cuenta que en tiempos existió barbacana todo alrededor. El pórtico se sostiene sobre dos columnas dóricas y queda aislado del exterior por una fuerte verja de hierro forjado.
La iglesia parroquial de Rebollosa es por dentro de una sola nave, pequeña, y con capilla lateral corrida. Se ve que es una iglesia pobre y maltratada por el paso del tiempo. Se cubre con sencillo artesonado de maderas oscuras y tiene todo el presbiterio dado de yeso, con tremendas grietas de arriba a abajo que pudieran ser muy bien un aviso serio de que aquello, de seguir así, nada tendría de extraño que se viniese abajo cualquier noche de invierno.
- Dijeron los señores curas que hicieron lo del tejado, que quieren arreglarlo cuando llegue el buen tiempo, y pintarlo todo.
En la capilla lateral dedicada al Cristo hay una imagen moderna y sin valor alguno de Jesús en la Cruz, cuya fiesta mayor -cosa extraña- celebran en su día, es decir, el catorce de septiembre de cada año.
En la pared se ven clavados algunos lienzos perdidos, sin marco y apenas irreconocibles. En el que tenemos delante quiero adivinar la escena de la Piedad, con San Juan Bautista y San Pedro Apóstol, uno a cada lado del cuerpo muerto de Cristo tendido sobre el regazo de su Madre. Escrito en la carteleta que se ve simulada en la misma pintura, el anónimo autor de la obra escribió: “Doña María de la Cerda mandó hacer esta imagen. Año 1640”. Otro lienzo en parecidas condiciones que el anterior, más hacia la escalera del campanario,
representa la Asunción de la Virgen, y lleva al pie, como firma suponemos, el nombre escrito de Antonio Castrejón.
Nos vamos de allí. La iglesia queda sola, oscura y silenciosa, con sus grietas, sus bancos uno detrás de otro, sus almohadillas de cojín donde las buenas gentes de Rebollosa de Hita se sientan y se ponen de rodillas en las horas y días de celebración.
Vemos después, sólo de paso, la tercera plaza de las que hay en el pueblo. Está dedicada al General Mola, y tiene en el cetro un pequeño espacio cercado con bordillo para jardín. Luego bajamos por la calle en cuesta del Maestro Julián Felipe, derechos al bar.
Son ahora seis, ocho, los hombres que hay allí dispuestos a jugar la partida de mus, sentados lo mis cerca posible de la panzota colorada de la estufa de leña que el señor Francisco encendió con aceite de anchoas. En una mesa que hay al lado de la ventana, el abuelo Tomás está leyendo sin gafas el papel muy atentamente. Afuera, bajo el desnudo ramaje de la acacia, el panadero de Torija hace sonar el claxon de la furgoneta y enseguida acuden las señoras con sus bolsas por las tres esquinas. Continúa lloviendo mansamente, tontamente, sobre las tierras empapadas de la Alcarria Alta.
Es la de hoy una de esas mañanas invernales en las que no apetece viajar. Llueve mansamente sobre la capital y el aspecto del cielo que nos cubre es 1óbrego y tristón. No hace, en cambio, demasiado frío. A las afueras de Torija, la carretera de Humanes se bifurca en otro ramal más estrecho aún, que corta por mitad de tierras oscuras salpicadas de carrascas, y sinuosidades de tomillar y de olivos, siempre de cara al cerro medieval de la villa de Hita.
Pasada una de aquellas curvas del camino, Rebollosa alza la rústica estampa de su iglesia porticada por encima de las casas. Casas de un ocre opaco, monótono, que no contrastan con el serio color de la tierra. Casas de adobe entramado o de mampostería centenaria que tejen, en aquel mágico promontorio de la Alcarria Alta, una ínfima ciudadela moribunda, habitáculo -quién sabe- de brujas y de aparecidos en la mustia mañana de finales de diciembre. El agua cae mansa y sin cesar sobre los olivares de la vertiente, sobre las hazas del barranco, sobre el ramaje oscuro de los olmos del vallejo. Perdidos en sitios concretos de aquel inanimado panorama, del que los ojos y el espíritu gozan sobremanera a la vista de tanto silencio, las casucas medio apiñadas de Torre del Burgo, de Cañizares, de Hita la Grande, de Ciruelas y de Alarilla, señalando con el dedo levantado de sus campanarios el lugar en el que viven los hombres.
Acabo de entrar en Rebollosa. Estoy delante de una fuente inmensa, con largo pilón de piedra caliza y un hilo débil que cuelga y se recoge en un cuenco de cemento añadido después. Tiene la fuente una especie de tambor frontal con la fecha inscrita del año de su construcción: 1884, un siglo justamente. Se remata en alto con una especie de aro o de sol hecho de forja, curioso y artístico.
En el centro de una plazuela contigua hay una acacia con el tronco abierto en mitad. Al principio me pareció un olmo. Pueblo arriba se ven interesantes casonas deshabitadas, de ladrillo viejo y só1ido herraje por el que se asoman mudos hasta nosotros los tiempos pasados. “Hogar del pensionista”, dice el cartel que hay colocado por encima de la puerta de un bar con muy buen aspecto. Dentro no se ve más que un hombre encendiendo la estufa de leña con aceite de anchoas. Luego sale por el mostrador otro más joven que me sirve una copa de anís. El hombre que enciende la estufa de leña se llama Francisco, y el que me pone la copa en el mostrador Pedro Reyes. Creo que, en pueblo pequeño como éste, quizás sea el bar mis elegante y cuidado que conozco.
-Para San José hará los tres años que lleva funcionando. Las reformas se hicieron el año pasado. Ha dado mucha vida al pueblo; ya lo creo.
-Pero lo llevan ustedes, supongo.
-Sí. Empezamos con una arroba de vino que nos regalaron los de Mondéjar -a duro el chato-, duro el chato-, luego compramos otra y hasta aquí.
-Deben ser muy poca gente en el pueblo, ¿no?
- Cuarenta y nueve o cincuenta, puede que seamos.
- La fuente que tienen es buena.
- Ahora ha hecho los cien años. La pintó en un cuadro uno de aquí, y mucho ojito cómo le quedó. Seguro que no lo da ni por diez mil duros.
Ahora entra un abuelo fumando un puro. Viene apoyándose en un bastón y se cubre con gorra de visera de las de paño. Al poco de hablar con é1 descubro que es un señor muy simpático y enseguida nos hacemos amigos.
- Pues sí señor, me llamo Tomás Criado. Leo la Nueva Alcarria entera todas las semanas, sin gafas, y alguna revista de las que me traen también.
- ¿Cuántos años tiene?
- Mi carné de identidad dice que el 25 de marzo haré los ochenta y nueve.
- Vamos, que aún está usted para tirar otros tantos.
- Qué se yo. Me caí en Galicia y, ¡mecagüendiez!, con esta pierna ya no me arreglo.
- ¿Y qué pintaba usted por allí?
- Es que tengo un hijo por allí que ya se ha jubilado en la guardia civil, y voy de tarde en tarde. Me gusta a mí aquello, ya ve. Lo peor es que siempre está lloviendo. Hay muy buena gente. Las gallegas trabajan como demonios.
- Eso creo.
- Los gallegos, ya no tanto.
- ¿Qué hay de nuevo por Rebollosa?
- Nada. Aquí somos todos viejos. Como no sea lo del tejado de la iglesia...
- ¿Pues qué le pasa?
- Que lo estuvieron arreglando entre cuatro señores curas. Llovía dentro igual que en la calle, y no queda ni una gotera.
- ¿Ah sí?
- Hombre, claro. Esta primavera dicen que van a volver a arreglarla por dentro. Son el de Trijueque, el de Alcolea, otro de Brihuega, y el de Romanones.
Luego me dice el abuelo Tomás, con un poco de misterio, que salga a la puerta para contarme una cosa importante. Cuando llego hasta él se pone a señalar con el palo de la garrota hacia una casa reconstruida que haya nuestra mano izquierda.
- ¿Sabe de quién es?
- No tengo ni idea. No ve que es la primera vez que vengo a Rebollosa.
- Es de Criado de Val. Ese que sale algunas veces en la televisi6n. Un personaje importante, ¿sabe?
- Sí, sí, claro que lo es. Yo no sabía yo que tuviese casa aquí.
- Es que su padre era de este pueblo. Primo mío. ¿No lo conoce usted? Se llama don Manuel Criado de Val.
- Claro que lo conozco. El verano pasado estuve con é1 una tarde. Es un señor extraordinario. ¿Viene con frecuencia?
- No. La hermana sí que viene algunas veces.
Ahora, el abuelo Tomás me habla al oído.
- A ese le ha pasado lo que a todos los que estudian más de la cuenta; que todos acaban lo mismo. Menudos pelos lleva.
Sebe, el nieto quinceañero del abuelo Tomás, y Jesús Romero, el señor que tiene en su casa la llave, me acompañan hasta los altos del pueblo para ver la iglesia. Desde el pórtico se contempla, en ligera tona1idad plomiza, el vallejo del Olmar con su alameda, y los cerros de los Yesares y de las Alberizas, éste último repoblado de pinos recientemente. En lo que fue el atrio hay unas piedras labradas de molino aceitero. Jesús me cuenta que en tiempos existió barbacana todo alrededor. El pórtico se sostiene sobre dos columnas dóricas y queda aislado del exterior por una fuerte verja de hierro forjado.
La iglesia parroquial de Rebollosa es por dentro de una sola nave, pequeña, y con capilla lateral corrida. Se ve que es una iglesia pobre y maltratada por el paso del tiempo. Se cubre con sencillo artesonado de maderas oscuras y tiene todo el presbiterio dado de yeso, con tremendas grietas de arriba a abajo que pudieran ser muy bien un aviso serio de que aquello, de seguir así, nada tendría de extraño que se viniese abajo cualquier noche de invierno.
- Dijeron los señores curas que hicieron lo del tejado, que quieren arreglarlo cuando llegue el buen tiempo, y pintarlo todo.
En la capilla lateral dedicada al Cristo hay una imagen moderna y sin valor alguno de Jesús en la Cruz, cuya fiesta mayor -cosa extraña- celebran en su día, es decir, el catorce de septiembre de cada año.
En la pared se ven clavados algunos lienzos perdidos, sin marco y apenas irreconocibles. En el que tenemos delante quiero adivinar la escena de la Piedad, con San Juan Bautista y San Pedro Apóstol, uno a cada lado del cuerpo muerto de Cristo tendido sobre el regazo de su Madre. Escrito en la carteleta que se ve simulada en la misma pintura, el anónimo autor de la obra escribió: “Doña María de la Cerda mandó hacer esta imagen. Año 1640”. Otro lienzo en parecidas condiciones que el anterior, más hacia la escalera del campanario,
representa la Asunción de la Virgen, y lleva al pie, como firma suponemos, el nombre escrito de Antonio Castrejón.
Nos vamos de allí. La iglesia queda sola, oscura y silenciosa, con sus grietas, sus bancos uno detrás de otro, sus almohadillas de cojín donde las buenas gentes de Rebollosa de Hita se sientan y se ponen de rodillas en las horas y días de celebración.
Vemos después, sólo de paso, la tercera plaza de las que hay en el pueblo. Está dedicada al General Mola, y tiene en el cetro un pequeño espacio cercado con bordillo para jardín. Luego bajamos por la calle en cuesta del Maestro Julián Felipe, derechos al bar.
Son ahora seis, ocho, los hombres que hay allí dispuestos a jugar la partida de mus, sentados lo mis cerca posible de la panzota colorada de la estufa de leña que el señor Francisco encendió con aceite de anchoas. En una mesa que hay al lado de la ventana, el abuelo Tomás está leyendo sin gafas el papel muy atentamente. Afuera, bajo el desnudo ramaje de la acacia, el panadero de Torija hace sonar el claxon de la furgoneta y enseguida acuden las señoras con sus bolsas por las tres esquinas. Continúa lloviendo mansamente, tontamente, sobre las tierras empapadas de la Alcarria Alta.
(N.A. Enero, 1985)
1 comentario:
En relación a la calle Maestro Julián Felipe, el semanario FLORES Y ABEJAS del 9 de abril de 1930 publicó lo siguiente: "A continuación, y por iniciativa del maestro de la localidad, don Justo Morterero, se tributó un sentido homenaje al maestro jubilado don Julián Felipe, el cual, por espacio de medio siglo, desempeñó el noble apostolado del magisterio en el pueblo de Rebollosa. El acto consistió en dar nombre a una de las calles, perpetuando así la memoria de su buen maestro y a la vez descubrir una placa en la Escuela donde tanto tiempo prestó sus servicios."
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