Andar por los caminos que desde Guadalajara conducen hasta las faldas del Ocejón, es en cualquier momento un viaje apasionante. Los ternascos verdecidos del trigal en la Campiña alientan al viajero madrugador para que siga adelante con optimismo. Los enebros y las sabinas que hay en las afueras de Tamajón nos guían hacia nuestro punto de destino: Palancares. El pueblo se deja ver allá en la distancia como un leve manchón blanco en medio del matorral, al otro lado de la soberbia hondonada que, librando curvas y revueltas, debe atravesar la carretera. El Pico Ocejón, galán a estas alturas de la serranía, lo tenemos aquí. La niebla cerrada de la mañana nos impide contemplar la cima.
Cuando ya se está cerca de él, Palancares parece otra cosa. Da la impresión de encontrarse encumbrado sobre el barranco, cuando, en realidad, desde las últimas casas, todavía queda mucha cuesta por subir. La carretera que sigue hasta Valverde pasa entre la iglesia parroquial y la fuente pública, dejando una a cada lado. Por debajo de la espadaña de la iglesia se entra a lo que uno adivina que puede ser la Plaza Mayor. No se ve a nadie.
Para el pueblo, fue testimonio de madera centenaria el tronco muerto del olmo concejil que se guardó como recuerdo en mitad de la plaza; enseña de lo que fue y ya no es: el olmo, el pueblo, la sierra en su conjunto. Nunca fue un pueblo grande este de Palancares. Las posibilidades de supervivencia han sido siempre escasas; pero llegó a contar con más de doscientas almas y una escuela de niños. El ganado, y el escaso, aunque exquisito, producto de los huertos, fue la base principal de sostenimiento durante mucho tiempo, ayudado quizá por lo que le dieran los bosques.
El pueblo vino a quedar al fin con sólo dos casas abiertas. La emigración se llevó por delante fiestas costumbres que fueron parte esencial de nuestro patrimonio. De las partidas de bolos, jugadas y por jugar, y de las botargas de Santa Águeda, se debió de hablar mucho y bien a lo largo del año a falta de otros motivos cuando en el pueblo no existía nada mejor con qué distraerse. Es muy probable -por lo menos así lo explicaba en el pueblo la gente mayor- que sus botargas vistiesen y se desenvolviesen en su día de manera diversa, pero muy parecida a como lo siguen haciendo aún sus vecinos de Almiruete, en una fiesta anual rediviva, colorista y desenfadada, que causa sensación a propios y a extraños.
Temperaturas bajas, cielo apacible, y con todo el sol de la sierra para él debido a su situación privilegiada, Palancares reposa a mitad de vertiente en un paraje agrio y remoto, a más de mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar, solitario casi durante más de ocho meses cada año; pero limpio como un pequeño paraíso, anhelado para vivir cuando el verano comienza a manifestarse.
Cuando ya se está cerca de él, Palancares parece otra cosa. Da la impresión de encontrarse encumbrado sobre el barranco, cuando, en realidad, desde las últimas casas, todavía queda mucha cuesta por subir. La carretera que sigue hasta Valverde pasa entre la iglesia parroquial y la fuente pública, dejando una a cada lado. Por debajo de la espadaña de la iglesia se entra a lo que uno adivina que puede ser la Plaza Mayor. No se ve a nadie.
Para el pueblo, fue testimonio de madera centenaria el tronco muerto del olmo concejil que se guardó como recuerdo en mitad de la plaza; enseña de lo que fue y ya no es: el olmo, el pueblo, la sierra en su conjunto. Nunca fue un pueblo grande este de Palancares. Las posibilidades de supervivencia han sido siempre escasas; pero llegó a contar con más de doscientas almas y una escuela de niños. El ganado, y el escaso, aunque exquisito, producto de los huertos, fue la base principal de sostenimiento durante mucho tiempo, ayudado quizá por lo que le dieran los bosques.
El pueblo vino a quedar al fin con sólo dos casas abiertas. La emigración se llevó por delante fiestas costumbres que fueron parte esencial de nuestro patrimonio. De las partidas de bolos, jugadas y por jugar, y de las botargas de Santa Águeda, se debió de hablar mucho y bien a lo largo del año a falta de otros motivos cuando en el pueblo no existía nada mejor con qué distraerse. Es muy probable -por lo menos así lo explicaba en el pueblo la gente mayor- que sus botargas vistiesen y se desenvolviesen en su día de manera diversa, pero muy parecida a como lo siguen haciendo aún sus vecinos de Almiruete, en una fiesta anual rediviva, colorista y desenfadada, que causa sensación a propios y a extraños.
Temperaturas bajas, cielo apacible, y con todo el sol de la sierra para él debido a su situación privilegiada, Palancares reposa a mitad de vertiente en un paraje agrio y remoto, a más de mil doscientos metros de altura sobre el nivel del mar, solitario casi durante más de ocho meses cada año; pero limpio como un pequeño paraíso, anhelado para vivir cuando el verano comienza a manifestarse.
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