Acabo de llegar al pueblo con el sol de frente. Alguien me aconsejó alguna vez que el viaje a Pelegrina lo hiciera -ahora comprendo el porqué- al caer la tarde, y así lo hice. Con la luz en los ojos, reflejada por las mieses de la vega, he subido hasta la pequeña plaza de Pelegrina. Vengo hasta aquí con la impresión de haber descubierto -¡Y por qué no lo haría antes!- el más espectacular paraíso de las tierras de Guadalajara, después de tantos años de andadura.
- Por favor, ¿Qué camino debo tomar para subir hasta el castillo?
- Mire, suba toda esta callejuela adelante y enseguida encontrará paso.
El que me indicó el hombre es un callejón estrecho, alfombrado de piedras que el tiempo desgastó de tanto pisar. La fronda de un olmo viejísimo y el porche cubierto de la iglesia me han salido al paso antes de iniciar el tramo más pino del ascenso al castillo.
La elemental portada románica de la iglesia retiene durante unos pocos minutos mis deseos de contemplar desde arriba los valles y gargantas por donde baja el río. La severa portada tiene en el tímpano un escudo episcopal añadido, que corresponde al parecer al mitrado don Fadrique de Portugal, obispo que fue de Sigüenza durante las primeras décadas del siglo XVI, a cuya época pertenece la piedra heráldica que sella la portada de la iglesia. En el portalejo zumban los moscardones y vuelan los abejorros de mata en mata. El camino por el que voy es un sendero entre casas deshabitadas que sube zigzagueando hasta los primeros muros de la fortaleza. Las piedras de los torreones refulgen al contraluz con el so de frente. El paso se hace por una especie de selva incontrolada de hierbas que nacen entre los escombros, de amapolas y tamarillas silvestres, de malvas y margaritas, de ortigas y jaramagos, de mostaza, de zarzas y de cardenchales. Un arco ruinoso que milagrosamente se conserva, y por fin el recinto roqueño del castillo. En las peñas de la ladera zuran las palomas; palomas blancas que van de la espadaña al torreón y picotean en la escarpa por las proximidades del palomar.
Bien acomodado a la sombra del muro, con el airecillo de la tarde refrescando el sudor de su cuerpo, uno no siente el menor interés por marcharse de allí. Sea cual sea la dirección en que se mire, el espectáculo natural es en exceso apetecible, como para no tener a deseo el bajar de nuevo al mundo de los hombres. Quedan abajo inmóviles, recibiendo las primeras sombras del cerro, las casas de Pelegrina; la tupida chopera del barranco por donde suenan las aguas del río dulce; el canto del cuclillo que en estos lugares retrató en su intimidad el malogrado naturalista Rodríguez de la Fuente; los tajos abruptos del despeñadero, que bajan hasta el pueblo cortando salvajemente las vertientes de los valles. Y junto a todo esto, a la margen izquierda de la vega tapada de trigal, el Cerro del Castillo donde el pueblo se recuesta y donde ahora estoy. Cuatro paredones derruidos, que son el recuerdo, muerto ya, de la legendaria residencia de los obispos seguntinos, tantas veces asolada por el furor de las guerras, son la nota romántica más destacada con la que se adorna el paisaje.
Pelegrina, mirado al descubierto desde esta ideal atalaya, es un pueblo chiquito, reliquia de pasadas glorias seguramente, silencioso y recogido en sí como el pequeño cementerio que se extiende en la vega. Las gallinas entonan en las callejuelas su canto de despedida a la tarde.
En la otra vertiente, al fondo el roquedal por donde saltan los cuervos, se ven los tablares pulcramente trabajados de los huertos al lado de la rambla. La distancia hasta el castillo empequeñece al campesino que, aprovechando las últimas horas del día, se afana en regar las eras de las hortalizas.
Al regreso surge el éxtasis ante la contemplación de los gigantescos monolitos de la vertiente, en las faldas que bajan de todas partes, desde las coronas pedregosas de los altos hasta las márgenes del arroyo.
Nos alumbra un sol turbio, calinoso. La bajada hasta el pueblo la hago por una senda que pasa a la misma altura de los tejados. Salvo el señor al que vi sentado a la sombra del olmo de la plaza, no he vuelto a ver de cerca una sola alma más en Pelegrina.
En las fuentes públicas, hoy cerradas con grifos que se abren a voluntad del sediento caminante, hay placas inscritas sobre el frontal en las que se informa que fueron hechas siendo alcalde don Fidel Martínez Olmeda. En la de arriba, uno que ha sudado lo indecible hasta llegar a ella, se sirve un trago largo, revitalizador, de un agua fresquísima.
A cuatro pasos del pequeño ábside semicircular de la iglesia, continúa sentado bajo el olmo el mismo señor que conocí antes.
-¿Le ha gustado el castillo?
-Mucho. El castillo y todo lo que hay alrededor del castillo. Pelegrina, con todo eso que tienen ustedes ahí, es un pueblo afortunado.
-Hombre, qué quiere que le diga. Todo tiene su encanto, según desde el punto de vista que se mire.
-Pero encuentro muy solo al pueblo, ¿verdad usted?
-Muy solo. Veintiséis o veintiocho personas creo que somos en total. A treinta no llegamos. Esto es un nido de paz, de día y de noche.
El hombre me cuenta después que tiene allí un poco de barecillo para refrescar, pero que como no hay gente todo está muerto. Yo le invito en su propia casa a un vasito de vino tinto que el hombre acepta sin reparos. Luego me invita él y hablamos mucho, de todo un poco. Cuando los dos vasos acabados de beber han tomado asiento en el cuerpo de los nuevos amigos, la confianza sube de tono y el diálogo se torna más suave, más florido, hasta más sustancioso, sí señor.
-Pero, a todo esto, usted no me ha dicho cómo se llama.
-Es verdad. Perdone. Un servidor se llama Marcelino López Atance y otras hierbas, y ese que hay mirando en la puerta, que no se atreve a pasar, se llama Agustín Olmeda.
En el salón hay tres mesas, colocadas en el rincón opuesto al mostrador donde mi amigo Marcelino vuelve a llenar los vasos de una botella recién estrenada y echa las cuentas de los clientes. A pesar de su edad Marcelino es un señor fuerte, alto, que viste un niki veraniego de color marrón y lleva en la boca un cigarro encendido que no se quita para hablar. Uno siente cierta admiración por lo hombres que tienen esa habilidad, y que jamás consiguió dominar en su ya lejana época de fumador de segunda.
- Pues dice usted, esto es muy tranquilo. Aquí jamás ha pasado nada. Hasta hace cosa de un par de meses, que vinieron tres autocares de Guadalajara con estudiantes y armaron la gorda en una casa que no vivía nadie. Debieron entrar y destrozaron qué se yo cuanto, y se emborracharon con algunas garrafas de vino que los dueños tenían por allí. Dicen que si serían de esos de los porros. Iban ellos y ellas, que ahora son todos iguales.
Entró también Agustín y se unió al simpático mano a mano que habían organizado el periodista ye l dueño del bar. Agustín habla del campo, de la sequía y de la vega de Pelegrina.
-Pues yo he oído decir que es la más productiva de toda la provincia de Guadalajara. Pero como yo digo: ¿Y para qué?, si este pueblo no tiene nada que hacer. Hubiera sido algo si no se mata el de los animales. ¡Qué sé yo lo que hubiera hecho aquí aquel hombre! Tuvo el accidente y nos quedamos sin nada.
-¿Conocieron ustedes al doctor Rodríguez de la Fuente?
-¡Hombre, claro! Ese señor es el que más ha sabido de Pelegrina y de su término. Antes de que viniera por aquí con los aparatos, ya se conocía todas las cuevas que la gente del pueblo nunca se había atrevido a entrar.
-¿De qué viven?
-Para el caso, de nada. Somos cuatro vecinos y vivimos más bien del ganado. Los huertos y el campo dan poca cosa.
-En verano esto se pondrá de gente que para qué.
-Pues no viene gente de fuera, no. Cuatro de ellos en agosto a pasar quince días, y nada más. Así turistas para ver el paisaje y eso, los que quiera.
-Pues no me lo explico, ya ve usted.
-Eso mismo decimos nosotros, que para elegirlo quien lo eligió cuando lo de las películas, sería por algo. Y aquel habría visto por esos mundos muchos altares. Muy bonito es todo esto, eso es verdad, pero a la gente no le da por venir. No sabemos por qué será.
-Ah, pues no lo sientan demasiado, que si algún día lo descubren, ya se pueden ustedes marchar de aquí. Por lo menos esta paz no la tendrían.
-¡Ah! Eso, pachasco.
Muy de atardecida, no lejos del otero en el que me dejé subido al pueblo, en el llamado “Mirador de Pelegrina”, abajo el espectacular precipicio de sus experiencias, y atrás el monumento de piedra virgen que perpetúa su memoria, un aguilucho de vuelo lánguido rubrica en el cielo el llanto de la barranquera por la falta de Félix, amigo y protector, que una desdichada mañana del mes de marzo se marchó de esta mundo en viaje sin retorno.
- Por favor, ¿Qué camino debo tomar para subir hasta el castillo?
- Mire, suba toda esta callejuela adelante y enseguida encontrará paso.
El que me indicó el hombre es un callejón estrecho, alfombrado de piedras que el tiempo desgastó de tanto pisar. La fronda de un olmo viejísimo y el porche cubierto de la iglesia me han salido al paso antes de iniciar el tramo más pino del ascenso al castillo.
La elemental portada románica de la iglesia retiene durante unos pocos minutos mis deseos de contemplar desde arriba los valles y gargantas por donde baja el río. La severa portada tiene en el tímpano un escudo episcopal añadido, que corresponde al parecer al mitrado don Fadrique de Portugal, obispo que fue de Sigüenza durante las primeras décadas del siglo XVI, a cuya época pertenece la piedra heráldica que sella la portada de la iglesia. En el portalejo zumban los moscardones y vuelan los abejorros de mata en mata. El camino por el que voy es un sendero entre casas deshabitadas que sube zigzagueando hasta los primeros muros de la fortaleza. Las piedras de los torreones refulgen al contraluz con el so de frente. El paso se hace por una especie de selva incontrolada de hierbas que nacen entre los escombros, de amapolas y tamarillas silvestres, de malvas y margaritas, de ortigas y jaramagos, de mostaza, de zarzas y de cardenchales. Un arco ruinoso que milagrosamente se conserva, y por fin el recinto roqueño del castillo. En las peñas de la ladera zuran las palomas; palomas blancas que van de la espadaña al torreón y picotean en la escarpa por las proximidades del palomar.
Bien acomodado a la sombra del muro, con el airecillo de la tarde refrescando el sudor de su cuerpo, uno no siente el menor interés por marcharse de allí. Sea cual sea la dirección en que se mire, el espectáculo natural es en exceso apetecible, como para no tener a deseo el bajar de nuevo al mundo de los hombres. Quedan abajo inmóviles, recibiendo las primeras sombras del cerro, las casas de Pelegrina; la tupida chopera del barranco por donde suenan las aguas del río dulce; el canto del cuclillo que en estos lugares retrató en su intimidad el malogrado naturalista Rodríguez de la Fuente; los tajos abruptos del despeñadero, que bajan hasta el pueblo cortando salvajemente las vertientes de los valles. Y junto a todo esto, a la margen izquierda de la vega tapada de trigal, el Cerro del Castillo donde el pueblo se recuesta y donde ahora estoy. Cuatro paredones derruidos, que son el recuerdo, muerto ya, de la legendaria residencia de los obispos seguntinos, tantas veces asolada por el furor de las guerras, son la nota romántica más destacada con la que se adorna el paisaje.
Pelegrina, mirado al descubierto desde esta ideal atalaya, es un pueblo chiquito, reliquia de pasadas glorias seguramente, silencioso y recogido en sí como el pequeño cementerio que se extiende en la vega. Las gallinas entonan en las callejuelas su canto de despedida a la tarde.
En la otra vertiente, al fondo el roquedal por donde saltan los cuervos, se ven los tablares pulcramente trabajados de los huertos al lado de la rambla. La distancia hasta el castillo empequeñece al campesino que, aprovechando las últimas horas del día, se afana en regar las eras de las hortalizas.
Al regreso surge el éxtasis ante la contemplación de los gigantescos monolitos de la vertiente, en las faldas que bajan de todas partes, desde las coronas pedregosas de los altos hasta las márgenes del arroyo.
Nos alumbra un sol turbio, calinoso. La bajada hasta el pueblo la hago por una senda que pasa a la misma altura de los tejados. Salvo el señor al que vi sentado a la sombra del olmo de la plaza, no he vuelto a ver de cerca una sola alma más en Pelegrina.
En las fuentes públicas, hoy cerradas con grifos que se abren a voluntad del sediento caminante, hay placas inscritas sobre el frontal en las que se informa que fueron hechas siendo alcalde don Fidel Martínez Olmeda. En la de arriba, uno que ha sudado lo indecible hasta llegar a ella, se sirve un trago largo, revitalizador, de un agua fresquísima.
A cuatro pasos del pequeño ábside semicircular de la iglesia, continúa sentado bajo el olmo el mismo señor que conocí antes.
-¿Le ha gustado el castillo?
-Mucho. El castillo y todo lo que hay alrededor del castillo. Pelegrina, con todo eso que tienen ustedes ahí, es un pueblo afortunado.
-Hombre, qué quiere que le diga. Todo tiene su encanto, según desde el punto de vista que se mire.
-Pero encuentro muy solo al pueblo, ¿verdad usted?
-Muy solo. Veintiséis o veintiocho personas creo que somos en total. A treinta no llegamos. Esto es un nido de paz, de día y de noche.
El hombre me cuenta después que tiene allí un poco de barecillo para refrescar, pero que como no hay gente todo está muerto. Yo le invito en su propia casa a un vasito de vino tinto que el hombre acepta sin reparos. Luego me invita él y hablamos mucho, de todo un poco. Cuando los dos vasos acabados de beber han tomado asiento en el cuerpo de los nuevos amigos, la confianza sube de tono y el diálogo se torna más suave, más florido, hasta más sustancioso, sí señor.
-Pero, a todo esto, usted no me ha dicho cómo se llama.
-Es verdad. Perdone. Un servidor se llama Marcelino López Atance y otras hierbas, y ese que hay mirando en la puerta, que no se atreve a pasar, se llama Agustín Olmeda.
En el salón hay tres mesas, colocadas en el rincón opuesto al mostrador donde mi amigo Marcelino vuelve a llenar los vasos de una botella recién estrenada y echa las cuentas de los clientes. A pesar de su edad Marcelino es un señor fuerte, alto, que viste un niki veraniego de color marrón y lleva en la boca un cigarro encendido que no se quita para hablar. Uno siente cierta admiración por lo hombres que tienen esa habilidad, y que jamás consiguió dominar en su ya lejana época de fumador de segunda.
- Pues dice usted, esto es muy tranquilo. Aquí jamás ha pasado nada. Hasta hace cosa de un par de meses, que vinieron tres autocares de Guadalajara con estudiantes y armaron la gorda en una casa que no vivía nadie. Debieron entrar y destrozaron qué se yo cuanto, y se emborracharon con algunas garrafas de vino que los dueños tenían por allí. Dicen que si serían de esos de los porros. Iban ellos y ellas, que ahora son todos iguales.
Entró también Agustín y se unió al simpático mano a mano que habían organizado el periodista ye l dueño del bar. Agustín habla del campo, de la sequía y de la vega de Pelegrina.
-Pues yo he oído decir que es la más productiva de toda la provincia de Guadalajara. Pero como yo digo: ¿Y para qué?, si este pueblo no tiene nada que hacer. Hubiera sido algo si no se mata el de los animales. ¡Qué sé yo lo que hubiera hecho aquí aquel hombre! Tuvo el accidente y nos quedamos sin nada.
-¿Conocieron ustedes al doctor Rodríguez de la Fuente?
-¡Hombre, claro! Ese señor es el que más ha sabido de Pelegrina y de su término. Antes de que viniera por aquí con los aparatos, ya se conocía todas las cuevas que la gente del pueblo nunca se había atrevido a entrar.
-¿De qué viven?
-Para el caso, de nada. Somos cuatro vecinos y vivimos más bien del ganado. Los huertos y el campo dan poca cosa.
-En verano esto se pondrá de gente que para qué.
-Pues no viene gente de fuera, no. Cuatro de ellos en agosto a pasar quince días, y nada más. Así turistas para ver el paisaje y eso, los que quiera.
-Pues no me lo explico, ya ve usted.
-Eso mismo decimos nosotros, que para elegirlo quien lo eligió cuando lo de las películas, sería por algo. Y aquel habría visto por esos mundos muchos altares. Muy bonito es todo esto, eso es verdad, pero a la gente no le da por venir. No sabemos por qué será.
-Ah, pues no lo sientan demasiado, que si algún día lo descubren, ya se pueden ustedes marchar de aquí. Por lo menos esta paz no la tendrían.
-¡Ah! Eso, pachasco.
Muy de atardecida, no lejos del otero en el que me dejé subido al pueblo, en el llamado “Mirador de Pelegrina”, abajo el espectacular precipicio de sus experiencias, y atrás el monumento de piedra virgen que perpetúa su memoria, un aguilucho de vuelo lánguido rubrica en el cielo el llanto de la barranquera por la falta de Félix, amigo y protector, que una desdichada mañana del mes de marzo se marchó de esta mundo en viaje sin retorno.
(N.A. Julio 1983)
No hay comentarios:
Publicar un comentario