jueves, 2 de abril de 2009

FUENTENOVILLA


Las campanas de Fuentenovilla esparcen sobre los campos yermos de la vega su metálico son a misa de once. La ausencia de verdes al pasar habla aquí de ocaso, de acabamiento; el mundo parece en derredor embebido misteriosamente por los grises del otero, del olivar, de las encinas, por la osamenta tostada del majuelo en la ladera; todo bajo un tul de azulina, color Alcarria, que limpia, arañando la piel, la brisa finísima de la mañana. Bella estampa, lector amigo, -tú y yo lo sabemos-, la de los pueblos moribundos de­ Castilla adormilados sobre la loma, hundidos en el sueño profundo de sus inviernos a la espera del toque mágico, puntual, de su hada de abril; la de las amapolas y las tamarillas, tan lejana aquí de nosotros, la del verde indescriptible de nuestros trigales, dormida según dicen en su palacio de cristal hasta que llegue el momento. La vida así parece apartada, de manera tajante, del latir unísono de la Naturaleza que tuvimos en tiempo todavía no lejano. Hace frío. Por los eriales cubiertos de broza menuda, los del fin de semana miran al suelo como sonámbulos, colgada de una mano la bolsa de setas. El pueblo luce desde arriba el fogoso color cal de sus fachadas, el detalle de su torre sencilla con la gracia en hierro viejo del caril1ón y de la veleta oscura de la casa-ayuntamiento.
Dejando atrás la fábrica de cartón, comienzan a salirnos al paso calles impecables, de reciente y perfecto pavimentado de hor­migón, que suben pueblo arriba partiendo de la carretera.
- Buenos días, señora: ¿Por dónde podría llegar hasta la plaza?
- Por la calle que quiera. Usted, siempre para arriba.
Es muy posible que sea ésta, donde ahora estoy, la plaza que cuente con más motivos ornamentales de las que conozco. La bella estampa de la parroquia como fondo, el vetusto edificio del ayun­tamiento en éste otro lugar, el minúsculo jardín donde reflejan su color variopinto las ultimas florecillas del otoño, forman el marco idóneo en cuyo centro geométrico alza todo el peso de su ma­jestad renacentista la picota. La picota de Fuentenovilla, junto con la de Ocaña, -aquella que inspirase a Bécquer algunas de sus mejores páginas- es la más hermosa que crece en toda la geografía nacional, se mire por donde se mire. Este bellísimo ejemplar, sa­cado mas bien de manos de orfebre que de escultor o cantero, se levantó, parece ser, por expreso encargo del maestre de Calatrava don Pedro Girón, pretendiente que fue de la hermana del rey Enri­que IV, antes de que ésta, por posterior matrimonio con Fernando de Aragón, llegase a ser Isabel la Cat61ica. La picota, de diez metros de longitud aproximadamente, sostiene sobre la caña un ar­tístico templete con cuatro balaustradas de piedra a modo de galerías, sobre los lomos de otras tantas figuras aladas, una en cada esquina, mirando en distintas direcciones. Fue declarada monumen­to nacional el 25 de octubre de 1979.
- Pues, hombre; si es que tanto le gusta, se la vendo.
-¿No lo dirá usted en serio?
- Y tan en serio que se lo digo. A mí me han dicho que quien se suelte ochen­ta millones, uno para cada vecino, que es para él. Si le hace...
- Pero a eso, debería usted agregar que con la condición de que hay que llevársela al hombro; si no, no vale.
- ¡Así, así! ¡Pues tampoco estaría mal, digo yo!
Era un hombre pequeñito, con cara de excelente sa­lud y humor envidiable. José, el alguacil, se fue calle abajo con su trompetilla de latón, pregonando no sé qué cosa. La Plaza Ma­yor se queda después desierta. Desde mi refugio en el automóvil veo pasar, distanciados, alguno que otro grupito de señoras que acuden hasta la iglesia. Por el barrio de La Amargura me salen al paso chalets impresionantes, magníficas residencias de moder­na factura provistas de frontón, de piscinas y pistas de tenis.
El campo desde aquel mirador, azotado hoy por los vientos fríos que suben de la vega, se abre ante los ojos como un erial inmenso de alcores inhóspitos, rizados por el tomillo y la aliaga, que­dando en las suaves vaguadas de su fondo espacios llanos de tie­rra rojiza pintada de verdín por el trigo recién sembrado.
Otra vez en la plaza se me ofreció la oportunidad de saludar a dos antiguos conocidos: a don Antonio Gaona, el actual cura de Yebra, con quien en uno de mis más recordados viajes por tierras de Molina tuve ocasión de recorrer los pueblos y los alrededores de Campillo de Dueñas y de La Yunta; y a Marcial, un buen amigo de Fuente­novilla, fiel, según me dijo, a los fines de semana en el lugar donde nació, y, en cuya compañía seguimos los tres saboreando la quietud, casi mística, de sus calles, y el silencio más natu­ral de las tierras de extramuros.
- Pues aquí todavía hay chicos, y la gente parece que se va sosteniendo. Esto se quedó en la mitad, pero aun deben quedar de continuo trescientas personas, o más.
- El terreno, por lo menos lo que se ve desde aquí, no parece bueno. Hay demasiado cerro limpio, ¿verdad?
- Bueno, es que el terreno de labor está por la vega y en dos o tres parajes que no se ven desde aquí. La vega es muy buena. Se produce lo que en toda la comarca: cereales, girasol y algo de viña, cosa de poco; antes había más viña.
- A la entrada he visto una fábrica de cart6n.
- Sí; ahí trabajan seis u ocho personas continuamente.
En la Plazuela están dos hombres sentados al lado de una par­va de judías puestas a secar al sol. Los dos viejos no hablan, están como adormilados al abrigo de la solana.
- Mira: a este pedrusco le dicen la Cruz Verde. Antiguamente parece que había aquí una cruz. Aquel camino que baja por el hondo es el de la Fuente el Puerco.
- Aquí debe haber muchas fuentes, ¿no?
- Muchas. Pequeñas, pero fuentes por todas partes. Al otro lado del pueblo hay dos que deben tener un montón de siglos; cualquie­ra sabe.
Cruzamos después el pueblo y la carretera hasta las obras del frontón, casi acabado. Vecino con la pilastra del abrevadero y con las ruinas de la antigua fábrica de aceite, baja un camino de piedra suelta hasta las fuentes, magnífico rincón cargado de siglos, de romanticismo, de maleza y de abandono. En una de ellas, la verdadera fuente vieja de Fuentenovilla, aun queda sobre el muro de granito el relieve de una dama oriental por cuyos pechos manaron hasta fecha reciente dos chorros de agua fresquísima de los que el pueblo se surtió desde hace siglos, muchos siglos.
- Por las cabezas de león también salían un par de chorros bue­nos. Ahora, ya ves, agua que se pierde.
En un lugar destacado del hermoso monumento, casi irreconocible, se adivina, esculpido igualmente sobre la roca, el blasón familiar de los Mendoza, mientras que la fuente, la que alguien llamó de la "Virgen de las Tetas", sigue arrojando agua, ahora contaminada, por un caño solitario debajo de la torreta piramidal a manera de depósito.
- Esa otra era el lavadero. De ahí, me acuerdo que las mujeres cogían antiguamente el agua para echar los garbanzos. Debe de ser un agua especial, muy buena para esas cosas de cocina.
Formando un tapiz único con las junqueras y con la maleza des­controlada de la fuente, crecen las matas de tomate plagadas de fruto silvestre que se esconde entre la hierba. El viejo camino de cantos, me recuerda al regreso la otra manera de vivir, la de los pueblos del pasado: la algazara de las mozuelas, cada tarde con su cántaro apoyado en el ijar, idilios, requiebros, griterío, alegría de la que inunda el corazón y ensancha el alma, cuya raíz, cabría pensar que se perdió para siempre.
En Fuentenovilla se reza a San Isidro Labrador y a Nuestra Se­ñora del Perpetuo Socorro. Me pareció -sentiría equivocarme- un pueblo donde se vive en paz y en cordial entendimiento, asido a sus recuerdos y gustoso de evocar con hechos, aunque sea de tarde en tarde, ­las marchitas tradiciones que durante centurias enteras marcaron una forma de vivir en éste y en tantos más pueblos campesinos de la madre Castilla. Doña Cecilia, la suegra de mi amigo Marcial, nos hablaba de estas cosas sentados en los poyos de su elegante cocina de fuego bajo.
- Claro que sí; a mí me gusta cuando hablan de nuestra tierra. Todo lo que veo escrito que dice algo de mi pueblo, lo guardo. Es como una manía. ¿Ha visto qué ascuas más ricas? Hoy para comer unas buenas gachas y un par de chuletas asadas.
A través de la ventana de doña Cecilia, se domina en toda su extensión la sugestiva plaza. En las formas de la picota se hicie­ron piedra infinidad de aconteceres que han venido entretejiendo la historia desconocida del lugar donde pisamos, que ya era villa -bien lo saben aquí- cuando Madrid era pueblo.
Al final de mi estancia: una, dos, tres fotografías de la pi­cota en posiciones distintas, como si quisiera llevar conmigo escondida en la cámara, no sólo la imagen, sino la piedra misma, la magnificencia y el arte todo de aquel irrepetible monolito en el que se concentra, como un símbolo, toda la verdad de Fuentenovi­lla.

(N.A. Fuentenovilla)

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