La carretera comarcal de Luzaga, que desde Alcolea hemos tenido ocasión de recorrer en tantas ocasiones, nos lleva, por medio de tierras crudas de pinar, de risqueras a uno y al otro lado del camino, de parameras y de tomillares, a la hoya de campos llanos que Hortezuela domina desde el alcor longuiforme en donde alza su contextura urbana. El pueblo sostiene en palmitas sobre el otero la vistosa fábrica de su iglesia a la que rodean las tierras del labrantío, campos de un fortísimo siena acabado de labrar y de un verde sutil en otros contiguos por los que ya apunta la cosecha. Una bandada de palomas vienen y van de una a otra por las barbecheras de los Blancales. Las ovejas suenan sus esquilas mordisqueando hierba y escarcha por las laderas en sombra del cementerio. Arriba alza el caserío las columnas de humo de sus chimeneas en línea que al fin se diluyen en el azul inmaculado de la mañana.
Uno entra a Hortezuela con optimismo. Dicho quedó que uno siente cierta predilección por los pueblos situados en alto. En la plaza del obispo don Juan hay una chiquilla peloteando con su raqueta sobre el muro de una casona principal.
-¿No hay más niños en el pueblo?
-Sí que hay; pero es que aún no han salido.
-¿Tenéis escuela?
-Está ahí. Lo que pasa es que siempre está cerrada. A nosotros nos llevan a la escuela de Luzaga.
Ya en la plaza, el recién llegado se da cuenta de que Hortezuela es un pueblo hermoso, un pueblo largo y estrecho cuyo trazado se ha tenido que ajustar, necesariamente, a la forma particular de la colina. La plaza divide al pueblo en dos barrios perfectamente diferenciados: el alto y el Bajo, según queramos ir a las eras del cementerio por el saliente o prefiramos la dirección opuesta.
Me he decidido a entrar por el barrio de la Iglesia. Una callejuela empinada por donde los gatos me moran con indiferencia desde los tejados, con llamativas viviendas en pie sobre ambas aceras, me lleva enseguida a los aledaños soleados de la iglesia. Al atrio se accede por un arco labrado en piedra arenisca del dieciocho en donde aún se puede leer: “Se hizo siendo cura el licenciado Diego Sanz”.
Viene por el atrio una mujer con un saco lleno de troncos de leña entre los brazos. Es una señora delgada que padece perlesía. Le ayudo a descargar el saco de leña que dejamos apoyado sobre las piedras del pretil. Ella me invita a entrar en la iglesia.
-Cuando no había señor cura guardaba yo la llave, pero ahora nos han mandado uno nuevo, de esos que ha consagrado el Papa hace poco, y estamos muy contentos. La iglesia tienen que arreglarla un poquito por dentro. Pase usted.
Sí, un repaso al interior no sería malo. Aparte del retablo mayor que cubre el muro del ábside, donde está la imagen de San Sebastián, patrón de Hortezuela, hay otros seis retablos menores con otras tantas imágenes que enriquecen, si no en calidad, sí en cantidad la ornamentación del templo.
-Ésta es Santa Bárbara. Es muy antigua. Cuando la guerra hubo aquí tres artillerías y le colocaron los artilleros esas dos bombas. Desde entonces están aquí. A santa Bárbara la celebramos en diciembre con una función más corriente que la de san Sebastián o la de la Virgen de Océn.
Atrás, en uno de los laterales del coro, que es como en otras iglesias que conozco la parte más abandonada, tal vez porque nadie la usa, se ve la armadura completa del antiguo órgano parroquial. La señora Sabina, mi gentil cicerone en la iglesia de Hortezuela, dice que allí no hay nada.
-Si lo robaron hace muchos años. No queda más que la madera. También deben de estar por arriba las máquinas del reloj, pero que no ha vuelto a andar desde qué sé yo el tiempo.
Las imágenes son muchas y antiquísimas casi todas ellas, distribuidas en las diferentes hornacinas y repisas de los retablos. Imágenes carentes de ese regusto artístico que suelen poseer las cosas viejas, pero que han motivado durante generaciones enteras el fervor de los hombres y de las mujeres del pueblo, y hoy miran con veneración como algo muy suyo.
-Ese es el Santísimo Cristo de la Agonía.
Desde la explanada de la Eruela se domina un vasto panorama de campos abiertos, muy variados, que concluyen al fondo con las viviendas de Luzaga perdidas en la lejanía. A nuestros pies, los huertecillos y las choperas desnudas de Debajo las Campanas, envueltos en la luminosidad generosa de la mañana.
-Mire, en aquellos peñascos de la carretera está la ermita de la Virgen de Océn, y allí abajo, por donde termina el barranquillo de los chopos, hay una laguna. Ahora estará con los hielos.
-¿La emplean para algo?
-Para nada. No se saca nada de ella, ni riego ni nada. Dicen que si el agua se va por debajo de tierra hasta allá abajones hasta el río Tajo. Qué sé yo.
Doña Sabina Gutiérrez, más espíritu que cuerpo, que lo tiene enjuto y maltrecho, pero con una alma inmensa, se despide de mí convencida de que será para siempre, y lo siente, y yo también lo siento, y me emociona cuando me dice adiós antes de colarse con su incómodo cargamento de leña seca en el portal.
-Adiós, señor. Que tenga usted mucha suerte en su vida.
Hortezuela de Océn es un pueblo sorprendente. Con Maranchón, será el lugar de la provincia donde uno ha encontrado, en conjunto, las mejores viviendas. Viejas casonas con entrada bicentenaria en arcos de arenisca, sólidas mansiones de nuestro tiempo repartidas por ambos barrios con llamativa rejería, y rinconcillos pintorescos de piedra olvidada, perdidos por los laberintos del barrio de abajo.
Un perro tumbado al sol de una esquina me mira con gesto de filósofo puesto en lugar; no me hace caso, me desprecia y continúa dormitando con la cabeza estirada sobre la acera. Hay un hombre trabajando con unas maderas en el portalejo previo a su casa. Don Marcelino Utrilla, como su mujer que se llama Lucía, como el pueblo todo de Hortezuela, son personas simpáticas, de diálogo amable y puntual con quien no conocen. Me informan de que aquella que hay junto a la suya es una de las casas primitivas, y que en el pueblo quedan por lo menos siete de la misma época.
-Pero, fíjese usted qué lástima –le digo. Cómo se va desgastando con el tiempo la piedra del arco; y sólo por la parte de las jambas; por arriba, nada. Es curioso.
-Claro; pero yo creo que no es por el tiempo. Eso es de afilar los cuchillos la gente. ¿Usted sabe? Como es de arena fina, quedan con un corte que para qué.
Mis amigos no se ponen de acuerdo en el recuento de los habitantes que quedan en Hortezuela, pero, arriba o a bajo, deben andar con el ciento o pocos más.
-Mire, hay exactamente treinta y cinco casas abiertas. Ponga usted a tres o cuatro personas por cada casa, a ver qué le sale: los cien que yo digo. Hay muchas de dos, pero en otras como la del Facundo hay siete.
A la caída del barrio bajo se ven almacenes y pajares en lo que debieron ser las antiguas eras de pan trillar. Lejos, los altos uraños de las Corralizas, de los llanos de Cabeza de Océn, como murallón natural extendido hacia el mediodía.
Un hijo de Hortezuela, don Martín Canani, ha descubierto un motor para automóviles que ahorra el cuarenta por ciento del consumo normal del combustible y está exento de contaminaciones ambientales. El afortunado inventor reside habitualmente en Madrid y cuenta con la general admiración de su pueblo.
-Es primo mío. Lo tiene patentado y todo eso; pero, ya se sabe, a los gobiernos se conoce que no les interesa lo del ahorro de gasolina, y no le hacen ni caso. El invento está ahí, pero ahora falta que los que pueden lo pongan en uso.
En la plaza me encuentro casualmente de nuevo con don Jesús, un sacerdote de Tordesilos con cara de niño, a quien el pueblo -como diría doña Sabina- ha acogido con júbilo.
-Aquí tienen los jóvenes el hogar juvenil. Pase si quiere y tomamos algo.
El hogar juvenil es una sala amplia, falta todavía de muchos detalles, que han ido montando los jóvenes y ellos mismos lo administran y atienden. El barecillo tiene un mostrador reducido, muy limpio, desde donde nos atiende un muchacho de veinte años que se llama Jesús Guerrero. Como no hay alguien previsto que se encargue del orden, la sala está algo revuelta. Dos o tres mesas para echar la partida y una estufa en el centro pintada con purpurina color plata, son todos los enseres de que hoy dispone el salón de recreo.
-Está muchas horas cerrado. Como lo llevamos los jóvenes, no podemos estar aquí de continuo. Lo atendemos el primero que llega. Por la tarde se abre para que los viejos echen su partida.
Me contó don Jesús que en una habitación contigua, todavía en obras, piensan hacer cocina y comedor para que cuando los del pueblo quieran juntarse alguna vez de merienda. Me habló de biblioteca y de alguna dependencia más, pero que irían llegando con el tiempo.
-Siento no poderle informar de casi nada, porque llevo en el pueblo poco más de un mes y no es mucho lo que conozco. La gente es estupenda. Me di cuenta el primer día.
También yo traje anotado en mi libreta el detalle de la unidad que vi entre el vecindario y que consta públicamente en una placa de mármol que hay pegada en la Plaza Mayor, para admiración de extraños principalmente.
Hortezuela, sorprendente lugar de la provincia, vive allí su tranquilidad lugareña. Depositaria de un sinfín de valores, externos unos, íntimos otros al propio personal que hallé y que hoy me place reseñar en este modesto trabajo, a modo de crónica viajera basada en dos horas, nada más, de estancia allí perdido.
Uno entra a Hortezuela con optimismo. Dicho quedó que uno siente cierta predilección por los pueblos situados en alto. En la plaza del obispo don Juan hay una chiquilla peloteando con su raqueta sobre el muro de una casona principal.
-¿No hay más niños en el pueblo?
-Sí que hay; pero es que aún no han salido.
-¿Tenéis escuela?
-Está ahí. Lo que pasa es que siempre está cerrada. A nosotros nos llevan a la escuela de Luzaga.
Ya en la plaza, el recién llegado se da cuenta de que Hortezuela es un pueblo hermoso, un pueblo largo y estrecho cuyo trazado se ha tenido que ajustar, necesariamente, a la forma particular de la colina. La plaza divide al pueblo en dos barrios perfectamente diferenciados: el alto y el Bajo, según queramos ir a las eras del cementerio por el saliente o prefiramos la dirección opuesta.
Me he decidido a entrar por el barrio de la Iglesia. Una callejuela empinada por donde los gatos me moran con indiferencia desde los tejados, con llamativas viviendas en pie sobre ambas aceras, me lleva enseguida a los aledaños soleados de la iglesia. Al atrio se accede por un arco labrado en piedra arenisca del dieciocho en donde aún se puede leer: “Se hizo siendo cura el licenciado Diego Sanz”.
Viene por el atrio una mujer con un saco lleno de troncos de leña entre los brazos. Es una señora delgada que padece perlesía. Le ayudo a descargar el saco de leña que dejamos apoyado sobre las piedras del pretil. Ella me invita a entrar en la iglesia.
-Cuando no había señor cura guardaba yo la llave, pero ahora nos han mandado uno nuevo, de esos que ha consagrado el Papa hace poco, y estamos muy contentos. La iglesia tienen que arreglarla un poquito por dentro. Pase usted.
Sí, un repaso al interior no sería malo. Aparte del retablo mayor que cubre el muro del ábside, donde está la imagen de San Sebastián, patrón de Hortezuela, hay otros seis retablos menores con otras tantas imágenes que enriquecen, si no en calidad, sí en cantidad la ornamentación del templo.
-Ésta es Santa Bárbara. Es muy antigua. Cuando la guerra hubo aquí tres artillerías y le colocaron los artilleros esas dos bombas. Desde entonces están aquí. A santa Bárbara la celebramos en diciembre con una función más corriente que la de san Sebastián o la de la Virgen de Océn.
Atrás, en uno de los laterales del coro, que es como en otras iglesias que conozco la parte más abandonada, tal vez porque nadie la usa, se ve la armadura completa del antiguo órgano parroquial. La señora Sabina, mi gentil cicerone en la iglesia de Hortezuela, dice que allí no hay nada.
-Si lo robaron hace muchos años. No queda más que la madera. También deben de estar por arriba las máquinas del reloj, pero que no ha vuelto a andar desde qué sé yo el tiempo.
Las imágenes son muchas y antiquísimas casi todas ellas, distribuidas en las diferentes hornacinas y repisas de los retablos. Imágenes carentes de ese regusto artístico que suelen poseer las cosas viejas, pero que han motivado durante generaciones enteras el fervor de los hombres y de las mujeres del pueblo, y hoy miran con veneración como algo muy suyo.
-Ese es el Santísimo Cristo de la Agonía.
Desde la explanada de la Eruela se domina un vasto panorama de campos abiertos, muy variados, que concluyen al fondo con las viviendas de Luzaga perdidas en la lejanía. A nuestros pies, los huertecillos y las choperas desnudas de Debajo las Campanas, envueltos en la luminosidad generosa de la mañana.
-Mire, en aquellos peñascos de la carretera está la ermita de la Virgen de Océn, y allí abajo, por donde termina el barranquillo de los chopos, hay una laguna. Ahora estará con los hielos.
-¿La emplean para algo?
-Para nada. No se saca nada de ella, ni riego ni nada. Dicen que si el agua se va por debajo de tierra hasta allá abajones hasta el río Tajo. Qué sé yo.
Doña Sabina Gutiérrez, más espíritu que cuerpo, que lo tiene enjuto y maltrecho, pero con una alma inmensa, se despide de mí convencida de que será para siempre, y lo siente, y yo también lo siento, y me emociona cuando me dice adiós antes de colarse con su incómodo cargamento de leña seca en el portal.
-Adiós, señor. Que tenga usted mucha suerte en su vida.
Hortezuela de Océn es un pueblo sorprendente. Con Maranchón, será el lugar de la provincia donde uno ha encontrado, en conjunto, las mejores viviendas. Viejas casonas con entrada bicentenaria en arcos de arenisca, sólidas mansiones de nuestro tiempo repartidas por ambos barrios con llamativa rejería, y rinconcillos pintorescos de piedra olvidada, perdidos por los laberintos del barrio de abajo.
Un perro tumbado al sol de una esquina me mira con gesto de filósofo puesto en lugar; no me hace caso, me desprecia y continúa dormitando con la cabeza estirada sobre la acera. Hay un hombre trabajando con unas maderas en el portalejo previo a su casa. Don Marcelino Utrilla, como su mujer que se llama Lucía, como el pueblo todo de Hortezuela, son personas simpáticas, de diálogo amable y puntual con quien no conocen. Me informan de que aquella que hay junto a la suya es una de las casas primitivas, y que en el pueblo quedan por lo menos siete de la misma época.
-Pero, fíjese usted qué lástima –le digo. Cómo se va desgastando con el tiempo la piedra del arco; y sólo por la parte de las jambas; por arriba, nada. Es curioso.
-Claro; pero yo creo que no es por el tiempo. Eso es de afilar los cuchillos la gente. ¿Usted sabe? Como es de arena fina, quedan con un corte que para qué.
Mis amigos no se ponen de acuerdo en el recuento de los habitantes que quedan en Hortezuela, pero, arriba o a bajo, deben andar con el ciento o pocos más.
-Mire, hay exactamente treinta y cinco casas abiertas. Ponga usted a tres o cuatro personas por cada casa, a ver qué le sale: los cien que yo digo. Hay muchas de dos, pero en otras como la del Facundo hay siete.
A la caída del barrio bajo se ven almacenes y pajares en lo que debieron ser las antiguas eras de pan trillar. Lejos, los altos uraños de las Corralizas, de los llanos de Cabeza de Océn, como murallón natural extendido hacia el mediodía.
Un hijo de Hortezuela, don Martín Canani, ha descubierto un motor para automóviles que ahorra el cuarenta por ciento del consumo normal del combustible y está exento de contaminaciones ambientales. El afortunado inventor reside habitualmente en Madrid y cuenta con la general admiración de su pueblo.
-Es primo mío. Lo tiene patentado y todo eso; pero, ya se sabe, a los gobiernos se conoce que no les interesa lo del ahorro de gasolina, y no le hacen ni caso. El invento está ahí, pero ahora falta que los que pueden lo pongan en uso.
En la plaza me encuentro casualmente de nuevo con don Jesús, un sacerdote de Tordesilos con cara de niño, a quien el pueblo -como diría doña Sabina- ha acogido con júbilo.
-Aquí tienen los jóvenes el hogar juvenil. Pase si quiere y tomamos algo.
El hogar juvenil es una sala amplia, falta todavía de muchos detalles, que han ido montando los jóvenes y ellos mismos lo administran y atienden. El barecillo tiene un mostrador reducido, muy limpio, desde donde nos atiende un muchacho de veinte años que se llama Jesús Guerrero. Como no hay alguien previsto que se encargue del orden, la sala está algo revuelta. Dos o tres mesas para echar la partida y una estufa en el centro pintada con purpurina color plata, son todos los enseres de que hoy dispone el salón de recreo.
-Está muchas horas cerrado. Como lo llevamos los jóvenes, no podemos estar aquí de continuo. Lo atendemos el primero que llega. Por la tarde se abre para que los viejos echen su partida.
Me contó don Jesús que en una habitación contigua, todavía en obras, piensan hacer cocina y comedor para que cuando los del pueblo quieran juntarse alguna vez de merienda. Me habló de biblioteca y de alguna dependencia más, pero que irían llegando con el tiempo.
-Siento no poderle informar de casi nada, porque llevo en el pueblo poco más de un mes y no es mucho lo que conozco. La gente es estupenda. Me di cuenta el primer día.
También yo traje anotado en mi libreta el detalle de la unidad que vi entre el vecindario y que consta públicamente en una placa de mármol que hay pegada en la Plaza Mayor, para admiración de extraños principalmente.
Hortezuela, sorprendente lugar de la provincia, vive allí su tranquilidad lugareña. Depositaria de un sinfín de valores, externos unos, íntimos otros al propio personal que hallé y que hoy me place reseñar en este modesto trabajo, a modo de crónica viajera basada en dos horas, nada más, de estancia allí perdido.
(N.A. Febrero, 1983)
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