Pienso que la hora no es la más recomendable para llegar a un pueblo. La bonanza del fin de semana me ha traído a este sedante rincón de la Alcarria demasiado tarde. Como mucho viene a quedar hora y media de sol y la calma es prácticamente absoluta. Los matujos y las lastras de las tierras recién sembradas estiran sus sombras en el campo, como empujadas por la caída de la luz de un sol paliducho y adormilado. A pesar de todo, la entrada en Hontanares no puede ser más distraída. El viento saliente que viene de abajo hace sonar como en un abaniqueo las copas de las choperas en deshoje. Dos o tres mulillas negras, mulillas que no hicieron otra cosa en lo que va de día, pastan sobre una especie de praderilla en cuesta. Las colmenas del chaparral empiezan a acostar el ganado, y la fuente Moraina, la fuente vieja donde se divirtieron los chiquillos de otras generaciones y los mozos esperaban a las mozas en tardes como ésta, chorrea donde los huertos en la ovosa cazoleta a medio llenar de su viejo pilón de piedra.
Hace frío. Luego la plaza del pueblo, silenciosa y tristona como los atardeceres del otoño. La plaza tiene una fuentecilla de nada goteando por uno sólo de sus dos caños en un piloncillo ruin, sin gracia, un piloncillo desangelado, sin fuste ni muste.
Al verme llegar, una niña sale disparada de su casa y se pone frente a mí, mirándome sin pestañear, comiendo a bocado limpio pan y chocolate debajo de una acacia. La niña tiene cara de lista y va vestida con un chándal color de rosa.
- Hola, ¿C6mo te llamas?
- Laura.
- Eres muy guapa.
- Ya lo sé.
El abuelo Manolo, don Manuel Ortega Alcalde, intenta con la poquita vista que le quedó al pasar los ochenta, reconocerme a no mucha distancia de su casa en la plaza. Sobre el quicio de la casa en la que vive el abuelo Manolo, una casita bien, hecha de ladrillos rojizos, dice: "Se reedificó el año 1952. T.D."
- Qué fuente más canija, ¿verdad usted?
- Pues sí; pero no crea que es vieja, que lleva hecha desde el año 31. Más viejo soy yo, y así ando.
El abuelo Manolo y el recién llegado se conocieron por casualidad hace unos días con motivo de otra visita ocasional a Hontanares, de ahí que, los preparativos en esta ocasión estén por demás. Así que, aprovechando lo poco de sol que queda, nos marchamos los dos a dar una vuelta por el pueblo.
- Yo le llevaré adonde usted quiera, que tampoco tengo otra cosa que hacer. No ando muy bien de remos que digamos, pero como en este pueblo nada está lejos, creo que a las malas le podré servir.
Encima mismo de donde está la fuente, un poco al amor de la acacia, tienen en el pueblo el juego de bolos. Las bolas de madera cuarteada y los palitroques se ven tirados por allí sin orden ni concierto.
-Es que no les da tiempo de recogerlos -aclara la señora Elisa que pasa por allí-. Con lo que siempre tienen que hacer los hombres... No puede ser.
En la acera de la señora Elisa, según nos vamos acercando hacia las eras, hay recogida una parva de gatos haciendo como un vellón blanco y gris de pelo fino. Los gatos son cinco, todos iguales, como fabricados con un único molde, como si fueran de la misma familia.
- A mí es que me gustan mucho los gatos, no lo puedo remediar -me dice la dueña. Son buena gente mis gatos. ¡Camperiillo, bonito!
Al abuelo Manolo le produce nostalgia cuando pasamos por una casa a punto de acabar que hay por las afueras del pueblo. La casa tiene una bandera nacional ondeante, clavada del mástil en el tejado. El abuelo es hombre de memoria excepcional, de manera que medio siglo para él, arriba o abajo, significa poco, casi nada.
-Esa misma bandera que ve usted ahí es la misma que juré yo en Zaragoza ¿Qué tiempos aquellos!
Al abuelo le hace muchísima gracia, se ríe como un chiquillo cuando me ve escribir en el cuaderno de notas a la vez que vamos andando. Me dice que en los ochenta y tres años que cumplirá para Navidad nunca ha visto otra cosa igual, que debo estar acostumbrado a escribir así de continuo.
-¿Sabe usted una cosa? –me dice muy bajito volviendo atrás la vista.
-¡Qué cosa!
-Cuando la guerra murieron aquí muchos italianos. A orilla de mi casa traían casi todos los días montones de muertos. Luego se los llevarían a enterrar, Dios sabe dónde.
En las eras de trillar, que ya no trillan, ha crecido la hierba. En las eras hay máquinas de aventar abandonadas, aperos de labranza, y un chamizo construido con la misma forma que los dólmenes prehistóricos, sólo que con trillos retirados de servicio en lugar de losas de piedra.
-Pues aquí mismamente se toreaba la vaquilla para la fiesta del cristo. Me gustaba a mí aquello de la vaquilla. Un día me quitó una albarca con el cuerno y a pocas me estrangula.
Casi toda la Alcarria se ve desde las eras de Hontanares en esa hora bruja que preludia la caída de la noche. Oteros barranqueras, pequeños cuarteles de viñedo y tierras de olivar, huertos moribundos y nogales con las hojas decadentes de amarillo real, machones espesos de chopos en las hondonadas más húmedas de los arroyos, declives tapizados de carrasquillos y de rebolledas, la Alcarria al desnudo se nos muestra como moza galana con el mundo a punto del ocaso. Allá, a mitad de camino con el horizonte, un pueblecito que debería conocer y de cuya situación ahora no caigo.
-Aquello es Moranchel. Y aquí a la caída, lo que pasa es que no se ve, está mi pueblo, Cogollor.
- Ah, pues ahí en Cogollor tengo yo un buen amigo.
- Entonces, seguro que lo conozco.
- Claro que lo debe de conocer. Es el abuelo Eugenio.
- Sí hombre. Ese es de aquí y yo soy de allí. Él es el más viejo de Cogollor y yo el más viejo de Hontanares. Cuando andábamos con las novias, nos cruzábamos algunas veces en el camino. También está el hombre para pocos trotes.
Mi acompañante acostumbra a suspirar sigilosamente, para él solo, siempre que el recuerdo le lleva a sus años mozos. A las eras de Hontanares suben con facilidad los vientos del barranco. Uno piensa que durante siglos sería ésta una buena baza para los campesinos a la hora de aventar el grano.
- Ya lo creo. Aquí daba gusto.
- ¿Cuántos son ahora en el pueblo?
- Pues mire, se lo voy a decir. Yo es que duermo muy poco y me paso las noches enteras contando el personal. Nunca me sale ni uno más. Somos en este momento cuarenta y ocho personas exactamente.
Al regresar tenemos el pueblo al fondo, como agazapado encima de la cuesta al amparo del recio corpachón de la iglesia. Las sombras de hontanares cubren los huertos del barranco y casi los de la vega de Carralaminos, menos los que están más altos que reciben de costado el sol amarillento y frío, un sol que minuto a minuto va perdiendo terreno a favor de la noche.
-Esto que hay aquí es el transformado viejo.
Una señora que se llama Alejandra está troceando unas ramas de leña seca, seguramente que para encender la estufa. La mujer, por aquello de que al mal tiempo se le ha de responder con buena cara, se toma la situación con humor.
-Claro, acabamos de venir de Yela, y como allí yela, pues estamos helados.
Dos amables señoras, doña Nati y doña Pepa, que andan al caer la tarde con todo el instrumental de limpieza fregando la iglesia, me permiten entrar pisando con mil cuidados sobre el piso mojado aún. La verdad es que no ha merecido la pena. Una iglesia limpia sí, y recién pintada, pero vacía en su interior de cualquier detalle que contar y que, mucho o poco, me hubiese llamado la atención. Desde fuera, la espadaña recoge el último rayo de sol que cae sobre el pueblo.
En la calle del horno está el ayuntamiento, chiquito y solitario, unos cuantos papeles, órdenes y avisos quizá caducos, hay pegados sobre los panderetes de la puerta.
-¿Tienen médico?
- No. Una médica viene desde Brihuega. El cura viene de Brihuega también.
El señor Manolo se empeña en que pasemos a tomar un sorbito a lo poco de bar que tiene la señora Paz. La señora Paz es una de esas mujeres encantadoras, abiertas, que quedan por los pueblos y que, a la chita callando, hacen un servicio a los pueblos que posiblemente nadie continuará el día que desaparezcan. Es muy bajita la señora Paz, lleva el pelo cuidado con pulcritud, usa gafas para ver y ha saltado, como el abuelo Manolo, la barrera de los ochenta.
-Es la chica del bar –explica mi acompañante.
-No le haga usted caso –responde ella. Siempre está igual. Hay que perdonarlo porque no sabe lo que se hace.
El bar de la señora Paz no es tal bar. Es más bien una tiendecilla al uso antiguo en la que hay casi de todo: un saco de arroz, una lata de aceite, cuatro libras de chocolate, un televisor tapado como un catafalco con un fundón de tela, y unos cuantos calendarios al corriente o pasados de año colgados de la pared. Tiene también una mesa o dos y una docena de taburetes donde sentarse. Como la propia señora paz, la estancia es chiquita, antigua y encantadora.
-Digo que aún nos podemos casar la Paz y yo –dice el señor Manolo. ¿a usted que le parece?
- Bien. No me parece mal. Mala pluma les veo. Por padrino, si puedo servirles cuenten conmigo.
-Ya le he dicho yo que este hombre está mal, que no le haga usted caso.
-Bueno; pues no le hago caso. ¿Qué tal se portan los clientes?
-Muy bien. Aquí la gente es muy buena. Me quieren mucho.
Sobre la marcha, a punto de decir adiós a Hontanares, un vecino muy amable, gustador de los viejos sabores de su pueblo, Ramón Tirado, me explica que en aquel apartado lugar de la Alcarria nació en tiempos ya lejanos el patriarca de las Indias don Julián de diego Alcolea, cuyos restos reposan en la catedral de Santiago de Compostela, muy de los del Apóstol. Por lo que veo, el ilustre hijo de Hontanares debió de ser obispo y arzobispo de aquella ciudad gallega. La noticia hubiera sido imperdonable pasarla por alto, pero a punto estuvo. La oportuna información de Ramón Tirado llegó a tiempo para hacerla saber, y ahí está, en su sitio, con toda la importancia que ella tiene.
-Aquí queda como recuerdo la campana mayor de la iglesia que lleva su nombre escrito. A la gente se ve que no le gusta estar al tanto de esas cosas.
Se nos ha hecho casi de noche. Es bonita la Alcarria de noche. La he visto a pleno campo en noches de luna llena y he respirado su ambiente en noches de oscuridad. Siempre me parece otra. No es posible valorar el placer que produce el simple hecho de estrenar la Alcarria en cada viaje.
(N.A. Diciembre, 1982)
Hace frío. Luego la plaza del pueblo, silenciosa y tristona como los atardeceres del otoño. La plaza tiene una fuentecilla de nada goteando por uno sólo de sus dos caños en un piloncillo ruin, sin gracia, un piloncillo desangelado, sin fuste ni muste.
Al verme llegar, una niña sale disparada de su casa y se pone frente a mí, mirándome sin pestañear, comiendo a bocado limpio pan y chocolate debajo de una acacia. La niña tiene cara de lista y va vestida con un chándal color de rosa.
- Hola, ¿C6mo te llamas?
- Laura.
- Eres muy guapa.
- Ya lo sé.
El abuelo Manolo, don Manuel Ortega Alcalde, intenta con la poquita vista que le quedó al pasar los ochenta, reconocerme a no mucha distancia de su casa en la plaza. Sobre el quicio de la casa en la que vive el abuelo Manolo, una casita bien, hecha de ladrillos rojizos, dice: "Se reedificó el año 1952. T.D."
- Qué fuente más canija, ¿verdad usted?
- Pues sí; pero no crea que es vieja, que lleva hecha desde el año 31. Más viejo soy yo, y así ando.
El abuelo Manolo y el recién llegado se conocieron por casualidad hace unos días con motivo de otra visita ocasional a Hontanares, de ahí que, los preparativos en esta ocasión estén por demás. Así que, aprovechando lo poco de sol que queda, nos marchamos los dos a dar una vuelta por el pueblo.
- Yo le llevaré adonde usted quiera, que tampoco tengo otra cosa que hacer. No ando muy bien de remos que digamos, pero como en este pueblo nada está lejos, creo que a las malas le podré servir.
Encima mismo de donde está la fuente, un poco al amor de la acacia, tienen en el pueblo el juego de bolos. Las bolas de madera cuarteada y los palitroques se ven tirados por allí sin orden ni concierto.
-Es que no les da tiempo de recogerlos -aclara la señora Elisa que pasa por allí-. Con lo que siempre tienen que hacer los hombres... No puede ser.
En la acera de la señora Elisa, según nos vamos acercando hacia las eras, hay recogida una parva de gatos haciendo como un vellón blanco y gris de pelo fino. Los gatos son cinco, todos iguales, como fabricados con un único molde, como si fueran de la misma familia.
- A mí es que me gustan mucho los gatos, no lo puedo remediar -me dice la dueña. Son buena gente mis gatos. ¡Camperiillo, bonito!
Al abuelo Manolo le produce nostalgia cuando pasamos por una casa a punto de acabar que hay por las afueras del pueblo. La casa tiene una bandera nacional ondeante, clavada del mástil en el tejado. El abuelo es hombre de memoria excepcional, de manera que medio siglo para él, arriba o abajo, significa poco, casi nada.
-Esa misma bandera que ve usted ahí es la misma que juré yo en Zaragoza ¿Qué tiempos aquellos!
Al abuelo le hace muchísima gracia, se ríe como un chiquillo cuando me ve escribir en el cuaderno de notas a la vez que vamos andando. Me dice que en los ochenta y tres años que cumplirá para Navidad nunca ha visto otra cosa igual, que debo estar acostumbrado a escribir así de continuo.
-¿Sabe usted una cosa? –me dice muy bajito volviendo atrás la vista.
-¡Qué cosa!
-Cuando la guerra murieron aquí muchos italianos. A orilla de mi casa traían casi todos los días montones de muertos. Luego se los llevarían a enterrar, Dios sabe dónde.
En las eras de trillar, que ya no trillan, ha crecido la hierba. En las eras hay máquinas de aventar abandonadas, aperos de labranza, y un chamizo construido con la misma forma que los dólmenes prehistóricos, sólo que con trillos retirados de servicio en lugar de losas de piedra.
-Pues aquí mismamente se toreaba la vaquilla para la fiesta del cristo. Me gustaba a mí aquello de la vaquilla. Un día me quitó una albarca con el cuerno y a pocas me estrangula.
Casi toda la Alcarria se ve desde las eras de Hontanares en esa hora bruja que preludia la caída de la noche. Oteros barranqueras, pequeños cuarteles de viñedo y tierras de olivar, huertos moribundos y nogales con las hojas decadentes de amarillo real, machones espesos de chopos en las hondonadas más húmedas de los arroyos, declives tapizados de carrasquillos y de rebolledas, la Alcarria al desnudo se nos muestra como moza galana con el mundo a punto del ocaso. Allá, a mitad de camino con el horizonte, un pueblecito que debería conocer y de cuya situación ahora no caigo.
-Aquello es Moranchel. Y aquí a la caída, lo que pasa es que no se ve, está mi pueblo, Cogollor.
- Ah, pues ahí en Cogollor tengo yo un buen amigo.
- Entonces, seguro que lo conozco.
- Claro que lo debe de conocer. Es el abuelo Eugenio.
- Sí hombre. Ese es de aquí y yo soy de allí. Él es el más viejo de Cogollor y yo el más viejo de Hontanares. Cuando andábamos con las novias, nos cruzábamos algunas veces en el camino. También está el hombre para pocos trotes.
Mi acompañante acostumbra a suspirar sigilosamente, para él solo, siempre que el recuerdo le lleva a sus años mozos. A las eras de Hontanares suben con facilidad los vientos del barranco. Uno piensa que durante siglos sería ésta una buena baza para los campesinos a la hora de aventar el grano.
- Ya lo creo. Aquí daba gusto.
- ¿Cuántos son ahora en el pueblo?
- Pues mire, se lo voy a decir. Yo es que duermo muy poco y me paso las noches enteras contando el personal. Nunca me sale ni uno más. Somos en este momento cuarenta y ocho personas exactamente.
Al regresar tenemos el pueblo al fondo, como agazapado encima de la cuesta al amparo del recio corpachón de la iglesia. Las sombras de hontanares cubren los huertos del barranco y casi los de la vega de Carralaminos, menos los que están más altos que reciben de costado el sol amarillento y frío, un sol que minuto a minuto va perdiendo terreno a favor de la noche.
-Esto que hay aquí es el transformado viejo.
Una señora que se llama Alejandra está troceando unas ramas de leña seca, seguramente que para encender la estufa. La mujer, por aquello de que al mal tiempo se le ha de responder con buena cara, se toma la situación con humor.
-Claro, acabamos de venir de Yela, y como allí yela, pues estamos helados.
Dos amables señoras, doña Nati y doña Pepa, que andan al caer la tarde con todo el instrumental de limpieza fregando la iglesia, me permiten entrar pisando con mil cuidados sobre el piso mojado aún. La verdad es que no ha merecido la pena. Una iglesia limpia sí, y recién pintada, pero vacía en su interior de cualquier detalle que contar y que, mucho o poco, me hubiese llamado la atención. Desde fuera, la espadaña recoge el último rayo de sol que cae sobre el pueblo.
En la calle del horno está el ayuntamiento, chiquito y solitario, unos cuantos papeles, órdenes y avisos quizá caducos, hay pegados sobre los panderetes de la puerta.
-¿Tienen médico?
- No. Una médica viene desde Brihuega. El cura viene de Brihuega también.
El señor Manolo se empeña en que pasemos a tomar un sorbito a lo poco de bar que tiene la señora Paz. La señora Paz es una de esas mujeres encantadoras, abiertas, que quedan por los pueblos y que, a la chita callando, hacen un servicio a los pueblos que posiblemente nadie continuará el día que desaparezcan. Es muy bajita la señora Paz, lleva el pelo cuidado con pulcritud, usa gafas para ver y ha saltado, como el abuelo Manolo, la barrera de los ochenta.
-Es la chica del bar –explica mi acompañante.
-No le haga usted caso –responde ella. Siempre está igual. Hay que perdonarlo porque no sabe lo que se hace.
El bar de la señora Paz no es tal bar. Es más bien una tiendecilla al uso antiguo en la que hay casi de todo: un saco de arroz, una lata de aceite, cuatro libras de chocolate, un televisor tapado como un catafalco con un fundón de tela, y unos cuantos calendarios al corriente o pasados de año colgados de la pared. Tiene también una mesa o dos y una docena de taburetes donde sentarse. Como la propia señora paz, la estancia es chiquita, antigua y encantadora.
-Digo que aún nos podemos casar la Paz y yo –dice el señor Manolo. ¿a usted que le parece?
- Bien. No me parece mal. Mala pluma les veo. Por padrino, si puedo servirles cuenten conmigo.
-Ya le he dicho yo que este hombre está mal, que no le haga usted caso.
-Bueno; pues no le hago caso. ¿Qué tal se portan los clientes?
-Muy bien. Aquí la gente es muy buena. Me quieren mucho.
Sobre la marcha, a punto de decir adiós a Hontanares, un vecino muy amable, gustador de los viejos sabores de su pueblo, Ramón Tirado, me explica que en aquel apartado lugar de la Alcarria nació en tiempos ya lejanos el patriarca de las Indias don Julián de diego Alcolea, cuyos restos reposan en la catedral de Santiago de Compostela, muy de los del Apóstol. Por lo que veo, el ilustre hijo de Hontanares debió de ser obispo y arzobispo de aquella ciudad gallega. La noticia hubiera sido imperdonable pasarla por alto, pero a punto estuvo. La oportuna información de Ramón Tirado llegó a tiempo para hacerla saber, y ahí está, en su sitio, con toda la importancia que ella tiene.
-Aquí queda como recuerdo la campana mayor de la iglesia que lleva su nombre escrito. A la gente se ve que no le gusta estar al tanto de esas cosas.
Se nos ha hecho casi de noche. Es bonita la Alcarria de noche. La he visto a pleno campo en noches de luna llena y he respirado su ambiente en noches de oscuridad. Siempre me parece otra. No es posible valorar el placer que produce el simple hecho de estrenar la Alcarria en cada viaje.
(N.A. Diciembre, 1982)
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