Una vez al año, coincidiendo siempre en fechas con el centro de cada verano, luce al viajero levantarse con los primeros claros del día, para recibir con tiempo suficiente la fuerza de la mañana, allá por los confines de la provincia en tierras que limitan con Aragón.
Hombrados, el recio lugar molinés que hoy nos acoge en el silencio casi místico de sus calles desiertas, es pueblo cuyo nombre uno gusta siempre pronunciar con singular respeto. Los chorros de una fuente, el pairón característico de los pueblos del Señorío, y una leve costanilla que nos sube hasta la plaza, dan con nuestra persona en Hombrados cuando la vieja villa comienza a revivir.
Sin detenerme, de momento, en contemplaciones, me he venido a sentar, atravesando el pueblo de costado, a la sombra del vetusto paredón de una de las casillas con que el pueblo se corona por los llanos de las eras, detrás de la iglesia. A mi lado, junto a las hierbas tiernas que todavía conservan el frescor de la noche, conviven las ortigas ponzoñosas, y, más adelante, suave mural1ón que aparta la vida del hombre del hondo de la vega, los cabezos rojizos de la piedra arenisca.
- ¡Buen hombre!... Aquello es la Sierra de Caldereros, ¿verdad usted?
Es un señor tímido, huidizo, que anda como escondiéndose del forastero tras las tapias de los pajares. El hombre ni siquiera contesta a su interlocutor que le habla en tono amable; al contrario, se aleja de él desconfiadamente y se cuela al pueblo por una de las callejuelas más pr6ximas a la iglesia. Uno piensa que fue aquella una pregunta que no debió hacer, que sobradamente sabe él que sí, que aquella es la Sierra de Caldereros, y que la mancha rocosa que se distingue a mitad de vertiente no es otra cosa sino el famoso castillo de Zafra, donde uno pasó las de Caín hará tres años, para subir a las torres en compañía de su amigo don Antonio Gaona, cura a la sazón del vecino Campillo de Dueñas; y la cota más alta, que desde aquí semeja una losa asentada sobre la cresta de la sierra, es el Pico Lituero, techo del pequeño sistema al que uno consigue dominar en su totalidad con un sólo vistazo, faldeado en esta vertiente del mediodía por un bosquecillo áspero de chaparros y rebollos. Alrededor, ya en una extensión inconmensurable de cara al sur y al poniente, los campos yermos de la paramera, a los que nunca faltó como milagro de esta tierra extremada, la gracia de sus cuartelillos de cereal en los bajos, el verdiza1 o la pradera.
Encontraría, no muy tarde por estas mismas afueras, a otro señor de Mucho más ameno carácter que el anterior. Nuestro hombre se llama Fernando Martínez Lozano, setenta y ocho años colgados de su cuerpo de buena planta y de profesión alguacil. Don Fernando, a poco que vaya tomando amistad con el forastero, le abrirá de par en par las puertas de Hombrados, y será su guía después hasta el momento mismo de abandonar la villa, un par de horas más tarde de haberlo encontrado, providencialmente, por las eras altas.
- Mall campo, mire usted. Aquí, cuando la primavera viene seca, no se coge ni la simiente. Cuando llueve en mayo, la cosa cambia, ya lo creo. ¡Menuda cosecha venía este año!
- ¿Tienen maquinaria suficiente para trabajarlo?
- Sí hombre. Los ocho o diez jóvenes que quedan en el pueblo, tienen todos su tractor. Los viejos, ya sabe usted, con la jubilación para ir tirando.
- Todos estos llanos hasta lo de Campillo son muy bonitos, ¿no le parece?
- A eso de abajo le decimos la Fuente del Ojo y el Colmenero.
- ¿Y aquella casita blanca que se ve en el cerro?
- Es la ermita de San Segundo. A todos los que vienen por aquí les llama la atención.
- Debe de ser el patrón del pueblo, ¿verdad?
- No señor; el patrón del pueblo es San Agustín, que le hacemos una buena fiesta el 28 de agosto. Al cerrillo de San Segundo hacemos una romería y nos traemos al santo. Ahora lo tenemos en el pueblo, y más adelante lo volveremos a llevar otra vez.
Pasamos de regreso junto a la iglesia, pequeña, bien conservada, desde cuyo atrio comienza el pueblo a extenderse solana abajo. La iglesia de Hombrados está rematada .por una artística cruz de forja, en torno a la cuál planean bien de mañana las bandadas de vencejos estrepitosos.
- Lo que más falto de atención encuentro son las calles.
- Es que, no sabe usted el montón de cuartos que se necesitan para cementarlas. ¿No ve que no somos casi vecinos? Si seremos veinticinco vecinos de fijo. En el mes de agosto somos algunos más de cien.
Hombrados es todo él un pueblo luminosamente ocre: el suelo donde pisamos, las paredes de las casas, los tejados, teñidos por el pegajoso colorín de la tierra ambiente. El señor Fernando, el alguacil, me dice que los pajares extramuros se acabarán hundiendo.
- Sí señor; y sin tardar mucho. La gente se ha ido y nadie les hace caso...; usted me dirá.
Un colchonero de Zaragoza recorre, con el estruendo de la megafonía a todo volumen, la calidad de su producto por las calles de Hombrados. A los pies de la, iglesia se crían, en un pequeño jardín de rincón, los rosales, las doradas caléndulas de verano y las lilas. El alguacil me invita a bajar con él hasta la ermita de la Soledad. Cuando el hombre se acerca a una casa, próxima en busca de la llave, el alcalde, Andrés Herranz, me saluda en la plazuela y se una a nosotros para bajar.
Es por el que vamos un camino desolado, sin sombras, por el que nadie transita; un camino por el que durante siglos enteros se paseo la devoción de Hombrados con confidencias y oraciones a flor de labios dedicadas a la Señora.
- Pues, no crea, que se pusieron dos filas de acacias y no ha subido a colmo ninguna. Es lo que mejor va para dar sombra. Habrá que intentarlo otra vez, a ver qué pasa.
Los sembrados de la Veguilla se ven desde arriba como pálidos, agostados, muertos de sed. Algo más lejos se alcanza a ver el cauce exangüe del Royo, el pequeño riachuelo que, cuando lleva agua, la deposita graciosamente en la caja de el Gallo, por las inmediaciones de Morenilla.
- Pero baja el pobre que da pena.
Llegamos enseguida a la ermita de la Soledad. Es una muestra magnífica del arte religioso popular del siglo diecisiete, levantada a honor y honra de Jesús y de Santa María, cuyos anagramas figuran grabados sobre la piedra del dintel, junto a la fecha de 1798. En el interior, mucho más amplio que la ermita convencional que conocemos, hay una sola nave con crucero, presidida, por la venerada imagen de la Soledad y otra de Jesús Nazareno. Colgaduras tejidas en las paredes, estampas y exvotos sin más valor que el cariño de quines los donaron, y una curiosa colección de oleos del dieciocho representando escenas del Vía Crucis, pintados por vecinos de Hombrados, según se ha ce constar en la leyenda que figura escrita en cada pie, con aires manifiestos de pintor bisoño.
Al regreso, nos ha comenzado a soplar un ligero vientecillo por la espalda. Los abuelos pasean de buena mañana a la sombra de los sillares areniscos del frontón. La pequeña plaza de Hombrados conserva su aire antiguo de noblezas pretéritas, sellado con piedra heráldica en el frontal de la casona de los González Chantos y Ollauri, donde debió de nacer, más de dos siglos atrás, don Diego Eugenio, historiador, catedrático, canónigo en su tiempo de la catedral de Sigüenza.
El teleclub, en la calle de la Iglesia, tiene una curiosa terraza con material recreativo para la niñez. En su interior, una sala espaciosa y limpia con nutrido mostrador donde hay de todo, Juan Herranz me sirve una botella de cerveza y un vasito de tinto dulce para el alguacil.
- Deben contar ustedes con el apoyo de toda la gente, creo yo.
- Eso sí. Aquí hay cuatrocientos socios y alguno más.
- De fuera, claro.
- Sí; casi todos viven fuera. Fue la primera asociación que se formó por estos pueblos y está muy bien organizada. Para la fiesta de agosto se pone que no se cabe.
- ¿Abren también en invierno?
- Un poco por las tardes. Es el mejor sitio que hay en el pueblo para distraerse. Los viejos nos pasamos aquí el rato, pegadicos a la estufa hablando de nuestras cosas.
- ¿Y los jóvenes?
- Esos se van a Molina o a Monreal, que se conoce que los tratan mejor.
- Digo yo que les habrá costado mucho conseguir todo esto?
- Pues mire, se empezó a hacer sin un céntimo. Cada uno hizo lo que pudo, y aquí está. Aquello de la pared es el escudo del pueblo.
Juan me habló del aparato de cine y de la biblioteca; pero fue una señora muy amable que se llama Juanita la que tuvo a bien venir ex profeso para que yo la pudiera ver.
- Tenemos ya más de mil libros, mire.
- Yo pienso también que pasan del millar, seguramente que por mucho.
Bien ordenados sobre sus estantes, pero sin numerar. La biblioteca del teleclub tiene una mesa espaciosa de lectura, libros variadísimos en formato y contenido, enciclopedias, y una buena colección de ejemplares antiguos encuadernados en piel.
- Los donó don Máximo, que era canónigo, hijo del pueblo, y quiso dejarlos al morir.
- ¿Y todos estos trofeos?
- Esos son de cuando juegan al fútbol o al mus. No crea que no hay.
Y así el tiempo se nos fue. Uno sale de Hombrados con nostalgia, con la impresión de haber dejado amigos y cosas que probablemente ya no volverá a ver. Es el tributo debido a la generosidad molinesa que el viajero, amante de estas tierras que ahora deja, renueva en cada visita al Real Señorío.
Hombrados, el recio lugar molinés que hoy nos acoge en el silencio casi místico de sus calles desiertas, es pueblo cuyo nombre uno gusta siempre pronunciar con singular respeto. Los chorros de una fuente, el pairón característico de los pueblos del Señorío, y una leve costanilla que nos sube hasta la plaza, dan con nuestra persona en Hombrados cuando la vieja villa comienza a revivir.
Sin detenerme, de momento, en contemplaciones, me he venido a sentar, atravesando el pueblo de costado, a la sombra del vetusto paredón de una de las casillas con que el pueblo se corona por los llanos de las eras, detrás de la iglesia. A mi lado, junto a las hierbas tiernas que todavía conservan el frescor de la noche, conviven las ortigas ponzoñosas, y, más adelante, suave mural1ón que aparta la vida del hombre del hondo de la vega, los cabezos rojizos de la piedra arenisca.
- ¡Buen hombre!... Aquello es la Sierra de Caldereros, ¿verdad usted?
Es un señor tímido, huidizo, que anda como escondiéndose del forastero tras las tapias de los pajares. El hombre ni siquiera contesta a su interlocutor que le habla en tono amable; al contrario, se aleja de él desconfiadamente y se cuela al pueblo por una de las callejuelas más pr6ximas a la iglesia. Uno piensa que fue aquella una pregunta que no debió hacer, que sobradamente sabe él que sí, que aquella es la Sierra de Caldereros, y que la mancha rocosa que se distingue a mitad de vertiente no es otra cosa sino el famoso castillo de Zafra, donde uno pasó las de Caín hará tres años, para subir a las torres en compañía de su amigo don Antonio Gaona, cura a la sazón del vecino Campillo de Dueñas; y la cota más alta, que desde aquí semeja una losa asentada sobre la cresta de la sierra, es el Pico Lituero, techo del pequeño sistema al que uno consigue dominar en su totalidad con un sólo vistazo, faldeado en esta vertiente del mediodía por un bosquecillo áspero de chaparros y rebollos. Alrededor, ya en una extensión inconmensurable de cara al sur y al poniente, los campos yermos de la paramera, a los que nunca faltó como milagro de esta tierra extremada, la gracia de sus cuartelillos de cereal en los bajos, el verdiza1 o la pradera.
Encontraría, no muy tarde por estas mismas afueras, a otro señor de Mucho más ameno carácter que el anterior. Nuestro hombre se llama Fernando Martínez Lozano, setenta y ocho años colgados de su cuerpo de buena planta y de profesión alguacil. Don Fernando, a poco que vaya tomando amistad con el forastero, le abrirá de par en par las puertas de Hombrados, y será su guía después hasta el momento mismo de abandonar la villa, un par de horas más tarde de haberlo encontrado, providencialmente, por las eras altas.
- Mall campo, mire usted. Aquí, cuando la primavera viene seca, no se coge ni la simiente. Cuando llueve en mayo, la cosa cambia, ya lo creo. ¡Menuda cosecha venía este año!
- ¿Tienen maquinaria suficiente para trabajarlo?
- Sí hombre. Los ocho o diez jóvenes que quedan en el pueblo, tienen todos su tractor. Los viejos, ya sabe usted, con la jubilación para ir tirando.
- Todos estos llanos hasta lo de Campillo son muy bonitos, ¿no le parece?
- A eso de abajo le decimos la Fuente del Ojo y el Colmenero.
- ¿Y aquella casita blanca que se ve en el cerro?
- Es la ermita de San Segundo. A todos los que vienen por aquí les llama la atención.
- Debe de ser el patrón del pueblo, ¿verdad?
- No señor; el patrón del pueblo es San Agustín, que le hacemos una buena fiesta el 28 de agosto. Al cerrillo de San Segundo hacemos una romería y nos traemos al santo. Ahora lo tenemos en el pueblo, y más adelante lo volveremos a llevar otra vez.
Pasamos de regreso junto a la iglesia, pequeña, bien conservada, desde cuyo atrio comienza el pueblo a extenderse solana abajo. La iglesia de Hombrados está rematada .por una artística cruz de forja, en torno a la cuál planean bien de mañana las bandadas de vencejos estrepitosos.
- Lo que más falto de atención encuentro son las calles.
- Es que, no sabe usted el montón de cuartos que se necesitan para cementarlas. ¿No ve que no somos casi vecinos? Si seremos veinticinco vecinos de fijo. En el mes de agosto somos algunos más de cien.
Hombrados es todo él un pueblo luminosamente ocre: el suelo donde pisamos, las paredes de las casas, los tejados, teñidos por el pegajoso colorín de la tierra ambiente. El señor Fernando, el alguacil, me dice que los pajares extramuros se acabarán hundiendo.
- Sí señor; y sin tardar mucho. La gente se ha ido y nadie les hace caso...; usted me dirá.
Un colchonero de Zaragoza recorre, con el estruendo de la megafonía a todo volumen, la calidad de su producto por las calles de Hombrados. A los pies de la, iglesia se crían, en un pequeño jardín de rincón, los rosales, las doradas caléndulas de verano y las lilas. El alguacil me invita a bajar con él hasta la ermita de la Soledad. Cuando el hombre se acerca a una casa, próxima en busca de la llave, el alcalde, Andrés Herranz, me saluda en la plazuela y se una a nosotros para bajar.
Es por el que vamos un camino desolado, sin sombras, por el que nadie transita; un camino por el que durante siglos enteros se paseo la devoción de Hombrados con confidencias y oraciones a flor de labios dedicadas a la Señora.
- Pues, no crea, que se pusieron dos filas de acacias y no ha subido a colmo ninguna. Es lo que mejor va para dar sombra. Habrá que intentarlo otra vez, a ver qué pasa.
Los sembrados de la Veguilla se ven desde arriba como pálidos, agostados, muertos de sed. Algo más lejos se alcanza a ver el cauce exangüe del Royo, el pequeño riachuelo que, cuando lleva agua, la deposita graciosamente en la caja de el Gallo, por las inmediaciones de Morenilla.
- Pero baja el pobre que da pena.
Llegamos enseguida a la ermita de la Soledad. Es una muestra magnífica del arte religioso popular del siglo diecisiete, levantada a honor y honra de Jesús y de Santa María, cuyos anagramas figuran grabados sobre la piedra del dintel, junto a la fecha de 1798. En el interior, mucho más amplio que la ermita convencional que conocemos, hay una sola nave con crucero, presidida, por la venerada imagen de la Soledad y otra de Jesús Nazareno. Colgaduras tejidas en las paredes, estampas y exvotos sin más valor que el cariño de quines los donaron, y una curiosa colección de oleos del dieciocho representando escenas del Vía Crucis, pintados por vecinos de Hombrados, según se ha ce constar en la leyenda que figura escrita en cada pie, con aires manifiestos de pintor bisoño.
Al regreso, nos ha comenzado a soplar un ligero vientecillo por la espalda. Los abuelos pasean de buena mañana a la sombra de los sillares areniscos del frontón. La pequeña plaza de Hombrados conserva su aire antiguo de noblezas pretéritas, sellado con piedra heráldica en el frontal de la casona de los González Chantos y Ollauri, donde debió de nacer, más de dos siglos atrás, don Diego Eugenio, historiador, catedrático, canónigo en su tiempo de la catedral de Sigüenza.
El teleclub, en la calle de la Iglesia, tiene una curiosa terraza con material recreativo para la niñez. En su interior, una sala espaciosa y limpia con nutrido mostrador donde hay de todo, Juan Herranz me sirve una botella de cerveza y un vasito de tinto dulce para el alguacil.
- Deben contar ustedes con el apoyo de toda la gente, creo yo.
- Eso sí. Aquí hay cuatrocientos socios y alguno más.
- De fuera, claro.
- Sí; casi todos viven fuera. Fue la primera asociación que se formó por estos pueblos y está muy bien organizada. Para la fiesta de agosto se pone que no se cabe.
- ¿Abren también en invierno?
- Un poco por las tardes. Es el mejor sitio que hay en el pueblo para distraerse. Los viejos nos pasamos aquí el rato, pegadicos a la estufa hablando de nuestras cosas.
- ¿Y los jóvenes?
- Esos se van a Molina o a Monreal, que se conoce que los tratan mejor.
- Digo yo que les habrá costado mucho conseguir todo esto?
- Pues mire, se empezó a hacer sin un céntimo. Cada uno hizo lo que pudo, y aquí está. Aquello de la pared es el escudo del pueblo.
Juan me habló del aparato de cine y de la biblioteca; pero fue una señora muy amable que se llama Juanita la que tuvo a bien venir ex profeso para que yo la pudiera ver.
- Tenemos ya más de mil libros, mire.
- Yo pienso también que pasan del millar, seguramente que por mucho.
Bien ordenados sobre sus estantes, pero sin numerar. La biblioteca del teleclub tiene una mesa espaciosa de lectura, libros variadísimos en formato y contenido, enciclopedias, y una buena colección de ejemplares antiguos encuadernados en piel.
- Los donó don Máximo, que era canónigo, hijo del pueblo, y quiso dejarlos al morir.
- ¿Y todos estos trofeos?
- Esos son de cuando juegan al fútbol o al mus. No crea que no hay.
Y así el tiempo se nos fue. Uno sale de Hombrados con nostalgia, con la impresión de haber dejado amigos y cosas que probablemente ya no volverá a ver. Es el tributo debido a la generosidad molinesa que el viajero, amante de estas tierras que ahora deja, renueva en cada visita al Real Señorío.
(N.A. Agosto, 1983)
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