-¿Qué, de viaje a Nueva York?
-No, sólo voy hasta La Huerce, si la pista me deja, naturalmente.
-Pues, qué sé yo. Está bastante mala. Por la parte de Pinillo hay un poco de asfalto, pero lo demás está de cantos sueltos. Si va despacio, no le digo que no podrá llegar.
Era un señor de Galve, antiguo conocido, que andaba con el hacha al hombro por los aledaños de la ermita del Pinar, donde se venera a la patrona. Atrás el pueblo, con su castillo de los Estúñiga como protector sobre el cerro del camposanto.
La tarde canicular aplana el ambiente de la serranía al hilo de las cinco de la tarde, y el sol se filtra, encendido como lentejuelas entre las copas de los pinos. Poco más adelante las cumbres boscosas y las insólitas depresiones por las que serpentea el camino, dan lugar a un gigantesco anfiteatro que luce hacia el suroeste, alzada sobre la espesa masa forestal, la cima del Ocejón. Luego los ribazos que caen de las pedrizas se revisten de llorona galuga; un regato se cuela invisible bajo el pequeño puente de piedras rodadas a perderse en el barranco; arriba el soplo cadencioso de la tarde mimbre las ramas del pino albar y riza las del rebollo. En lontananza se adivina, tierna aún, fresca como en la misma tarde la Creación, la firma autógrafa del Todopoderoso, artífice de aquel cuadro al natural cargado de vida.
Picachos en punta sobre la ladera, encinas después, visiones paradisíacas siempre, nos van conduciendo a la hoya dantesca en la que reposan las cuatro casas de Valdepinillos, la aldea de bucólica traza colocada con meticulosidad por hados volanderos y gigantes venidos por los aires, años mil -cualquiera sabe- antes de que el hombre tomara posesión de la Tierra.
Hubo un instante en el que el estado lamentable de la pista estuvo a punto de hacerme amorrar, con coche y todo, dentro de una poza de piedras. Enseguida vislumbro los tejados de La Huerce a la solana de un declive bravío, intensamente verde, encendido hasta quemar la carne en la fragua vespertina de los soles de agosto. A la Huerce, unos por otros, le han ido quitando todo el encanto de sus tejados negros que yo conocí veinte años atrás, los de ahora son blancos y vaporosos, discordes, de color de muerte, pegados con pinzas a los sólidos muros de piedra de pizarra por el gris cetrino de la uralita.
-¿No le parece a usted también así, señor Donato?
-Puede que tenga razón, pero la pizarra pesa un disparate y es poco práctica. Eran toneladas de peso lo que las casas soportaban encima y se ha ido sustituyendo poco a poco.
El señor Donato Silvestre estaba sentado sobre un escalón a la puerta de su casa en la plazuela de la fuente, con la gorra uniforme y el pantalón verde de los guardas del ICONA.
-Yo recuerdo que, antes de que se inventaran los actuales agrupamientos de municipios, éste ya era cabecera de comarca, con alcalde y todo.
-Y lo sigue siendo. Al ayuntamiento de La Huerce han pertenecido siempre Valdepinillos y Umbralejo. Ahora, para el caso, sólo Valdepinillos, porque Umbralejo, como lo han dejado para campamentos y cosas de esas, ya no cuenta.
-¿Qué población de hecho queda en el pueblo?
-Puede que seamos diez personas. Yo soy el juez.
-¿Y en Valdepinillos?
-Allí quedan todavía menos.
La fuente pública de La Huerce, lo mismo que la de la plaza, y que la gente, y que el pueblo, es pequeña. La fuente pública se corona sobre el muro de cemento con un botijo embadurnado de charreteras color sangre. Uno piensa que la idea de adornar así la fuente de la plaza fue una idea genial, una idea acertada a todas luces.
-Así que dice usted que a Umbralejo lo han convertido en un campamento. Estará desconocido entonces. Yo lo conocí de piedra negra como la mora.
-A ver; lo compró el ICONA. Cualquiera sabe los miles de duros que se han gastado ahí. En verano se llena de chicos de toda España. Los que hay ahora no sé si han venido desde Albacete.
Cuando el señor Donato Silvestre y un servidor pasaban el rato platicando amigablemente junto a la minúscula barbacana del atrio de la iglesia, vi venir calle abajo a un antiguo conocido. Venía derecho hacia donde estábamos nosotros. Mi amigo de La Huerce se llama Pedro Escribano. Lo conocía hace algunos años cuando ejercía de guarda forestal por estas sierras.
-Eran otros tiempos, ya lo creo –me ha dicho enseguida. Los años no perdonan. Me jubilaron y aquí estamos viviendo con los de mi pueblo.
-Pues que bien. Ahora recuerdo que era usted de aquí. Una sorpresa muy agradable volverle a saludar.
-Aquí estamos más tranquilos y más en paz que todas las cosas. A los chicos los tengo en Madrid, por Alcobendas. En invierno nos vamos también nosotros.
-¡Cómo ha caído La Huerce, señor Pedro!
-Mucho; casi del todo. La causa ha sido más que nada la carretera. La muerte de estos pueblecillos le ha venido por ahí. Aquí tuvimos sacerdote, maestro, secretario, de todo. Cerraron la escuela y esto se vació. Luego, la carretera nos acaba de rematar. No hay derecho. Es vergonzoso que hombres como los demás tengamos que vivir así.
-Desde luego. Llegarse a cualquiera de estos pueblos por carretera es jugarse uno el tipo y el vehículo.
-No salimos ni entra nadie a no ser por una urgencia. La médica viene de Valverde si se le avisa y en casos que merezcan la pena; el panadero de Cantalojas viene cuando lo llamamos por hacernos un favor, y de tienda, nada. Si alguno tiene que salir o nos enteramos de que alguien viene de fuera, a ese le caen todos los encargos. Con una carretera un poco decente podríamos salir a Galve, a la farmacia, en fin…; pero así no hay quien se atreva.
-¿De quién es la culpa?
-De Obras Públicas, no hay otra. La carretera que pasa por aquí es la 170, de Veguillas a Galve de Sorbe. Se inició en 1934, han arreglado algunos tramos, pero lo nuestro está sin terminar. Créame que nos tienen, de verdad, acobardados. Hemos ido a los cincuenta sitios que hay que ir, al presidente Bono y a todos. Buenas palabras, pero nada más.
-Lo creo. Lo que pasa es que a la hora de la verdad, con Valdepinillos incluido, suponen ustedes quince votos, por lo que no resultan rentables a la hora de las urnas. Tienen que comprenderlo.
-Quiere decir que somos ciudadanos de tercera, entonces.
-Hombre, tanto como eso no diría yo, pero casi.
Hay en La Huerce otras cosas más en compensación que el mundo de los poderosos no les podrá arrebatar como bien patrimonial de por vida: lo sublime de esta naturaleza generosa que revienta de grandeza cada mañana ante los ojos de sus moradores, que de tanto mirar a las cumbres altísimas del Ocejón, de Majavieja, del Moroguero, del peñascoso Corralito y de la Peña del Buey, de Las Piquerinas, como un rosario descomunal que les cerca en todas direcciones, llegan a confundir, ¡dichosos de ellos!, la tierra con el cielo. La abundancia de aguas claras y fertilizadoras; el penetrable olor de las estepas y de los pinos cercanos, regalo simpar en este mundo nuestro de contaminaciones y de suciedad como nunca la hubo; la serena claridad de los días y la paz de las almas, casi siempre conformes con su suerte por razones de herencia, indefensas ante el mundanal ruido de más allá de los montes, y felices al fin, felices en toda la extensión del concepto, que no es poca sabiduría.
-Hortaliza, mucha tenemos aquí, y frutales que los hielos nos sacuden de vez en cuando, y colmenas de rica miel cuando los años nos vienen derechos. Judías verdes en julio, y manzanas y peras cuando empieza el otoño, las que se quieran. Los huertos valen cualquier cosa. Mire que patatares más lindos tenemos ahí debajo.
-Si no fuera por el frío, con tanta agua cualquiera sabe lo que podrían sacar aquí.
-Pues no crea. Hace frío, pero no tanto. Quedamos un poco protegidos por los cerros del norte, y cuando sale el sol, aquí se aprovecha todo. Yo recuerdo que, hace más de veinte años, había temporadas en las que a mí me iban las judías después de una primavera más bien fría, y al señor Damián de Cantalojas, en cambio, nada. Hace frío en invierno, pero menos de lo que parece.
-Quiero recordar que la fiesta mayor era el día del Corpus.
-Exactamente. Aquí mismo, donde estamos ahora, en la plaza de la iglesia, se almonedan rosquillas, se hace procesión por el pueblo, se juega a la calva, se tira a la barra, igual que antes. El domingo del Señor, que es el siguiente al día del Corpus, matamos cinco o seis corderos, y a comer chuletas asadas todo el mundo en la plaza de la fuente. Si el día está malo, nos metemos en el ayuntamiento y todo listo.
Por el camino de Umbralejo desciende la riguera por su propio pie, encajada en el tosco canalillo de tierra y de pizarra oscura. A una y otra margen del canal hay huertas de vegetación exuberante, huertecillos minúsculos cuidados con mimo, escalonados según la inclinación que les marca la tierra y sostenidos con paredones de piedra negra dos, tres, cinco veces centenarios. Uno piensa, a la vista de los patatares y de los repletos cuartelillos de judías, de las pomposas nogueras y de las buenas cosechas de frutal, en aquel exótico país del que habla la Biblia y al que el autor sagrado describió, metáfora por clave, como manadero de leche y miel.
-Mire, el pinar que se ve ahí en eso de los Astilejos también es nuestro.
-He visto las calles muy bien arregladas. Resulta un poco chocante, conocida la despreocupación oficial por estos pueblos.
-Bueno, en eso ha tenido que ver la Diputación y ahí la cosa cambia.
-Digo yo que sólo para el mantenimiento del pueblo se necesitan algunos medios. Con sólo cuatro vecinos se verán mal.
-Sí, claro; pero es que tenemos una comunidad a la que pertenecen todos los hijos del pueblo, también los que viven fuera. Ochenta y cuatro socios, con nuestras cuotas y todo para sostener los bienes comunes. Si no fuera por la comunidad esto se hubiera acabado ya.
-Me llevan mis amigos al otro lado del barranco para ver el pueblo completo a cierta distancia y tomar la fotografía que ilustrará en su momento nuestro trabajo. Desde allí uno se da cuenta, efectivamente, de que el pueblo es pequeño y pintoresco, una acertada excusa de habitáculo para hacer más diversa la excelente panorámica que recortan los montes y las depresiones en este irrepetible rincón de la sierra. Abajo la tupida vegetación, casi selvática, de nogales, de castaños, de sargatillos en cuyo ramaje lánguido merodean los caballitos del diablo, y los chopos descomunales que alimenta el arroyo.
-¿Cuánto medirán, más o menos?
-¿Esos chopos dice? De pie a capota andarán con los cuarenta metros.
Un avión a reacción deja extendida sobre los cielos serranos su estela blanca que la tranquilidad de la tarde conservará durante largo rato. Mis amigos, el señor Pedro y el señor Donato, miran desde donde yo estoy con la mano en la frente como quitasol, la soberbia escarpa de jarales por donde está el cementerio en la otra orilla, y las colmenas, y los rebollos de la cuesta. En La Huerce, de puro humilde, hasta la muerte es poesía. De las florecillas lila del camposanto liban las abejas en los atardeceres de estío con un murmullo sutil, que se pierde con el soplo del viento que mimbrea las copas puntiagudas de los chopos arroyo arriba.
-No, sólo voy hasta La Huerce, si la pista me deja, naturalmente.
-Pues, qué sé yo. Está bastante mala. Por la parte de Pinillo hay un poco de asfalto, pero lo demás está de cantos sueltos. Si va despacio, no le digo que no podrá llegar.
Era un señor de Galve, antiguo conocido, que andaba con el hacha al hombro por los aledaños de la ermita del Pinar, donde se venera a la patrona. Atrás el pueblo, con su castillo de los Estúñiga como protector sobre el cerro del camposanto.
La tarde canicular aplana el ambiente de la serranía al hilo de las cinco de la tarde, y el sol se filtra, encendido como lentejuelas entre las copas de los pinos. Poco más adelante las cumbres boscosas y las insólitas depresiones por las que serpentea el camino, dan lugar a un gigantesco anfiteatro que luce hacia el suroeste, alzada sobre la espesa masa forestal, la cima del Ocejón. Luego los ribazos que caen de las pedrizas se revisten de llorona galuga; un regato se cuela invisible bajo el pequeño puente de piedras rodadas a perderse en el barranco; arriba el soplo cadencioso de la tarde mimbre las ramas del pino albar y riza las del rebollo. En lontananza se adivina, tierna aún, fresca como en la misma tarde la Creación, la firma autógrafa del Todopoderoso, artífice de aquel cuadro al natural cargado de vida.
Picachos en punta sobre la ladera, encinas después, visiones paradisíacas siempre, nos van conduciendo a la hoya dantesca en la que reposan las cuatro casas de Valdepinillos, la aldea de bucólica traza colocada con meticulosidad por hados volanderos y gigantes venidos por los aires, años mil -cualquiera sabe- antes de que el hombre tomara posesión de la Tierra.
Hubo un instante en el que el estado lamentable de la pista estuvo a punto de hacerme amorrar, con coche y todo, dentro de una poza de piedras. Enseguida vislumbro los tejados de La Huerce a la solana de un declive bravío, intensamente verde, encendido hasta quemar la carne en la fragua vespertina de los soles de agosto. A la Huerce, unos por otros, le han ido quitando todo el encanto de sus tejados negros que yo conocí veinte años atrás, los de ahora son blancos y vaporosos, discordes, de color de muerte, pegados con pinzas a los sólidos muros de piedra de pizarra por el gris cetrino de la uralita.
-¿No le parece a usted también así, señor Donato?
-Puede que tenga razón, pero la pizarra pesa un disparate y es poco práctica. Eran toneladas de peso lo que las casas soportaban encima y se ha ido sustituyendo poco a poco.
El señor Donato Silvestre estaba sentado sobre un escalón a la puerta de su casa en la plazuela de la fuente, con la gorra uniforme y el pantalón verde de los guardas del ICONA.
-Yo recuerdo que, antes de que se inventaran los actuales agrupamientos de municipios, éste ya era cabecera de comarca, con alcalde y todo.
-Y lo sigue siendo. Al ayuntamiento de La Huerce han pertenecido siempre Valdepinillos y Umbralejo. Ahora, para el caso, sólo Valdepinillos, porque Umbralejo, como lo han dejado para campamentos y cosas de esas, ya no cuenta.
-¿Qué población de hecho queda en el pueblo?
-Puede que seamos diez personas. Yo soy el juez.
-¿Y en Valdepinillos?
-Allí quedan todavía menos.
La fuente pública de La Huerce, lo mismo que la de la plaza, y que la gente, y que el pueblo, es pequeña. La fuente pública se corona sobre el muro de cemento con un botijo embadurnado de charreteras color sangre. Uno piensa que la idea de adornar así la fuente de la plaza fue una idea genial, una idea acertada a todas luces.
-Así que dice usted que a Umbralejo lo han convertido en un campamento. Estará desconocido entonces. Yo lo conocí de piedra negra como la mora.
-A ver; lo compró el ICONA. Cualquiera sabe los miles de duros que se han gastado ahí. En verano se llena de chicos de toda España. Los que hay ahora no sé si han venido desde Albacete.
Cuando el señor Donato Silvestre y un servidor pasaban el rato platicando amigablemente junto a la minúscula barbacana del atrio de la iglesia, vi venir calle abajo a un antiguo conocido. Venía derecho hacia donde estábamos nosotros. Mi amigo de La Huerce se llama Pedro Escribano. Lo conocía hace algunos años cuando ejercía de guarda forestal por estas sierras.
-Eran otros tiempos, ya lo creo –me ha dicho enseguida. Los años no perdonan. Me jubilaron y aquí estamos viviendo con los de mi pueblo.
-Pues que bien. Ahora recuerdo que era usted de aquí. Una sorpresa muy agradable volverle a saludar.
-Aquí estamos más tranquilos y más en paz que todas las cosas. A los chicos los tengo en Madrid, por Alcobendas. En invierno nos vamos también nosotros.
-¡Cómo ha caído La Huerce, señor Pedro!
-Mucho; casi del todo. La causa ha sido más que nada la carretera. La muerte de estos pueblecillos le ha venido por ahí. Aquí tuvimos sacerdote, maestro, secretario, de todo. Cerraron la escuela y esto se vació. Luego, la carretera nos acaba de rematar. No hay derecho. Es vergonzoso que hombres como los demás tengamos que vivir así.
-Desde luego. Llegarse a cualquiera de estos pueblos por carretera es jugarse uno el tipo y el vehículo.
-No salimos ni entra nadie a no ser por una urgencia. La médica viene de Valverde si se le avisa y en casos que merezcan la pena; el panadero de Cantalojas viene cuando lo llamamos por hacernos un favor, y de tienda, nada. Si alguno tiene que salir o nos enteramos de que alguien viene de fuera, a ese le caen todos los encargos. Con una carretera un poco decente podríamos salir a Galve, a la farmacia, en fin…; pero así no hay quien se atreva.
-¿De quién es la culpa?
-De Obras Públicas, no hay otra. La carretera que pasa por aquí es la 170, de Veguillas a Galve de Sorbe. Se inició en 1934, han arreglado algunos tramos, pero lo nuestro está sin terminar. Créame que nos tienen, de verdad, acobardados. Hemos ido a los cincuenta sitios que hay que ir, al presidente Bono y a todos. Buenas palabras, pero nada más.
-Lo creo. Lo que pasa es que a la hora de la verdad, con Valdepinillos incluido, suponen ustedes quince votos, por lo que no resultan rentables a la hora de las urnas. Tienen que comprenderlo.
-Quiere decir que somos ciudadanos de tercera, entonces.
-Hombre, tanto como eso no diría yo, pero casi.
Hay en La Huerce otras cosas más en compensación que el mundo de los poderosos no les podrá arrebatar como bien patrimonial de por vida: lo sublime de esta naturaleza generosa que revienta de grandeza cada mañana ante los ojos de sus moradores, que de tanto mirar a las cumbres altísimas del Ocejón, de Majavieja, del Moroguero, del peñascoso Corralito y de la Peña del Buey, de Las Piquerinas, como un rosario descomunal que les cerca en todas direcciones, llegan a confundir, ¡dichosos de ellos!, la tierra con el cielo. La abundancia de aguas claras y fertilizadoras; el penetrable olor de las estepas y de los pinos cercanos, regalo simpar en este mundo nuestro de contaminaciones y de suciedad como nunca la hubo; la serena claridad de los días y la paz de las almas, casi siempre conformes con su suerte por razones de herencia, indefensas ante el mundanal ruido de más allá de los montes, y felices al fin, felices en toda la extensión del concepto, que no es poca sabiduría.
-Hortaliza, mucha tenemos aquí, y frutales que los hielos nos sacuden de vez en cuando, y colmenas de rica miel cuando los años nos vienen derechos. Judías verdes en julio, y manzanas y peras cuando empieza el otoño, las que se quieran. Los huertos valen cualquier cosa. Mire que patatares más lindos tenemos ahí debajo.
-Si no fuera por el frío, con tanta agua cualquiera sabe lo que podrían sacar aquí.
-Pues no crea. Hace frío, pero no tanto. Quedamos un poco protegidos por los cerros del norte, y cuando sale el sol, aquí se aprovecha todo. Yo recuerdo que, hace más de veinte años, había temporadas en las que a mí me iban las judías después de una primavera más bien fría, y al señor Damián de Cantalojas, en cambio, nada. Hace frío en invierno, pero menos de lo que parece.
-Quiero recordar que la fiesta mayor era el día del Corpus.
-Exactamente. Aquí mismo, donde estamos ahora, en la plaza de la iglesia, se almonedan rosquillas, se hace procesión por el pueblo, se juega a la calva, se tira a la barra, igual que antes. El domingo del Señor, que es el siguiente al día del Corpus, matamos cinco o seis corderos, y a comer chuletas asadas todo el mundo en la plaza de la fuente. Si el día está malo, nos metemos en el ayuntamiento y todo listo.
Por el camino de Umbralejo desciende la riguera por su propio pie, encajada en el tosco canalillo de tierra y de pizarra oscura. A una y otra margen del canal hay huertas de vegetación exuberante, huertecillos minúsculos cuidados con mimo, escalonados según la inclinación que les marca la tierra y sostenidos con paredones de piedra negra dos, tres, cinco veces centenarios. Uno piensa, a la vista de los patatares y de los repletos cuartelillos de judías, de las pomposas nogueras y de las buenas cosechas de frutal, en aquel exótico país del que habla la Biblia y al que el autor sagrado describió, metáfora por clave, como manadero de leche y miel.
-Mire, el pinar que se ve ahí en eso de los Astilejos también es nuestro.
-He visto las calles muy bien arregladas. Resulta un poco chocante, conocida la despreocupación oficial por estos pueblos.
-Bueno, en eso ha tenido que ver la Diputación y ahí la cosa cambia.
-Digo yo que sólo para el mantenimiento del pueblo se necesitan algunos medios. Con sólo cuatro vecinos se verán mal.
-Sí, claro; pero es que tenemos una comunidad a la que pertenecen todos los hijos del pueblo, también los que viven fuera. Ochenta y cuatro socios, con nuestras cuotas y todo para sostener los bienes comunes. Si no fuera por la comunidad esto se hubiera acabado ya.
-Me llevan mis amigos al otro lado del barranco para ver el pueblo completo a cierta distancia y tomar la fotografía que ilustrará en su momento nuestro trabajo. Desde allí uno se da cuenta, efectivamente, de que el pueblo es pequeño y pintoresco, una acertada excusa de habitáculo para hacer más diversa la excelente panorámica que recortan los montes y las depresiones en este irrepetible rincón de la sierra. Abajo la tupida vegetación, casi selvática, de nogales, de castaños, de sargatillos en cuyo ramaje lánguido merodean los caballitos del diablo, y los chopos descomunales que alimenta el arroyo.
-¿Cuánto medirán, más o menos?
-¿Esos chopos dice? De pie a capota andarán con los cuarenta metros.
Un avión a reacción deja extendida sobre los cielos serranos su estela blanca que la tranquilidad de la tarde conservará durante largo rato. Mis amigos, el señor Pedro y el señor Donato, miran desde donde yo estoy con la mano en la frente como quitasol, la soberbia escarpa de jarales por donde está el cementerio en la otra orilla, y las colmenas, y los rebollos de la cuesta. En La Huerce, de puro humilde, hasta la muerte es poesía. De las florecillas lila del camposanto liban las abejas en los atardeceres de estío con un murmullo sutil, que se pierde con el soplo del viento que mimbrea las copas puntiagudas de los chopos arroyo arriba.
(N.A. Septiembre, 1985)
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