Lo que bien pudo ser una tremenda aventura invernal entre los hielos, si el viajero hubiese decidido llegar a Hijes en distinta época del año, no dejó de ser otra cosa que un viaje más, un largo viaje de recreo por aquella comarca hacia la que sintió desde antiguo una especial veneración. Cuando uno decide por fin, después de haber estudiado con atención somera los pros y los contras del viaje, lanzarse camino, conocedor de la difícil condición del terreno y del alma delicada de aquellas buenas gentes, suele partir de tal manera que nada o casi nada le pueda acontecer por sorpresa.
Hijes es un pueblo pequeño, un lugar de la sierra sin mayores aspiraciones que el que le dejen en paz. Contadas con esplendidez no serán más allá de tres docenas de personas las que habitan hoy de continuo en aquel simpático pueblecito de la sierra de Atienza, donde los vientos y las aguas afloran con la misma pureza que en los años que precedieron a la mecanización, donde las mujeres y los hombres guardan dentro de sus pechos un corazón inmenso y un alma de cristal, singularmente susceptible, encantadoramente hermosa.
Un largo pilón de piedra va siguiendo desde su base los muros del pretil en la calle de la Iglesia. Hay dos mujeres sentadas a la sombra que se ocupan con habilidad de una vieja labor de verano. Las dos mujeres de Hijes, doña Victoria y doña Margarita, y el anciano que pasa el rato sentado a su vera sobre el poyo de la casa, don Felipe Villaverde, terminaron por resultar al cabo de un rato amigos, muy amigos del forastero.
–Esto son ajos de la huerta, ¿sabe usted? Los estamos haciendo horcas para guardarlos. Se van trenzando poco a poco sin limpiar, y luego se cuelgan para que se conserven. Este año dicen que van caros en la capital.
–Son hermosos. Yo creo que nunca he visto unas cabezas de ajos tan gordas.
–Es que tenemos una huerta muy buena. Lo mejor que hay en el pueblo es la huerta. Aquí se cría de todo: ajos, cebollas, tomates, judías, nueces muy buenas..., pero, claro, como es un clima frío todo madura maduran muy tarde.
Desde la tranquilidad más absoluta, tomando como observatorio el duro asiento a la sombra de una parra en la calle de la Iglesia, se divisa a lo lejos, como navegando entre la bruma, la nave rocosa del castillo de Atienza. Don Felipe, con el fino sentido del humor que por lo general tienen los hombres de la sierra, abre de nuevo la conversación para sacar al forastero, quién sabe si con intención o sin ella, de aquel sopor de la calina ante el nuevo descubrimiento visual que le ofrece la tarde.
–Mire, todo esto está muy bien, pero en el pueblo estamos empeñaos. Y lo hemos estado siempre y lo seguiremos estando. Así que, no sé lo que va a ser de nosotros.
–Y qué le vamos a hacer –le he dicho. Le advierto que en los tiempos que corren todos andamos un poco a ramal y media manta. La gentes e dedica a gastar más de lo que puede, y el final ya se sabe.
–No hombre, no. Yo no quería decirle eso. Yo quería decirle que el pueblo entero está encima de una peña.
¡Ah, claro! Ni me había dado cuenta. Pues tiene usted razón.
Y así es. El pueblo de Hijes está asentado todo él encima de una plancha colosal de piedra arenisca, de la que debieron tomar en su tiempo los canteros del dieciocho y de siglos anteriores material abundante para levantar los primeros edificios y para labrar, geométricamente perfectos, los cientos de sillares que conforman la fábrica de su iglesia.
–¿Qué río pasa por la huerta?
–Pues mire, la verdad es que no tiene nombre. Es un arroyo que nace en la fuente del Cobo. Por allí atrás hay otro que le dicen el arroyo Pajares. Ese nace en la fuente Chupahuevos, por la Boquilla. A la huerta, para que usted comprenda, lo que le pasa es que está abandonada por falta de manos, pero de aquí se podría sacar mucho más de lo que se saca. Y si no el reloj de la torre, ahí lo tiene, que tampoco va por falta de asistencia. Un día se paró, y como no hay nadie que lo atienda está lo mismo que la huerta.
–¿Y ganado?
–Poco. Lo que hay lo tienen entre dos o tres de los más jóvenes. Los demás ya no podemos pelear con esos bichos.
–¿En qué se distraen ustedes en invierno?
–Pues mire, nos distraemos en pasar un poco de frío, en estar a la lumbre, en salir a la puerta los días que hace sol y en acostarnos en cuanto que anochece. No tenemos otra diversión.
–¿Cuántas casas hay abiertas en este momento, señor Felipe?
–En invierno diez, y muchas de ellas a dos personas cada una. Aquí somos cuatro gatos. Antes sí; antes llegó esto a tener trescientas personas.
Desde la calle de la Iglesia se deja ver inconfundible la cima oscura del Alto Rey desde el barrio de las Peñas. En torno a una mesa redonda, recubierta por un hule con el mapa de España y Portugal dividido en provincias, hay seis mujeres echando una partida de cartas. A las mujeres del barrio de las Peñas no les llama la atención la presencia del forastero. Las mujeres se enseñan las cartas por detrás y apuntan los juegos ganados con una señal de yeso sobre la piedra.
–No me digan que se hacen trampas.
–Para qué. No ve que no nos jugamos nada.
Don Saturnino, solo entre tanto personal del otro género, tuvo a bien soltárseme en seguida en conversación. Creo que fue el único que supo agradecer mi inoportuna presencia junto al corrillo.
–Pues, qué quiere que le diga, aquí se está muy bien. Yo, en cuanto que me jubile en Madrid, que ya me queda poco, no hay quien me saque de aquí. Ésta es mi casa.
Las calles de Hijes están envueltas a esta hora en un silencio total. Por las orillas del pueblo me entretengo en descifrar las firmas y rótulos marcados con cuidada caligrafía sobre la argamasa. Las parideras se sostienen en postura inverosímil sobre los cabezos rocosos por encima de la espesura de olmo y matorral de la huerta de Roque. A la vuelta, junto al escombro y a las zarzamoras que crecen a los mismos pies de las casas deshabitadas, uno se encuentra con el encanto de una parra que cubre de parte a parte la fachada señorial de una vieja casa solariega.
–Que digo yo, chica, que si será ese el señor de las calles.
En la plazuela del Presbítero Moreno Chicharro, está el tajo de las máquinas a presión abriendo zanja entre la piedra arenisca para la traída del agua a las viviendas.
Pero el todo de su noble rusticismo lo tiene Hijes en la Plaza Mayor. Sin llegarlo a sospechar siquiera, uno se encuentra allí con una placita cuadrada, recóndita, evocadora, una placita que entona con centenarias fechas desde la piedra labrada de los dinteles el honroso salmo de su antigüedad. En la plaza de Hijes el visitante descubre formas auténticas y respira aires de la Castilla de capa y antifaz, presentes todavía en cada esquina o en cada alero de las viejas casas que la rodean. Una fuente joven colocada en el punto más apropiado, deja sentir en el silencio de la plaza el murmullo continuo de sus chorros sobre un pilar redondo.
Con la tarde en buenas, y contando con la impagable compañía de don Antonio, el joven cura de Miedes, el adiós definitivo al pueblo lo fue desde la puerta de su iglesia. La pequeña iglesia de Hijes tiene, entre otras cosas, un bellísimo retablo de cargado barroco para el que no resulta fácil encontrar parangón alguno. Está presidido por una hermosa talla de Santa María y dos imágenes coetáneas de los apóstoles San pedro y San Pablo, oscurecidas como todo el conjunto por el humo de las velas y las lamparillas de tantos años, y siglos, de fervor popular.
Hijes es un pueblo pequeño, un lugar de la sierra sin mayores aspiraciones que el que le dejen en paz. Contadas con esplendidez no serán más allá de tres docenas de personas las que habitan hoy de continuo en aquel simpático pueblecito de la sierra de Atienza, donde los vientos y las aguas afloran con la misma pureza que en los años que precedieron a la mecanización, donde las mujeres y los hombres guardan dentro de sus pechos un corazón inmenso y un alma de cristal, singularmente susceptible, encantadoramente hermosa.
Un largo pilón de piedra va siguiendo desde su base los muros del pretil en la calle de la Iglesia. Hay dos mujeres sentadas a la sombra que se ocupan con habilidad de una vieja labor de verano. Las dos mujeres de Hijes, doña Victoria y doña Margarita, y el anciano que pasa el rato sentado a su vera sobre el poyo de la casa, don Felipe Villaverde, terminaron por resultar al cabo de un rato amigos, muy amigos del forastero.
–Esto son ajos de la huerta, ¿sabe usted? Los estamos haciendo horcas para guardarlos. Se van trenzando poco a poco sin limpiar, y luego se cuelgan para que se conserven. Este año dicen que van caros en la capital.
–Son hermosos. Yo creo que nunca he visto unas cabezas de ajos tan gordas.
–Es que tenemos una huerta muy buena. Lo mejor que hay en el pueblo es la huerta. Aquí se cría de todo: ajos, cebollas, tomates, judías, nueces muy buenas..., pero, claro, como es un clima frío todo madura maduran muy tarde.
Desde la tranquilidad más absoluta, tomando como observatorio el duro asiento a la sombra de una parra en la calle de la Iglesia, se divisa a lo lejos, como navegando entre la bruma, la nave rocosa del castillo de Atienza. Don Felipe, con el fino sentido del humor que por lo general tienen los hombres de la sierra, abre de nuevo la conversación para sacar al forastero, quién sabe si con intención o sin ella, de aquel sopor de la calina ante el nuevo descubrimiento visual que le ofrece la tarde.
–Mire, todo esto está muy bien, pero en el pueblo estamos empeñaos. Y lo hemos estado siempre y lo seguiremos estando. Así que, no sé lo que va a ser de nosotros.
–Y qué le vamos a hacer –le he dicho. Le advierto que en los tiempos que corren todos andamos un poco a ramal y media manta. La gentes e dedica a gastar más de lo que puede, y el final ya se sabe.
–No hombre, no. Yo no quería decirle eso. Yo quería decirle que el pueblo entero está encima de una peña.
¡Ah, claro! Ni me había dado cuenta. Pues tiene usted razón.
Y así es. El pueblo de Hijes está asentado todo él encima de una plancha colosal de piedra arenisca, de la que debieron tomar en su tiempo los canteros del dieciocho y de siglos anteriores material abundante para levantar los primeros edificios y para labrar, geométricamente perfectos, los cientos de sillares que conforman la fábrica de su iglesia.
–¿Qué río pasa por la huerta?
–Pues mire, la verdad es que no tiene nombre. Es un arroyo que nace en la fuente del Cobo. Por allí atrás hay otro que le dicen el arroyo Pajares. Ese nace en la fuente Chupahuevos, por la Boquilla. A la huerta, para que usted comprenda, lo que le pasa es que está abandonada por falta de manos, pero de aquí se podría sacar mucho más de lo que se saca. Y si no el reloj de la torre, ahí lo tiene, que tampoco va por falta de asistencia. Un día se paró, y como no hay nadie que lo atienda está lo mismo que la huerta.
–¿Y ganado?
–Poco. Lo que hay lo tienen entre dos o tres de los más jóvenes. Los demás ya no podemos pelear con esos bichos.
–¿En qué se distraen ustedes en invierno?
–Pues mire, nos distraemos en pasar un poco de frío, en estar a la lumbre, en salir a la puerta los días que hace sol y en acostarnos en cuanto que anochece. No tenemos otra diversión.
–¿Cuántas casas hay abiertas en este momento, señor Felipe?
–En invierno diez, y muchas de ellas a dos personas cada una. Aquí somos cuatro gatos. Antes sí; antes llegó esto a tener trescientas personas.
Desde la calle de la Iglesia se deja ver inconfundible la cima oscura del Alto Rey desde el barrio de las Peñas. En torno a una mesa redonda, recubierta por un hule con el mapa de España y Portugal dividido en provincias, hay seis mujeres echando una partida de cartas. A las mujeres del barrio de las Peñas no les llama la atención la presencia del forastero. Las mujeres se enseñan las cartas por detrás y apuntan los juegos ganados con una señal de yeso sobre la piedra.
–No me digan que se hacen trampas.
–Para qué. No ve que no nos jugamos nada.
Don Saturnino, solo entre tanto personal del otro género, tuvo a bien soltárseme en seguida en conversación. Creo que fue el único que supo agradecer mi inoportuna presencia junto al corrillo.
–Pues, qué quiere que le diga, aquí se está muy bien. Yo, en cuanto que me jubile en Madrid, que ya me queda poco, no hay quien me saque de aquí. Ésta es mi casa.
Las calles de Hijes están envueltas a esta hora en un silencio total. Por las orillas del pueblo me entretengo en descifrar las firmas y rótulos marcados con cuidada caligrafía sobre la argamasa. Las parideras se sostienen en postura inverosímil sobre los cabezos rocosos por encima de la espesura de olmo y matorral de la huerta de Roque. A la vuelta, junto al escombro y a las zarzamoras que crecen a los mismos pies de las casas deshabitadas, uno se encuentra con el encanto de una parra que cubre de parte a parte la fachada señorial de una vieja casa solariega.
–Que digo yo, chica, que si será ese el señor de las calles.
En la plazuela del Presbítero Moreno Chicharro, está el tajo de las máquinas a presión abriendo zanja entre la piedra arenisca para la traída del agua a las viviendas.
Pero el todo de su noble rusticismo lo tiene Hijes en la Plaza Mayor. Sin llegarlo a sospechar siquiera, uno se encuentra allí con una placita cuadrada, recóndita, evocadora, una placita que entona con centenarias fechas desde la piedra labrada de los dinteles el honroso salmo de su antigüedad. En la plaza de Hijes el visitante descubre formas auténticas y respira aires de la Castilla de capa y antifaz, presentes todavía en cada esquina o en cada alero de las viejas casas que la rodean. Una fuente joven colocada en el punto más apropiado, deja sentir en el silencio de la plaza el murmullo continuo de sus chorros sobre un pilar redondo.
Con la tarde en buenas, y contando con la impagable compañía de don Antonio, el joven cura de Miedes, el adiós definitivo al pueblo lo fue desde la puerta de su iglesia. La pequeña iglesia de Hijes tiene, entre otras cosas, un bellísimo retablo de cargado barroco para el que no resulta fácil encontrar parangón alguno. Está presidido por una hermosa talla de Santa María y dos imágenes coetáneas de los apóstoles San pedro y San Pablo, oscurecidas como todo el conjunto por el humo de las velas y las lamparillas de tantos años, y siglos, de fervor popular.
(N.A. Agosto, 1981)
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