A medida que uno se aproxima al pueblo por la complicada carretera que hasta sus mismas puertas nos lleva desde Congostrina, aparece de improviso a nuestro alrededor uno de los más característicos detalles de la sierra que por allí comienza y que en otros lugares -tierra adentro- tomará papeles de protagonista: la piedra gneis y la pizarra. Hiendelaencina, para las gentes de la comarca, es un nombre impopular, casi ignorado. Al pueblo se le conoce por Las Minas; denominación un tanto clandestina y no apta, si se quiere, para membrete oficial de Secretaría, pero mucho más significativa y familiar.
En un lugar escogido del páramo, entre los chopos que se apiñan siguiendo el curso de cualquier riato, las oscuras parideras extramuros y las casonas distinguidas y coloristas del casco urbano, surge el conjunto municipal que resguarda por el norte la mole montañosa del Alto Rey.
A la entrada de Las Minas hay huertos de patatas, de judías encañadas, de cebollares y de zarzamoras, desde donde el pueblo ofrece en las primeras horas del día una visión impresionista, con acacias amarillentas y tejados rojioscuros como un lienzo de Pissarro. En las rastrojeras mordisquean con desgana una pareja de mulillas junto al
camino. Más adelante, ya junto a las primeras casas, dos hombres con mono azul trabajan sobre unas puertas metálicas a las que sólo les falta pintar.
–Pues sí, señor. Nosotros, para el caso, no tocamos más que la carpintería metálica.
–¿Hay alguna otra industria en el pueblo?
–--Sí, hombre; claro que hay. Tenemos una panadería que abastece a toda la comarca, una serrería con seis u ocho empleados, cerca de veinte camiones de gran tonelaje y, luego, lo de las minas.
–Ya. Pero las minas están paralizadas desde hace muchos años, ¿no?
–Bueno. Estas minas fueron las mejores, no sólo de Europa, sino de todo el mundo, en la calidad de la plata que se sacaba. Han estado paradas mucho tiempo, pero ahora llevamos unos años en que siguen llevándose mineral de aquí.
–¿Qué clase de mineral?
–Pues mire: si le digo la verdad, no lo sabemos; pero cada semana se llevan un camión de más de veinte toneladas, que yo no sé lo que sacarán de ahí. Creo que sacarán plata. ¿Qué va a ser, si no?
–¿Es grande el pueblo?
–En invierno tendrá unas trescientas personas. Cuando llegan los meses de julio y agosto, esto se pone con dos mil.
– ¿Y cómo los acomodan?
– ¡Ah! Cualquiera sabe. La gente se mete donde puede.
Antonio y Pablo Alonso, los herreros de Hiendelaencina, alcalde el primero, y hermano del primero el segundo, continuaron con la soldadura ultimando detalles en su trabajo.
Un grupo de mujeres guardan su turno detrás de la furgoneta de un frutero que tiene abierto su establecimiento ambulante a la sombra de un árbol en la placeta del barrio de Cisneros. El vendedor y las mujeres han organizado su pequeño guirigay entonando, cada uno bajo su punto de vista, la eterna cantinela de los precios, de los abusos y de la cesta de la compra.
–Señora, ¿usted me lo dice o me lo cuenta? El precio y la calidad que lleva en la bolsa no lo encuentra usted ni en Madrid ni en San Petersburgo. Así que deje de llorar y a otra cosa.
- ¡Hala, hala! Que no sois todos más que unos granujas.
Por encima de la puerta principal, en una casona elegante con jardín, hay un azulejo muy artístico que dice: "Aquí vivió el actor Antonio Puga". Cuando llegan estos casos, uno lamenta no ser más versado en tantas cosas como quisiera, incluso en vidas de actores. La verdad es que en el pueblo tampoco me dieron demasiadas explicaciones acerca de quién fue aquel señor.
–Oiga usted, señora, ¿quién era este hombre?
–Ese era un actor que vivió en esta casa.
–¡Ah!
Las Minas tiene una plaza espectacular, muy hermosa. Hasta ahora es la plaza de pueblo más grande que yo he visto. Una plaza de corte rectangular en cuyo centro se destaca, entre zona de jardín y pasillos empedrados, su fuente redonda. En la plaza están, además de los bares de siempre, la farmacia y la fachada simétrica y retocada de su iglesia parroquial. Hay un monolito conmemorativo como homenaje perpetuo a un investigador del pasado siglo: "Santa Cecilia. Primera mina de plata descubierta en este término por don Pedro Estevan Goriz en 2 de junio. Año de 1844", dice sobre la piedra.
Pasada la iglesia hay otra plaza amplia y descuidada que allí dicen El Rastro, con su lonja al fondo, bajo cada uno de sus ocho arcos hay aparcado un coche. En El Rastro se vendió desde hace siglos la carne, cada jueves, a los compradores del pueblo y de fuera de él. Entre una y otra plaza viene, con dirección a la iglesia, don Bienvenido Larriba, joven sacerdote de Hiendelaencina, natural de Tartanedo, quien hace algún tiempo tuvo la feliz idea de implantar en el pueblo un Vía Crucis viviente en el que intervienen como actores parte de los vecinos.
–¿Cuándo fue esto, don Bienvenido?
–Empezamos en el 72 y la han acogido muy bien. Cada vez acude más gente de fuera, y si se le da un poco de publicidad, vendrán todavía más.
–¿Qué día hacen la representación?
–La hacemos siempre el día de Viernes Santo, por la mañana.
–¿Se siente responsable el pueblo con sus papeles?
–Desde luego. Intervienen unas sesenta personas de las que viven aquí habitualmente y de las del fin de semana. El inconveniente es ahora la falta de tiempo para ensayar, pues, como a los estudiantes les dan las vacaciones el Miércoles Santo, sólo podemos ensayar dos días. La gente se toma en serio los papeles y no hay problemas a la hora de repartirlos. Suelen protestar los que hacen de ladrón y hay reacios a cogerlos, no sé por qué.
–¿En qué consiste la representación?
–El texto completo no es más de cuatro folios en total, que la gente se lo aprende en seguida. Empezamos con la entrada en Jerusalén y terminamos con el descendimiento. Se representa con mucha seriedad, hasta el punto que, sobre todo en la crucifixión, siempre hay personas que lloran.
–¿Emplean vestuario de la época?
–No tenemos vestuario. Cada uno se lo hace como puede. Una empresa me ha dicho que este año nos regalaría trajes para los soldados romanos. Veremos.
–¡Cuál es el escenario?
–La plaza. Luego, la crucifixión se hace en las afueras del pueblo.
A poca distancia, en la carretera de Atienza, hay montañas de grava y de tierra removida: son las minas. Andando entre tanta piedrecita argentífera bajo los pies, uno siente la extraña sensación de caminar sobre espejos o lentejuelas que refulgen con el sol. El encargado de los trabajos es un señor parco en palabras y con pocas ganas de agradar a los curiosos. Pude ver, sin que nadie me explicase nada, cómo aquel mineral envuelto en agua iba pasando de un sitio a otro movido por maquinarias potentes preparadas para ese fin. Terminado el proceso. El barro caía sobre una pilastra fuera de la nave.
La mirada desde allí, desde las que fueron las minas de plata de Hiendelaencina, es diáfana y fresca durante las últimas mañanas del verano. Al lado los edificios destruidos de las viejas instalaciones, evocan al visitante unos tiempos que nunca llegó a conocer, cuando de sus entrañas sacaban a la luz la abundancia de su tesoro oculto.
En un lugar escogido del páramo, entre los chopos que se apiñan siguiendo el curso de cualquier riato, las oscuras parideras extramuros y las casonas distinguidas y coloristas del casco urbano, surge el conjunto municipal que resguarda por el norte la mole montañosa del Alto Rey.
A la entrada de Las Minas hay huertos de patatas, de judías encañadas, de cebollares y de zarzamoras, desde donde el pueblo ofrece en las primeras horas del día una visión impresionista, con acacias amarillentas y tejados rojioscuros como un lienzo de Pissarro. En las rastrojeras mordisquean con desgana una pareja de mulillas junto al
camino. Más adelante, ya junto a las primeras casas, dos hombres con mono azul trabajan sobre unas puertas metálicas a las que sólo les falta pintar.
–Pues sí, señor. Nosotros, para el caso, no tocamos más que la carpintería metálica.
–¿Hay alguna otra industria en el pueblo?
–--Sí, hombre; claro que hay. Tenemos una panadería que abastece a toda la comarca, una serrería con seis u ocho empleados, cerca de veinte camiones de gran tonelaje y, luego, lo de las minas.
–Ya. Pero las minas están paralizadas desde hace muchos años, ¿no?
–Bueno. Estas minas fueron las mejores, no sólo de Europa, sino de todo el mundo, en la calidad de la plata que se sacaba. Han estado paradas mucho tiempo, pero ahora llevamos unos años en que siguen llevándose mineral de aquí.
–¿Qué clase de mineral?
–Pues mire: si le digo la verdad, no lo sabemos; pero cada semana se llevan un camión de más de veinte toneladas, que yo no sé lo que sacarán de ahí. Creo que sacarán plata. ¿Qué va a ser, si no?
–¿Es grande el pueblo?
–En invierno tendrá unas trescientas personas. Cuando llegan los meses de julio y agosto, esto se pone con dos mil.
– ¿Y cómo los acomodan?
– ¡Ah! Cualquiera sabe. La gente se mete donde puede.
Antonio y Pablo Alonso, los herreros de Hiendelaencina, alcalde el primero, y hermano del primero el segundo, continuaron con la soldadura ultimando detalles en su trabajo.
Un grupo de mujeres guardan su turno detrás de la furgoneta de un frutero que tiene abierto su establecimiento ambulante a la sombra de un árbol en la placeta del barrio de Cisneros. El vendedor y las mujeres han organizado su pequeño guirigay entonando, cada uno bajo su punto de vista, la eterna cantinela de los precios, de los abusos y de la cesta de la compra.
–Señora, ¿usted me lo dice o me lo cuenta? El precio y la calidad que lleva en la bolsa no lo encuentra usted ni en Madrid ni en San Petersburgo. Así que deje de llorar y a otra cosa.
- ¡Hala, hala! Que no sois todos más que unos granujas.
Por encima de la puerta principal, en una casona elegante con jardín, hay un azulejo muy artístico que dice: "Aquí vivió el actor Antonio Puga". Cuando llegan estos casos, uno lamenta no ser más versado en tantas cosas como quisiera, incluso en vidas de actores. La verdad es que en el pueblo tampoco me dieron demasiadas explicaciones acerca de quién fue aquel señor.
–Oiga usted, señora, ¿quién era este hombre?
–Ese era un actor que vivió en esta casa.
–¡Ah!
Las Minas tiene una plaza espectacular, muy hermosa. Hasta ahora es la plaza de pueblo más grande que yo he visto. Una plaza de corte rectangular en cuyo centro se destaca, entre zona de jardín y pasillos empedrados, su fuente redonda. En la plaza están, además de los bares de siempre, la farmacia y la fachada simétrica y retocada de su iglesia parroquial. Hay un monolito conmemorativo como homenaje perpetuo a un investigador del pasado siglo: "Santa Cecilia. Primera mina de plata descubierta en este término por don Pedro Estevan Goriz en 2 de junio. Año de 1844", dice sobre la piedra.
Pasada la iglesia hay otra plaza amplia y descuidada que allí dicen El Rastro, con su lonja al fondo, bajo cada uno de sus ocho arcos hay aparcado un coche. En El Rastro se vendió desde hace siglos la carne, cada jueves, a los compradores del pueblo y de fuera de él. Entre una y otra plaza viene, con dirección a la iglesia, don Bienvenido Larriba, joven sacerdote de Hiendelaencina, natural de Tartanedo, quien hace algún tiempo tuvo la feliz idea de implantar en el pueblo un Vía Crucis viviente en el que intervienen como actores parte de los vecinos.
–¿Cuándo fue esto, don Bienvenido?
–Empezamos en el 72 y la han acogido muy bien. Cada vez acude más gente de fuera, y si se le da un poco de publicidad, vendrán todavía más.
–¿Qué día hacen la representación?
–La hacemos siempre el día de Viernes Santo, por la mañana.
–¿Se siente responsable el pueblo con sus papeles?
–Desde luego. Intervienen unas sesenta personas de las que viven aquí habitualmente y de las del fin de semana. El inconveniente es ahora la falta de tiempo para ensayar, pues, como a los estudiantes les dan las vacaciones el Miércoles Santo, sólo podemos ensayar dos días. La gente se toma en serio los papeles y no hay problemas a la hora de repartirlos. Suelen protestar los que hacen de ladrón y hay reacios a cogerlos, no sé por qué.
–¿En qué consiste la representación?
–El texto completo no es más de cuatro folios en total, que la gente se lo aprende en seguida. Empezamos con la entrada en Jerusalén y terminamos con el descendimiento. Se representa con mucha seriedad, hasta el punto que, sobre todo en la crucifixión, siempre hay personas que lloran.
–¿Emplean vestuario de la época?
–No tenemos vestuario. Cada uno se lo hace como puede. Una empresa me ha dicho que este año nos regalaría trajes para los soldados romanos. Veremos.
–¡Cuál es el escenario?
–La plaza. Luego, la crucifixión se hace en las afueras del pueblo.
A poca distancia, en la carretera de Atienza, hay montañas de grava y de tierra removida: son las minas. Andando entre tanta piedrecita argentífera bajo los pies, uno siente la extraña sensación de caminar sobre espejos o lentejuelas que refulgen con el sol. El encargado de los trabajos es un señor parco en palabras y con pocas ganas de agradar a los curiosos. Pude ver, sin que nadie me explicase nada, cómo aquel mineral envuelto en agua iba pasando de un sitio a otro movido por maquinarias potentes preparadas para ese fin. Terminado el proceso. El barro caía sobre una pilastra fuera de la nave.
La mirada desde allí, desde las que fueron las minas de plata de Hiendelaencina, es diáfana y fresca durante las últimas mañanas del verano. Al lado los edificios destruidos de las viejas instalaciones, evocan al visitante unos tiempos que nunca llegó a conocer, cuando de sus entrañas sacaban a la luz la abundancia de su tesoro oculto.
(N.A. Septiembre, 1980)
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