Cuando en el mes de mayo las primeras horas de la tarde se dejan sentir sobre la Alcarria es difícil, o por lo menos casual, cruzarte con alguien en las plazas solar de sus pueblos. En la plaza de Gárgoles sólo se ven dos gallinas que matan su sed con desgana en el pequeño pilar de la fontezuela y una señora entrada en edad que coloca un sillón de mimbres a la sombra de la pared y vuelve a meterse en casa. Desde las eras se ven muy cerca las primeras obras de la nuclear que, sorprendentemente, cogen en línea recta a menos distancia de aquí que del propio pueblo de Trillo, y, un poco a la izquierda, perdidas entre la bruma, se recortan emparejadas e inconfundibles las Tetas de Viana. De nuevo en la plaza, uno piensa que Gárgoles es un pueblo antiguo y, en algunos aspectos, un poco necesitado de atención. Antiguo como aquella casona con cúpula ante cuya fachada chorrea la fuente, y antiguo como el hombre del bastón que me mira desde su casa, sin decidirse a salir.
Hay otra vivienda en la plaza que llama la atención, tanto por su esquinazo a cuchillo como por su balconaje, que el tiempo se ha ido encargando de poner en su tono gris de las maderas viejas.
-Es antigua, ¿verdad?
-Eso parece. ¿Vive alguien dentro?
-Claro que viven. Ahí viven unos que ahora están en Zaragoza. Por dentro han hecho obra y está muy bien. Mire los maderos: igual que cuando los bajaban por el río Tajo. Le decimos la casa del Tío Atilano.
Por fin, don Pío Bachiller, que no pudo resistir la tentación después de tanto mirar, con la ayuda de su bastón de vara se presentó a mi lado en mitad de la plaza. Don Pío fue en sus buenos tiempos cobrador de contribuciones y, según me dijo, nació en Pastrana el 11 de julio de 1904. Hoy, don Pío, desde su cuartel general en la plaza de Gárgoles, contempla una juventud que se marchó tontamente y se ofrece como guía al curioso que, de tarde en tarde, cae por allí con ganas de ver el pueblo.
-Ah, pero la que es buena es ésa grande. Esa casa cualquiera sabe de cuándo data. Yo creo que la hicieron los vicarios, o quién sabe.
-¿Qué tal se vive en Gárgoles?
-Igual que en todos los pueblos. Aquí, lo más bonito es la ribera del Cifuentes, que se ve desde allí detrás.
-Si quiere usted, nos acercamos a verla.
-Sí, hombre. ¡Si yo no tengo otra cosa que hacer!
Despacio, porque las piernas hay veces que a cierta edad no están para demasiadas prisas, nos fuimos charlando hasta detrás de la iglesia desde donde, en una tarde más clara, el panorama debe impresionar.
-Mire la vega. Ahora, con la canícula, no gusta, pero cuando se ponen los frutales en flor y toda la ribera verde, esto es hermoso. Aquí todo lo hace el agua. ¡Tampoco tengo yo cogidos cangrejos en el Cifuentes! Seguro que con un camión no se podrían llevar todos juntos. Pero dicen que ya no hay, y eso es porque le han echado algo al río, o cualquiera sabe. Aquélla que se ve allá es la carretera de Gualda.
-Y aquél, Gargolillos, ¿no?
-No, señor. Aquél es Gárgoles de Arriba, porque les sabe muy mal que le llamen Gargolillos.
-¡Ah! Pues no sabía yo eso.
-Pues sí, señor. Mire; aquí, lo que mata al campo son las escarchas. Este año ya se nos han ido las nogueras. Hasta que no pasa Santa Quiteria y San Urbano, hiela casi todas las mañanas.
Don Pío, con esas ganas de hablar que casi siempre tienen los viejos, se despachó a su gusto. A veces tuve que emplear la astucia para entrar en conversación, incluso para preguntar.
-Esta es la puerta de atrás de la iglesia, que yo creo que no vale mucho. Ya ve usted la de Cifuentes; dicen los que entienden que vale mucho más la de atrás que la de entrada, para que vea. Esta vale menos, ¿verdad?
-Eso creo yo también: que ésta vale menos.
La iglesia, en su interior, es amplia, limpia y ordenada, sin mayores particularidades de historia ni de estilo que merezca la pena reseñar. Allí está la imagen del Santísimo Cristo, que es el Patrón del pueblo y que, como en tantos sitios, tiene su fiesta el 14 de septiembre. El Cristo de Gárgoles es una talla reciente, pintada en ébano, con parte de la cara tapada por el pelo, como el de Velázquez. La Patrona es Santa Lucía.
En la plaza otra vez, una señora bajita y enlutada me mira con atención. Lleva entre las manos un bolso de plástico verde hecho un ovillo.
-Buenas tardes, señora.
-¿Quién es usted?
-Pues… ¡Qué le diría yo! Un enamorado de su pueblo.
-¿Tiene aquí novia?
-No, señora. Eso ya lo pasé.
-Bueno. Pues tanto gusto en conocerle.
De la casona, que al decir de don Pío debieron de hacer los vicarios, vi salir a alguien conocido. Con la satisfacción de lo inesperado, saludé a Bernardo, mi amigo y maestro de Chiloeches. Me contó que aquel edificio fue construido a finales del dieciocho a expensas de un canónigo que, al parecer, hizo dos más con el mismo modelo: uno, en Escamilla, y otro, en Millana. La mayor parte de la casa pertenece hoya su padre político, don Francisco Casado.
-Si te parece, nos damos una vuelta por el campo.
Por la salida hacia Trillo hay cuevas antiquísimas excavadas en la roca donde se guardan desde hace siglos los vinos de su propia cosecha. Los agricultores de Gárgoles se esmeran todavía en el cultivo de la vid y en sus inmediaciones hay viñedos trabajados con gusto y con sentido común.
-Aparte de los cereales, aquí hay mucha viña y mucha huerta. Las verduras, sobre todo las judías, se llevan a vender a la plaza de Guadalajara; y vino hay suficiente para pasar el año y para guardar.
Pero mi descubrimiento aquí fueron las cuevas. Cuarenta o más metros horadados en la misma piedra con jaraiz y ramificaciones laterales, donde se guardan, clasificados en vasijas de cristal, los ricos sudores de la Alcarria, es otra cuenta sin saldar con los intrusos mahometanos de siglos atrás. En las afueras de Gárgoles, las cuevas sobrepasan el centenar. Son cuevas donde uno debe alumbrar con el candil de aceite mientras el otro chupa de la goma hasta sacar la media azumbre capaz de convertir al más pintado en optimista y soñador, en letífico y parlanchín allá al caer de la tarde.
Después de haber pasado varias horas en Gárgoles. Uno se da cuenta de que se viene sin ver sus perros ponderados y respetuosos, sus hombres que apalean burros en la salida del pueblo, sus niños sin pantalón que hacen cosas extrañas encima de los tejados. La gente de Gárgoles es, pasados treinta años de todo aquello, amable y abierta; tan abierta, que se le trasluce el corazón cuando habla y cuando quiere saber. Sólo una cosa es capaz de alterarles el ánimo, y uno piensa que con razón: las nefastas consecuencias de su incorporación a Cifuentes, que, con el tiempo ha conseguido abrir una herida en la que preferí no hurgar.
Cuando, ya de regreso crucé la plaza por última vez, mi amigo don Pío y unas cuantas señoras recogían sus asientos y sus almohadillas de la solana donde habían pasado la tarde; asientos y almohadillas que volverían a sacar el día siguiente en ese andar monótono y encantador que conlleva la vida de los pueblos.
Hay otra vivienda en la plaza que llama la atención, tanto por su esquinazo a cuchillo como por su balconaje, que el tiempo se ha ido encargando de poner en su tono gris de las maderas viejas.
-Es antigua, ¿verdad?
-Eso parece. ¿Vive alguien dentro?
-Claro que viven. Ahí viven unos que ahora están en Zaragoza. Por dentro han hecho obra y está muy bien. Mire los maderos: igual que cuando los bajaban por el río Tajo. Le decimos la casa del Tío Atilano.
Por fin, don Pío Bachiller, que no pudo resistir la tentación después de tanto mirar, con la ayuda de su bastón de vara se presentó a mi lado en mitad de la plaza. Don Pío fue en sus buenos tiempos cobrador de contribuciones y, según me dijo, nació en Pastrana el 11 de julio de 1904. Hoy, don Pío, desde su cuartel general en la plaza de Gárgoles, contempla una juventud que se marchó tontamente y se ofrece como guía al curioso que, de tarde en tarde, cae por allí con ganas de ver el pueblo.
-Ah, pero la que es buena es ésa grande. Esa casa cualquiera sabe de cuándo data. Yo creo que la hicieron los vicarios, o quién sabe.
-¿Qué tal se vive en Gárgoles?
-Igual que en todos los pueblos. Aquí, lo más bonito es la ribera del Cifuentes, que se ve desde allí detrás.
-Si quiere usted, nos acercamos a verla.
-Sí, hombre. ¡Si yo no tengo otra cosa que hacer!
Despacio, porque las piernas hay veces que a cierta edad no están para demasiadas prisas, nos fuimos charlando hasta detrás de la iglesia desde donde, en una tarde más clara, el panorama debe impresionar.
-Mire la vega. Ahora, con la canícula, no gusta, pero cuando se ponen los frutales en flor y toda la ribera verde, esto es hermoso. Aquí todo lo hace el agua. ¡Tampoco tengo yo cogidos cangrejos en el Cifuentes! Seguro que con un camión no se podrían llevar todos juntos. Pero dicen que ya no hay, y eso es porque le han echado algo al río, o cualquiera sabe. Aquélla que se ve allá es la carretera de Gualda.
-Y aquél, Gargolillos, ¿no?
-No, señor. Aquél es Gárgoles de Arriba, porque les sabe muy mal que le llamen Gargolillos.
-¡Ah! Pues no sabía yo eso.
-Pues sí, señor. Mire; aquí, lo que mata al campo son las escarchas. Este año ya se nos han ido las nogueras. Hasta que no pasa Santa Quiteria y San Urbano, hiela casi todas las mañanas.
Don Pío, con esas ganas de hablar que casi siempre tienen los viejos, se despachó a su gusto. A veces tuve que emplear la astucia para entrar en conversación, incluso para preguntar.
-Esta es la puerta de atrás de la iglesia, que yo creo que no vale mucho. Ya ve usted la de Cifuentes; dicen los que entienden que vale mucho más la de atrás que la de entrada, para que vea. Esta vale menos, ¿verdad?
-Eso creo yo también: que ésta vale menos.
La iglesia, en su interior, es amplia, limpia y ordenada, sin mayores particularidades de historia ni de estilo que merezca la pena reseñar. Allí está la imagen del Santísimo Cristo, que es el Patrón del pueblo y que, como en tantos sitios, tiene su fiesta el 14 de septiembre. El Cristo de Gárgoles es una talla reciente, pintada en ébano, con parte de la cara tapada por el pelo, como el de Velázquez. La Patrona es Santa Lucía.
En la plaza otra vez, una señora bajita y enlutada me mira con atención. Lleva entre las manos un bolso de plástico verde hecho un ovillo.
-Buenas tardes, señora.
-¿Quién es usted?
-Pues… ¡Qué le diría yo! Un enamorado de su pueblo.
-¿Tiene aquí novia?
-No, señora. Eso ya lo pasé.
-Bueno. Pues tanto gusto en conocerle.
De la casona, que al decir de don Pío debieron de hacer los vicarios, vi salir a alguien conocido. Con la satisfacción de lo inesperado, saludé a Bernardo, mi amigo y maestro de Chiloeches. Me contó que aquel edificio fue construido a finales del dieciocho a expensas de un canónigo que, al parecer, hizo dos más con el mismo modelo: uno, en Escamilla, y otro, en Millana. La mayor parte de la casa pertenece hoya su padre político, don Francisco Casado.
-Si te parece, nos damos una vuelta por el campo.
Por la salida hacia Trillo hay cuevas antiquísimas excavadas en la roca donde se guardan desde hace siglos los vinos de su propia cosecha. Los agricultores de Gárgoles se esmeran todavía en el cultivo de la vid y en sus inmediaciones hay viñedos trabajados con gusto y con sentido común.
-Aparte de los cereales, aquí hay mucha viña y mucha huerta. Las verduras, sobre todo las judías, se llevan a vender a la plaza de Guadalajara; y vino hay suficiente para pasar el año y para guardar.
Pero mi descubrimiento aquí fueron las cuevas. Cuarenta o más metros horadados en la misma piedra con jaraiz y ramificaciones laterales, donde se guardan, clasificados en vasijas de cristal, los ricos sudores de la Alcarria, es otra cuenta sin saldar con los intrusos mahometanos de siglos atrás. En las afueras de Gárgoles, las cuevas sobrepasan el centenar. Son cuevas donde uno debe alumbrar con el candil de aceite mientras el otro chupa de la goma hasta sacar la media azumbre capaz de convertir al más pintado en optimista y soñador, en letífico y parlanchín allá al caer de la tarde.
Después de haber pasado varias horas en Gárgoles. Uno se da cuenta de que se viene sin ver sus perros ponderados y respetuosos, sus hombres que apalean burros en la salida del pueblo, sus niños sin pantalón que hacen cosas extrañas encima de los tejados. La gente de Gárgoles es, pasados treinta años de todo aquello, amable y abierta; tan abierta, que se le trasluce el corazón cuando habla y cuando quiere saber. Sólo una cosa es capaz de alterarles el ánimo, y uno piensa que con razón: las nefastas consecuencias de su incorporación a Cifuentes, que, con el tiempo ha conseguido abrir una herida en la que preferí no hurgar.
Cuando, ya de regreso crucé la plaza por última vez, mi amigo don Pío y unas cuantas señoras recogían sus asientos y sus almohadillas de la solana donde habían pasado la tarde; asientos y almohadillas que volverían a sacar el día siguiente en ese andar monótono y encantador que conlleva la vida de los pueblos.
(N.A. Mayo, 1980)
1 comentario:
Me ha gustado mucho el reportaje, Pío Bachiller es mi bisabuelo y aunque murió antes de que yo naciera, mi abuela me ha contado siempre anécdotas de él. Gárgoles de Abajo es un pueblo pequeño y tranquilo, que, para alguien de mi edad, nací en 1989, resulta aburrido para pasar el verano pero que para ir a pasar el día de vez en cuando es bastante entretenido y sienta bien, sobre todo si se vive en una gran urbe como Madrid, respirar el aire puro de los pueblos, además está a más o menos hora y media del centro de Madrid y Cifuentes que es un pueblo donde se puede hacer de todo está a unos 5 minutos en coche desde Gárgoles de Abajo.
Un saludo.
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