domingo, 26 de abril de 2009

HUERTAHERNANDO


HUERTAHERNANDO

Después de atravesar siete tipos de paisajes diferentes se accede a estos abruptos descampados donde ahora estoy. Tierras magníficas como escenario de viejos poemas épicos por donde -creo que la Historia lo dice- anduvieron a la gresca moros y cristianos en aquel juego sin fin de la Edad Media. Con los profundos valles del río Ablanquejo a su vera criando pastizal donde aún la Naturaleza es madre, ásperos crestones de matorral rajados en ángulo por húmedas vaguadas en las que se sostiene en pie el olmo moribundo, el huerto ruin y el sauce silvestre, Huertahernando, a caballo de uno de aquellos altos sabineros de aspecto lunar, nos mira estirado por encima del corte rocoso como un viejo dinosaurio hecho piedra, mientras escalamos con lentitud las cuestas del camino que hay que subir hasta darle alcance.
En la moña de una sabina por la ladera se siente el graznido de un grajo. Luego, el corpudo animal de plumaje negro se tira al espacio para esconderse en la oquedad de unas peñas en la parte opuesta del barranco. El pueblo lo domina todo desde su atalaya, mirando avizor por los vanos airosos del campanario.
-¡Será posible!
El gavilán acaba de errar el golpe. El gavilán se ha dejado caer de uñas sobre la bandada de palomas zuritas del rastrojo y no agarró ninguna porque Dios no lo quiso. Los animales han volado despavoridos mientras que la rapaz se quedó in albis con las alas abiertas y las uñas clavadas en un terrón del surco. La escena me ha parecido escalofriante.
Ya arriba, en las puertas del pueblo, como si fuera el solitario torreón de un castillo de leyenda, están los cuatro muros destartalados y sin cubierta de la antigua ermita de San Roque.
-Es que se hundió, ¿sabe usted?
-Ya me lo imagino.
Una señora mayor con temblores en las dos manos dobla debajo de una higuera una sábana de las del ajuar en la calle Mayor. Huertaernando es un pueblo de una sola calle importante, pero muy larga. En medio de esta calle toma cuerpo la Plaza Mayor rodeada de viviendas cómodas, adaptadas para los veraneantes. La plaza está en obras. Al margen de las escandalosas maquinarias de la pavimentación, hay en el mismo centro una fuente con monolito similar a los pairones molineses, una farola como remate y cuatro grifos distribuidos en cruz, uno en cada cara. Los grifos no echan agua. «Se hizo esta obra en 1978, siendo de ayuntamiento: alcalde Bernardo Guerrero Martínez…» En la lista figuran con sus nombres y apellidos otros cuatro ediles más, cuya memoria procura perpetuar una placa negra escrita con impecables caracteres góticos.
-No echa porque está estropeada. Aquí, gracias a Dios, hay agua suficiente para todo el pueblo.
La señora Victorina vive en una casa de la plaza con mucha vegetación. La casa de doña Victorina Romero tiene un patio emparrado que es una bendición; un patio donde hay tiestos y plantas en flor de malva real, un albaricoquero y otro árbol con más pompa, aplatanado, exótico, que ni la dueña ni yo hemos sabido catalogar.
-Pase usted a casa. Pase y tome aunque sólo sea un mal refresco, que vendrá medio deshecho del viaje.
-Muchas gracias. La verdad es que, precisamente por venir cansado, no me apetece tomar nada. Es usted muy amable.
La cocina de la buena mujer es familiar y muy acogedora. Por encima de la chimenea hay dos cazos de cobre y un calentador de cama colocados en espiga. El brillo de aquellos cachivaches en desuso, conseguido a fuerza de dejarse las uñas, paga con creces los trabajos de su dueña por adornar la casa. En otro rincón cuelga de la pared una pata de vaca disecada, con la pezuña y todo su pelo.
-Pues mire usted, es una bota de las de beber vino, pero está tan dura la condenada que no sirve nada más que para tenerla de adorno. Me la trajeron de Sitges, allá por Cataluña.
Acompañando a doña Victorina, pegada al fuego de la chimenea, esta sentada una señora que viste de riguroso luto. Se ve que es una mujer elegante. Viste al estilo de nuestras abuelas, con una blusa cerrada de aquella de volantitos en el cuello que a veces aparecen en las postales de época y en los personajes de don Jacinto Benavente.
-Es mi prima Teodora. Vive en Mazarete y ha venido a pasar unos días en mi casa.
-Tanto gusto. Aburridilla la vida por aquí. Sobre todo cuando el verano se marcha definitivamente.
-De todo hay. No hace mucho que estuvimos de excursión en Santiago de Compostela cincuenta personas de estos pueblos. Nos llevó don Ángel, el sacerdote que atiende lo de Buenafuente.
-Mayores casi todos.
-A ver. También se vinieron con nosotros toda la “juventud” que tiene allí ingresada en la residencia.
-Demasiado lejos, ¿no?
-Sí, bastante lejos; pero a mí no me importaría volver otra vez.
Se dice que en estas tierras difíciles de Huertahernando murió en el campo de batalla el obispo-guerrero don Bernardo de Agén, reconquistador de la ciudad de Sigüenza en tiempos del rey Alfonso VI, iniciador que fue de las obras de la catedral en el siglo XII y, de alguna manera, padre de la actual ciudad seguntina y primero de sus obispos tras la larga pausa de la dominación árabe.
-Me gustaría que me acompañasen -les digo- a conocer algo del pueblo. Aquí tienen que haber cosas que merezcan la pena ver.
-Poco hay. Podemos acercarnos hasta la iglesia y así recorremos todo el pueblo. La iglesia es muy bonita, pero está muy mal. Para arreglarla necesitamos unos cuantos millones de pesetas y no los tenemos.
-Ese es el mal de muchos.
Por el camino me cuenta doña Victorina que la fiesta de San Miguel se sigue celebrando en su día, a finales de septiembre, y que el pueblo en general es más bien pobre, que tienen para comer y pare usted de contar.
En un sitio determinado de la calle Mayor, allá al final a mano derecha, hay en ambos lados del quicio en donde está la leña, una serie de piezas de museo la mar de curiosas: una cabeza de carnero con todo su pelaje y cornamenta como acabada de decapitar, hierros diversos de desconocido utillaje, una piel de jabalí enrollada por encima de los troncos, rosquillas secas y churros arqueados de qué sé yo cuando. Por el ventanuco se ven sobre la pared de dentro en el complicado zaguán, estampas de calendario con los motivos y escenas más peregrinos que uno se pueda imaginar. Un ratoncillo sabio asoma el hocico por una rendija de la puerta y enseguida se vuelva a entrar. La casa es de un tal Alejandro, uno de los que prefieren romper en solitario los moldes establecidos para la vida normal y vivir a su aire. A las vecinas, la conducta del nuevo Robinson no les atrae, no les parece nada de bien.
-Mire, si vivimos puerta por puerta y de ahí salen olores y acuden bichos en verano que muchos días no nos dejan parar. Claro que no nos parece nada de bien.
Doña Victoria, doña Teodora y yo seguimos después buscando el barrio del arrabal por donde está la iglesia. Las vistas al campo desde aquellos lugares son un regalo para los ojos y para los corazones abatidos, ansiosos de horizontes abiertos.
-Si quiere puede pasar al cementerio. Hay un paisaje muy bonito desde allí, pero debíamos levantar la pared un poco más.
El cementerio de Mohernando es el más privilegiado de los que conozco. Por una parte, la muerte espera aquí el momento de la resurrección al amparo de la fe, de al esperanza y de la caridad, pegada a los muros de la iglesia; por otra tiene por sede el más sugestivo mirador que se pueda imaginar, abierto en ancha panorámica a todas las tierras de la provincia en la que la Alcarria, con sus sucesivas sinuosidades, deja de llamarse así para convertirse en la Sierra del Alto Tajo sin aún llegar a serlo. Es un gozo contemplar aquel apoteosis desde el humilde muro que separa a las tumbas y a los lirios del barranco.
-Aquel casón dicen que es obra de moros. Desde lo que es la casa hasta la fuente del barranco, contaba mi abuela que existía un túnel y que por él bajaban los moros a por agua. De niña yo he vivido allí.
Otro aguilucho merodea por encima de los campos que rodean al pueblo. En el atrio de la iglesia hay dos pavos blancos escarbando entre la hierba. Luego el arco de sillería que divide el pretil, la fachada señorial de la iglesia, los contrafuertes, y el leve pórtico en dos partes iguales.
-Un obispo de Astorga nació aquí –me explica doña Victorina. En esa placa de arriba me parece que lo dice.
Es una placa muy pequeña de metal negro. Si se le dedica un poco de tiempo y con buena vista se podrá leer: «Don Nicomedes Belasco Zarza cantó misa en Huertahernando el día 30 de junio de 1897». Uno lamenta disentir, pero tiene entendido que no fue aquel el hijo de la villa que llegó a ser, por su piedad y sabiduría, obispo de la sede leonesa a la que se refirió doña Victorina, sino don Francisco Isidoro Gutiérrez Vigil, y tampoco por aquellas fechas, puesto que los documentos lo registran con más de un siglo de antelación.
En el interior del templo hay una sola nave con crucero. La iglesia está en su interior pintada de blanco. El retablo mayor es pobre y sostiene una imagen de la Asunción de la Virgen.
-El San Miguel nos lo regaló una familia muy distinguida de Tarragona, que tenían un hijo y murió aquí en la guerra.
A mano izquierda del crucero hay una talla muy bonita de la Virgen de la Soledad vestida de blanco. A primera vista, la imagen de la Madre de Dios vestida con aquella indumentaria resulta chocante.
-Sí, es que la acabamos de restaurar en un taller que hay en Horche, y la tenemos aquí un poco provisional.
-Pero si es que la han vestido de novia.
-Claro, pero es que su traje se lo llevó una para hacerle otro nuevo, y mientras que lo traen le hemos puesto éste. Se lo regaló una chica de aquí para que lo lleve debajo del manto.
Las paredes se ven despellejadas a rodales y los muros están tomados por la humedad. A mi acompañante no le falta razón cuando dice que se necesitan unos cuantos millones para arreglarlo todo. El viejo órgano parroquial también se ve destartalado.
-Muchos de los santos que hay los compramos los mozos y mozas en nuestros tiempos haciendo comedias. Así nos tenemos que valer aquí. No hay ni un duro, somos más pobres que las ánimas. Para Semana Santa rifamos un roscón, y lo que se saca va para atenciones de la iglesia.
Don Faustino Moreno, el teniente de alcalde al que saludé de paso junto al juego de pelota, me contó que tenían en proyecto ampliar el frontón y los laterales con piso nuevo, pero que ya veríamos si la cosa se llevaba a colmo o no se llevaba.
-A ver. Todo depende de que desde Guadalajara nos echen una mano o no nos la echen.
Las seis de la tarde. Otoño acabado de entrar. Es buena hora para despedir a los amigos de Huertahernando con toda gratitud. Como siempre, uno no sabe si volverá a verlos alguna vez. Ya con la anochecida en la espalda y en una tarde limpia, entre grana y gris, los valles y barrancos por los que baja el Ablanquejo toman una nueva dimensión: la de los encantamientos.
(N.A. Octubre, 1986)

1 comentario:

alfredo dijo...

He leido emocionado su cronica de Huertahernando y mi corazon se ha estremicido, pues en la actualidad me encuentro escribiendo un Libro desde hace años de este pequeño lugar que es el pueblo de mis padres, siendo Vitorina Romero,que en paz descanse, y que cita en su articulo hermana de mi padre Fernando Romero, que en la actualidad cuenta 83 años.
Me ha entusiasmado y llenado de emocion su lectura y sus recuerdos y lo recojo textual como un excepcional documento que transcribire a mi libro como homenaje a su hermosa labor de haber dado a conocer estos pueblos reconditos en la Nueva Alcarria.
Hoy a pesar del tiempo transcurrido el Alcalde sique siendo el mismo y las vivencias que cuenta, son un soplo de nostalgia imposible de olvidar.
La casa que cita es la de mi abuela y donde nacio mi padre.
El patio de la casa que describe es como decia Machado. "Mi infancia son recuerdos, en este caso del Patio de la casa de Huertahernando"
Nuevamente le agradezco esta interesantisima cronica.
Mi dirección de e.mail es
alfrewin@yahoo.es
Un cordial saludo.
Gracias por haberme recordado
en estas lineas una pequeña porcion de mis recuerdos de juventud
Alfredo ROMERO GUTIERREZ