Había Bajado a comer a las arboledas del Gallo en el Barranco de la Hoz. Las tardes, cuando el otoño comienza a hacerse sentir en las inmediaciones del santuario, tienen en aquel paraje molinés una especial cadencia bajo los riscos. Tardes de un descarnado romanticismo. Tardes para soñar, para adormecerse en un interminable sopor, para extasiarse in aeternum, olvidado en la soledad amarillenta de los chopos, con el murmullo a la vera de las aguas del río que bajan saltarinas colándose por entre las peñas, uniéndose con la paz de su paso, al homenaje de perpetuo cariño que las gentes de Molina vienen dedicando desde tiempos muy antiguos, en aquella inverosímil oquedad de la roca, a la Madre de Dios.
Si se viaja en automóvil, Corduente viene a caer a cuatro minutos escasos de aquel paradisíaco lugar, de cuya hoz tan sólo le separan los pinares de la cuesta del Monte y los altos roqueros de la Cartilla, una tupida extensión de bosque de la que, por el viejo sistema de los cuencos de barro asidos al tronco, se sigue trabajando en estos pueblos para la extracción de la resina.
Al entrar en Corduente uno se encuentra con un pueblo distinguido, elegante, de limpias y adornadas viviendas, de calles cargadas de luz que, partiendo de la Plaza Mayor, se abren en abanico hacia las huertas y acaban por morir junto a un arroyo, junto a una acequia que se pierde bajo la fronda oscura de un nogal. Dos parejas de hombres juegan al guiñote debajo de un árbol junto a la puerta del ayuntamiento bar del telecub, cerca de los arcos, unos jóvenes en traje de faena dormitean apoyados en el tablero de la mesa al lado de la consumición. Se oye de pronto un guirigay que rompe tanta quietud. Afuera, en el pilón de los cuatro caños, dos hombres se acaban de poner como sopas vaciándose el uno al otro sus boinas llenas de agua a manera de cazo. Los dos hombres han roto en carcajadas ante la cómica estampa de su adversario después de la ducha.
- ¡Anda éste! Tanto decirme cobarde, cobarde...¡Toma baño!
Aquel hombre se llamaba Santos, abierto donde los haya y amigable y simpático hasta decir basta. Don Santos Abad cuenta en su pequeña historia con una nutrida lista de trabajo en los campos de Corduente: pastor, agricultor, alguacil del pueblo, y jubilado ya por tiempo indefinido.
- Sí señor; y que lo sea ya por muchos años, que harto le ha tocado a uno trabajar. Un día, arreglando un camino perdí este ojo, y no crea que me pagan ni una gorda por eso. ¿Qué le parece cómo nos divertimos en los pueblos?
- Ya, ya. Pero si se lo hace usted en invierno lo mata de una pulmonía.
- No nombre; estas cosas en invierno no se pueden hacer. En invierno nos tomamos una copa juntos para ir tirando.
- Sabe usted que me gusta su pueblo.
- Si quiere ver cosa buena, acérquese hasta el Barranco. Desde arriba aquello es divino. Vienen a verlo muchos artistas y gente de esa. Yo se lo enseño a todo el mundo, como casi siempre estoy por aquí, por la plaza...
- L barranco claro que lo he visto; pero desde abajo.
- Pues no se preocupe, que si quiere le acompaño. Nos damos un paseo por el pueblo y después le acompaño hasta lo alto del mirador.
Durante estas horas inoportunas de la tarde, el pueblo parece sestear, adormilado en el silencio de la sobremesa. En las esquinas, las placas municipales llevan escritos nombres de vieja raíz: Calle de Trespalacios, Calle Real, del Castillo, de las Eras del Cerro, Calle de la Virgen de la Salud.
- Pues, como le iba diciendo, se vive del campo, pero malamente. Cuando sale un jornal, la gente se va a por él y deja lo demás. Aquí, agua toda la que quiera, y huertos y de todo eso, mucho.
- Usted también tendrá su huertecillo, claro está.
- Sí, solamente un poco de huerto; de lo demás, nada; porque si lo das a hacer te cobran más de lo que coges, y uno no está para esas faenas. Ahora han empezado también con el girasol, ya veremos a ver qué pasa. La tierra, desde luego, es muy buena, pero la gente la tiene parada.
Por la carretera de Zaorejas se anda a gusto entre la sombra del nogal y de las moreras del camino. Campos sembrados de patatas, de judías, de coles, de frutal, que los hábiles hortelanos de Corduente cultivan con singular maestría que les viene por línea de generación.
- Aquello se llama Las Pedrizas, aquel el Barranco, lo otro es el Vallejo Herrería, y eso la Hoya del Val. Mire allá en lo alto de la Cabeza, queríamos que nos huieran puesto el repetidor de televisión, pero no se puso, y así estamos.
- De todas formas, Corduente es un gran pueblo ¿No le parece a usted?
- Pues seguramente que es el mejor de toda la comarca de Molina. Ahí tiene usted el grupo escolar; con comedor, piscina y de todo. Aquí traen chicos de otros pueblos, de Teroleja, de Terraza, y no sé si de alguno más, que comen y todo en el colegio. Ya ve usted si no es eso una comodidad.
- Sí, sí; ya lo creo que es una buena ventaja.
- ¡Ah! Y una vez hicimos una película para la televisión, cuando yo era alguacil.
- No me diga.
- Hombre, claro. Luego la vimos en todas las televisiones del pueblo. A mí me sacan como resinando pinos por la Cuesta del monte. Era sobre cosa de bosques y todo eso.
- Y de cangrejos, ahora nada.
- Nada. Ni uno. En esos años del cangrejo hubo quien hizo cuartos, no crea. Ahora no hay, y se nota que vienen menos veraneantes. La gente venía de fuera, y con lo que sacaba de los cangrejos se pagaba el veraneo, y aún se iban con los bolsillos llenos.
Hasta Corduente se extendió en tiempos la sexma molinesa del Sabinar. En sus alrededores el rey Felipe IV fundó una fábrica de explosivos y proyectiles, con el fin de surtir de material de guerra a los ejércitos de Cataluña y defensa de las costas del Mediterráneo. Más tarde, la actividad industrial debió de inclinarse con preferencia hacia la madera y sus derivados: carbón de roble de las antiguas dehesas del Espinar y de la Hoya del Val, y la fabricación de papel de straza. De todo aquello apenas queda hoy el recuerdo y algunas cuantas reseñas, no muchas, en crónicas y documentos de la época.
- Bueno, pues cuando usted quiera nos vamos para el mirador del Barranco.
Una cerveza, previa a la salida, en el bar de la plaza, nos puso en camino por las pistas que salen del pueblo con dirección a los altos de la Cartilla. Pasada la casa forestal el camino se desvía entre pinos resineros por la cuesta del Monte, y, enseguida, el coche nos había colocado en una leve explanada de fusca a la sombra del pinar, a cuatro pasos de un barandal de ladrillo tosco, desde donde se contempla uno de los más sobrecogedores espectáculos que la mente humana es capaz de imaginar, y que la madre Naturaleza es capaz de legar como regalo perpetuo a los ojos de los hombres, ávidos de impresiones que escapen de tanta ordinariez, de tanta ramplonería como la vida moderna, la del asfalto y la megafonía, la del pensamiento y el automatismo, se obstina en suministrarles, y ellos en aceptar complacidos en el complejo maremagnum de la ciudad.
- Mire, aquella piedra parece la boca del cocodrilo.
Con ojos de águila alcanzamos a ver desde nuestra atalaya a los hombres como machas oscuras que se mueven por la carretera. El río baja escondiendo su cuerpo de serpiente entre los álamos de la ribera, dibujando al pasar las caprichosa formas de la hoz, mientras que en ambas vertientes las rocas y los pinos se entretienen en jugar a lo imposible. Cortes aserrados en brusca verticalidad sobre la piedra de arena; peñascos voladizos que sostienen, lejos de toda lógica, mirando al abismo; agujas gigantes de material rocoso hundidas en el suelo de la hoz, que los vientos y las aguas de muchos siglos se encargaron de pulir en una labor callada y perseverante. Por todas partes el olor profundo a naturaleza limpia, el aroma silvestre de los pinos y de las estepas en la cumbre.
- Aquello tan derecho es “el huso”. Allí subieron unos.
- ¡Y no hay forma de llegar hasta aquí directamente desde el santuario?
- Claro que se puede. Todas estas escaleras que se ven aquí llegan hasta abajo. Hay doscientas y pico. El ingeniero puso unas verjas para que la gente no se pueda caer, pero ya ve, muchas las rompen los jóvenes cuando vienen.
- Yo creo que habrá veces en las que los pastores se dediquen a ver el mundo desde aquí en vez de cuidar del ganado. ¿No?
- Yo he venido mucho. El ganado se encerraba en las cuevas que hay por aquí por debajo de las piedras. Cuando alguna cabra se metía en el precipicio, luego no podría subir y teníamos que sacarla con cuerdas. Las cabras por todo esto, fíjese, de risco en risco. Antiguamente a esta parte le decíamos el Majadal de la Virgen, porque en ese corralillo hundido encerraba su ganado el santero.
Santos y yo permanecimos callados mucho tiempo, andando de acá para allá entre las rocas y las cuevas, a las que es fácil llegar desde nuestra posición privilegiada. Después, como buenos amigos, con las espectaculares imágenes de la hoz en la retina y en la memoria, brindamos con un trago de agua fresquísima de la fuente del Hocino, donde las instalaciones de un campamento juvenil esperan su turno, que volverá de nuevo después de las nieves y de la primavera.
(N.A. de Octubre de 1981)
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