La parada en el santuario de Los Enebrales, seas ferviente o no, es obligatoria para todo el que viaja por estas sierras. La Patrona de Tamajón vigila y bendice las montañas y los pueblos negros del macizo como madre a la que sus hijos, los serranos, honran y veneran en todo tiempo con exquisito fervor. Detrás de la ermita se cierra la Castilla augusta de Somosierra, del Ocejón, de los montes de Riaza, y surgen a uno y otro lado del camino profundas barranqueras de lajas oscuras, donde las jaras y los enebros se hacen los dueños de la situación, pintando el paisaje de un verde sombrío que rizan los vientos alpinos de la media tarde. La carretera se retuerce entre las laderas, salvando todo lo que sea preciso salvar, en un desconcierto que hace pequeño al hombre y reafirma el poderío de las aves rapaces. El paisaje se apodera del ánimo del que viaja.
Se entra al apartado caserío de El Espinar pasada una dehesa con grandes ejemplares de roble, que con la cumbre al otro lado da lugar a una bellísima estampa montaraz. El pueblo sirve de corona con su concha oscura a un altillo, que van recubriendo las malezas y tiene por pie los olmos muertos de un barranco. Para subir hasta el olmo seco de la plaza hay que dar una vuelta desde la fuente extramuros a casi todo el pueblo. El momento es de una indefinible placidez, como si el mundo se acabara de inventar y la naturaleza toda se hubiese puesto al servicio del hombre.
En mitad de la plaza hay un tremendo peñasco, detrás el triste campanario de la iglesia, y casas negras con tejados negros y algunos frontales contrastados de cal. A la sombra, en un rincón de la plaza, medio escondidas, hay dos mujeres haciendo labor.
- ¡Hola! ¡Cuánta tranquilidad y cuánta suerte tienen ustedes!
- Es verdad. Sí, señor. Estamos recogiendo ánimos para cuando nos tengamos que ir a Madrid, que ya será pronto. Aquel es otro cantar.
- Dejarán el pueblo vacío.
- Vacío no, pero casi. Siete personas se van a quedar. Tres vecinos. Alargamos la estancia todo lo que podemos, pero llega un momento en que el frío nos echa.
La señora Donata Mínguez y su vecina me han debido de reconocer. La una me invita, a petición mía, a un trago largo de agua del botijo, y la otra se ha ido, seguramente a dar la novedad al resto del vecindario. Cuando, ya dentro del portal de la señora Donata, tomo el botijo para beber, tengo que salirme fuera porque doy con él en el techo. Las viejas casas serranas son de techo bajo para evitar los fríos del invierno.
- Pues sí. Es una casa de las de antes que la hemos ido arreglando un poco. Ya lo ve.
Las mujeres de esta sierra son muy limpias por lo general. Brillan las grandes losas de pizarra de los suelos dentro de las casas. La tremenda campana de la chimenea ocupa completamente el techo de la cocina y por ella nos entra la luz del día. Desde la ventana del comedor se alcanza a ver muy cerca el pueblecito de Campillejo, la ladera sur del Ocejón, las caídas de Almiruete y la carretera de la sierra por la que en este momento no circula nadie. El hule de la mesa del comedor es un mapa de España dividida en regiones y provincias.
- Aquí se está muy bien –me dice la dueña. Cuando comemos se ve venir el coche del panadero sin levantarnos de la mesa.
- Tuvieron buen gusto al respetar la forma antigua de la cocina.
- Es un poco fría. Nos entra corriente por la puerta.
El zaguán de la casa, cámara o trastero, está tal y como lo fue siempre. Las paredes son de barro rojizo, con maderajes de entramado por armadura. Dentro, como pieza fundamental que en los inviernos crudos sirviese para caldear la casa, el viejo tambor, también de barro, del horno familiar, y las planchas de pizarra del techo encima de nosotros.
- Tendrán goteras con la pizarra.
- Nada, no señor. Ninguna.
Han acudido al cabo de un rato algunas personas más, hombres y mujeres. Gentes muy amables, de conversación amena y sin complejos, incondicionales de sus tradiciones que, medio siglo más tarde desde que desaparecieron, han arrancado sacar del olvido y poner, según dicen, en el primer plano que les corresponde; por lo menos mientras están en el pueblo.
- Hombre, claro que sí. Eso desde luego –me ha dicho Juan José Mínguez.
- ¿Y en qué consisten esas costumbres perdidas?
- Pues jugamos a los bolos y rondamos por todas las casas del pueblo igual que cuando éramos mozos. Ahora, de jubilados, nos hace la misma ilusión que entonces, o todavía más.
- ¿A quién rondan, ya a sus años?
- Pues rondamos a quien hemos rondado siempre: a la Patrona del pueblo y a nuestras mujeres. ¿A quién mejor? Aquí todos somos rondadores, guitarreros, poetas, de todo. Mire, aquí el Victoriano Vicente es uno de los que mejor canta.
- ¿La fiesta del pueblo cuándo es?
- Nuestra fiesta debería ser el 8 de septiembre. Celebramos la Virgen de Lourdes. Lo que pasa es que de unos años a esta parte la hemos tenido que adelantar. Ahora es el tercer domingo de agosto.
Victorino nos sorprende entonces por una jota de ronda:
A la Virgen de Lourdes
le pido yo muy de veras,
que cuando vaya a morir
se ponga en mi cabecera.
- Muy bonita, sí señor. Esas coplas dice que se las saca usted.
- Esa me la saqué yo de mi cabeza, sí señor. Con la guitarra nos suele acompañar el Justo. Entonces es cuando la cosa sale bien.
A la Virgen del Pilar
le pido todos los días,
que cuando llame en el Cielo
me abra la puerta enseguida.
- Yo creo que esa va un poco más al estilo de Aragón.
- A lo mejor sí, pero nos sirve. Esa también la saqué yo de mi cabeza.
Mariano Mínguez pone remate con la tercera copla.
La jota nació en Valencia
Y se crió en Aragón,
Y en el Espinar le dieron
Sentimiento y corazón
- ¡Jo!, Esa es más emocionante aún.
- Bueno, es que los de por aquí somos un poquito artistas.
- Ya me he dado cuenta. ¿Qué tal los inviernos para los que se quedan en el pueblo?
- Bien. Ya no nieva igual que antes, pero no tenemos moscas. Mucho frío.
En el patio de la señora Donata, testigo de nuestra conversación, hay tiestos todavía en flor: dalias, caléndulas, claveles chinos y pericos de los que cierran durante la noche. Al poniente, preparado para servir de escondite al sol que se oculta, el cerro de San Cristóbal, allá por las sierras de Colmenar.
- ¿Cómo se suelen distraer durante el día, además de las rondas?
- Muy bien. Cuando nos apetece jugamos a los bolos. Nos andamos entrenando para los campeonatos.
- ¿Ah, sí?
- Este año quedaron campeones los de Majaelrayo. El año anterior quedamos nosotros.
Con el vecindario reunido casi en su completa totalidad, incluidos tanto los que se quedan en el pueblo como los que pasan el invierno en Madrid, nos damos una vuelta por las dos o tres callejas que enseguida acaban en el campo. Los huertos de los Pilones están rodeados de cercas o paredones de piedra de pizarra. El nombre le viene de una fuente de agua delicada que se seca todos los veranos. En El Espinar, como en Campillo o Campillejo, las calles están debidamente señalizadas en las esquinas con placas con placas nuevas y nombres viejos: Calle del Sol, de la Iglesia, del Norte, de las Eras, de la Plaza, Calle del Campanario; entre todas las calles acogen una veintena de casas. De vez en cuando nos sale al paso algún rincón curiosísimo, con formas y maderas siempre con el color oscuro de la piedra. Como fondo los valles y las cumbres altísimas de la cordillera vecina. Sobre la lomera de los tejados otean las urracas ladronas, no sé si al reclamo de los frutales que por estas latitudes maduran su fruto bien entrado el otoño.
- Es que no puede ser. Muchos años no cuaja la fruta. Cuando la cosa va bien, no sirven las manzanas hasta noviembre, por lo menos, y casi todas se caen gusanas. No ve que no se riegan.
La humildísima iglesia de El Espinar no tiene portada. Se entra bajo un portalejo oscuro. En la madera que sirve de dintel alguien escribió a punta de navaja. «Seizo acosta delvecindario año 1901. Julian n».
- Se conoce que no le cabía el apellido Mínguez y no lo pusieron. La iglesia es del pueblo. No tiene nada que ver con el obispado.
Está completamente vacía. No tiene nada dentro. El altar consiste en algunas tablas clavadas y un paño viejo. El techo maderas carcomidas por las que se cuela la luz de la tarde. El campanillo de tocar a misa queda al descubierto desde el interior. Bajo una escalera que sirve de trastero, hay entre otras cosas una bañera metálica y una media fanega de las de medir el grano. El piso son losas bien labradas de pizarra rectangular.
- ¿Adónde se llevaron los santos?
- Los tenemos guardados en las casas para que no se estropeen. Cuando llueve, el agua cae aquí lo mismo que en la calle.
El Espinar es pueblecito serrano la mar de pintoresco. Depende en lo administrativo de su vecino Campillo de Ranas. La carretera es bastante aceptable para llegar a él, y la distancia desde la Capital relativamente corta. El magnífico espectáculo natural que lo envuelve, la pureza del ambiente en sus días, la amable condición de las gentes que allí habitan, fieles y confiados en palabras vanas y en promesas que nunca se cumplen, son notas que prefiero dejar frescas en la memoria del lector.
Se entra al apartado caserío de El Espinar pasada una dehesa con grandes ejemplares de roble, que con la cumbre al otro lado da lugar a una bellísima estampa montaraz. El pueblo sirve de corona con su concha oscura a un altillo, que van recubriendo las malezas y tiene por pie los olmos muertos de un barranco. Para subir hasta el olmo seco de la plaza hay que dar una vuelta desde la fuente extramuros a casi todo el pueblo. El momento es de una indefinible placidez, como si el mundo se acabara de inventar y la naturaleza toda se hubiese puesto al servicio del hombre.
En mitad de la plaza hay un tremendo peñasco, detrás el triste campanario de la iglesia, y casas negras con tejados negros y algunos frontales contrastados de cal. A la sombra, en un rincón de la plaza, medio escondidas, hay dos mujeres haciendo labor.
- ¡Hola! ¡Cuánta tranquilidad y cuánta suerte tienen ustedes!
- Es verdad. Sí, señor. Estamos recogiendo ánimos para cuando nos tengamos que ir a Madrid, que ya será pronto. Aquel es otro cantar.
- Dejarán el pueblo vacío.
- Vacío no, pero casi. Siete personas se van a quedar. Tres vecinos. Alargamos la estancia todo lo que podemos, pero llega un momento en que el frío nos echa.
La señora Donata Mínguez y su vecina me han debido de reconocer. La una me invita, a petición mía, a un trago largo de agua del botijo, y la otra se ha ido, seguramente a dar la novedad al resto del vecindario. Cuando, ya dentro del portal de la señora Donata, tomo el botijo para beber, tengo que salirme fuera porque doy con él en el techo. Las viejas casas serranas son de techo bajo para evitar los fríos del invierno.
- Pues sí. Es una casa de las de antes que la hemos ido arreglando un poco. Ya lo ve.
Las mujeres de esta sierra son muy limpias por lo general. Brillan las grandes losas de pizarra de los suelos dentro de las casas. La tremenda campana de la chimenea ocupa completamente el techo de la cocina y por ella nos entra la luz del día. Desde la ventana del comedor se alcanza a ver muy cerca el pueblecito de Campillejo, la ladera sur del Ocejón, las caídas de Almiruete y la carretera de la sierra por la que en este momento no circula nadie. El hule de la mesa del comedor es un mapa de España dividida en regiones y provincias.
- Aquí se está muy bien –me dice la dueña. Cuando comemos se ve venir el coche del panadero sin levantarnos de la mesa.
- Tuvieron buen gusto al respetar la forma antigua de la cocina.
- Es un poco fría. Nos entra corriente por la puerta.
El zaguán de la casa, cámara o trastero, está tal y como lo fue siempre. Las paredes son de barro rojizo, con maderajes de entramado por armadura. Dentro, como pieza fundamental que en los inviernos crudos sirviese para caldear la casa, el viejo tambor, también de barro, del horno familiar, y las planchas de pizarra del techo encima de nosotros.
- Tendrán goteras con la pizarra.
- Nada, no señor. Ninguna.
Han acudido al cabo de un rato algunas personas más, hombres y mujeres. Gentes muy amables, de conversación amena y sin complejos, incondicionales de sus tradiciones que, medio siglo más tarde desde que desaparecieron, han arrancado sacar del olvido y poner, según dicen, en el primer plano que les corresponde; por lo menos mientras están en el pueblo.
- Hombre, claro que sí. Eso desde luego –me ha dicho Juan José Mínguez.
- ¿Y en qué consisten esas costumbres perdidas?
- Pues jugamos a los bolos y rondamos por todas las casas del pueblo igual que cuando éramos mozos. Ahora, de jubilados, nos hace la misma ilusión que entonces, o todavía más.
- ¿A quién rondan, ya a sus años?
- Pues rondamos a quien hemos rondado siempre: a la Patrona del pueblo y a nuestras mujeres. ¿A quién mejor? Aquí todos somos rondadores, guitarreros, poetas, de todo. Mire, aquí el Victoriano Vicente es uno de los que mejor canta.
- ¿La fiesta del pueblo cuándo es?
- Nuestra fiesta debería ser el 8 de septiembre. Celebramos la Virgen de Lourdes. Lo que pasa es que de unos años a esta parte la hemos tenido que adelantar. Ahora es el tercer domingo de agosto.
Victorino nos sorprende entonces por una jota de ronda:
A la Virgen de Lourdes
le pido yo muy de veras,
que cuando vaya a morir
se ponga en mi cabecera.
- Muy bonita, sí señor. Esas coplas dice que se las saca usted.
- Esa me la saqué yo de mi cabeza, sí señor. Con la guitarra nos suele acompañar el Justo. Entonces es cuando la cosa sale bien.
A la Virgen del Pilar
le pido todos los días,
que cuando llame en el Cielo
me abra la puerta enseguida.
- Yo creo que esa va un poco más al estilo de Aragón.
- A lo mejor sí, pero nos sirve. Esa también la saqué yo de mi cabeza.
Mariano Mínguez pone remate con la tercera copla.
La jota nació en Valencia
Y se crió en Aragón,
Y en el Espinar le dieron
Sentimiento y corazón
- ¡Jo!, Esa es más emocionante aún.
- Bueno, es que los de por aquí somos un poquito artistas.
- Ya me he dado cuenta. ¿Qué tal los inviernos para los que se quedan en el pueblo?
- Bien. Ya no nieva igual que antes, pero no tenemos moscas. Mucho frío.
En el patio de la señora Donata, testigo de nuestra conversación, hay tiestos todavía en flor: dalias, caléndulas, claveles chinos y pericos de los que cierran durante la noche. Al poniente, preparado para servir de escondite al sol que se oculta, el cerro de San Cristóbal, allá por las sierras de Colmenar.
- ¿Cómo se suelen distraer durante el día, además de las rondas?
- Muy bien. Cuando nos apetece jugamos a los bolos. Nos andamos entrenando para los campeonatos.
- ¿Ah, sí?
- Este año quedaron campeones los de Majaelrayo. El año anterior quedamos nosotros.
Con el vecindario reunido casi en su completa totalidad, incluidos tanto los que se quedan en el pueblo como los que pasan el invierno en Madrid, nos damos una vuelta por las dos o tres callejas que enseguida acaban en el campo. Los huertos de los Pilones están rodeados de cercas o paredones de piedra de pizarra. El nombre le viene de una fuente de agua delicada que se seca todos los veranos. En El Espinar, como en Campillo o Campillejo, las calles están debidamente señalizadas en las esquinas con placas con placas nuevas y nombres viejos: Calle del Sol, de la Iglesia, del Norte, de las Eras, de la Plaza, Calle del Campanario; entre todas las calles acogen una veintena de casas. De vez en cuando nos sale al paso algún rincón curiosísimo, con formas y maderas siempre con el color oscuro de la piedra. Como fondo los valles y las cumbres altísimas de la cordillera vecina. Sobre la lomera de los tejados otean las urracas ladronas, no sé si al reclamo de los frutales que por estas latitudes maduran su fruto bien entrado el otoño.
- Es que no puede ser. Muchos años no cuaja la fruta. Cuando la cosa va bien, no sirven las manzanas hasta noviembre, por lo menos, y casi todas se caen gusanas. No ve que no se riegan.
La humildísima iglesia de El Espinar no tiene portada. Se entra bajo un portalejo oscuro. En la madera que sirve de dintel alguien escribió a punta de navaja. «Seizo acosta delvecindario año 1901. Julian n».
- Se conoce que no le cabía el apellido Mínguez y no lo pusieron. La iglesia es del pueblo. No tiene nada que ver con el obispado.
Está completamente vacía. No tiene nada dentro. El altar consiste en algunas tablas clavadas y un paño viejo. El techo maderas carcomidas por las que se cuela la luz de la tarde. El campanillo de tocar a misa queda al descubierto desde el interior. Bajo una escalera que sirve de trastero, hay entre otras cosas una bañera metálica y una media fanega de las de medir el grano. El piso son losas bien labradas de pizarra rectangular.
- ¿Adónde se llevaron los santos?
- Los tenemos guardados en las casas para que no se estropeen. Cuando llueve, el agua cae aquí lo mismo que en la calle.
El Espinar es pueblecito serrano la mar de pintoresco. Depende en lo administrativo de su vecino Campillo de Ranas. La carretera es bastante aceptable para llegar a él, y la distancia desde la Capital relativamente corta. El magnífico espectáculo natural que lo envuelve, la pureza del ambiente en sus días, la amable condición de las gentes que allí habitan, fieles y confiados en palabras vanas y en promesas que nunca se cumplen, son notas que prefiero dejar frescas en la memoria del lector.
(N.A. Octubre, 1987)
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