El chapitel afilado y con color de plomo de la torre de Fuentelencina se deja ver sobre las tierras llanas de la Alcarria desde la carretera de los pantanos. El pueblo queda próximo, a cuatro pasos por el ramal de carretera que parte hacia Pastrana. Fuentelencina es un pueblo antiguo, enganchado con fuerza al convoy de la vida moderna. La elegancia y luminosidad de la Plaza Mayor, la gracia de sus calles soportaladas, nos traen a la memoria aquella España nebulosa del siglo XVI, la España de los Austrias y de los grandes autores del Siglo de Oro, que prefirieron como escenario para tantas de sus obras escritas villas como ésta. El edificio consistorial, reedificado hace tres o cuatro décadas como fondo a la Plaza Mayor, con materiales, medidas y formas meticulosamente iguales a las que tuvo antes, realza la imagen cinco veces centenaria del pueblo. Una fuente octogonal en mitad, sustituta de la anterior, llena parte de los espacios libres y agracia el conjunto.
En Fuentelencina rezan a San Agustín como Patrón del pueblo. Las buenas gentes del lugar hablan de los infinitos beneficios recibidos por el vecindario gracias a la intervención sobrenatural del que en vida fuera obispo de Hipona, sobre todo en graves períodos de peste y otras epidemias de las que el pueblo se vio libre de forma milagrosa. Hoy lo celebran invitando a chocolate y a carne de vaca a todo el que pasa por allí durante las fiestas patronales del mes de agosto. Carne de vaca de las reses que torean en sus famosos y animados festejos anuales; pues bien lo saben los habitantes de la comarca, que habida cuenta de la gran afición a los toros que caracteriza a los pueblos de la Alcarria, Fuentelencina es como una excepción sobre todos los demás; el público se pone nervioso meses antes si por cualquier causa se llega a correr el rumor de que no habrá toros durante la fiesta; es algo que en el pueblo no se concibe.
Por cualquier de estas antiguas calles de Fuentelencina pudo nacer el 31 de marzo de 1563 la niña Lucía de Soria, Hija de Juan y de María, fundadora del movimiento de Esclavitud Mariana con el nombre en religión de Sor Inés de San Pablo, y cuyos restos mortales descansan en el convento de Franciscanas Concepcionistas de Santa Ursula de Alcalá, a la espera de su beatificación tantos años en proceso.
La Vega, tal y como se alcanza a ver desde los aledaños de la iglesia, es un refrigerio, una pincelada de color en medio de un campo austero y monótono. En el silencio de la mañana suben cañada arriba los rumores de la fuente renacentista, la raíz de todo un paraíso que continua arrojando, después de varias centurias de continuo manar, media docena de chorros copiosos, fresquísimos, por las bocas de otras tantas cabezas de león ahora irreconocibles por el desgaste. A su lado las obras aparentemente pretenciosas de una residencia para ancianos, a modo de hotel de lujo, que al decir de las gentes no se acaba nunca. Y más abajo, como una continuación a esta primera, la Vega Chica se abre paso campo abajo, plantada de huerta y de frutales, en busca del arroyo Arlés que le llevará más tarde a besar los pies de la Villa Ducal.
A media mañana de un día cualquiera de otoño, el pueblo de Fuentelencina se nota solitario. Junto a la ermita de la soledad, ya en las afueras, viene con dirección al pueblo un tractor voluminoso, uno de esos mastodontes de hierro y caucho pintados de colores chillones, que se encargan de que el campo produzca con el menor esfuerzo posible por parte de los hombres. Estos llanos de la Alcarria, en cuyo horizonte asienta Fuentelencina, son todo un juego variado de contrastes. Sobre la vega húmeda el ancho sequedal en donde crecen el trigo y el girasol; más adelante las encinas de oscura copa, los tomillares y las finas agujas del espliego, una de las especies a explotar en estos parajes y que está considerada, por la fuerza y calidad de sus aromas, como la más delicada y estimable de toda Europa.
En Fuentelencina rezan a San Agustín como Patrón del pueblo. Las buenas gentes del lugar hablan de los infinitos beneficios recibidos por el vecindario gracias a la intervención sobrenatural del que en vida fuera obispo de Hipona, sobre todo en graves períodos de peste y otras epidemias de las que el pueblo se vio libre de forma milagrosa. Hoy lo celebran invitando a chocolate y a carne de vaca a todo el que pasa por allí durante las fiestas patronales del mes de agosto. Carne de vaca de las reses que torean en sus famosos y animados festejos anuales; pues bien lo saben los habitantes de la comarca, que habida cuenta de la gran afición a los toros que caracteriza a los pueblos de la Alcarria, Fuentelencina es como una excepción sobre todos los demás; el público se pone nervioso meses antes si por cualquier causa se llega a correr el rumor de que no habrá toros durante la fiesta; es algo que en el pueblo no se concibe.
Por cualquier de estas antiguas calles de Fuentelencina pudo nacer el 31 de marzo de 1563 la niña Lucía de Soria, Hija de Juan y de María, fundadora del movimiento de Esclavitud Mariana con el nombre en religión de Sor Inés de San Pablo, y cuyos restos mortales descansan en el convento de Franciscanas Concepcionistas de Santa Ursula de Alcalá, a la espera de su beatificación tantos años en proceso.
La Vega, tal y como se alcanza a ver desde los aledaños de la iglesia, es un refrigerio, una pincelada de color en medio de un campo austero y monótono. En el silencio de la mañana suben cañada arriba los rumores de la fuente renacentista, la raíz de todo un paraíso que continua arrojando, después de varias centurias de continuo manar, media docena de chorros copiosos, fresquísimos, por las bocas de otras tantas cabezas de león ahora irreconocibles por el desgaste. A su lado las obras aparentemente pretenciosas de una residencia para ancianos, a modo de hotel de lujo, que al decir de las gentes no se acaba nunca. Y más abajo, como una continuación a esta primera, la Vega Chica se abre paso campo abajo, plantada de huerta y de frutales, en busca del arroyo Arlés que le llevará más tarde a besar los pies de la Villa Ducal.
A media mañana de un día cualquiera de otoño, el pueblo de Fuentelencina se nota solitario. Junto a la ermita de la soledad, ya en las afueras, viene con dirección al pueblo un tractor voluminoso, uno de esos mastodontes de hierro y caucho pintados de colores chillones, que se encargan de que el campo produzca con el menor esfuerzo posible por parte de los hombres. Estos llanos de la Alcarria, en cuyo horizonte asienta Fuentelencina, son todo un juego variado de contrastes. Sobre la vega húmeda el ancho sequedal en donde crecen el trigo y el girasol; más adelante las encinas de oscura copa, los tomillares y las finas agujas del espliego, una de las especies a explotar en estos parajes y que está considerada, por la fuerza y calidad de sus aromas, como la más delicada y estimable de toda Europa.
(N.A. Abril, 1981)
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