lunes, 23 de marzo de 2009

ESTABLÉS


Por las afueras de Turmiel el Mesa baja desbordado ¡quien lo diría! El Mesa es el único río que, cada vez que lo veo, me da la impresión de que baja contracorriente, es decir, que sube.
Acabamos de cruzar el desvío para meternos en Establés. El campo es inhóspito como: tierras ásperas de aliaga en las escarpas, llanadas infecundas de cantos parameros, sabinas en las lindes con su moñosa copa de un verde intenso. Por el saliente, rompe el costi­llar de la loma al horizonte la pesada efigie de la fortaleza que dicen “de la mala sombra”, mientras que unos cuantos tejadillos de tierra bermeja ponen al visitante en razón de que el pueblo está allí. El doscaballos del cartero me cruza antes de salvar la últi­ma curva.
Es temprano aún; las diez de la mañana escasamente. Hace sol, pe­ro la pilastra del abrevadero se mantiene sin romper el cristal de hielo que le ha colocado la noche. En la plaza de Establés hay una perso­na o dos. Es una plaza abierta a todos los vientos, una plaza extensa que divide el frontón y envejece con su troncazo rugoso un olmo bicentenario. Detrás hay una fuente con no demasiado gusto que llo­ra agua muy fría por cuatro chorros impresionantes. La señora Sa­turnina está lavando calcetines al sol, en una esquina de la plaza.
- ¡Qué agua más rica, señora!
- Ya lo creo, sí señor, de las mejores aguas que hay. Viene de los cerros de San Juan, por donde la ermita, a una hora y media del pueblo. Es un agua de sierra muy pura. ¿Qué viaje trae usted por aquí?
- A ver el pueblo, ya ve.
- Pues tenemos un castillo muy majo. Lo que pasa es que por den­tro no se puede ver; está cerrado.
-¿De qué es esa campanilla que hay encima del frontón?
- Es del reloj. Antes estaba en el castillo. Cuando se vendió lo tuvimos que bajar a la plaza y no funciona.
- Poco personal, ¿verdad usted?
- A ver. Era un pueblo muy hermoso antes, con señores maestros y señor médico y señor cura, de todo. Ahora somos unas veinticinco personas en invierno. Con la cosa de la concentración puede que seamos unas cuantas más, unas cuarenta para el caso. En verano no hay ni una sola casa vacía. Para la romería de San Juan y eso, no se cabe en las casas del pueblo.
- Pues, qué bien. Con este solecillo y esta tranquilidad, están como quieren.
- Eso sí señor. ¡Pedro, enséñale a este señor la iglesia! Andan en obras y no sabe usted lo bien que la están dejando.
El señor Pedro lleva unas gafas de cristal grueso y se abriga con jersey de lana de los que dan calor. A indicación de su convecina, el hombre deja la carretilla en la calle y se mete a su casa por la llave. La casa del señor Pedro Cejudo está en la plaza. Es una casa bonita y encalada que tiene algunos escudos de piedra incrustados en la pared. Arriba se ven desde cualquier sitio las torres muertas del castillo, los ventanucos y las saeteras.
- Buenos días, señor Pedro. ¿No se les seca el olmo?
- Pues hasta ahora, no. Lo andan sulfatando en primavera y aguan­ta. Cualquiera sabe los años que tendrá. Han venido muchos a verlo y a medirlo. Da una medición muy recia.
Con su cartera del reparto al hombro se llega ahora hasta nosotros Felix, el cartero. Es un muchacho la mar de amable, natural de Anquela; una de esas personas que. por andar a diario de la ceca a la meca en razón de su oficio, cuenta con la simpatía general de pro­pios y extraños.
- ¿En cuantos pueblos repartes?
- Llevamos la zona entre tres compañeros. Yo reparto en Anquela, Turmiel, Anchuela, Establés y Concha. La correspondencia la recogemos en ­Labros.
Con Pedro subo ahora en dirección a la espadaña. El campanario de Establés es esbelto, elegante, de buena piedra, con dos vanos para las campanas y otro más arriba del que pende un esquilonci­llo. Se sube a la iglesia por unas escaleras de sillar entre las que crece la hierba. Desde el pretil, mi acompañante va contando, una por una, las prominencias y cerrucos oscuros que se ven al mediodía, al otro lado del amplio mantel de las sabinas y los marojos.
- Al cerro grande le decimos La Mesa. Los de más allá pertenecen al término de Aragoncillo. En aquel hoyo que hay frente a la antena está la ermita de San Juan, de donde viene el agua.
- ¿Para qué utilizan las sabinas?
- Para leña son hermosas las sabinas. Como tienen la madera corta no se usan mucho en las casas, pero las que se pueden aplicar aguan­tan toda la vida, no se pudren nunca. Lo peor es que dan poca largura. Los timones de los arados que se sacaban de sabina, eran eternos.
De cuando en cuando, Pedro me saca la conversación del verano, de la Asociación de Amigos de Establés y de las fiestas mayores.
- Eso sí que es hermoso. Buenas partidas de pelota con los de Tur­miel. Para San Roque, los de la asociación promueven una fiesta fenomenal. Montan un restaurante estupendo, y no sabe usted la alegría que ­hay. Cuando vienen los guardias dicen que les parece mentira que haya tanta fiesta y con tanto orden. Nadie se mete con nadie.
- ¿Qué tal es el terreno?
- Bueno, pero un poco tardío. En las sierras del Cerro de la Mesa vienen cabras de fuera. Es una hermosura de pastos los que hay allí. El terreno es tardío por la cosa de la temperatura.
La iglesia está toda en obras. Se ve que le han puesto la cubierta nueva y andan acabando el asunto de pintura. En la sacristía y algún sitio más debe de entrar aún el palustre. El retablo mayor está protegido un poco con plásticos que cuelgan. La Virgen de la Asunción ha debido aguantar las obras en su hornacina y las demás están todas abajo, reco­gidas en un rincón del presbiterio, de pie sobre el suelo.
- Si no es por el señor cura, por don Elías, la iglesia se nos había hundido. Se marcha sin ver acabadas las obras. Se va a Perú un día de estos, allá a las Américas. ¡Qué hombre más bueno!
- Pero ya tienen sacerdote nuevo, ¿no?
- Sí, se llama don Luis. Viene también desde Mazarete. Es así muy jo­vencico; parece muy majo.
- Entonces, a ver si me aclaro yo. ¿Cuál es el patrón de Establés?
- San Antonio. Mírelo en ese altar. Lo que pasa es que ya no se ce­lebra en su día, lo hemos trasladado al mes de agosto. Entonces son tres o cuatro días de fiesta: San Antonio, la Virgen y San Roque.
- Y Sanjuanes también tienen dos, creo.
- Claro, uno en la sierra y otro en la ermita de Santa Ana. El de la sierra tiene un lagarto en los pies; a ese le tenemos mucha devoción. Al de la ermita de aquí le decimos el San Juanillo. En la sierra hay una chopera y una fuente muy hermosas. Allí se pasa muy bien cuando vamos.
Después vimos la estupenda pila bautismal de piedra que queda en el sombrío baptisterio, debajo del coro. Luego, por indicación expresa de mi acompañante, subimos hasta el campanario. Se ve que las obras de restauración del templo han sido eficientes y perdurables.
- Fíjese, con vigas de hierro. Esto ya no se va nunca. A ver si la vemos terminada, porque la cosa del dinero anda mal.
Pasado el caracol nos encontramos palpando con la mano las cabezas de las campanas. La mayor fue fundida en 1895 y la pequeña parece más antigua aún. Dice Pedro que es una pena que no ponga la fecha, porque en el pueblo nadie tiene memoria de cuando la pusieron. De la grande, en cambio, sí.
- Los viejos de antes se acordaban de verla poner. La pequeña tie­ne mejor son, dónde va a dar. Las dos están salidas del agujero de la pared. Como intenten volarlas van abajo.
Por los vanos se ve a contraluz el castillo entero. Gusta contemplar desde allí, a vuelo de pájaro, el sereno espectáculo de los campos, de las calles desiertas y de las chimeneas humeantes.
- ¿Cómo les llaman a los de Establés, estableños?
- Qué va, nos dicen capiruzos. No sé por qué.
- Si le parece, ahora nos acercamos hasta el castillo.
- Bueno. La pena es que no podamos verlo por dentro. Debajo del pa­redón tiene una cueva que caben treinta o cuarenta reses.
Después bajamos al coro. Hay un armonio antiguo que no sé, ni pre­gunté tampoco, si suena o no.
- No le hace caso nadie. Cuando éramos mozos nos subíamos aquí. En tiempos, tuvimos un señor secretario que tocaba el órgano que era una bendición: las misas, los misereres, lo que fuera.
En el callejón me cuenta Pedro que la espadaña de la torre la tuvieron que arreglar porque le cayó un rayo y la descompuso. Después encontramos a la señora Goya almorzando al sol en el barrio del castillo. La otra vecina se llama Ángeles, y me pregunta que a qué voy.
- Pues nada, a ver el castillo y a ustedes también.
- Oiga, pues es solterona la Ángeles -aclara su vecina desde la silla.
- ¿Qué tal se entienden en el barrio las dos solas?
- Bien. ¡Miá, qué cosas!
- ¿Riñen alguna vez?
- Pues, mire usted, cuando pinta.
El castillo, a pesar de tener dueño, se ve en estado medio ruinoso. Parece ser que lo construyó un hombre cruel y sanguinario llamado Gabriel Ureña, que empleó la razón de la fuerza para conseguir los materia­les de forma gratuita, allá por los años medios del siglo XV.
- Yo he oído contar que ponía a un hombre en aquel puntal que le decimos La Centinela a ver quién pasaba por abajo, y si veía a alguno con madera o cosas, se lo traían a la fuerza al castillo, te quitaban lo que llevaba y lo ponían a trabajar aquí. Si se negaba a hacer lo que le mandaban, se veía colgao en lo alto de ese cerro, le decimos La Horca. Al castillo se le ha llamado siempre “de la mala sombra” y era por eso.
Nos hemos despedido frente a las tierras de Los Arenales, un poco antes de la ermita de Santa Ana. Me marché de Establés con la impresión de que mis amigos de allí se quedaron sin saber quien era yo ni a qué había ido, y a fe que se lo intenté explicar bien explicado.
La mañana se ha ido haciendo clara. Da gusto andar por estos vallejuelos que bordean al río Mesa dedicado únicamente a la contemplación y a gozar de los exquisitos aromas del campo. Tierra casi despoblada en la que deslumbra el sol, canta el mirlo y se echa de menos el latido del corazón del hombre.

(N.A. Abril, 1985)

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