viernes, 27 de marzo de 2009

FUEMBELLIDA


Quiero pensar que no conoces, amigo lector, este pueblecito molinés al que hoy dedico de alguna manera mi esfuerzo, mi trabajo" y también mi homenaje. Fuembellida es un pueblo lejano desde todas partes, lo mires por donde lo mires, poco poblado, anónimo para extraños y casi también para propios, pero extraordinariamente bello.
Se viene hasta él siguiendo la carretera que baja hasta Checa, y desvián­dose por un ramal que parte hacia la derecha por la llamada Vega de Arias, a la misma altura que el empalme de Tierzo, pero en dirección opuesta.
El camino a Fuembellida se ha hecho para andarlo con lentitud, prime­ro por tratarse de una cinta asfaltada muy estrecha y luego porque el paisaje convida a la observación, y porque los precipicios son a veces de una verticalidad y de una altura escalofriantes. Tierras de labrantío en los llanos, sabinares en las laderas y en las cumbres, cuando no coscorros de piedra gris, nos sitúan de inmediato en las afueras del lugar. El pueblo apare­cerá al pasar una curva, como extendido al sol bajo los cortes peñascosos del Cerro de la Cabeza.
Fuembellida (Fuente Hermosa) se precede de un valle profundo en el que suda el campesino, pace de buena mañana la muleta solitaria y puntean los montoncitos iguales del estiércol sobre las tierras preparadas para la hortaliza. Los chopos afilados se alinean en el fondo, barranco abajo, aproximándose en la lejanía hacia el cauce del río Bullones. El sonar de la chorrera se siente de continuo. El pueblecito, con sus tejados ocre y sus casillos de pajar extendidos en la falda de los dos cerros, se pre­senta al mediodía como balcón o atalaya por encima de la vega. La mañana de adelantado invierno, enciende las rocas color ceniza y hace brillar con cadencias de plata las ruinas de las casas a medio de hundir.
Voy ahora caminando a pie hasta el centro del pueblo. Como fondo más interesante veo delante de mí el muro monolítico del juego de pelota y un transformador de la luz construido con excesivo gusto. La puerta de una casa que dice "Teléfonos" está cerrada. Un señor cruza la calle tra­yendo bajo el brazo un canasto de mimbre colmado de paja. El hombre del canasto, Emilio Orejudo, me mira atentamente unos cuantos pasos antes de llegar adonde yo estoy. Cuando le saludo, Emilio descarga sobre el santo suelo su impedimenta y me responde como debe ser, sin demasiadas prisas.
- El barranco de las Huertas le decimos a todo eso. Son huertecillos que ya no hay quien los trabaje.
- ¿Sabe que tienen un pueblo muy bonito? Le aseguro que no me importa­ría perderme por aquí una temporada, corta o larga, me da igual.
- En primavera -me responde- da gusto ver cómo se pone todo esto. En el verano todavía mejor. Ya nos van arreglando algunas calles por medio de la Diputación. A ver si quiere Dios y nos ayudan otro poquito más.
- Deben de ser muy pocos vecinos, ¿no?
- Muy pocos. Seis casas abiertas nada más. Habitantes, creo que vein­tiuno.
- Tienen ganado, por lo que veo.
- Casi nada. Yo llevo esta paja para tirarla en el suelo, que tengo ahí unos cuantos corderos. Solo hay un señor pastando en todo el pueblo. En mi caso, por ejemplo, tengo cuatro o cinco chicos y ninguno quiere ser pastor.
Se van entremezclando con el rumor de la chorrera los cantos de una docena o dos de pájaros, que han venido desde las huertas a posarse sobre unas ramas de maraña que hay en la casa ruinosa frente a nosotros.
- Son jilgueros. De esos pajaruchos hay por aquí todos los que se quiera.
Me explica Emilio que en Fuembellida, trabajando cada cuál en lo su­yo, es un pueblo donde no se vive mal, que otros han corrido peor suerte sin ir muy lejos. Es el caso de Cuevas, un lugar a cuatro pasos que se quedó vacío y han terminarlo por venderlo.
- Aquí, ya le digo, mal que mal aún nos Vamos sosteniendo.
El cerro del Levante, opuesto al de la Cabeza en situación y que protege por esta parte al pueblo de los vientos solanos, se llama La Pedriza; áspero y escabroso, de piedra oscura donde se dan en estado silvestre las aliagas, los matojuelos y los tomillos de variadas especies. El abuelo Eduardo sale un poco a eso de las once a estirar las piernas por los pajares de Las Pedrizas.
- Sí, señor. Ha salido un buen día y al solecico por aquí se está muy bien. Yo ya lo tengo todo hecho.
En la plaza hay una casona antigua con arco adove1ado. Se ve bas­tante abandonada. Frente por frente se cuela el sol tras las columnas en el solitario portalejo de la iglesia. En la plaza, aseada y limpia, hay un penetrante olor a campo, a hierba y a primavera anticipada. El ­canal de la fuente corre junto a la plaza, siguiendo la margen izquier­da de una calle que continúa hasta el mismo nacedero. Más huertos, más piedras y más sol. En un añoso azulejo pegado a la pared se lee: “Calle de la Fuente”.
Dos o tres perros me ladran a la vez desde la solana que hay por donde las últimas casas. Juan Pablo García, el alcalde, y su padre Félix, están echando una ojeada al motor del R-4 antes de salir de viaje. Juan Pablo, alcalde de Fuembellida, veinticinco años o menos, me dice que se va para Molina, pero que me puede atender perfectamente, y acompañar y todo lo que haga falta.
- Muchas gracias. Aunque tengo la impresión de que en poco tiempo se podrá ver y contar todo lo que hay en el pueblo. ¿Tienes demasiados problemas como alcalde?
- Muchos no. Estamos pendientes de que nos sigan arreglando las calles y de que nos subvencionen para hacer el consultorio médico. Queremos que nos hagan las dos
cosas en lo que antes eran la fragua y el horno, ahí en la plaza.
- ¿Sois agregados a otro pueblo o tenéis ayuntamiento propio?
- Tenemos ayuntamiento propio. Mientras que podamos estaremos así. No somos muy partidarios de depender de nadie.
Don Felipe García, el padre, interviene para contar que el campo y los huertos los tienen abandonados casi todos por falta de juventud que se haga cargo y de mano de obra.
- Muy bueno ha sido todo este campo. Patatas, judías, berzas, lo que fuese, siempre hubo de todo. No crea que no se han sacado hortalizas de aquí. Ahora cultivamos por entretenernos algo de lo de junto al pueblo, para lo poco de gasto que podamos tener en casa. La cosa del ce­real lo llevan unos chicos de Tierzo. La raspa siempre se ha dado bien por este terreno.
- Y los huertos con agua suficiente para el riego.
- Siempre. Que yo recuerde, nunca nos ha faltado aquí el agua. Pota­ble toda. Cuando más huertas había para regar, aún sobraba. Ahí la tiene. Desde la fuente se canaliza hasta el barranco y por allí se pier­de.
- Una lástima, ¿verdad?
- Pues sí. Ahí a cuatro pasos está Baños de Tajo que no tienen ni gota. De aquí ha estado cargando las cisternas de la Diputación para llevarles casi a diario.
En Fuembellida celebran su fiesta mayor en honor de San Acacio el 22 de agosto, adelantada un mes por razones del veraneo, como en todas partes. Hace más de cincuenta años nos cuenta el señor Felipe que se celebraba en junio.
- Su verdadero día era aquel, pero lo quitaron porque en junio no se había hecho aún la recolección y andaba mal el asunto del pan y de la chicha. Eran unas fiestas sin medios a veces, incluso para comer. Las trasladaron a septiembre, ya con la cosecha en casa, y aquello era otra cosa. Había mucha animación y mucha gana de divertirse la gente. En estos tiempos ya no tiene nada de especial.
La fuente, primer protagonista de la vida de1 pueblo, está justa­mente detrás de nosotros, al otro lado de la calle. No es, ni mucho me nos una fuente como todas. Por debajo de los muros de una casilla que debe servir para tapar el pozo, surge el agua a borbotones a nivel del suelo, por cinco agujeros o bocas que inmediatamente dan lugar a la chorrera que escapa canalizada hasta el barranco. Una pequeña parte queda desviada hacia el pilón con abrevadero que tiene junto a ella.
- ¡Qué bonito hace el verde de las ovas! Mana una barbaridad. Esto es un verdadero río.
- Y toda potable, no crea. En verano, cuando el pueblo se llena de gente, nos sigue sobrando casi toda. Si ahora prueba le parecerá que sale tan calentita, y en verano fresca.
Aunque no hemos salido aún de los rigores del invierno, las gallinas buscan la sombra debajo de un carro de varas retirado de ser­vicio. El espectáculo desde la fuente es de una extraordinaria calma: paisajes vírgenes de risquera y casillos que hablan de una vida apaga­da siempre al amparo de lo que antes fue. El murmullo continuo de las aguas invita al adormecimiento.
- Demasiados pajares. Tendrían dos o tres por vecino.
- No lo crea. Ahora nos sobran todos, pero antes faltaban. Yo he co­nocido en el pueblo cerca de setenta vecinos. Mas de doscientas perso­nas, ya lo creo. Un poco está resurgiendo ahora. A la gente le esta dando por hacer algunas casas nuevas.
Llegamos a la plaza. Frente a nosotros se oscurece el cristal de las ventanas en un bajo habilitado para consultorio médico. Me separo un instante de Juan Pablo y de su padre para contemplar desde la base la pequeña espadaña de la iglesia. Tiene dos vanos con sendas campanas, pero creo que es en dimensión la espadaña más pequeña que conozco.
- Aquí mismo, en mitad de la plaza, había un olmo muy hermoso. Hubo que cortarlo porque se secó. Se echa bastante de menos. La plaza sin el olmo parece otra.
A la iglesia se baja por unas escaleras que nos ponen en el porta­lejo cubierto para que luego pasemos a su interior. Es pequeña, como la espadaña y como todo Fuembellida. Junto al muro de fondo se apoya el soberano pendón de las fiestas mayores. En mitad de la nave hay ocho bancos que la ocupan casi toda ella. El retablo mayor se ve muy envejecido. Se adorna con una imagen centenaria de San Acacio, vestido con banda y sombrero tricornio, al estilo de los aventureros ingleses del siglo XVIII. En ambos lados hay otras imágenes más pequeñas y menos valiosas, que representan a Cristo y a San Francisco de Asís. Otro reta­blillo lateral de madera tosca sirve de dosel para su veneración a la Virgen del Rosario. Por la puerta de la sacristía se ven amontonadas en el rincón, tablas y columnas salomónicas que pertenecieron al re­tablo mayor.
- Sí, las quitaron cuando arreglaron esto un poco y ahí están.
Con el sol del medio día estrellándose en medio de la plaza, es momento de emprender sin demasiadas prisas el viaje de regreso. Antes, recomendaría al salir una última mirada al barranco de las huertas. Fuembellida, despoblado prácticamente como tantos pueblos molineses, cuenta y contará de por vida con uno de los más atractivos emplazamientos de toda la provincia. Hay que molestarse un poco para llegar, pero vale la pena.

(N.A. Marzo, 1988)

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