viernes, 13 de marzo de 2009

CUEVAS LABRADAS


He visto en el Barranco de la Hoz, frente al santuario, la herida abierta por el hombre en pleno cauce del Gallo, fruto de la más absoluta carencia de sentido común y del desprecio a todo lo bello y respetable. Dicen que la Naturaleza, llegado el momento, se suele defender con sus propias armas, y uno te­me que no esté muy lejano el día en el que se intente sacar la espina de tanto desatino como las nuevas maneras de vivir vienen operando a su costa.
Camino abajo, incluso después de pasado Torete, los angostos y las risqueras no cesan en su monumentalidad, dejando entre corte y corte el espacio justo para que pase el río y un poco más por donde la carretera se va dibujando, siempre a su vera, como una cinta retorcida de color gris que hace posible que el hombre de bien pueda gozar a ojos y a corazón abierto de tanta maravilla. De trecho en trecho surgen en las pequeñas planicies de la vega los huertecillos familiares que los hombres y mujeres de más edad cultivan con sabiduría. Cuarteles de patatares en flor, matas encañadas de habichuelas cuajando las primera vainas, árboles frutales de escasa corpulencia y de riquísimo fruto, que dan vida y sirven de adorno a estos pueblecitos casi anónimos, situados cada cuál como puede, en las tierras que comandan las hoces.
Como fondo más allá Cuevas Labradas, alzado sobre un otero mondo en vegeta­ción que dejan entre sí las peñas de los barrancos y las otras más altas aún de los cerros Mirones por el mediodía.
Las huertas de patatares en flor y de judías encañadas, más puentes por donde cruzar el río. El río es el Gallo. Los cerros de después del barranco se sua­vizan y se pueblan de sabinas y de matucas moñudas, semejando el paisaje de otros mundos. Los mosquitos que habitan en los huertos se cuelan por la ventanilla del coche y obligan a cerrar. Pica el sol. A pueblo se sube salvando un zig-zag prolongado de curvas pinas que van salvando altura hasta llegar al pueblo. Los campesinos que regresan a pie o montados sobre caballerías lo hacen atajando cerro arriba por un lateral.
Cuevas Labradas es un típico pueblo de sierra, dominador de paisajes agrestes y humilde y pacífico al mismo tiempo. A pesar de la hora, relativa­mente temprana del día, y de la altura, la sombra se hace apetecible nada más llegar, la sombra larga y triangular de la espadaña de la iglesia en donde cacarean las gallinas pesadamente, augurando la mala con­dición del día. Sobre unas peñas en la parte más elevada de lo que pudiéramos considerar el casco urbano, se levanta la torre del reloj, de sólida piedra de cal en cuyo pináculo queda por encima de la esfera el campanil que, desde hace más de treinta años, se encarga de contar por el día y por la noche las horas de la sierra.
- Parece que funciona, ¿verdad?
- Sí que funciona. Y va muy bien.
- Les despertará de noche el golpeteo de las horas.
- No lo crea. Al poco de ponerlo yo me acuerdo que lo sentía tocar por la noche, pero luego, con el tiempo se acostumbra uno.
- ¿A qué se debe que tengan tantos mosquitos, señor Damián?
- Pues qué sabemos. Será de como ya no se cultivan los campos y hay tanta broza.
Los famosos mosquitos de la vega del Gallo –Torete y Cuevas Labradas sus más castigadas víctimas- ya han causado algún que otro sinsabor, según me cuenta Donato, y su mujer la señora Alejandra.
­- Pues mire, que a un chico familiar nuestro que vino de Valencia, le picaron tanto que tuvo que andar de médicos. Estuvo muy malo. Ya no ha vuelto por aquí, ni creo que vuelva. Mire cómo tengo yo los brazos.
Donato se saca después del bolsillo del pantalón una careta de gasa que le cubre toda la cabeza, y que siempre lleva en previsión cuando sale al campo.
- En las capitales no tienen este problema, porque con el olor a ga­solina los mosquitos no acuden. Si ahora mismo hiciéramos una lumbre en mitad de la calle, también desaparecerían con el humo.
El sitio más céntrico de Cuevas Labradas es la calle Real y el frontón de pelota. Sin que uno tenga que moverse desde el frontón, se ven los dos cerros Mirones situados al sur, la falda del Cornero que es el cerro más alto del término por el poniente, el Puntal de la Ho­ya y una roca al pie que los del pueblo reconocen por el Picón del Aguila.
- Allá arriba nos pusieron una torreta para el segando canal de la televisión, pero la cosa es que no se ve.
- ¿Son muchos en el pueblo?
- Pocos. Me parece que somos treinta y dos habitantes.
En la amena plazuela del juego de pelota destaca el muro pintado de verde, una acacia no muy grande y un chopo altísimo en forma de lanza, luego la fuente pública tras el ábside de la iglesia. La fuen­te arroja un chorro copioso sobre la cazuela clarísima del abrevadero. En el monolito que la corona está inscrita la fecha de 1909 como el año de su construcción. El agua es fresca, un poco gorda al paladar según mi gusto.
Se sube hasta la iglesia por media docena de escalones y atravesando después un arco de piedra. El atrio está plagado de hierbas secas: La puerta es vieja, conserva una curiosa clavetería de buen herraje. Ya dentro nos encontramos con el piso entarimado, como defensa contra los fríos intensos de los inviernos en estas latitudes. Una especie de arco de triunfo en mitad, divide la iglesia en dos partes distin­tas: el presbiterio y la nave, ambos cubiertos por artístico artesonado de maderas tan viejas como la iglesia.
- Pues a mí me parece que ha dicho el cura que quieren pintar las maderas de arriba.
- No creo; será limpiarlas y sanearlas un poco con aceite de linaza lo que quieren hacer. Si las pintan, yo creo que pueden estropearse.
- Ah, pues entonces seguro que será eso.
El retablo es de gusto renacentista. Tiene seis pinturas que uno se imagina interesantes, porque no es posible poderlas ver con ninguna clase de detalles. La iglesia es de poca luz y, ni Donato ni yo dimos con el interruptor de la eléctrica. El retablo en conjunto destaca por su originalidad y por su severidad de formas.
- ¿Es esa la Virgen del Rosario?
- No señor, es la Candelaria. Teníamos la fiesta el 2 de febrero y la de San Esteban el 22 de septiembre, que es cuando acabábamos con la cosa de las eras. Ahora las han trasladado las dos juntas al mes de agosto
- El piso lo encuentro un poco débil por algunas partes.
- Sí, son tablas muy viejas. Quiere el señor cura solicitar unas sabinas para arreglarlo. ¿Le parece antigua la iglesia?
- Bastante antigua, como todas. Muy bonita es lo que me parece. Quizás un poco abandonada.
- Y fresca, ya lo ve. Aquí si que no acuden los mosquitos.
A la puerta de su casa en la calle Real, sentado a la sombra de la pared, el señor Anastasio quita garrapatas de las orejas a su perra, que está plagadito el animal. La perra permanece quieta, soportando con paciencia infinita la delicada, operación a la que le somete su amo. Los repugnantes insectos, como bolas de sangre movientes, se remueven hechas un montón so­bre el cemento de la calle.
- Son unos bichos muy dañinos. Se comen la sangre del animal. Si no se los quitas acaban con la perra. Dicen que hay un insecticida que las mata, y tengo que comprar, a ver qué pasa.
Donde acaba la calle Real, desde la casa del señor Bernardino, se vislumbra a campo abierto el bravo panorama de los Estrechos, entre cuyas risqueras baja encajado el río Gallo, ya próximo a su final en los cauces no menos espectaculares del Tajo.
Don Bernardino Mellado Gutiérrez se libra de la fuerza del sol sentado en un sofá debajo de un lilo, regalando su retina como todos los días con el lindo paisaje de la sierra. Don Bernardino Mellado Gutiérrez es hombre de conversación afable, y pone al tratar con el forastero una pizca de ironía, que hace de sal y de pimienta en el improvi­sado entremés de nuestra conversación, tal vez para compensar su patente pesimismo ante el rodar de los acontecimientos en los tiempos que co­rren.
- Ah, eso desde luego. En lo económico, sobre todo, es una pena el que la gente de los pueblos no podamos vivir. Con cuatro duros que nos dan no es posible, y los productos que nos traen de primera necesidad, más caros que en las capitales.
- Algo les ayudará, el huerto de Los Brazuelos.
- Nada. Eso es muy pequeño, y está repartido entre treinta, así que no tocamos a nada. Se lo digo yo. A los viejos en los pueblos, la co­sa no nos llega ni para comer.
- ¿No le parece que exagera un poco?
- Qué va. Ustedes, los de las capitales, son los que viven bien. Cuando voy a Guadalajara o a Madrid y veo a mis hijos, aquello no hay quien lo entienda. Para ir a cien metros de su casa ya cogen el coche. Y así todos igual. Mire, andando por esas cuestas he subido yo esta mañana desde el huerto.
En el pequeño jardín de don Bernardino hay lechugas y otras hortalizas para casos de verdadera urgencia, lo que no deja de ser una comodidad, y, quieras que no, todo cuenta.
- Mire, por allá en lo alto se pasean dos aguiluchos –le he dicho.
- Sí, de eso no nos falta. Aquí les decimos marianas. En cuanto que las mujeres se descuidan, vienen y se les llevan los pollos de las lluecas, y los pichones, y lo que sale.
En algunos rincones laterales de la Calle Real en el barrio de abajo, hay casonas dejadas caer y yerbajos silvestres. En otros ale­gran el paseo los rosales y las plantas de malva real con sus tonos grana y violeta pálido. Cuevas Labradas, dejando aparte la plaga de mosquitos, es un pueblo de notoria tranquilidad. La distancia a los grandes núcleos urbanos, y su situación, sobre todo, lo hacen benefi­ciario de tal privilegio.
Para concluir, ya con la fuerza del sol cayendo de plano, regreso a. la plaza del frontón para contemplar de nuevo desde la sombra el juego de lomeras y de collados que regalan los montes. En torno al Picón del Águila hay una docena de casillas de campo, a modo de pajares o de parideras de ganado, que en la actualidad es muy posible que no se usen para nada, sino para hacer más variado el panorama exterior de Cuevas Labradas, pueblo vigía, ya de por sí provocador y hermoso.

(N.A. Agosto, 1987)

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