jueves, 12 de marzo de 2009

CUBILLO DE UCEDA, EL


A medida que uno se va aproximando al centenar y medio de pueblos recorridos en esta apasionante labor turisticoliteraria, la voz de la experiencia comienza a reclamar su puesto de consejera a la hora de confeccionar in mente el proyecto de viaje para la próxima salida y pienso que en esta ocasión la experiencia me daba argumentos razona­bles. Antes de partir para El Cubillo pensé que no debería hacerlo a esas horas intempestivas, con toda la fogosidad de la tarde de agosto. La climatología, amigo lector, incluso el momento del día, hacen ­y deshacen a su antojo la forma de ser y de parecer de los pueblos, convierten en suave o adusta la conducta de los hombres que cambian, incomprensiblemente, en el transcurso de unas horas, sin que ellos apenas se lleguen a apercibir. La hora de El Cubillo, como la de la Campiña toda, es la de las puestas del sol. En ese espacio de tiempo, breve por cierto, que precede al ocaso, me impresionó siempre por es­tos lugares el color de la tarde, cuando el disco solar se descompone en un tono escarlata, fortísimo, que lo invade todo, antes de ocultarse definitivamente tras los picachos lejanos de la sierra.
­Quema el viento que baja del poniente lamiendo las rastrojeras y los barbechos que conforman, en aquella considerable extensión, las tierras campiñesas. Los gavilanes se mantienen en el aire quietos, a una distancia prudencial de los campos rasurados, ojo avizor al más simple movimiento sobre los surcos. La sierra aparece difuminada co­mo una masa gris, incorporal, imprecisa, perdida entre la bruma. Al salir de Viñuelas la carretera apunta, recta como un huso, a la torre de El Cubillo. Cuando se llega al pueblo la carretera se bifurca: una que parte a mano derecha hacia Cogolludo, y otra en dirección opuesta que sigue el camino de Uceda y de Torrelaguna. En la divi­soria hay un hombre sentado sobre los murillos de piedra a la sombra de unas acacias.
- Podría decirme, si es tan amable, por dónde se va a la plaza.
- Mire, toda la calle Mayor alante, sin dejarlo. No tiene pierde.
Por la calle Mayor se cruza entre viviendas antiguas de una ele­gante traza rural, cuyos herrajes nos hablan de pasados señoríos frescos aun en el recuerdo. En la plaza, sin más utillaje ornamental que una farola y el palitroque tradicional del mayo de las mozas, hay una quietud impresionante, la fuerza del sol ahoga el silencio y quema hasta las ganas de vivir. Al cabo de un rato pasan a todo correr una bandada de chiquillos en bicicleta. Bajo el alero de una casona des­habitada que me sirve de sombrilla se lee que fue hecha por Zacarías Sánchez en 1873, con letras de mol de desvaídas y coladas por un agujero en la pared.
Sobre la puerta del ayuntamiento hay clavados escritos en los que se informa al vecindario sobre asuntos de interés común. Uno de ellos es un grito de alarma ante la escasez de agua potable para cubrir las más elementales necesidades de los vecinos. En Cubillo -según se dice- solamente disponen de 50 litros por persona y día, por lo que la Corporación Municipal y las autoridades sanitarias se han visto en la obligación de considerar el asunto y adoptar las medidas extraor­dinarias pertinentes, a fin de evitar cualquier brote infectocontagioso debido a la tal deficiencia. El escrito articulado, que es de suponer cuente con la colaboración de los que allí residen, lleva las firmas del alcalde, médico, veterinario y farmacéutico, como personas más responsables directamente.
Las mujeres hacen punto metidas, casi en la oscuridad, detrás de las puertas. En la calle de la Carretera hay una señora sentada al sol con los pies descalzos.
- No es por gusto, no. Es que los tengo un poco delicados y esto me va bien.
- Pequeño parece el pueblo ¿verdad?
- Es muy pequeño. Este pueblo no tiene importancia. Yo no soy de aquí. Mis padres sí, pero yo no.
Uno piensa que El Cubillo, al que no le falta para bienvivir un campo próspero ni un pedazo de pan que llevarse a la boca, está ne­cesitado de sombras. Le falta la gracia del pinar y de la arboleda, la alegría del arroyo, la perspectiva del cerrillo o del barranco. Adosada a las tapias del cementerio está la ermita de la Soledad, la precede un sencillo Calvario con tres cruces de piedra sobre un muro revocado con argamasa. La puerta de la ermita, está abier­ta. Un hombre pinta con purpurina el brazo de hierro que sostiene la lámpara, y una mujer está frotando, hasta sacar brillo, los cacharros de latón que relucen como el oro. Sobre el altar mayor está la patro­na de El Cubillo, la Virgen de la Soledad, en una talla mediocre sos­teniendo el cuerpo muerto de Cristo. En ambos lados las imágenes re­cientes de Jesús con la cruz acuestas y del Ecce Homo.
- La de antes era más guapa, y tenía un retablo precioso. Pero, en guerra, ya sabe usted lo que pasa en las guerras. Aquí en mitad hicieron lumbre; mire, todavía se notan las manchas en los ladrillos. Yo siempre lo digo, que no tengamos la desgracia de ver otra aunque ha­ya que vivir con estrecheces.
- ¿Son ustedes los sacristanes?
- No señor; nosotros somos de la Hermandad y cada seis u ocho años nos toca a mi marido y a mí. Como lo hemos visto descascarillado he­mos venido a pintarlo un poco para la fiesta. Cada año, a quien le toca va haciendo lo que puede.
- ¿Cuándo tienen la fiesta?
- La fiesta es el cuarto domingo de agosto, pero la función es el sábado, el día de antes. Con lo que se saca de la subasta cada año se paga la fiesta del siguiente. El domingo siempre son los toros.
- Pues la ermita está muy bien. Yo creo que es de las más arregladas que conozco.
- La arreglaron hace poco, pero ya ve las rendijas donde están. Se llevaron el dinero y nos han dejado cacareando, como se suele decir.
Los viejos de El Cubillo se reúnen en tertulia a la sombra de un almacén que hay por las eras; le llaman graciosamente a su rincón “EI hogar del jubilado”, y no quieren cuentas con la gente joven, "pájaros de mal augurio"-les dicen-, que se suelen sentar en otra sombra cercana cruzando la carretera.
- No señor; nosotros con esos, nada. Cada uno a lo suyo.
Allí mismo planta su estampa renacentista la iglesia parroquial, la del bellísimo ábside mudéjar recién restaurado y el pórtico que sostienen siete columnas de piedra levantadas allá por la última dé­cada del XVI. En la iglesia de El Cubillo se conjugan como materiales arquitectónicos al uso el ladrillo, la mampostería y el guijarro, tan comunes en otros monumentos religiosos y civiles de la Campiña, para­lelos en el tiempo. La maravilla del arte plateresco toma vida en la portada, con una imagen de San Miguel Arcángel debajo del arco y dos cenefas en bajorrelieve representando florituras, caras de niño y cuerpos de aves exóticas al pie de las cornisas.
A falta de agua para matar el calor de la tarde hay que beber cerveza en el único bar que encontré a espaldas del ayuntamiento. Es como un salón de recreo con unas mesas, unas sillas y un juego de futbolín en el que nadie juega. Por encima del mostrador hay expuestas en marcos casi iguales media docena de fotografías de otros tantos toros bravos, unas banderillas cruzadas con los colores nacionales y cintas de color de una divisa taurina. El señor del bar apenas si habla, se limita a servir y se marcha enseguida de conversación con otros clientes.
- Oiga ¿Esos animales los torearon aquí?
- Sí.
- Debe de haber mucha afición en el pueblo, por lo que se ve.
- Sí
A la salida, continúa sentado a la sombra de las acacias el mismo señor que vi de paso al llegar al pueblo. Se llama don Honorio de Rivas, un hombre atento, con porte distinguido y amigable.
- Esto es muy sano. Por aquí por el barranco ya empieza la vegeta­ción. Yo me acuerdo de haber traído enfermos tuberculosos por la de­hesa y marcharse sanos.
- Lo peor –le digo- es el problema del agua. Como no llueva en abundancia me parece que lo vamos a pasar mal.
- Pues ya ve usted, es curioso, pero aquí la falta de agua no ha existido nunca. Antiguamente venían de los pueblos vecinos a coger de una fuente que hay por debajo de los chales; pero, se conoce que han hecho pozos y han cortado el hilo del manantial.
Don Honorio se marchó a Madrid a los catorce años y acostumbra a venir por aquí de vez en cuando. Don Honorio vive de recuerdos que rememora sesenta años después a la sombra de los árboles de su pueblo.
- No hay que comparar. Entonces tenía el pueblo más de seiscientas personas, ahora no pasarán tantas de las cien. Tuvimos un maestro que sacó una generación estupenda de alumnos, sobre todo en Matemáticas. Hasta problemas de falsa posición los resolvíamos los chavales como si tal cosa. Hoy, yo creo que nadie sabe lo que es eso.
Hablamos más, mucho más, en el cruce de carreteras esperando la caída de la tarde. Al final, un nuevo hueco que se ocupa en ese rinconcito del corazón donde se guardan los nombres de los buenos ami­gos que, como don Honorio, uno piensa que jamás volverá a encontrarse otra vez. El regreso se hace costoso. Es duro salir de la quietud, de la paz de los campos, para zambullirse en el mundo de los motores, de los escaparates, del consumismo y de las malas caras, de lo antinatural, de nuestro personal autocastigo.

(N.A. Septiembre, 1982)

1 comentario:

Unknown dijo...

Gran hombre de mucho coraje y valentía D. Honorio de Rivas