Unos apicultores que andaban faenando con cuadros nuevos de colmenas por las afueras de Milmarcos me dijeron que, para llegar a Fuentelsaz había que coger la carretera de Molina que pasa poco más abajo con dirección al Monasterio de Piedra. Guadalajara y Castilla se funden con Aragón en estas latitudes revestidas con el ropaje rudo, pedregoso, frío de las parameras; y uno, que siente auténtica devoción por estas tierras inhóspitas, pasa lento, comiéndose la soledad con los ojos desde la ventanilla del automóvil, sintiendo porracear en su ánimo, cansado de tanto viaje, el estruendo de todo aquel silencio, respirando el aroma sin olor, de los aliagares, de las marañas que crecen entre los cantos del cerro baldío.
Fuentelsaz, salvado el desvío, acabará asomando encajado en el hoyo. Quedan a mi derecha sobre el roquedal las escasas ruinas de un castillo que miran, campo abierto, a las zaragozanas tierras del noreste, puestas como a perderse de vista allá muy lejos. En el pueblo, las tapias de un convento o palacio, del que tan sólo quedan en pie los cuatro muros que lo rodean, me van aproximando hasta una plaza en la que hay tres olmos desramados, muy viejos, con brotes de verdín como cabeza por encima de los troncos ásperos y desproporcionados.
Sin salir de esta plazuela a la que acabamos de arribar vemos algunas casonas antiguas, solares viejos de familias hidalgas de las que perdura su recuerdo en piedra heráldica que atravesó el umbral de los siglos. Uno se da cuenta de que estaba equivocado, de que Fuentelsaz no es, ni mucho menos, un caserío subsidiario de la villa vecina de Milmarcos, sino que, muy por el contrario, es semejante a él en grandiosidad, en recuerdos importantes del pasado, en nobleza, y superior en población al menos por estos días. Fuentelsaz –bien mereció la pena viajar desde tan lejos- fue un descubrimiento cuya primera impresión todavía se ha borrado de mi memoria.
Una calle en cuesta me sube hasta la explanada de la iglesia. La calle es una bella exposición de herrajes hermosos, de forjas artísticas que adornan y cubren los ventanales de mansiones señoriales, donde al parecer nadie vive. En la casona solar de los Gálvez luce el emblema familiar sobre la fachada. Palacete en el que debieron de nacer insignes hombres de leyes, notables consejeros de Castilla, obispos de la Iglesia y oidores del Reino. Fuentelsaz es cuna venerable de grandes hombres, cuya presencia perdura a través de los siglos en infinidad de detalles, muy patentes aún en aquel escondido rincón de la paramera.
El señor Isidoro habla con acento aragonés. El señor Isidoro baja apoyando su cuerpo en un bastón y guiando una curiosa carretilla de lanza con la mano libre. Él parece de la opinión de que la casa de los Gálvez apenas si tiene importancia, y que el pueblo ganaría más con otra moderna de ladrillo visto, buenas escaleras al aire libre, y flores, y toldos y jardín.
- Esa casa es de las de antes. Ahora las hacen mejor. ¿No ha visto las que hay por allá abajo? A éstas ya no les hacemos caso.
- Pues tiene todo el aspecto de ser un palacio antiguo, ya ve.
- No señor. No era más que casa. Los dueños que vivieron ahí no eran muy ricos, eran gentes corrientes.
- Pero yo me refiero a cuando la hicieron, a sus primeros dueños.
- A esos no los conoció nadie.
El señor Isidoro es un hombre muy simpático. Volvería a verlo después caminando con su garrota por la plaza, buscando como un chiquillo a sus compañeros de guiñote, ritual para la sobremesa que siguen como una liturgia los hombres del Señorío.
La sencilla portada de la iglesia tiene sobre el arco un escudo pontificio colocado en 1854, tal vez por ser San Pedro el titular de la parroquia. En los bajos de la cornisa, que en la iglesia de Fuentelsaz sirve de alero, hay inscritas fechas referentes al año 1600 y posteriores. Debajo, ya sobre el muro, maltrechos por el tiempo, descascarillados algunos y desaparecidos los demás, se ven hasta catorce vítores con leyendas alusivas a otros tantos hijos ilustres, que consiguieron alcanzar la licenciatura o graduación en sus tiempos y lograrían después puestos de elevadísimo rango en la España de hace dos o tres centurias.
La iglesia está abierta, sola. La iglesia es oscura y muy silenciosa; tiene tres naves, dos de ellas distribuidas en pequeñas capillas con retablos barrocos muy bien conservados. Atrás, sobre el muro frontal del coro, quedan mudos los tubos del viejo órgano parroquial que sonó solemne en todos los ceremoniales de otro tiempo. Destaca la capilla de don Juan Domínguez, fundador del colegio de San Martín de Sigüenza e hijo de Fuentelsaz. En el silencio sepulcral de la iglesia, donde uno no recibe otra sensación que tenue luz de la lamparilla del Santísimo y el acompasado tic-tac del reloj de péndulo. Los arcos románicos del pequeño ábside son un pretexto de fondo para la imagen de San pascual Bailón, patrón del pueblo, dispuesta en un templete muy bonito, al lado del presbiterio. La iglesia de Fuentelsaz conserva el regusto místico de los viejos templos en los que todo invita a rezar, y la limpieza y el orden de las cosas que se cuidan con responsabilidad y con mimo.
A Pablo Bernal, el joven alcalde que hasta hace sólo unos días tuvo Fuentelsaz, lo crucé junto a la fuente barroca de la plaza. Pablo Bernal une a su juventud una cordialidad abierta, muy corriente en las tierras molinesas, que el forastero agradece y hace constar por razón de justicia. Con Pablo uno se siente arropado, como amparado allá tan lejos. Ahora el quehacer informativo se reduce tan sólo a escuchar y a dejarse conducir de su acompañante por algunos de los rincones de Fuentelsaz que todavía no conoce. Primero a la piscina de la Sociedad Deportiva, instalada en el paraje lindero de la Carnijosa. Un acierto cuyo ejemplo debería cundir.
- En verano la piscina es la mitad de la vida del pueblo para la gente joven. Ahora la tenemos vacía por la cosa de los hielos. Ahí abajo tenemos la ermita de la Soledad, y otra más pequeña ahí más cerca que es la de San Roque.
- Dijiste que la población se ha ido manteniendo.
- Se fue mucha gente al principio; pero en comparación con otros pueblos aquí somos muchos. Aún somos 162 personas, y lo que es mejor, que somos en el pueblo quince matrimonios jóvenes. Aquí siempre hay niños. Hasta el quinto curso tenemos quince chicos en la escuela. Este año se han celebrado tres bodas. Fuentelsaz no es lo que era, pero yo creo que bajar no bajará más; en todo caso lo contrario.
- ¿De qué se vive? Supongo que será del campo, como en todos los pueblos.
- Sí, del campo, aunque no del todo. El terreno no es muy bueno por aquí y tenemos que ayudarnos con la ganadería para poder vivir. La gente de Fuentelsaz es muy emprendedora, no tiene miedo a nada. Antiguamente se vivía casi del esquileo y de los trabajos que se hacían con la lana. Los esquiladores Fuentelsaz, igual que los de Milmarcos, eran muy famosos por ahí; además, en este pueblo se tejía la lana, se hacían mantas, cobertores y muchas cosas más, que todavía se conservan algunas.
- Lo que quiere decir que también se habló en migaña.
- El origen de la migaña está en Fuentelsaz. Luego se extendió a Milmarcos por al cosa de los esquiladores; pero nació aquí.
- ¿Hay aún quien hable en migaña?
- No; la gente mayor lo sabe, y de cuando en cuando se le va alguna frase en migaña, pero no se usa. Los chicos ni siquiera la conocen. Yo creo que su destino es desaparecer.
- Pues no dejaría de ser una pena, ya ves. Pienso que os deberíais mover un poquito por salvarla, que al fin y al cabo es una riqueza vuestra.
- Pues sí; pero como la vida ha cambiado tanto, seguro que no se va a emplear más como necesidad. Los de Milmarcos han hecho un diccionario de migaña, poco auténtico, que nos e ajusta mucho a la realidad; con palabras cogidas, creo yo, de otros idiomas que ni siquiera los viejos conocen. Pienso que eso del diccionario no sea una solución para que la migaña subsista.
Con Miguel Ángel Arteaga hablé de la historia de Fuentelsaz, de sus hijos insignes, alguno de ellos, según me dijo, llegó a ser virrey de las Indias; así como de que soldados prisioneros en el castillo fueron los primeros pobladores de la villa en sus orígenes.
Luego pasamos al teleclub, algo así como la mezquita para el juego de las cartas, donde los hombres ponen en pleito cada tarde la taza de café en partidas de guiñote memorables a las que suele seguir, siempre que las obligaciones no sean un impedimento, otras de tute, en las que el dinero contante y sonante es el motivo principal del litigio.
- Nadie sabe lo bien que se lo pasan aquí. Al final, el que más gana yéndole las cosas bien, o más pierde yéndole mal, son cincuenta pesetas. Parta la gente mayor es esto su vida.
En el pequeño casino de Fuentelsaz hay una pintura mural que representa a la plaza, un mostrador ordenado y limpio, unas estanterías nutridas, y una chica joven, Mari Celi, que sirve con prontitud.
Me habló Pablo, junto a la humeante tacita de café, de que las fiestas de San Pascual tienen mucha importancia para el pueblo; que son muy íntimas, sin afluencia de forasteros apenas, y que la gente se vuelca en donativos.
- Sí; un año con otro se vendrán sacando por encima de las doscientas mil pesetas en ofrendas. Es una fiesta muy nuestra que no ha perdido interés.
- ¿En qué día la celebráis?
- El 17 de mayo, su fecha de siempre. También el día 8 de mayo se hace una romería a la ermita de San Miguel. Antes se hacía con caballerías, pero como ahora no hay, vamos andando o en coche. En esa romería tenemos la costumbre de mantear al alcalde y al cura todos los años, y a los forasteros también.
- ¡Caramba! ¿Y no protesta nadie?
- No; se toma con buen humor. Si alguno tiene problemas de salud o es una persona mayor, entonces no se le mantea.
Aún nos queda casi toda la tarde por delante. Los tractores de Fuentelsaz se van al campo cuando yo salgo, y los perros se mueren de aburrimiento en las esquinas. El regreso es prolongado por cuanto al tiempo, pero ameno y gozoso al leer en los empalmes de las carreteras molinesas nombres de pueblos que uno conoce y en los que tiene amigos a los que le gustaría volver a abrazar. Por las inmediaciones de Labros, el pueblo en la solana, un aguilucho dibuja círculos suaves en el azul de la tarde limpia en el páramo.
Fuentelsaz, salvado el desvío, acabará asomando encajado en el hoyo. Quedan a mi derecha sobre el roquedal las escasas ruinas de un castillo que miran, campo abierto, a las zaragozanas tierras del noreste, puestas como a perderse de vista allá muy lejos. En el pueblo, las tapias de un convento o palacio, del que tan sólo quedan en pie los cuatro muros que lo rodean, me van aproximando hasta una plaza en la que hay tres olmos desramados, muy viejos, con brotes de verdín como cabeza por encima de los troncos ásperos y desproporcionados.
Sin salir de esta plazuela a la que acabamos de arribar vemos algunas casonas antiguas, solares viejos de familias hidalgas de las que perdura su recuerdo en piedra heráldica que atravesó el umbral de los siglos. Uno se da cuenta de que estaba equivocado, de que Fuentelsaz no es, ni mucho menos, un caserío subsidiario de la villa vecina de Milmarcos, sino que, muy por el contrario, es semejante a él en grandiosidad, en recuerdos importantes del pasado, en nobleza, y superior en población al menos por estos días. Fuentelsaz –bien mereció la pena viajar desde tan lejos- fue un descubrimiento cuya primera impresión todavía se ha borrado de mi memoria.
Una calle en cuesta me sube hasta la explanada de la iglesia. La calle es una bella exposición de herrajes hermosos, de forjas artísticas que adornan y cubren los ventanales de mansiones señoriales, donde al parecer nadie vive. En la casona solar de los Gálvez luce el emblema familiar sobre la fachada. Palacete en el que debieron de nacer insignes hombres de leyes, notables consejeros de Castilla, obispos de la Iglesia y oidores del Reino. Fuentelsaz es cuna venerable de grandes hombres, cuya presencia perdura a través de los siglos en infinidad de detalles, muy patentes aún en aquel escondido rincón de la paramera.
El señor Isidoro habla con acento aragonés. El señor Isidoro baja apoyando su cuerpo en un bastón y guiando una curiosa carretilla de lanza con la mano libre. Él parece de la opinión de que la casa de los Gálvez apenas si tiene importancia, y que el pueblo ganaría más con otra moderna de ladrillo visto, buenas escaleras al aire libre, y flores, y toldos y jardín.
- Esa casa es de las de antes. Ahora las hacen mejor. ¿No ha visto las que hay por allá abajo? A éstas ya no les hacemos caso.
- Pues tiene todo el aspecto de ser un palacio antiguo, ya ve.
- No señor. No era más que casa. Los dueños que vivieron ahí no eran muy ricos, eran gentes corrientes.
- Pero yo me refiero a cuando la hicieron, a sus primeros dueños.
- A esos no los conoció nadie.
El señor Isidoro es un hombre muy simpático. Volvería a verlo después caminando con su garrota por la plaza, buscando como un chiquillo a sus compañeros de guiñote, ritual para la sobremesa que siguen como una liturgia los hombres del Señorío.
La sencilla portada de la iglesia tiene sobre el arco un escudo pontificio colocado en 1854, tal vez por ser San Pedro el titular de la parroquia. En los bajos de la cornisa, que en la iglesia de Fuentelsaz sirve de alero, hay inscritas fechas referentes al año 1600 y posteriores. Debajo, ya sobre el muro, maltrechos por el tiempo, descascarillados algunos y desaparecidos los demás, se ven hasta catorce vítores con leyendas alusivas a otros tantos hijos ilustres, que consiguieron alcanzar la licenciatura o graduación en sus tiempos y lograrían después puestos de elevadísimo rango en la España de hace dos o tres centurias.
La iglesia está abierta, sola. La iglesia es oscura y muy silenciosa; tiene tres naves, dos de ellas distribuidas en pequeñas capillas con retablos barrocos muy bien conservados. Atrás, sobre el muro frontal del coro, quedan mudos los tubos del viejo órgano parroquial que sonó solemne en todos los ceremoniales de otro tiempo. Destaca la capilla de don Juan Domínguez, fundador del colegio de San Martín de Sigüenza e hijo de Fuentelsaz. En el silencio sepulcral de la iglesia, donde uno no recibe otra sensación que tenue luz de la lamparilla del Santísimo y el acompasado tic-tac del reloj de péndulo. Los arcos románicos del pequeño ábside son un pretexto de fondo para la imagen de San pascual Bailón, patrón del pueblo, dispuesta en un templete muy bonito, al lado del presbiterio. La iglesia de Fuentelsaz conserva el regusto místico de los viejos templos en los que todo invita a rezar, y la limpieza y el orden de las cosas que se cuidan con responsabilidad y con mimo.
A Pablo Bernal, el joven alcalde que hasta hace sólo unos días tuvo Fuentelsaz, lo crucé junto a la fuente barroca de la plaza. Pablo Bernal une a su juventud una cordialidad abierta, muy corriente en las tierras molinesas, que el forastero agradece y hace constar por razón de justicia. Con Pablo uno se siente arropado, como amparado allá tan lejos. Ahora el quehacer informativo se reduce tan sólo a escuchar y a dejarse conducir de su acompañante por algunos de los rincones de Fuentelsaz que todavía no conoce. Primero a la piscina de la Sociedad Deportiva, instalada en el paraje lindero de la Carnijosa. Un acierto cuyo ejemplo debería cundir.
- En verano la piscina es la mitad de la vida del pueblo para la gente joven. Ahora la tenemos vacía por la cosa de los hielos. Ahí abajo tenemos la ermita de la Soledad, y otra más pequeña ahí más cerca que es la de San Roque.
- Dijiste que la población se ha ido manteniendo.
- Se fue mucha gente al principio; pero en comparación con otros pueblos aquí somos muchos. Aún somos 162 personas, y lo que es mejor, que somos en el pueblo quince matrimonios jóvenes. Aquí siempre hay niños. Hasta el quinto curso tenemos quince chicos en la escuela. Este año se han celebrado tres bodas. Fuentelsaz no es lo que era, pero yo creo que bajar no bajará más; en todo caso lo contrario.
- ¿De qué se vive? Supongo que será del campo, como en todos los pueblos.
- Sí, del campo, aunque no del todo. El terreno no es muy bueno por aquí y tenemos que ayudarnos con la ganadería para poder vivir. La gente de Fuentelsaz es muy emprendedora, no tiene miedo a nada. Antiguamente se vivía casi del esquileo y de los trabajos que se hacían con la lana. Los esquiladores Fuentelsaz, igual que los de Milmarcos, eran muy famosos por ahí; además, en este pueblo se tejía la lana, se hacían mantas, cobertores y muchas cosas más, que todavía se conservan algunas.
- Lo que quiere decir que también se habló en migaña.
- El origen de la migaña está en Fuentelsaz. Luego se extendió a Milmarcos por al cosa de los esquiladores; pero nació aquí.
- ¿Hay aún quien hable en migaña?
- No; la gente mayor lo sabe, y de cuando en cuando se le va alguna frase en migaña, pero no se usa. Los chicos ni siquiera la conocen. Yo creo que su destino es desaparecer.
- Pues no dejaría de ser una pena, ya ves. Pienso que os deberíais mover un poquito por salvarla, que al fin y al cabo es una riqueza vuestra.
- Pues sí; pero como la vida ha cambiado tanto, seguro que no se va a emplear más como necesidad. Los de Milmarcos han hecho un diccionario de migaña, poco auténtico, que nos e ajusta mucho a la realidad; con palabras cogidas, creo yo, de otros idiomas que ni siquiera los viejos conocen. Pienso que eso del diccionario no sea una solución para que la migaña subsista.
Con Miguel Ángel Arteaga hablé de la historia de Fuentelsaz, de sus hijos insignes, alguno de ellos, según me dijo, llegó a ser virrey de las Indias; así como de que soldados prisioneros en el castillo fueron los primeros pobladores de la villa en sus orígenes.
Luego pasamos al teleclub, algo así como la mezquita para el juego de las cartas, donde los hombres ponen en pleito cada tarde la taza de café en partidas de guiñote memorables a las que suele seguir, siempre que las obligaciones no sean un impedimento, otras de tute, en las que el dinero contante y sonante es el motivo principal del litigio.
- Nadie sabe lo bien que se lo pasan aquí. Al final, el que más gana yéndole las cosas bien, o más pierde yéndole mal, son cincuenta pesetas. Parta la gente mayor es esto su vida.
En el pequeño casino de Fuentelsaz hay una pintura mural que representa a la plaza, un mostrador ordenado y limpio, unas estanterías nutridas, y una chica joven, Mari Celi, que sirve con prontitud.
Me habló Pablo, junto a la humeante tacita de café, de que las fiestas de San Pascual tienen mucha importancia para el pueblo; que son muy íntimas, sin afluencia de forasteros apenas, y que la gente se vuelca en donativos.
- Sí; un año con otro se vendrán sacando por encima de las doscientas mil pesetas en ofrendas. Es una fiesta muy nuestra que no ha perdido interés.
- ¿En qué día la celebráis?
- El 17 de mayo, su fecha de siempre. También el día 8 de mayo se hace una romería a la ermita de San Miguel. Antes se hacía con caballerías, pero como ahora no hay, vamos andando o en coche. En esa romería tenemos la costumbre de mantear al alcalde y al cura todos los años, y a los forasteros también.
- ¡Caramba! ¿Y no protesta nadie?
- No; se toma con buen humor. Si alguno tiene problemas de salud o es una persona mayor, entonces no se le mantea.
Aún nos queda casi toda la tarde por delante. Los tractores de Fuentelsaz se van al campo cuando yo salgo, y los perros se mueren de aburrimiento en las esquinas. El regreso es prolongado por cuanto al tiempo, pero ameno y gozoso al leer en los empalmes de las carreteras molinesas nombres de pueblos que uno conoce y en los que tiene amigos a los que le gustaría volver a abrazar. Por las inmediaciones de Labros, el pueblo en la solana, un aguilucho dibuja círculos suaves en el azul de la tarde limpia en el páramo.
(N.A. Junio, 1983)
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