Hoy hemos cogido la mañana con excesiva avidez. Por otra parte, los viajes por la carretera general resultan siempre más rápidos, y este es el caso, que con el sol tierno aún sobre los llanos de la última Alcarria, estamos contemplando la joya románica de la iglesia de Saúca, un monumento moribundo donde se sostienen malamente por encima de las finas cañas de sus columnas, originales o repuestas, los viejos capiteles esculpidos del atrio y de los arcos que perpetúan, sin que los años apenas hayan contado para nada, aquella maravilla del arte medieval.
El cementerio de Estriégana muestra de paso al caminante el sereno espectáculo de las cruces erguidas, refulgentes con la primera luz del día que se estrella en oblicuo contra la superficie de los mármoles, reavivando los manojos de florecillas artificiales que hay atados a sus peanas. El pequeño pueblecito seguntino está aquí, como desparramado entre el sol y la sombra en la falda del cerro pedregoso de la Carrasca, que corona la espadaña de la iglesia orientada hacia el poniente.
La mañana amaneció limpia y el ambiente invita a salir, pero lo cierto es que Estriégana a estas horas es un mundo vacío. Pienso que me encuentro en la Plaza Mayor, un ensanchamiento a mano derecha de la carretera en cuyo centro hay dos olmos gemelos de piel verrugosa, sostenidos sobre sendas peanas de refuerzo que se han ido desmoronando poco a poco hasta dejar al descubierto la corteza envejecida de sus troncos. Un centenar de palomas zuran por encima de los tejados en la plaza.
Sin salir del coche veo cruzar por detrás de los olmos a un señor que lleva un fajo de periódicos debajo del brazo. Un perro canela y blanco está sentado al sol sobre una acera. Cuando bajo del coche el perro me mira con un gesto grave de pensador profundo. En la calle el frío es cada vez más intenso.
Volviendo atrás por la misma carretera que acabo de entrar, veo a una mujer que sale de su casa con un cubo de agua. Es una señora mayor y de trato amable. Se llama Dolores y me intenta explicar el porqué de las calles desiertas.
- Ah, pues en esta calle aún hay algunas casas abiertas, pero de todas maneras es que somos muy pocos. En invierno treinta de ellos escasamente.
- ¿Dónde se meten?
- A estas horas no salimos. Estamos en las casas desayunando y haciendo lo que tenemos que hacer. Al calorcillo de la estufa.
- ¿Cómo fue el hundirse el poyo de los olmos?
- Es que hace muchos años que los hicieron. Se conoce que han ido creciendo los troncos hasta que lo han hundido. Ya tienen la piedra ahí. Dicen que lo van a arreglar pronto.
La iglesia es, aunque sería injusto compararla con su vecina de Saúca, una reliquia del quehacer cluniacense del siglo XII. La portada la forma un arco elemental de medio punto orientado a la solana, si bien, las sombras del cerro llegan hasta sus muros filtrando, como lunares fríos, los rayos del sol entre el ramaje de la carrasca. El ábside es semicircular y tiene el alero sostenido por modillones de piedra trabajada que acrecientan el interés del edificio. Por los dos vanos de las campanas entran y salen a sus nidos las palomas.
Estriégana es pueblo de casonas venerables, sólidas y monumentales, muchas de ellas reforzadas con piedra sillar en las esquinas y artísticos dinteles de arenisca rojiza. En uno de esos dinteles por la calle de Enmedio se lee la fecha de 1625, bajo una cruz esculpida y una jaculatoria piadosa escrita en letras de molde.
Por las eras se ven algunas casas deshabitadas. Los gatos saltan por las ventanas y se esconden entre los escombros de un edificio derruido que hay en las afueras.
Estriégana limita por el norte con el regato triste del río Dulce, que baja lamiendo los pies de la chopera a colarse por el único ojo de un puente de cemento en el camino del Molinillo, la primera vía de comunicación entre Alcolea del Pinar y la ciudad de Sigüenza. Junto a las tapias del pueblo se ven huertecillos abandonados o pequeñas herrenes cercadas con paredón de piedra.
El señor Lázaro vive por allí. Se llama Lázaro Martín Casado. Vuelve a casa con una lata de grano para echar a los animales. Hablamos un poco en la calle y después me invita a entrar en su casa. La señora Josefa, su mujer, tiene una cocina de leña que consume troncos menudos de roble.
- En el verano encendemos la de gas, pero ahora vamos mejor con ésta. Tiene de todo: horno, agua caliente… Aquí asamos la carne cuando viene el chico.
En realidad, la cocina de mis amigos es también comedor, muy limpia, toda ella de azulejos blancos, extraordinariamente confortable.
- Pues mire usted, mientras tengamos salud es aquí donde mejor estamos. El chico está casado y vive en Madrid.
- ¿Son muchos vecinos en Estriégana?
- Unas catorce casas abiertas. Cuando las elecciones se contaron treinta y cinco votos. Pero aquí en otro tiempo se llegaron a juntar hasta cuarenta yuntas de labranza. Ahora somos muchos menos, y se van apañando con los tractores. Toda esa parte de la vega es buena tierra.
- El pueblo queda un poco escondido; pero con la carretera general tan cerca deben tener pocos problemas de comunicaciones.
- Estamos bien comunicados, sí señor. A las diez de la mañana tenemos todos los días un autobús hasta Sigüenza, y si se quiere subir hasta Saúca, ahí se coge el coche de Molina que te deja en Madrid por un sitio que le dicen la Fuente del Berro, cerca de Goya. Nosotros viajamos más por el tren desde Sigüenza, como nos descuentan el cincuenta por ciento a los jubilados…
- ¡No me diga que está usted jubilado!
- Jubilado, sí señor, y bien jubilado. Los primeros que cumpla serán ya los setenta y uno.
- Pues no creo que le eche nadie más de sesenta.
- Ya, ya. La verdad es que estoy bien, pero he trabajado mucho. Más de media vida con la yunta y con las ovejas. Luego pusimos una cooperativa y nos liamos todavía más. Nos resultó bien, pero siempre a fuerza de trabajar.
Cuando salimos de su casa, el señor Lázaro me fue contando que en Estriégana hay muchas palomas, y que algunos días cuando salen todas no se ven las tejas de las casa.
- Ahora, mire, me voy a cavar al huerto. Nada, a matar un poco el rato. No te vas a quedar al sol cruzado de brazos. Si fuera uno a echar cuentas, qué sé yo a cuánto nos sale cada tomate y cada patata, seguro que es preferible quedarse en casa. Eso sí, cuando estás aviando el huerto si pasa uno y te dice que te vayas a echar la partida, allí se queda la azada y mañana será otro día. Así nos vamos entreteniendo un poco.
La fuente pública y el lavadero quedan en las afueras, después de la plaza y del juego de pelota, por el paraje arbolado que dicen Los Huertos. La fuente es como a manera de pequeña caseta, al lado de la carretera, que arroja por la espalda tres chorros abundantes de agua con aspecto inmejorable, no obstante, hay un indicador en su frontal que anuncia que no se puede beber.
- Dicen que la han analizado y no es potable. Aquí bebe todo el mundo y a nadie le pasa nada. Cuando no andaba la cosa esta de la sequía, salían los chorros como a presión, llegaban hasta el borde.
- Es lástima que no hayan echado todavía la hoja, pero se ven por aquí árboles de todas las clases.
- Pues mire, ese primero es un saz, el de más allá es un guindo, y aquella grandona es una noguera. Por cierto, que no sé de qué clase será, pero echa unas nueces lo más difícil de esmotar que yo he visto. En cambio, hay otra más allá que es todo lo contrario.
El señor Lázaro me había hablado del barecillo que hay en el empalme, y allí me fui por simple curiosidad. Está situado como parado en plena ruta de la carretera de Sigüenza. Sobre la puerta se lee: “Casa Rafa”. Al entrar, me encuentro como únicos clientes a una pareja de guardias civiles que acaban de tomar un bocadillo en el mostrador. Los dos guardias son jóvenes, uno rubio y otro moreno. Los dos tienen acento extremeño o andaluz. Cuando van a marcharse, el guardia rubio dice al señor que le ha servido: ¿Cuánto le adeudo? Me explica Rafa que son guardias de tráfico, y que pertenecen al destacamento de Alcolea.
- Pues tienen un barecillo muy bien montado, ya ve usted.
- No está mal. Esto funciona gracias a la carretera. De alguno que viene de paso, como usted. En el pueblo quedamos cuatro gatos nada más. Los del pueblo vienen, echan la partida, se toman una cerveza y se acabó. Así no se puede mantener un negocio.
Con la estufa de leña al lado, al viajero se le quitan las ganas de irse del bar. El pequeño establecimiento de Rafael es a la vez tienda de comestibles, donde se venden artículos de primera necesidad que se ven por allí colocados sobre la estantería.
- Un poco de todo, y entre todo, nada.
Ya me lo habían dicho sus convecinos y así me lo confirmó después el propio Rafael Alonso, que ha sido alcalde durante muchos años y que cuenta con la confianza y con la estima de todo el pueblo. Ahora ya no lo es por razones que él dice que no se deben remover, pero que ha hecho muchas cosas a favor del municipio y no está arrepentido de ninguna. Uno, que no es demasiado amigo de hurgar en esos terrenos, se limita a creerlo de buen grado y termina su estancia en Estriégana con una copita de solisombra para espantar el frío. Es un eslabón más de esta larga cadena de lugares que conoce, donde como en todas partes encontró hospitalidad y conversación amable.
El cementerio de Estriégana muestra de paso al caminante el sereno espectáculo de las cruces erguidas, refulgentes con la primera luz del día que se estrella en oblicuo contra la superficie de los mármoles, reavivando los manojos de florecillas artificiales que hay atados a sus peanas. El pequeño pueblecito seguntino está aquí, como desparramado entre el sol y la sombra en la falda del cerro pedregoso de la Carrasca, que corona la espadaña de la iglesia orientada hacia el poniente.
La mañana amaneció limpia y el ambiente invita a salir, pero lo cierto es que Estriégana a estas horas es un mundo vacío. Pienso que me encuentro en la Plaza Mayor, un ensanchamiento a mano derecha de la carretera en cuyo centro hay dos olmos gemelos de piel verrugosa, sostenidos sobre sendas peanas de refuerzo que se han ido desmoronando poco a poco hasta dejar al descubierto la corteza envejecida de sus troncos. Un centenar de palomas zuran por encima de los tejados en la plaza.
Sin salir del coche veo cruzar por detrás de los olmos a un señor que lleva un fajo de periódicos debajo del brazo. Un perro canela y blanco está sentado al sol sobre una acera. Cuando bajo del coche el perro me mira con un gesto grave de pensador profundo. En la calle el frío es cada vez más intenso.
Volviendo atrás por la misma carretera que acabo de entrar, veo a una mujer que sale de su casa con un cubo de agua. Es una señora mayor y de trato amable. Se llama Dolores y me intenta explicar el porqué de las calles desiertas.
- Ah, pues en esta calle aún hay algunas casas abiertas, pero de todas maneras es que somos muy pocos. En invierno treinta de ellos escasamente.
- ¿Dónde se meten?
- A estas horas no salimos. Estamos en las casas desayunando y haciendo lo que tenemos que hacer. Al calorcillo de la estufa.
- ¿Cómo fue el hundirse el poyo de los olmos?
- Es que hace muchos años que los hicieron. Se conoce que han ido creciendo los troncos hasta que lo han hundido. Ya tienen la piedra ahí. Dicen que lo van a arreglar pronto.
La iglesia es, aunque sería injusto compararla con su vecina de Saúca, una reliquia del quehacer cluniacense del siglo XII. La portada la forma un arco elemental de medio punto orientado a la solana, si bien, las sombras del cerro llegan hasta sus muros filtrando, como lunares fríos, los rayos del sol entre el ramaje de la carrasca. El ábside es semicircular y tiene el alero sostenido por modillones de piedra trabajada que acrecientan el interés del edificio. Por los dos vanos de las campanas entran y salen a sus nidos las palomas.
Estriégana es pueblo de casonas venerables, sólidas y monumentales, muchas de ellas reforzadas con piedra sillar en las esquinas y artísticos dinteles de arenisca rojiza. En uno de esos dinteles por la calle de Enmedio se lee la fecha de 1625, bajo una cruz esculpida y una jaculatoria piadosa escrita en letras de molde.
Por las eras se ven algunas casas deshabitadas. Los gatos saltan por las ventanas y se esconden entre los escombros de un edificio derruido que hay en las afueras.
Estriégana limita por el norte con el regato triste del río Dulce, que baja lamiendo los pies de la chopera a colarse por el único ojo de un puente de cemento en el camino del Molinillo, la primera vía de comunicación entre Alcolea del Pinar y la ciudad de Sigüenza. Junto a las tapias del pueblo se ven huertecillos abandonados o pequeñas herrenes cercadas con paredón de piedra.
El señor Lázaro vive por allí. Se llama Lázaro Martín Casado. Vuelve a casa con una lata de grano para echar a los animales. Hablamos un poco en la calle y después me invita a entrar en su casa. La señora Josefa, su mujer, tiene una cocina de leña que consume troncos menudos de roble.
- En el verano encendemos la de gas, pero ahora vamos mejor con ésta. Tiene de todo: horno, agua caliente… Aquí asamos la carne cuando viene el chico.
En realidad, la cocina de mis amigos es también comedor, muy limpia, toda ella de azulejos blancos, extraordinariamente confortable.
- Pues mire usted, mientras tengamos salud es aquí donde mejor estamos. El chico está casado y vive en Madrid.
- ¿Son muchos vecinos en Estriégana?
- Unas catorce casas abiertas. Cuando las elecciones se contaron treinta y cinco votos. Pero aquí en otro tiempo se llegaron a juntar hasta cuarenta yuntas de labranza. Ahora somos muchos menos, y se van apañando con los tractores. Toda esa parte de la vega es buena tierra.
- El pueblo queda un poco escondido; pero con la carretera general tan cerca deben tener pocos problemas de comunicaciones.
- Estamos bien comunicados, sí señor. A las diez de la mañana tenemos todos los días un autobús hasta Sigüenza, y si se quiere subir hasta Saúca, ahí se coge el coche de Molina que te deja en Madrid por un sitio que le dicen la Fuente del Berro, cerca de Goya. Nosotros viajamos más por el tren desde Sigüenza, como nos descuentan el cincuenta por ciento a los jubilados…
- ¡No me diga que está usted jubilado!
- Jubilado, sí señor, y bien jubilado. Los primeros que cumpla serán ya los setenta y uno.
- Pues no creo que le eche nadie más de sesenta.
- Ya, ya. La verdad es que estoy bien, pero he trabajado mucho. Más de media vida con la yunta y con las ovejas. Luego pusimos una cooperativa y nos liamos todavía más. Nos resultó bien, pero siempre a fuerza de trabajar.
Cuando salimos de su casa, el señor Lázaro me fue contando que en Estriégana hay muchas palomas, y que algunos días cuando salen todas no se ven las tejas de las casa.
- Ahora, mire, me voy a cavar al huerto. Nada, a matar un poco el rato. No te vas a quedar al sol cruzado de brazos. Si fuera uno a echar cuentas, qué sé yo a cuánto nos sale cada tomate y cada patata, seguro que es preferible quedarse en casa. Eso sí, cuando estás aviando el huerto si pasa uno y te dice que te vayas a echar la partida, allí se queda la azada y mañana será otro día. Así nos vamos entreteniendo un poco.
La fuente pública y el lavadero quedan en las afueras, después de la plaza y del juego de pelota, por el paraje arbolado que dicen Los Huertos. La fuente es como a manera de pequeña caseta, al lado de la carretera, que arroja por la espalda tres chorros abundantes de agua con aspecto inmejorable, no obstante, hay un indicador en su frontal que anuncia que no se puede beber.
- Dicen que la han analizado y no es potable. Aquí bebe todo el mundo y a nadie le pasa nada. Cuando no andaba la cosa esta de la sequía, salían los chorros como a presión, llegaban hasta el borde.
- Es lástima que no hayan echado todavía la hoja, pero se ven por aquí árboles de todas las clases.
- Pues mire, ese primero es un saz, el de más allá es un guindo, y aquella grandona es una noguera. Por cierto, que no sé de qué clase será, pero echa unas nueces lo más difícil de esmotar que yo he visto. En cambio, hay otra más allá que es todo lo contrario.
El señor Lázaro me había hablado del barecillo que hay en el empalme, y allí me fui por simple curiosidad. Está situado como parado en plena ruta de la carretera de Sigüenza. Sobre la puerta se lee: “Casa Rafa”. Al entrar, me encuentro como únicos clientes a una pareja de guardias civiles que acaban de tomar un bocadillo en el mostrador. Los dos guardias son jóvenes, uno rubio y otro moreno. Los dos tienen acento extremeño o andaluz. Cuando van a marcharse, el guardia rubio dice al señor que le ha servido: ¿Cuánto le adeudo? Me explica Rafa que son guardias de tráfico, y que pertenecen al destacamento de Alcolea.
- Pues tienen un barecillo muy bien montado, ya ve usted.
- No está mal. Esto funciona gracias a la carretera. De alguno que viene de paso, como usted. En el pueblo quedamos cuatro gatos nada más. Los del pueblo vienen, echan la partida, se toman una cerveza y se acabó. Así no se puede mantener un negocio.
Con la estufa de leña al lado, al viajero se le quitan las ganas de irse del bar. El pequeño establecimiento de Rafael es a la vez tienda de comestibles, donde se venden artículos de primera necesidad que se ven por allí colocados sobre la estantería.
- Un poco de todo, y entre todo, nada.
Ya me lo habían dicho sus convecinos y así me lo confirmó después el propio Rafael Alonso, que ha sido alcalde durante muchos años y que cuenta con la confianza y con la estima de todo el pueblo. Ahora ya no lo es por razones que él dice que no se deben remover, pero que ha hecho muchas cosas a favor del municipio y no está arrepentido de ninguna. Uno, que no es demasiado amigo de hurgar en esos terrenos, se limita a creerlo de buen grado y termina su estancia en Estriégana con una copita de solisombra para espantar el frío. Es un eslabón más de esta larga cadena de lugares que conoce, donde como en todas partes encontró hospitalidad y conversación amable.
(N.A. Marzo, 1984)
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