Encontré a don Honorato sentado con su mujer a la sombra del pretil en la calle de la Iglesia. En Millana, la apacible bonanza de las tardes de julio saca a los hombres y a las mujeres a la puerta de sus casas. Don Honorato Doñoro se dejó lo mejor de su vida en la carretera, y no por accidente, que siempre al fin y a la postre hay que dar gracias a Dios, sino por oficio, componiendo y bacheando durante casi cuarenta años el tramo que une a su pueblo con la villa de Alcocer. Con don Honorato, el viejo caminero de Millana, vuelan las horas en amigable conversación por las calles empinadas de su pueblo, bebiendo y respirando la luminosidad de sus alrededores que destilan, próximo al ocaso, un sugestivo olor a mies.
La calle de la Iglesia se engalana con un estupendo escudo de piedra que ocupa en toda su extensión la fachada de una antigua vivienda deshabitada. La pieza heráldica de la calle de la Iglesia, monumental, magnífica, no tiene más que decir, según mi amigo, que el nombre y la fecha que en su entorno todavía prevalecen y que hablan de una familia y de una época que se perdieron como tantas cosas más en el camarín de los tiempos. “Astudillo”.1700.
La Plaza Mayor concentra todo sus señorío en la noble fachada que tiene al fondo, donde una casona enorme, a modo de palacete, se abre a la calle por un arco gigantesco que parece recordar, desde el silencio profundo de su piedra labrada, que Millana, un siglo por medio, debió de albergar bajo sus tejas y dar de comer con el sudor de su frente a alguna que otra estirpe de usureros señorones, de adinerados oportunistas al gusto de la época, a cuyo alrededor girarían las vidas y las pobres haciendas de una buena parte de los vecinos que habían cometido el delito de caer en este mundo con peor fortuna.
-Pues mire usted, aunque no se lo crea, esa casa grande la vendió mi abuela en aquellos tiempos por cinco mil pesetas. De las cosas que se hacían antes.
-¿Quién vive ahí ahora?
-Era de una maestra, y ahora la ha heredado una sobrina suya, maestra jubilada también.
-Pues llama la atención el edificio, ya ve.
-Aquí hay casas de estas porque en aquellos tiempos el término era de media docena. Antiguamente el que tenía cuatro perras se hacía el amo. Por una cuartilla de aceite o por un almuz de trigo compraban una finca.
-¿Cómo es posible?
-La necesidad obligaba, y a la gente no le quedaba más remedio que malvender si no se quería morir de hambre.
El arte, olvidado como en tantos más lugares de la provincia, tiene en Millana la común característica de la grandiosidad. El arco románico de la iglesia es un juego ingente de arquivoltas y de artísticos capiteles que la gente no suele valorar.
-Unas cuantas fotos le han hecho ya al dichoso arco, y al escudo no digamos.
Me marcho con don Honorato dando un paseo hasta las tierras de la Gargantilla. En las eras hay montones de trigo de un color tostado, y otros más blancos de cebada en grano. Las eras, por aquello de que las circunstancias mandan, dejaron para siempre su vieja misión de pan trillar y ahora sólo se emplean como almacenes provisionales a campo abierto, a la espera de una oportunidad en los depósitos del Servicio Nacional. Al otro lado del embalse, en el páramo, la Alcarria de Cuenca, tapizada de robledal y de chaparros, sosteniendo a caballo sobre su lomo al simpático pueblecito de Castejón. En Castejón de Cuenca nació y ha sacado a la luz lo mejor de su repertorio, uno de los pocos cantautores de hoy cuyas canciones vale la pena escuchar: José Luis Perales.
-Mire, aquellos dos cerrillos como dos tetas se llaman Los Cabezos, y al otro lado está el Villar, luego Castejón en lo alto, y en el bacho Canalejas.
-¿Tienen ustedes mucho contacto con los pueblos de Cuenca?
-Claro que sí; con todos esos pueblos tenemos mucho trato. La gente es igual
que la de aquí ¡Miá que más da! Tan sólo nos separa el pantano, y el que ellos son de otra provincia, pero eso es igual.
-Lo que me parece extraño es que no se alcance a ver el pantano desde este sitio.
-El pantano este año da pena. La recama venía hasta cerca del Palomar del Santo, que es aquello que se ve allá abajo; pero ahora, nada, no tiene cuatro gotas. No ve que no ha llovido, y luego que deben de soltar qué sé yo cuánto. Así está él.
Por el camino de las eras nos encontramos con un hombre joven que venía hacia nosotros con un tractor. David Martínez Aguado es un muchacho educado, amable, que emplea para trabajar uno de los pocos tractores que, pese a la extraordinaria calidad del terreno, hay en el pueblo.
-Y que lo diga. Tractores no hay, pero se siembra bastante. De toda la contorna éste ha sido siempre el mejor término. La pena es que no hayan hecho antes la parcelaria. La están haciendo ahora.
-¿Todavía lo labran con mulas?
-No, con mulas, no. Nos vamos apañando con los cuatro tractores que hay en el pueblo. Antes sí que había aquí sus doscientos pares de mulas.
-La cosecha este año, por lo que se ve, más bien mala ¿no?
-Ya lo ve. No tiene más que mirar cualquier espiga. Casi todas están vanas. Los calores de junio se la llevaron en cuatro días.
En la puerta de un almacén por el camino que va a las eras nos ladra desesperado un perro lanudo de los de señorita de capital. Durante el camino de regreso tuvimos ocasión de hablar de muchas cosas. Son Honorato me contó lo poco que suelen producir las tierras dadas a renta. Me dijo que, aunque él nunca lo tuvo que experimentar por suerte o por desgracia, lo de vivir como se hacía antes en las casillas de camineros era un atraso. Y del espliego, de su cultivo y preparación, como una actividad en decadencia que en Millana viene ligada desde antiguo a su ámbito exclusivamente familiar.
-Pues así es. Tendremos unas cuatro hectáreas de espliego. En el pueblo no hay más que el nuestro, y lo destilamos nosotros también. Para que vea, mi padre fue el primero que sacó esencia aquí. Tampoco hace años…
En la Plaza Mayor los mocetes juegan a la pelota aprovechando como frontón la pared lateral de una de las casonas. Muy cerca de allí hay un curioso barecillo que atiende un señor bajito y muy cordial.
El bar de la plaza es una instalación sólo de temporada, que se abre al público durante los meses de verano.
-No es mío, no señor. El dueño se llama Gumersindo Doñoro, y vive en Guadalajara. Yo estoy en Madrid, pero, si puedo, me quiero venir al pueblo.
Víctor, el hombre del bar, que es además un hombre abierto y sin prejuicios, se puso enseguida como uno más de conversación con la clientela. Las gentes de Millana no parecen dispuestas a que alguien les gane en hospitalidad y en buen trato con los forasteros. Dato que, por no ser demasiado común, dejé escrito en mi cuaderno de notas.
-¿Qué le debo?
-Nada. Invita la casa. No faltaría más. Lo que tiene usted que hacer es venir para las fiestas de la Fuensanta. Así que, para otro año ya lo sabe.
-¿Cuándo celebran la fiesta?
-El 29 de agosto. La ermita está en un cerro, y allí acudimos todo el mundo en romería. Aquello está muy bien. Tuvimos ermitaños hasta hace poco.
-Y dice usted que es la Virgen de la Fuensanta.
-Sí señor; la que se querían llevar los de Casasana.
-No me diga.
-Hombre, claro. A su pueblo. Allí es que se la quiere mucho también, y ya ve, que arreaban con ella. La copla lo dice:
La Virgen de la Fuensanta
la llevan a Casasana,
y ella no se quiere ir
porque su casa es Millana.
A la invitación de la casa siguió la de don Honorato, y a ésta la de otro señor que por el momento se limitó a tantear el terreno desde su ángulo y a escuchar prudentemente tomando su cerveza en el mostrador.
-¿Cómo se llama usted?
-Me llamo Juan Rodríguez Navidad, para servir a Dios, a usted y a todos los presentes. Soy de Úbeda (Jaén), llevo más de treinta años en Millana como alguacil del pueblo, y mi peso natural sin engañar a nadie es de treinta y cinco kilos y medio.
-Pues tanto gusto, señor. Que tenga salud para ir tirando.
-Y usted que lo vea, caballero. Yo no sé nada de letra, pero le cuento entero un sainete de Campoamor que se cae de espaldas. De Campoamor, sí señor, el más grande que ha habido. ¡Olé su madre!
-Me pregunto yo que si no sabe leer, cómo se las arregla usted para dar un bando.
-Nada, me lo aprendo de memoria y así lo suelto por las esquinas: ¡Hago saber, de orden del señor alcalde, que cojan las gallinas, que vienen los mangantes! ¿Qué le parece?
Con la carcajada a flor y con el bueno de don Juan de Úbeda contando mentiras en verso, uno decide a pesar suyo despedirse del pueblo y de sus en el centro mismo de la Plaza Mayor. Algunas semanas después, cuando este breve memorial de viaje esté a punto de salir en letra de imprenta, uno recuerda con cierta nostalgia aquel simpático lugar de la Alcarria, y añora en la soledad de su cuarto de trabajo la compañía amable de toda aquella buena gente que encontró en Millana.
La calle de la Iglesia se engalana con un estupendo escudo de piedra que ocupa en toda su extensión la fachada de una antigua vivienda deshabitada. La pieza heráldica de la calle de la Iglesia, monumental, magnífica, no tiene más que decir, según mi amigo, que el nombre y la fecha que en su entorno todavía prevalecen y que hablan de una familia y de una época que se perdieron como tantas cosas más en el camarín de los tiempos. “Astudillo”.1700.
La Plaza Mayor concentra todo sus señorío en la noble fachada que tiene al fondo, donde una casona enorme, a modo de palacete, se abre a la calle por un arco gigantesco que parece recordar, desde el silencio profundo de su piedra labrada, que Millana, un siglo por medio, debió de albergar bajo sus tejas y dar de comer con el sudor de su frente a alguna que otra estirpe de usureros señorones, de adinerados oportunistas al gusto de la época, a cuyo alrededor girarían las vidas y las pobres haciendas de una buena parte de los vecinos que habían cometido el delito de caer en este mundo con peor fortuna.
-Pues mire usted, aunque no se lo crea, esa casa grande la vendió mi abuela en aquellos tiempos por cinco mil pesetas. De las cosas que se hacían antes.
-¿Quién vive ahí ahora?
-Era de una maestra, y ahora la ha heredado una sobrina suya, maestra jubilada también.
-Pues llama la atención el edificio, ya ve.
-Aquí hay casas de estas porque en aquellos tiempos el término era de media docena. Antiguamente el que tenía cuatro perras se hacía el amo. Por una cuartilla de aceite o por un almuz de trigo compraban una finca.
-¿Cómo es posible?
-La necesidad obligaba, y a la gente no le quedaba más remedio que malvender si no se quería morir de hambre.
El arte, olvidado como en tantos más lugares de la provincia, tiene en Millana la común característica de la grandiosidad. El arco románico de la iglesia es un juego ingente de arquivoltas y de artísticos capiteles que la gente no suele valorar.
-Unas cuantas fotos le han hecho ya al dichoso arco, y al escudo no digamos.
Me marcho con don Honorato dando un paseo hasta las tierras de la Gargantilla. En las eras hay montones de trigo de un color tostado, y otros más blancos de cebada en grano. Las eras, por aquello de que las circunstancias mandan, dejaron para siempre su vieja misión de pan trillar y ahora sólo se emplean como almacenes provisionales a campo abierto, a la espera de una oportunidad en los depósitos del Servicio Nacional. Al otro lado del embalse, en el páramo, la Alcarria de Cuenca, tapizada de robledal y de chaparros, sosteniendo a caballo sobre su lomo al simpático pueblecito de Castejón. En Castejón de Cuenca nació y ha sacado a la luz lo mejor de su repertorio, uno de los pocos cantautores de hoy cuyas canciones vale la pena escuchar: José Luis Perales.
-Mire, aquellos dos cerrillos como dos tetas se llaman Los Cabezos, y al otro lado está el Villar, luego Castejón en lo alto, y en el bacho Canalejas.
-¿Tienen ustedes mucho contacto con los pueblos de Cuenca?
-Claro que sí; con todos esos pueblos tenemos mucho trato. La gente es igual
que la de aquí ¡Miá que más da! Tan sólo nos separa el pantano, y el que ellos son de otra provincia, pero eso es igual.
-Lo que me parece extraño es que no se alcance a ver el pantano desde este sitio.
-El pantano este año da pena. La recama venía hasta cerca del Palomar del Santo, que es aquello que se ve allá abajo; pero ahora, nada, no tiene cuatro gotas. No ve que no ha llovido, y luego que deben de soltar qué sé yo cuánto. Así está él.
Por el camino de las eras nos encontramos con un hombre joven que venía hacia nosotros con un tractor. David Martínez Aguado es un muchacho educado, amable, que emplea para trabajar uno de los pocos tractores que, pese a la extraordinaria calidad del terreno, hay en el pueblo.
-Y que lo diga. Tractores no hay, pero se siembra bastante. De toda la contorna éste ha sido siempre el mejor término. La pena es que no hayan hecho antes la parcelaria. La están haciendo ahora.
-¿Todavía lo labran con mulas?
-No, con mulas, no. Nos vamos apañando con los cuatro tractores que hay en el pueblo. Antes sí que había aquí sus doscientos pares de mulas.
-La cosecha este año, por lo que se ve, más bien mala ¿no?
-Ya lo ve. No tiene más que mirar cualquier espiga. Casi todas están vanas. Los calores de junio se la llevaron en cuatro días.
En la puerta de un almacén por el camino que va a las eras nos ladra desesperado un perro lanudo de los de señorita de capital. Durante el camino de regreso tuvimos ocasión de hablar de muchas cosas. Son Honorato me contó lo poco que suelen producir las tierras dadas a renta. Me dijo que, aunque él nunca lo tuvo que experimentar por suerte o por desgracia, lo de vivir como se hacía antes en las casillas de camineros era un atraso. Y del espliego, de su cultivo y preparación, como una actividad en decadencia que en Millana viene ligada desde antiguo a su ámbito exclusivamente familiar.
-Pues así es. Tendremos unas cuatro hectáreas de espliego. En el pueblo no hay más que el nuestro, y lo destilamos nosotros también. Para que vea, mi padre fue el primero que sacó esencia aquí. Tampoco hace años…
En la Plaza Mayor los mocetes juegan a la pelota aprovechando como frontón la pared lateral de una de las casonas. Muy cerca de allí hay un curioso barecillo que atiende un señor bajito y muy cordial.
El bar de la plaza es una instalación sólo de temporada, que se abre al público durante los meses de verano.
-No es mío, no señor. El dueño se llama Gumersindo Doñoro, y vive en Guadalajara. Yo estoy en Madrid, pero, si puedo, me quiero venir al pueblo.
Víctor, el hombre del bar, que es además un hombre abierto y sin prejuicios, se puso enseguida como uno más de conversación con la clientela. Las gentes de Millana no parecen dispuestas a que alguien les gane en hospitalidad y en buen trato con los forasteros. Dato que, por no ser demasiado común, dejé escrito en mi cuaderno de notas.
-¿Qué le debo?
-Nada. Invita la casa. No faltaría más. Lo que tiene usted que hacer es venir para las fiestas de la Fuensanta. Así que, para otro año ya lo sabe.
-¿Cuándo celebran la fiesta?
-El 29 de agosto. La ermita está en un cerro, y allí acudimos todo el mundo en romería. Aquello está muy bien. Tuvimos ermitaños hasta hace poco.
-Y dice usted que es la Virgen de la Fuensanta.
-Sí señor; la que se querían llevar los de Casasana.
-No me diga.
-Hombre, claro. A su pueblo. Allí es que se la quiere mucho también, y ya ve, que arreaban con ella. La copla lo dice:
La Virgen de la Fuensanta
la llevan a Casasana,
y ella no se quiere ir
porque su casa es Millana.
A la invitación de la casa siguió la de don Honorato, y a ésta la de otro señor que por el momento se limitó a tantear el terreno desde su ángulo y a escuchar prudentemente tomando su cerveza en el mostrador.
-¿Cómo se llama usted?
-Me llamo Juan Rodríguez Navidad, para servir a Dios, a usted y a todos los presentes. Soy de Úbeda (Jaén), llevo más de treinta años en Millana como alguacil del pueblo, y mi peso natural sin engañar a nadie es de treinta y cinco kilos y medio.
-Pues tanto gusto, señor. Que tenga salud para ir tirando.
-Y usted que lo vea, caballero. Yo no sé nada de letra, pero le cuento entero un sainete de Campoamor que se cae de espaldas. De Campoamor, sí señor, el más grande que ha habido. ¡Olé su madre!
-Me pregunto yo que si no sabe leer, cómo se las arregla usted para dar un bando.
-Nada, me lo aprendo de memoria y así lo suelto por las esquinas: ¡Hago saber, de orden del señor alcalde, que cojan las gallinas, que vienen los mangantes! ¿Qué le parece?
Con la carcajada a flor y con el bueno de don Juan de Úbeda contando mentiras en verso, uno decide a pesar suyo despedirse del pueblo y de sus en el centro mismo de la Plaza Mayor. Algunas semanas después, cuando este breve memorial de viaje esté a punto de salir en letra de imprenta, uno recuerda con cierta nostalgia aquel simpático lugar de la Alcarria, y añora en la soledad de su cuarto de trabajo la compañía amable de toda aquella buena gente que encontró en Millana.
(N.A. Septiembre, 1981)
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