El tiempo pasa y el viajero se acerca a tierras de Molina con renovada ilusión. Es todavía de noche cuando salgo hacia el Señorío; quiero sorprender a aquellas buenas gentes del Valle del Mesa a poco despertar el día y las cosas, al fin, salen como estaba previsto. El frío se ha hecho más intenso al cruzar por el páramo. Los pastores de Anchuela y de Labros se resguardan, envueltos en sus mantas de cuadros, al abrigo de las sabinas. Más allá Mochales, anclado en la riquísima vega, cambia completamente el decorado de los campos que fueron quedando atrás, por encima del pequeño puerto de Amayas. El pueblo de Mochales aparece allí como puesto por mano de artista, a la margen del río, escondido detrás de los frutales, de las nogueras y de las hortalizas, besando las rocosas plantas de una serie de montículos elevadísimos y abruptos que los habitantes de la comarca conocen por Cabeza de las Eras, el Cerro y la Peña Bermeja.
Se advierte al poco de estar allí que Mochales es un pueblo viejo, mimado por la naturaleza y al que sus gentes gustan cuidar con meticulosidad. Una señora canta un cuplé mientras sacude la alfombra en un balcón del barrio de las Capellanías, en un callejoncico estrecho que baja a desembocar en los aledaños de la plaza. La Plaza Mayor es antigua como el pueblo, y mantiene sin detrimento apenas el encanto de lo que antes pudo ser el corazón de la villa. La artística rejería de forja que cierra el pórtico de la iglesia y una casona restaurada al fondo, con arco de dovelas, se llevan la atención del visitante.
-Por favor ¿Es aquello el ayuntamiento?
-No, no es el ayuntamiento. Eso es una casa particular que le decían El Palacio. El ayuntamiento lo tenemos ahí detrás. Está medio inservible. Yo soy el alcalde.
La plaza de Mochales está dedicada a un héroe local de la guerra contra los franceses, que al final acabó colgado de la picota en su propio pueblo: “Plaza del alcalde Antonio Alba”. Así lo anuncian dos placas de mármol colocadas en las esquinas, y lo explica otra mayor sobre el muro de la iglesia. La historia me la contaría con detalle don Blas Romero, hombre extraordinario y activo, pescador de truchas y cazador cuando no hay más remedio, que cuenta con el don de amar apasionadamente a su pueblo y a las cosas de su pueblo como si fueran propias. Don Blas se deja al hablar un acento veladamente francés.
- Cuando la Guerra de la Independencia, el pueblo de Mochales sufrió mucho ayudando siempre a las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina de Aragón. Lo saquearon cuatro veces los franceses por colaborar con el general Castaños cuando estaba en Sisamón. El alcalde Antonio Alba pasaba suministro a espaldas del enemigo, y cuando lo cogieron lo ahorcaron ahí detrás de la iglesia. Ahora le hemos dedicado la plaza.
- Muy interesante. No conocía yo la historia de este hombre.
- Los suministros que en vino, trigo, reses y demás, pasó Mochales a las tropas españolas, ascendieron en aquellos tiempos a 71.000 reales. En una de las ocasiones del saqueo, los franceses tocaron a degüello, pero se cuenta que una señora salió llorando ante el jefe enemigo, se puso de rodillas pidiéndole clemencia, y por fin el toque se hizo a saqueo.
Por el Barranco está la casa-ayuntamiento de la que me habló el alcalde: ruinosa, inservible, con dos siglos bien cumplidos por debajo de sus tejas, según reza en una piedra colocada sobre el portón de entrada en memoria del rey Carlos III, un reloj de sol y la fecha de 1782.
- Aquí mismo colgaron al alcalde Alba.
Hurgando en la historia de nuestro pueblo, uno se encuentra con que Mochales, al lado de Villel y de Algar de Mesa, fue uno de los municipios que hacia el año 1295 se apartaron del Señorío a la muerte del rey Sancho IV el Bravo, esposo que fue de doña María de Molina, aunque no tardarían mucho en ser reincorporados a su anterior procedencia. Cinco siglos después el pueblo pasaría a ser propiedad del marqués de Casa Pabón, época en la que por el paso del tiempo viene a coincidir con el lamentable suceso del alcalde Alba.
- Sí, esto ha sido marquesado durante años y siglos. En Jerez de la Frontera hay una calle que se llama Marqués de Mochales.
De lo que sí me informó con cifras exactas don Blas Romero es de la Asociación de Amigos de Mochales de la que es tesorero, y según pude adivinar, también cerebro. La A.A.de Mochales es un ejemplo luminoso de este tipo de hermandades tan extendidas por los pueblos de Molina, a la que hoy pertenecen 700 socios, que abonan unas cuotas cada año y ven convertida en hechos reales su aportación inmediatamente, siempre en beneficio del vecindario.
- Pues así es. La cantidad con la que contribuye cada socio es muy pequeñita, y todavía más si estos son jubilados, juveniles o infantiles. Los que más pagan son 500 pesetas al año y los niños 150. Si tenemos en cuenta que aquí vivimos cien personas, más o menos, hay que pensar que a la Asociación la sostienen principalmente los que viven fuera.
Pasamos unos minutos en el consultorio médico que tiene su sede en las antiguas escuelas, y consta de una confortable sala de espera y consulta, ésta última dotada de instrumental de urgencia y de uso más frecuente.
- Y mire, todo con los fondos de la Asociación. En cosa de limpieza y de orden lo atiende cada mes una señora del pueblo. Donde está la otra clase queremos hacer una sala de juegos para la juventud y otra para los jubilados, biblioteca, y campo de deportes para baloncesto en el patio. Esa es la próxima meta que nos hemos fijado, por el momento.
En la misma puerta del consultorio me contó mi amigo el señor romero que la peña que hay al otro lado del río es la Peña del Mediodía, que cualquiera del pueblo sabe por esa peña la hora que es sin equivocarse en más de cinco minutos, y que en la otra peña del Cerro, a la que llaman de San Gabriel, debajo mismo de donde vuelan una docena de buitres, es el sitio en el que tuvo su casa el célebre médico Tararí, de quien el viajero ya tenía noticias y cuya vida y extravagancias le interesaron siempre.
- Tararí, Tararí, aquí nadie supo nunca cómo se llamaba. Era alemán y es de suponer que tendría un nombre muy raro. Fue un gran médico. La categoría de Mochales no se merecía un médico tan bueno. Sobre todo en atención a niños era maravilloso.
- ¿Se ha llegado a saber cuál fue la verdad de aquel hombre?
- Nadie lo sabe. Era todo como un misterio. Lo que sí pudimos averiguar es que fue un personaje importante en la Alemania de hace cuarenta años. En una revista lo hemos visto fotografiado con todos los grandes alemanes de entonces. Vivía en aquella casa del Cerro, debajo de la peña, y alguien decía –algunos creo que las llegaron a ver- que tenía unas serpientes grandes en la casa. No sé si sería para que no subiese nadie. Luego hizo una especie de túnel hasta lo alto, y pensamos si podría ser para escaparse en el caso de que vinieran a buscarlo.
- ¿Cómo se ponían en contacto con él si vivía en el Cerro?
- El alguacil se ponía en contacto con él por señas. El uno arriba y el otro abajo se entendían perfectamente.
Creo que el tiempo, lejano en que este hombre extraño asistiera profesionalmente a Mochales, y también la imaginación de las gentes tan dada a la leyenda, han venido creando en torno a su persona una especie de mito, que difícilmente se sostiene por sí solo amarrado en parte al hilo sutil de la realidad. El famoso médico Tararí no era alemán, sino español y de los de buena clase, y su verdadero nombre fue el de don Eugenio Díaz Torreblanca, marino en su juventud, médico insigne después en un gran hospital alemán al lado de Hitler, y por razones tan extrañas como él que nadie me ha sabido explicar -aquí está el misterio-, médico de Mochales y de algunos pueblos más de la Alcarria. Don Eugenio murió en Ariecilla en 1979, y con el se marchó para siempre una forma original de entender la vida, que no muy tarde, con una pizca nada más de verdad por delante, puede algún día terminar en leyenda.
Con el alcalde, que llegó tan a tiempo, y con don Blas Romero, tomamos una copa de moriles en el bar de la Asociación. Es como una sala inmensa que tanto sirve de bar como de teatro o sala de juegos. En éste único establecimiento de recreo que tiene el pueblo, hay un escenario y una mesa de ping-pong.
- Mire, aquí debajo de nuestros pies están los restos de todos los grandes de Casa Pabón. Esto se hizo justamente encima de los enterramientos.
Mi amigo de Mochales me llevó al final hasta la Mina. Por el camino fuimos hablando de la huerta, de la cosecha de patata y remolacha, y de la fiesta de la Merced, que es la oficial, pero que la fiesta real se celebra el segundo viernes de agosto.
La Mina es una obra de impresionante magnitud que consiste en un túnel de casi cuatrocientos metros y que perfora por su base toda la masa rocosa del Cerro. Se hizo a principios del siglo para evitar las tremendas avenidas de agua que bajaban al pueblo, y tiene un muro enorme de contención en la boca alta del Barranco de Carriruecha.
- Parece imposible; pero está hecha a base de barreno y pico. Fue una tormenta muy grande que hubo y que se llevó, dicen, cientos de animales, la que motivó la obra. Ahora no hay peligro. Cuando viene un golpe fuerte de agua se cuela por aquí y va a salir a la vega, ya en la otra parte del Cerro.
Se nos fue la mañana en Mochales y a buen seguro que aún quedaron cosas, muchas cosas que ver y que contar. En aquel valle paradisíaco de vegetación exuberante y de mucha luz que riega el río Mesa, la mañana de otoño ha tomado un calor y color indefinibles. Las mujeres lavan la ropa en las aguas limpísimas del río y algunos hortelanos han comenzado a doblar el riñón en los patatares de la vega. Alrededor, las montañas rocosas en las que crece tímidamente alguna mata de té que se libró del verano, y pintan de gris los tomillares y la ajedrea en un concierto sin igual de naturaleza limpia.
Se advierte al poco de estar allí que Mochales es un pueblo viejo, mimado por la naturaleza y al que sus gentes gustan cuidar con meticulosidad. Una señora canta un cuplé mientras sacude la alfombra en un balcón del barrio de las Capellanías, en un callejoncico estrecho que baja a desembocar en los aledaños de la plaza. La Plaza Mayor es antigua como el pueblo, y mantiene sin detrimento apenas el encanto de lo que antes pudo ser el corazón de la villa. La artística rejería de forja que cierra el pórtico de la iglesia y una casona restaurada al fondo, con arco de dovelas, se llevan la atención del visitante.
-Por favor ¿Es aquello el ayuntamiento?
-No, no es el ayuntamiento. Eso es una casa particular que le decían El Palacio. El ayuntamiento lo tenemos ahí detrás. Está medio inservible. Yo soy el alcalde.
La plaza de Mochales está dedicada a un héroe local de la guerra contra los franceses, que al final acabó colgado de la picota en su propio pueblo: “Plaza del alcalde Antonio Alba”. Así lo anuncian dos placas de mármol colocadas en las esquinas, y lo explica otra mayor sobre el muro de la iglesia. La historia me la contaría con detalle don Blas Romero, hombre extraordinario y activo, pescador de truchas y cazador cuando no hay más remedio, que cuenta con el don de amar apasionadamente a su pueblo y a las cosas de su pueblo como si fueran propias. Don Blas se deja al hablar un acento veladamente francés.
- Cuando la Guerra de la Independencia, el pueblo de Mochales sufrió mucho ayudando siempre a las tropas españolas de la Junta de Defensa de Molina de Aragón. Lo saquearon cuatro veces los franceses por colaborar con el general Castaños cuando estaba en Sisamón. El alcalde Antonio Alba pasaba suministro a espaldas del enemigo, y cuando lo cogieron lo ahorcaron ahí detrás de la iglesia. Ahora le hemos dedicado la plaza.
- Muy interesante. No conocía yo la historia de este hombre.
- Los suministros que en vino, trigo, reses y demás, pasó Mochales a las tropas españolas, ascendieron en aquellos tiempos a 71.000 reales. En una de las ocasiones del saqueo, los franceses tocaron a degüello, pero se cuenta que una señora salió llorando ante el jefe enemigo, se puso de rodillas pidiéndole clemencia, y por fin el toque se hizo a saqueo.
Por el Barranco está la casa-ayuntamiento de la que me habló el alcalde: ruinosa, inservible, con dos siglos bien cumplidos por debajo de sus tejas, según reza en una piedra colocada sobre el portón de entrada en memoria del rey Carlos III, un reloj de sol y la fecha de 1782.
- Aquí mismo colgaron al alcalde Alba.
Hurgando en la historia de nuestro pueblo, uno se encuentra con que Mochales, al lado de Villel y de Algar de Mesa, fue uno de los municipios que hacia el año 1295 se apartaron del Señorío a la muerte del rey Sancho IV el Bravo, esposo que fue de doña María de Molina, aunque no tardarían mucho en ser reincorporados a su anterior procedencia. Cinco siglos después el pueblo pasaría a ser propiedad del marqués de Casa Pabón, época en la que por el paso del tiempo viene a coincidir con el lamentable suceso del alcalde Alba.
- Sí, esto ha sido marquesado durante años y siglos. En Jerez de la Frontera hay una calle que se llama Marqués de Mochales.
De lo que sí me informó con cifras exactas don Blas Romero es de la Asociación de Amigos de Mochales de la que es tesorero, y según pude adivinar, también cerebro. La A.A.de Mochales es un ejemplo luminoso de este tipo de hermandades tan extendidas por los pueblos de Molina, a la que hoy pertenecen 700 socios, que abonan unas cuotas cada año y ven convertida en hechos reales su aportación inmediatamente, siempre en beneficio del vecindario.
- Pues así es. La cantidad con la que contribuye cada socio es muy pequeñita, y todavía más si estos son jubilados, juveniles o infantiles. Los que más pagan son 500 pesetas al año y los niños 150. Si tenemos en cuenta que aquí vivimos cien personas, más o menos, hay que pensar que a la Asociación la sostienen principalmente los que viven fuera.
Pasamos unos minutos en el consultorio médico que tiene su sede en las antiguas escuelas, y consta de una confortable sala de espera y consulta, ésta última dotada de instrumental de urgencia y de uso más frecuente.
- Y mire, todo con los fondos de la Asociación. En cosa de limpieza y de orden lo atiende cada mes una señora del pueblo. Donde está la otra clase queremos hacer una sala de juegos para la juventud y otra para los jubilados, biblioteca, y campo de deportes para baloncesto en el patio. Esa es la próxima meta que nos hemos fijado, por el momento.
En la misma puerta del consultorio me contó mi amigo el señor romero que la peña que hay al otro lado del río es la Peña del Mediodía, que cualquiera del pueblo sabe por esa peña la hora que es sin equivocarse en más de cinco minutos, y que en la otra peña del Cerro, a la que llaman de San Gabriel, debajo mismo de donde vuelan una docena de buitres, es el sitio en el que tuvo su casa el célebre médico Tararí, de quien el viajero ya tenía noticias y cuya vida y extravagancias le interesaron siempre.
- Tararí, Tararí, aquí nadie supo nunca cómo se llamaba. Era alemán y es de suponer que tendría un nombre muy raro. Fue un gran médico. La categoría de Mochales no se merecía un médico tan bueno. Sobre todo en atención a niños era maravilloso.
- ¿Se ha llegado a saber cuál fue la verdad de aquel hombre?
- Nadie lo sabe. Era todo como un misterio. Lo que sí pudimos averiguar es que fue un personaje importante en la Alemania de hace cuarenta años. En una revista lo hemos visto fotografiado con todos los grandes alemanes de entonces. Vivía en aquella casa del Cerro, debajo de la peña, y alguien decía –algunos creo que las llegaron a ver- que tenía unas serpientes grandes en la casa. No sé si sería para que no subiese nadie. Luego hizo una especie de túnel hasta lo alto, y pensamos si podría ser para escaparse en el caso de que vinieran a buscarlo.
- ¿Cómo se ponían en contacto con él si vivía en el Cerro?
- El alguacil se ponía en contacto con él por señas. El uno arriba y el otro abajo se entendían perfectamente.
Creo que el tiempo, lejano en que este hombre extraño asistiera profesionalmente a Mochales, y también la imaginación de las gentes tan dada a la leyenda, han venido creando en torno a su persona una especie de mito, que difícilmente se sostiene por sí solo amarrado en parte al hilo sutil de la realidad. El famoso médico Tararí no era alemán, sino español y de los de buena clase, y su verdadero nombre fue el de don Eugenio Díaz Torreblanca, marino en su juventud, médico insigne después en un gran hospital alemán al lado de Hitler, y por razones tan extrañas como él que nadie me ha sabido explicar -aquí está el misterio-, médico de Mochales y de algunos pueblos más de la Alcarria. Don Eugenio murió en Ariecilla en 1979, y con el se marchó para siempre una forma original de entender la vida, que no muy tarde, con una pizca nada más de verdad por delante, puede algún día terminar en leyenda.
Con el alcalde, que llegó tan a tiempo, y con don Blas Romero, tomamos una copa de moriles en el bar de la Asociación. Es como una sala inmensa que tanto sirve de bar como de teatro o sala de juegos. En éste único establecimiento de recreo que tiene el pueblo, hay un escenario y una mesa de ping-pong.
- Mire, aquí debajo de nuestros pies están los restos de todos los grandes de Casa Pabón. Esto se hizo justamente encima de los enterramientos.
Mi amigo de Mochales me llevó al final hasta la Mina. Por el camino fuimos hablando de la huerta, de la cosecha de patata y remolacha, y de la fiesta de la Merced, que es la oficial, pero que la fiesta real se celebra el segundo viernes de agosto.
La Mina es una obra de impresionante magnitud que consiste en un túnel de casi cuatrocientos metros y que perfora por su base toda la masa rocosa del Cerro. Se hizo a principios del siglo para evitar las tremendas avenidas de agua que bajaban al pueblo, y tiene un muro enorme de contención en la boca alta del Barranco de Carriruecha.
- Parece imposible; pero está hecha a base de barreno y pico. Fue una tormenta muy grande que hubo y que se llevó, dicen, cientos de animales, la que motivó la obra. Ahora no hay peligro. Cuando viene un golpe fuerte de agua se cuela por aquí y va a salir a la vega, ya en la otra parte del Cerro.
Se nos fue la mañana en Mochales y a buen seguro que aún quedaron cosas, muchas cosas que ver y que contar. En aquel valle paradisíaco de vegetación exuberante y de mucha luz que riega el río Mesa, la mañana de otoño ha tomado un calor y color indefinibles. Las mujeres lavan la ropa en las aguas limpísimas del río y algunos hortelanos han comenzado a doblar el riñón en los patatares de la vega. Alrededor, las montañas rocosas en las que crece tímidamente alguna mata de té que se libró del verano, y pintan de gris los tomillares y la ajedrea en un concierto sin igual de naturaleza limpia.
(N.A. Octubre, 1982)
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