La difícil y ahora saludable orografía de estas sierras, me ha venido a poner, entre olor a jaras y paradisíacas visiones, en las puertas del pequeño lugar de Las Navas de Jadraque, que nada tiene que ver con La Nava, aunque este segundo municipio situado en el mismo macizo, guarde con el que hoy nos acoge una fundada similitud.
Desde la villa de Bustares, paso obligado para llegar, Las Navas queda apenas a un paseo que se hace cómodamente, pisando por estrecha y levemente ondulada carretera de asfalto.
Acabo de llegar, con el peso y el sonrojo de las cuatro de la tarde, en un día de verano rigurosamente caluroso. Las Navas es otro de nuestros pueblos de montaña donde el gris mate de la piedra de pizarra se generaliza ocupándolo todo. Apenas escapa de tan aplomado matiz el cielo azul de la tarde y el verde intenso de la vegetación. Cuando de hecho me adentro con dirección a la plaza, una vez dejados atrás los primeros edificios, las gallinas merodean alrededor de la iglesia. A pesar de la altura el pueblo se achicharra bajo el sol a estas primeras horas de la tarde. Las casas negras, los hombres y las piedras, permanecen en silencio, adormilados por la fuerza de la calina. En el olmo a medias de morir que hay junto a la puerta de la iglesia danzan y gorjean los gorriones. Uno, contagiado de tanta somnolencia, se sienta sobre el escalón de la entrada teniendo por delante el hosco pavimento de la plaza, con sus casucas alejadas prudencialmente, las techumbres laminadas de las parideras, la hondonada del Hoyo a la caída, la villa distante de Hiendelaencina ligeramente a la salida del sol, y en lontananza los altiplanos de la lejana Alcarria diluidos casi con el celaje. Las jambas y las dovelas que modelan el arco de la iglesia son, como lo es el pueblo entero, de pizarra argentífera con minúsculos granitos de cuarzo.
No he visto a nadie. Las golondrinas, colocadas en línea sobre los cables de la luz, me miran inmóviles sentado sobre la piedra con el portón de la iglesia como respaldo. Una callejuela mate desciende encajada con dirección poniente. Un perro blanco con lunares sestea en mitad de la calle con los ojos entreabiertos. Por el cielo suena el motor de una avioneta.
Ahora bajo lentamente por un callejón estrecho pisando de piedra en piedra. Las moscas se vuelven pesadas con la fuerza del calor, y las hierbas secas de la escombrera despiden un penetrante olor a estío. En un rincón, protegido por murillo de piedra hay una perdiz enjaulada y ropas de lavandería tendidas al sol. La casa del ayuntamiento, con su techumbre impecable de tejas negras, sale a nuestro paso con la puerta cerrada. La pared del ayuntamiento tiene incrustado un buzón de correos amarillo gualda. Luego la fuente pública, la eterna tragedia de Las Navas. Dos hilillos de agua cuelgan de los grifos que la gente regula con sendas ruedecitas de metal. Las Navas de Jadraque, amigo lector, es un pueblo que se muere de sed, un pueblo que, tanto en invierno como en verano, se abastece con cargas de cisterna que le sirve la Diputación Provincial. Uno, que sabe muy bien que en este mundo todo tiene solución menos la muerte, clama a grito vivo con el vecindario de La Nava a favor de la solidaridad por parte de las instituciones y de los pueblos vecinos. La fuente tiene un largo abrevadero, repartido en cuatro departamentos casi iguales.
Creo que he conseguido recorrer el pueblo sin ver a nadie. En las eras hay una parva de mies extendida con una bandera de saco en mitad que sirve de espantapájaros. AL lado de la parva hay un tractor de color rojo con aperos de labranza. El espectáculo de los montes es desde este lugar verdaderamente provocador. Al frente los cerros rocosos de la Cabrera, de la Talayuela, de Santotis, con la cresta erguida del padre Ocejón algo más al poniente. A mi espalda queda el pueblo como una inmensa mancha de color negro, con su espadaña campanario por encima de las casas, vigilado de cerca por las antenas y por los rádares del Alto Rey.
En un patio acorralado de piedra cose, sentada sobre el poyo de piedra, doña Sebastiana Domingo. La mujer que ha venido desde la capital para aprovecharse de las delicias del aire serrano, deja la siesta para mejor ocasión y disfruta sentada en su patio de la placidez del ambiente, teniendo por compañía en la rinconera dos plantas en flor de malva real.
- Buenas tardes, señora. Cuánto calor.
- Mucho, sí señor; con el frío que hemos pasado días atrás.
- ¿Adónde se metió la gente?
- Qué sé yo. Seguro que de siesta todavía.
El señor Salvador baja con el garrote terciado a buscar las ovejas que le esperan al otro lado del arroyo Cristóbal para salir al pasto. Ya son más de las cinco. En las puertas de las casa, bajo los techados sombríos, contrastan con la piedra oscura los colores vivos de los rosales, de las malvas reales y de los geranios. Las puertas de las casas están casi todas cerradas. En uno de estos portalejos, que son a la vez trasteros, hay un anciano apoyado sobre el pomo de su garrota. El anciano se sienta sobre un tronco aserrado cerca de una higuera. Se llama don Florencio Llorente. Me siento a su vera y le pregunto por el señor Macario, un viejo conocido. El anciano me responde que Macario es su hijo, y que anda echándose la siesta.
-Si se espera usted un poco subo a llamarlo.
-Bueno. Sentiría que le amargase el sueño.
La perra me mira con cara agria y de pocos amigos. Cuando vuelve su dueño me siento más protegido.
- No hace nada. Vamos, digo yo que no hace nada. Se llama Made. Es una palabra francesa. El nombre se lo puso mi nieto que estuvo de maestro en Francia cuatro años.
- ¡Ah, sí!
- Yo también estuve en Francia cuando joven cuatro días. Eche la cuenta, tenía veinte años entonces y ahora tengo noventa. Fui a buscar trabajo y la cosa no se me arregló.
Al instante aparece Macario. Nos habíamos visto en más de una ocasión, creo que por casualidad, y somos amigos. Macario, hombre pequeñito y entrado en edad, no toma a mal que le hayan sacado tan impunemente del sueñecito de la tarde.
- No pasa nada. Es ya la hora de levantarse. Como no hay mucho que hacer tenemos la costumbre de meternos un rato en la cama con la fuerza del calor.
Mi amigo, una vez aterrizado en el mundo de los vivos, me cuenta que en el pueblo hay muy poco que ver, y que la gente se lo piensa antes de acudir en verano por faltarles el agua, pero que, a pesar de todo, hay algunas fechas en las que las casas se llenan.
- ¡Son muchos durante el resto del año?
- Treinta o treinta y dos personas.
-El medio de vida serán los animales, supongo.
- Sí, del ganado es de lo que más provecho sacamos. Del ganado lanar sobre todo. Ahora mismo hay en el pueblo dos hatajos, y una cabrada que lleva todas las reses en conjunto. De vacuno me parece que hay veinte cabezas en total y muy buenas yeguas.
- Y de campo, poco.
- Algo sí que hay. Trabajamos el cereal, que rinde muy poco. También se siembra algo de patatas, de tomates, de judías, para la cosa del gasto.
Como lo importante, dejando a un lado lo ya visto, deben ser la iglesia y el local social, Macario prepara las llaves que nos abran las puertas de lo uno y de lo otro. Cruzando la explanada de la plaza, nos vamos los dos a verlos un poco de pasada.
- La iglesia está muy mal –me dice antes de entrar. Necesita un repaso con urgencia. Nos dan buenas palabras, muchas promesas, pero así estamos.
La iglesia de Las Navas es pobre. No tiene nada que valga la pena reseñar. Los retablos debieron de desaparecer cuando la guerra, y así permanecen los cuatro muros solitarios, pintados de blanco y con urgente necesidad de un retoque. La techumbre es de madera caliza, y la cúpula del presbiterio, blanca también, tiene la forma de un casco esférico. Debajo el altar, de piedra tosca, una losa pesadísima que resulta la mar de original.
- Esa vino a espaldas, como aquel que dice, desde la Escaleruela, a tres kilómetros de aquí. No crea que no pesa lo suyo. Sobre palos cruzados, entre diez o doce hombres pudimos con ella.
Unas cuantas imágenes, muy pocas: un Cristo presidiendo desde la pared limpia del ábside, y otras más de la Asunción, de la Virgen de Fátima y del Sagrado Corazón, repartidas por las dos paredes laterales, componen el todo de lo muy poco que hoy se puede ver en la iglesia de Las Navas. La piedra bautismal, de piedra trabajada sobre dos piezas, completa mi relación de notas.
-La fiesta mayor es la Asunción de la Virgen, el 15 de agosto. En ese día el pueblo parece otro con tantos como acuden.
El salón, que para su uso y para el uso general del vecindario ha preparado la Asociación de Amigos, es de lo más práctico y positivo que uno haya podido encontrar en este viaje. Una habitación relativamente amplia con mostrador bien surtido, cuatro mesas de juego, una docena de sillas, chimenea de fuego bajo, televisor y biblioteca, se concentran en un espacio suficiente e imposible de ser mejor aprovechado. Y con vida, además, que es lo mejor.
- Sí, aquí es raro el día que no viene alguien. Y raro el fin de semana que entre los de Bustares y los de aquí no se comen, o nos comemos, algún cabrito asado en las ascuas. Tenemos nuestra cafetera, nuestra nevera y todo.
- ¿Quién se encarga de abrirlo?
- El primero que llega. Hay ocho o nueve llaves en el pueblo y puede abrirlo cualquiera, y a la hora que quiera.
- ¿Las cuentas?
- Muy bien. Ahí está la lista de precios, y cada cual paga lo que consume. Si se da el caso que uno no lleva dinero en ese momento, o no hay cambio, deja un papelito en el bote con su nombre y con la cantidad que debe, y ya lo pagará otra vez que venga.
- Eso lo hacen así porque la gente es honrada, naturalmente.
- Mucho, si la gente no fuera tan noble como es, esto no podría funcionar de ninguna manera, y el mal sería para todos.
- Las cosas y los enseres se ven bien cuidados. Todo funciona en la sala con un mínimo de control, según explica una carteleta en el anaquel de la biblioteca: “Para coger libros consultar con María del Mar”. Como recuerdo de mi estancia casual, obsequio al fondo escaso de ejemplares uno de los trabajos que escribí, con no poco esfuerzo personal por cierto, allá por el verano del año 82, Viaje a la Serranía de Cuenca, que Macario acoge con especial agradecimiento.
- Ah, pues muchas gracias. Ya lo dejaré ahí. Antes quiero ser yo el primero del pueblo que lo lea.
Cuando han pasado dos o tres horas, y el sol se va agachando como atraído por las cumbres de las montañas, Las Navas de Jadraque se convierte en un indefinible paraíso de bienestar. La tarde se ha hecho apacible y el ambiente diáfano y limpio como el cristal. Supongo que un rato después la gente se echará a la calle para gozar del privilegio de los atardeceres serranos, donde no hay otra contaminación que el olor que el de las jaras ni otra visión que la Naturaleza en toda su esencia, donde el hombre es todavía respetuoso y sumiso y sabe dejar todo el protagonismo al campo y a las sierras cercanas.
Desde la villa de Bustares, paso obligado para llegar, Las Navas queda apenas a un paseo que se hace cómodamente, pisando por estrecha y levemente ondulada carretera de asfalto.
Acabo de llegar, con el peso y el sonrojo de las cuatro de la tarde, en un día de verano rigurosamente caluroso. Las Navas es otro de nuestros pueblos de montaña donde el gris mate de la piedra de pizarra se generaliza ocupándolo todo. Apenas escapa de tan aplomado matiz el cielo azul de la tarde y el verde intenso de la vegetación. Cuando de hecho me adentro con dirección a la plaza, una vez dejados atrás los primeros edificios, las gallinas merodean alrededor de la iglesia. A pesar de la altura el pueblo se achicharra bajo el sol a estas primeras horas de la tarde. Las casas negras, los hombres y las piedras, permanecen en silencio, adormilados por la fuerza de la calina. En el olmo a medias de morir que hay junto a la puerta de la iglesia danzan y gorjean los gorriones. Uno, contagiado de tanta somnolencia, se sienta sobre el escalón de la entrada teniendo por delante el hosco pavimento de la plaza, con sus casucas alejadas prudencialmente, las techumbres laminadas de las parideras, la hondonada del Hoyo a la caída, la villa distante de Hiendelaencina ligeramente a la salida del sol, y en lontananza los altiplanos de la lejana Alcarria diluidos casi con el celaje. Las jambas y las dovelas que modelan el arco de la iglesia son, como lo es el pueblo entero, de pizarra argentífera con minúsculos granitos de cuarzo.
No he visto a nadie. Las golondrinas, colocadas en línea sobre los cables de la luz, me miran inmóviles sentado sobre la piedra con el portón de la iglesia como respaldo. Una callejuela mate desciende encajada con dirección poniente. Un perro blanco con lunares sestea en mitad de la calle con los ojos entreabiertos. Por el cielo suena el motor de una avioneta.
Ahora bajo lentamente por un callejón estrecho pisando de piedra en piedra. Las moscas se vuelven pesadas con la fuerza del calor, y las hierbas secas de la escombrera despiden un penetrante olor a estío. En un rincón, protegido por murillo de piedra hay una perdiz enjaulada y ropas de lavandería tendidas al sol. La casa del ayuntamiento, con su techumbre impecable de tejas negras, sale a nuestro paso con la puerta cerrada. La pared del ayuntamiento tiene incrustado un buzón de correos amarillo gualda. Luego la fuente pública, la eterna tragedia de Las Navas. Dos hilillos de agua cuelgan de los grifos que la gente regula con sendas ruedecitas de metal. Las Navas de Jadraque, amigo lector, es un pueblo que se muere de sed, un pueblo que, tanto en invierno como en verano, se abastece con cargas de cisterna que le sirve la Diputación Provincial. Uno, que sabe muy bien que en este mundo todo tiene solución menos la muerte, clama a grito vivo con el vecindario de La Nava a favor de la solidaridad por parte de las instituciones y de los pueblos vecinos. La fuente tiene un largo abrevadero, repartido en cuatro departamentos casi iguales.
Creo que he conseguido recorrer el pueblo sin ver a nadie. En las eras hay una parva de mies extendida con una bandera de saco en mitad que sirve de espantapájaros. AL lado de la parva hay un tractor de color rojo con aperos de labranza. El espectáculo de los montes es desde este lugar verdaderamente provocador. Al frente los cerros rocosos de la Cabrera, de la Talayuela, de Santotis, con la cresta erguida del padre Ocejón algo más al poniente. A mi espalda queda el pueblo como una inmensa mancha de color negro, con su espadaña campanario por encima de las casas, vigilado de cerca por las antenas y por los rádares del Alto Rey.
En un patio acorralado de piedra cose, sentada sobre el poyo de piedra, doña Sebastiana Domingo. La mujer que ha venido desde la capital para aprovecharse de las delicias del aire serrano, deja la siesta para mejor ocasión y disfruta sentada en su patio de la placidez del ambiente, teniendo por compañía en la rinconera dos plantas en flor de malva real.
- Buenas tardes, señora. Cuánto calor.
- Mucho, sí señor; con el frío que hemos pasado días atrás.
- ¿Adónde se metió la gente?
- Qué sé yo. Seguro que de siesta todavía.
El señor Salvador baja con el garrote terciado a buscar las ovejas que le esperan al otro lado del arroyo Cristóbal para salir al pasto. Ya son más de las cinco. En las puertas de las casa, bajo los techados sombríos, contrastan con la piedra oscura los colores vivos de los rosales, de las malvas reales y de los geranios. Las puertas de las casas están casi todas cerradas. En uno de estos portalejos, que son a la vez trasteros, hay un anciano apoyado sobre el pomo de su garrota. El anciano se sienta sobre un tronco aserrado cerca de una higuera. Se llama don Florencio Llorente. Me siento a su vera y le pregunto por el señor Macario, un viejo conocido. El anciano me responde que Macario es su hijo, y que anda echándose la siesta.
-Si se espera usted un poco subo a llamarlo.
-Bueno. Sentiría que le amargase el sueño.
La perra me mira con cara agria y de pocos amigos. Cuando vuelve su dueño me siento más protegido.
- No hace nada. Vamos, digo yo que no hace nada. Se llama Made. Es una palabra francesa. El nombre se lo puso mi nieto que estuvo de maestro en Francia cuatro años.
- ¡Ah, sí!
- Yo también estuve en Francia cuando joven cuatro días. Eche la cuenta, tenía veinte años entonces y ahora tengo noventa. Fui a buscar trabajo y la cosa no se me arregló.
Al instante aparece Macario. Nos habíamos visto en más de una ocasión, creo que por casualidad, y somos amigos. Macario, hombre pequeñito y entrado en edad, no toma a mal que le hayan sacado tan impunemente del sueñecito de la tarde.
- No pasa nada. Es ya la hora de levantarse. Como no hay mucho que hacer tenemos la costumbre de meternos un rato en la cama con la fuerza del calor.
Mi amigo, una vez aterrizado en el mundo de los vivos, me cuenta que en el pueblo hay muy poco que ver, y que la gente se lo piensa antes de acudir en verano por faltarles el agua, pero que, a pesar de todo, hay algunas fechas en las que las casas se llenan.
- ¡Son muchos durante el resto del año?
- Treinta o treinta y dos personas.
-El medio de vida serán los animales, supongo.
- Sí, del ganado es de lo que más provecho sacamos. Del ganado lanar sobre todo. Ahora mismo hay en el pueblo dos hatajos, y una cabrada que lleva todas las reses en conjunto. De vacuno me parece que hay veinte cabezas en total y muy buenas yeguas.
- Y de campo, poco.
- Algo sí que hay. Trabajamos el cereal, que rinde muy poco. También se siembra algo de patatas, de tomates, de judías, para la cosa del gasto.
Como lo importante, dejando a un lado lo ya visto, deben ser la iglesia y el local social, Macario prepara las llaves que nos abran las puertas de lo uno y de lo otro. Cruzando la explanada de la plaza, nos vamos los dos a verlos un poco de pasada.
- La iglesia está muy mal –me dice antes de entrar. Necesita un repaso con urgencia. Nos dan buenas palabras, muchas promesas, pero así estamos.
La iglesia de Las Navas es pobre. No tiene nada que valga la pena reseñar. Los retablos debieron de desaparecer cuando la guerra, y así permanecen los cuatro muros solitarios, pintados de blanco y con urgente necesidad de un retoque. La techumbre es de madera caliza, y la cúpula del presbiterio, blanca también, tiene la forma de un casco esférico. Debajo el altar, de piedra tosca, una losa pesadísima que resulta la mar de original.
- Esa vino a espaldas, como aquel que dice, desde la Escaleruela, a tres kilómetros de aquí. No crea que no pesa lo suyo. Sobre palos cruzados, entre diez o doce hombres pudimos con ella.
Unas cuantas imágenes, muy pocas: un Cristo presidiendo desde la pared limpia del ábside, y otras más de la Asunción, de la Virgen de Fátima y del Sagrado Corazón, repartidas por las dos paredes laterales, componen el todo de lo muy poco que hoy se puede ver en la iglesia de Las Navas. La piedra bautismal, de piedra trabajada sobre dos piezas, completa mi relación de notas.
-La fiesta mayor es la Asunción de la Virgen, el 15 de agosto. En ese día el pueblo parece otro con tantos como acuden.
El salón, que para su uso y para el uso general del vecindario ha preparado la Asociación de Amigos, es de lo más práctico y positivo que uno haya podido encontrar en este viaje. Una habitación relativamente amplia con mostrador bien surtido, cuatro mesas de juego, una docena de sillas, chimenea de fuego bajo, televisor y biblioteca, se concentran en un espacio suficiente e imposible de ser mejor aprovechado. Y con vida, además, que es lo mejor.
- Sí, aquí es raro el día que no viene alguien. Y raro el fin de semana que entre los de Bustares y los de aquí no se comen, o nos comemos, algún cabrito asado en las ascuas. Tenemos nuestra cafetera, nuestra nevera y todo.
- ¿Quién se encarga de abrirlo?
- El primero que llega. Hay ocho o nueve llaves en el pueblo y puede abrirlo cualquiera, y a la hora que quiera.
- ¿Las cuentas?
- Muy bien. Ahí está la lista de precios, y cada cual paga lo que consume. Si se da el caso que uno no lleva dinero en ese momento, o no hay cambio, deja un papelito en el bote con su nombre y con la cantidad que debe, y ya lo pagará otra vez que venga.
- Eso lo hacen así porque la gente es honrada, naturalmente.
- Mucho, si la gente no fuera tan noble como es, esto no podría funcionar de ninguna manera, y el mal sería para todos.
- Las cosas y los enseres se ven bien cuidados. Todo funciona en la sala con un mínimo de control, según explica una carteleta en el anaquel de la biblioteca: “Para coger libros consultar con María del Mar”. Como recuerdo de mi estancia casual, obsequio al fondo escaso de ejemplares uno de los trabajos que escribí, con no poco esfuerzo personal por cierto, allá por el verano del año 82, Viaje a la Serranía de Cuenca, que Macario acoge con especial agradecimiento.
- Ah, pues muchas gracias. Ya lo dejaré ahí. Antes quiero ser yo el primero del pueblo que lo lea.
Cuando han pasado dos o tres horas, y el sol se va agachando como atraído por las cumbres de las montañas, Las Navas de Jadraque se convierte en un indefinible paraíso de bienestar. La tarde se ha hecho apacible y el ambiente diáfano y limpio como el cristal. Supongo que un rato después la gente se echará a la calle para gozar del privilegio de los atardeceres serranos, donde no hay otra contaminación que el olor que el de las jaras ni otra visión que la Naturaleza en toda su esencia, donde el hombre es todavía respetuoso y sumiso y sabe dejar todo el protagonismo al campo y a las sierras cercanas.
(N.A. Agosto, 1987)
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