lunes, 8 de junio de 2009

MOHERNANDO


Cabalgando de buena mañana por los campos del Henares, la brisa acaba muy pronto por refrescar las manos y el rostro del viajero. El pueblo se divisa alzado como señera en un altiplano de la Campiña, con su campanario esbelto de color tierra y el caserío todo a ras de suelo sobre la loma. Una vez allí, cualquiera de las callejas de entrada que vienen a parar a la carretera de Humanes, dará conti­go en la Plaza del Ayuntamiento como lugar de cita común. Mohernando tiene una plaza verdaderamente singular, sin límites; una plaza ex­tensa, abierta, luminosa, una plaza sin principio ni fin, sin forma de plaza. Con sólo un vistazo a su alrededor según se llega, uno se encuentra junto al ayuntamiento, cuya torreta no concluye con el clásico chapitel, sino con un monumental carillón de hierro negro montado en pirámide, que guarda dentro, negra como el soporte que la sos­tiene, la campana municipal de dar la hora. No lejos, y dentro del espacio libre que delimita la misma plaza, la iglesia parroquial nos muestra los muros blasonados de su ábside sin techumbre, y la parte cubierta de la nave y el campanario, que, por falta de medios para una restauración total, se ha dejado así para la celebración del culto. A mano queda el frontón, y las escuelas, y una pradera abandonada con tres olivos; todo ello, presidido desde su pedestal de sillería por la picota, reminiscencia en piedra que nos habla de que para Mohernando, como para el poeta, cualquiera tiempo pasado fue mejor.
En la Plaza del Ayuntamiento no se ve un alma. El canto de los gallos llega desafiante desde los cuatro puntos de extramuros. Bullen los techos de la iglesia de gorriones que se esconden y vuelven a salir por entre las tejas. Al otro lado de la calle, suena acompasado el yunque de la fragua; es el ritmo ancestral de un quehacer que en los pueblos de Castilla viene de antiguo, y que en el fondo, no es sino la misma industria artesanal, el viejo mandamiento de dominar el hierro con la razón, a base de calor y de coraje.
- Bueno, eso si no se hace por telepatía, como los de la tele. Yo, la verdad es que no me lo trago así como así. ¿Qué le parece?
- ¿Y no hay otro sistema más actual que el fuego de carbón?
- Ninguno, no señor. Ahora, los golpes los damos con el macho pi­1ón, que es ese trasto que tiene usted ahí, pero el hierro hay que hacerlo ascua en la fragua con carbón de hulla, como siempre.
- Con tanta maquinaria como hay ahora, no le faltará trabajo.
- Trabajo no falta, pero yo, si tuviera dieciocho años no estaba aquí. Mi hijo es así un poco mayorzote y esto no le gusta. Cualquier trabajo seguro en una fábrica es mejor que esto. Dependemos de la agricultura, y según vaya para los agricultores, así nos irá a noso­tros. Aquí ya se sabe.
Félix, el herrero de Mohernando, es un hombre joven, con un buen taller que él maneja prácticamente solo. En el taller de Félix, uno se encuentra con formas extrañas de hierro metidas entre la escoria, con piezas e instrumental de labranza esperando su turno. De vez en cuando vuelve a sonar el ruido crudo del martillo golpeando sobre la punta de una reja, que despide a cada golpe pedacitos incan­descentes de herrín y de carbonilla.
- Pues para que vea lo que era la vida antes. Aquí me tiene desde los once años en el oficio. Los de ahora ni lo entienden siquiera.
En la puerta de la fragua, los hombres toman el sol sentados so­bre las vertederas y los juegos de cultivadores que pasan el invierno pegados a la pared. Son hombres simpáticos, metidos en edad, que lo mismo atienden con interés al forastero, que se ponen a discutir entre ellos, sin dejar apenas un resquicio para entrar en conversa­ción.
- Aunque nos vea aquí, la nuestro no es esto. Lo nuestro es traba­jar.
- Pues no parece que haya demasiados ánimos. Vamos, es un decir.
- Ahora no porque no es el momento. Si le da por venir dentro de un rato, no nos encuentra a ninguno. Tenemos el tajo aguardando allá por las olivas.
En la calle de la Iglesia hay una casa que se adorna con arcos, con muchos arcos pintados de colorines y con azulejos que le dan un aire llamativo, de mucha originalidad. Es una casa antigua que sus dueños acertaron a remozar con exquisitez y con mimo, es posible que un poco en desacuerdo con la norma general, pero que no desdice, ni mucho menos, de la perfecta disposición urbana de Mohernando.
De nuevo en la plaza, la campana del ayuntamiento va dejando caer, una por una, las once de la mañana que resuenan en el pueblo con cierta solemnidad. Por las eras huele a sirle. Acaba de salir en desbandada de un corralón próximo un rebaño numeroso de ovejas blan­cas, que en seguida se aplican a carear los ternascos de la pradera. Viene el pastor detrás; es un hombre pequeñito con cara de listo que se llama Eugenio. Sale revestido con el equipo completo de los pastores serranos: su manta terciada y su morral, un garrote de ol­mo y un traje de tejido recio a prueba de campo y de matorral. Euge­nio completa su atavío con una gorrilla de tela color butano.
- Oiga: ¿Son manchegas?
- Aquí hay de todas las castas: de la raza calé, del limón, del tomate, de todas. Sacarlas a estas horas es un atraso, porque luego no hay quien las enderece.
- ¿Es usted de aquí?
- No señor. Yo soy de Almiruete, por aquellos cerros. Ya llevo aquí diez años.
- ¿A donde va ahora con las ovejas?
- Me voy por toda esa parte del monte, hasta lo de Robledillo. Ya no vuelvo hasta el anochecer.
- ¿Qué es aquello que se ve abajo entre los chopos?
- Todo aquello es lo de la fuente. Allí se esconden los jabalines entre las juncás.
- ¿Tan cerca del pueblo?
- Sí hombre. Se meten en la juncá y como vengas de noche te arrean un susto. A mí me mordió uno y tuve que estar tres meses de rebaje.
- ¡No me diga! ¿Ahí en la fuente?
- No fue en la fuente, no, que fue en lo de la Cera. Se conoce que me metí en la trocha y me quedé sin vista. No sé ni como sería de grande el bicho. Me mordió aquí en la pierna, y me tiró otro viaje por el carrillo el culo. En seguida los de la Cruz Roja, y a la re­sidencia. A esos animales hay que guardarles el bulto.
No es posible percibir con mayor intensidad que desde aquel mira­dor las mil sensaciones de una naturaleza desnuda. Por encima de las tierras de labor, el áspero tapiz de los chaparros se va extendien­do como una mancha informe, que se acabará confundiendo a lo lejos con las cumbres nevadas de la Cebollera y de Somosierra en una es­tampa sencillamente sublime. Ladera abajo marchan en tropel las huestes del pastor Eugenio, sonando sus esquilas camino del arroyo. A mis pies, sestean en su aprisco de la solana un par de docenas de vacas de leche.
- Esas son del Marcos. Las baja a beber a la fuente.
En Mohernando las calles son limpias, y las casas, encaladas mu­chas de ellas, reflejan el sol de la mañana haciendo daño a la vis­ta. En una de éstas que hay en la calle Nueva, está instalado el bar de la señora Goya. Es un establecimiento más bien reducido, colorista y acogedor, en el que penetra el sol libremente hasta su mitad a través de la puerta abierta. No hay nadie. A la primera palmadita sobre el mostrador, sale un hombre que me sirve cerveza y un platito de aceitunas de las de lata.
- Poca gente, ¿verdad usted?
- Poca, sí señor. Esto ya no es ni una parte de lo que era. Luego vienen en el tiempo bueno, pero, lo que es de continuo, qué se yo si quedaremos más de cuarenta vecinos.
- En tiempos debió ser buen pueblo Mohernando, ¿no?
- Hombre, claro que lo fue; ahí tiene usted la picota. Esto era la villa de Mohernando, y de aquí dependían cuatro o seis pueblos de la contorna; sí señor.
- Y ahora, nada.
- Nada. Por no tener, no tenemos ni tienda. Menos mal a que cada dos días viene uno de Yunquera y trae de todo. De bares, sólo hay éste, y ya ve. Cuando llega la Virgen de la Luz Bella, que es la pa­trona de aquí, aun se pone la cosa bien. Hay tres días de fiesta y parece que esto se anima un poco.
- ¿Para cuando cae?
- Ahora empieza el primero de mayo. Casi todos los años han habi­do toros, y tiro al plato y baile. Ya sabe cómo son las fiestas de los pueblos. Antes se hacía el catorce de septiembre, pero coincidía con las de los pueblos vecinos y se cambió. San Sebastián de enero ya ni se celebra; se hace la misa y luego cada uno a lo suyo.
La vida del pueblo continúa poco después sin cambio apenas. El sol, casi primaveral de las mañanas de marzo, ha sacado a la puerta de sus casas a los hombres de más edad y a las mujeres, que laboran vueltas de espaldas con pañuelos abiertos como sombrilla. Cuatro ni­ños suben corriendo por el camino de la fuente. Los niños vienen golpeando el suelo con ramas secas de chopo que luego arrojan al llegar a la plaza. Hasta las últimas casas del pueblo suben, mezclando sus sonidos desde el vallejo, los tintineos de las ovejas y el renquear casi imperceptible de un tractor en la besana.

(N.A. Marzo, 1982)

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