Los pueblos de esta tierra –salvo curiosos casos- son súbitas apariciones que aguardan al viandante puestos en sus barrancas o celados tras una ladera. No se los ve hasta que se está muy próximo. De lejos se los confunde con la tierra ocre labrada por las aguas en las batientes de los cerros.
(J.Ortega y Gasset. “El espectador”)
Mojares es uno de esos pueblos, el más pequeño, el más confuso, el más sorprendente de todos. Antes de ahora sólo he tenido referencia de él mirando los mapas de la provincia, aunque jamás he visto nada escrito con referencia a él aunque supongo que lo habrá. Con tan débil equipaje atravieso la ciudad de Sigüenza una tarde cualquiera del mes de octubre con todos los campos, los vallejos y los montes desgastados que rodean a la Ciudad Mitrada, como testigos mudos de una más de mis correrías por esos mundos de Dios.
Alcuneza, Alboreca, Horna, el tren… La aldea de Mojares queda cerca de todos ellos, también de la cabecera de comarca, pero muy lejos de todo, Mojares solloza al margen de los mundanos devenires mirando de continuo desde su solana hacia la vega del Henares, próximo a los páramos por los que galopó el Cid y en donde caducas leyendas cuentan que ocurrieron, nadie sabe cuando, hechos históricos fuera de lo común. Hoy no suele ocurrir nada en estos pequeños lugares de Sierra Ministra, jamás pasa otra cosa que el tren de mercancías que en seguida desaparece de la vista sin dejar en la tarde la menor señal.
Un camino de tierra y de algunas piedras sueltas me lleva desde la carretera de Horna hasta Mojares, después de cruzar el puente bajo las vías del ferrocarril. Acudo un poco desconfiado, pienso que llegaré al pueblo corriendo el riesgo de encontrarlo sin gente. Sin llegar a entrar, me doy por satisfecho sentándome un momento sobre un poyo de piedra que hay delante de una casa en ruinas debajo del campanario. Sobre el muro queda a mis espaldas un viejo buzón de los de recoger la correspondencia. Hará mucho tiempo que nadie depositó una sola carta dentro del buzón. Delante de mí hay una fuente con el grifo niquelado, limpio y brillante. Dejo durante unos instantes correr el agua para que salga más fresca. Pasa otro tren. Ahora un rápido con dirección a Madrid que cruza la vega de levante a poniente corriendo como una exhalación.
La inspiración nunca se acaba en estos campos tan antiguos. Cada nubecilla vaporosa, cada soplido del viento en las acacias, cada sombra y cada rayo de luz, son elementos casuales que se sopesan como algo muy unido al alma de estos pueblecitos solitarios. ¡Cuánta desolación y cuánta penuria si hubiese podido evitar, si las sendas del mundo moderno hubieran dado a veces en seguir por distintos derroteros!
Lejos, al otro lado de la vega, subido sobre la colina áspera que lo sostiene, se distingue el augusto caserío de Cubillas, el de la minúscula iglesia románica que desde aquí apenas si distingo. Más hacia la salida del sol: Horna, ilustre cuna del Henares situada poco más allá de la ermita de su patrona, un poco desde aquí a vuelo de pájaro siguiendo el curso de la vía.
Por encima de los huertos baldíos, de las nogueras, del rastrojo y de las acacias, queda a contraluz la iglesia de Mojares, cerrada al paso de curiosos, con paredes de piedra y de cal color salmón, restaurada en el año 1926. Sobre el arco de la espadaña se levantan alineados siete pigotes de cemento a manera de puntas de lanza, unos más grandes que otros, y dos campanas metidas en sus correspondientes vanos. El frontal del campanario lo pintaron en su día de un blanco riguroso de cal viva. Luego, por encima del pueblo y del barranco, bien visible en lo alto de un rudo peñascal, se yergue medio desgranado un pedazo de muro.
El pueblo de mojares es como un camino de tierra. No tiene calles. Las casas están a uno y otro lado quietas, grises y solitarias. Los restos de un viejo coche que en vida pudo ser taxi aguantan el sol al pie de un casillo de los del ganado, por debajo de unos cuantos racimos consumidos de agrazón que se maladaron sin llegar a colmo. Las hierbas secas se peinan sin que nadie las pise junto a los cimientos de las casas. Viviendas cerradas casi todas en las que no habita nadie. Por encima de una casa nueva que veo casi al final, giran los cuatro cazos de un anemómetro como las aspas de un molino impulsadas por el viento que sube de la vega. Hay bajo el balcón de forja de la casa dos ruedas delanteras de una galera de tiro como adorno. La casa nueva tiene todo el aspecto de estar desocupada.
En la última de las casas de Mojares se ven algunas gallinas sueltas que bajan a escarbar en los rastrojos, y dos perros de diferente color tumbados entre sol y sombra. Uno de los perros me ladra sin demasiado empeño. Como sospeché, he recorrido el pueblo sin encontrar a nadie. Pasa otro tren. En esta ocasión un tren de viajeros con dirección a Zaragoza.
El camino de tierra que cruza el pueblo continúa campo adelante con dirección a Horna. Desde los cerezos de las eras, ya en las orillas, mojares parece al contraluz un bíblico lugar desierto, una macrociudad abandonada a cuyos pobladores se tragó la tierra. Motivo apasionante quizás para investigadores y arqueólogos, para pintores y literatos románticos de los de hace más de un siglo, bajo la permanente vigilancia de las encinas que desde lo alto se asoman a la vega.
Regreso de nuevo al caserío dispuesto a encontrar alguna persona en donde la haya. Me aventuro a llamar a la puerta junto a la que están los perros. Los dos animales se limitan a dedicarme una mirada estúpida. Nadie contesta. Vuelvo a insistir sonando más fuerte. Tampoco obtengo contestación. Uno de los perros se ha acostado plácidamente encima de las vainas de judías que han puesto a secar al sol dentro de una criba. Después me asomo a una nave contigua que tiene las puertas abiertas de par en par. Dentro de la nave se ven aperos agrícolas de maquinaria y troncos de leña preparados para quemar. Solas y confiadas, sin nadie por allí que las vigile o muestre siquiera alguna prueba de habitabilidad, las gallinas se comen junto al camino los entresijos de los calabacines que el ama les debió de dejar antes de marcharse.
Intento llamar ahora en la casa nueva que tiene como adorno las ruedas delanteras de una galera de tiro. La casa no da por dentro la menor señal de vida, parada y muerta como el reloj mural que hay colgado del dintel y que siempre marca una hora sin principio ni fin. Una piedra de toba incrustada en el murillo del jardín, semeja un cráneo o una careta de monstruo riéndose a carcajada limpia. Si no se me fuera a tratar de loco, diría que la piedra se está riendo de mí impiamente, de mi obstinado tesón insistiendo en buscar un alma donde no la hay. Por un momento he sentido estremecerme la sangre el frío de la soledad.
Regreso de nuevo al sitio de partida. El agua de la fuente que hay por debajo de las campanas está más fresca que cuando llegué. El número de gorriones en la copa de la acacia ha aumentado a medida que va cayendo la tarde. Por el barrio de la Iglesia veo otra casa que pudiera estar habitada. Tiene dos piezas de ropa interior puestas a secar en una cuerda. La puerta de la casa está recubierta con un cortinón de tejido desgastado. En la parra, ya sin hojas, se conserva el escobajo de una uva que se comieron entre los soles del otoño y las avispas. No hay nadie dentro de la casa en este instante.
Se muy bien que tuve motivos para haber vivido la curiosidad de un pueblo sin gente en alguna anterior ocasión, pero nunca ha sido así y la experiencia me produce un cierto respeto. Considero suficiente la impresión de soledad que ahora vivo, mirando sin cesar al fondo de la vega por aquello de convencerme de que a pesar de todo siguen abiertos todavía los caminos del mundo, que no es necesario subir a los peñascos de la cuesta para chocarme de frente con la perpetua quietud del cementerio cuyas paredes, grises como las piedras, se dejan ver perdidas entre la maleza por donde el depósito de las aguas.
Me marcho de Mojares igual que llegué, sin haber hecho uso de la palabra hablada durante el tiempo que estuve allí, pero sí de la imaginación y sobre todo de la vista. Dejo un adiós silencioso para sus tejados rojizos, para sus casas en ruinas, para su soledad y para su profundo misterio. El sol se descompone tras las nubes en un rayo de color violeta sobre las tierras de Sigüenza, ariscas y maternales como entraña de loba, sobre los campos recortados de una bellísima acuarela de otoño. La hora del crepúsculo va viniendo sola, silenciosa, precipitada.
Debes perdonar, amigo lector. No ha sido mi trabajo una desatención contigo. También a mí me hubiese gustado chocar con alguien a quien dar, por lo menos, las buenas tardes. Creo que es un error por parte de los tres o cuatro vecinos que todavía deben de vivir en el pueblo, el marcharse todos a la vez dejando el pueblo solo. En cualquier caso tampoco he querido dejarlo pasar como si no existieras, sin su correspondiente constancia en letra impresa como otro más de los cuatrocientos y pico de los pueblos de la provincia en donde siempre descubrí algo nuevo. Aquí fue el colmo de lo que semana tras semana vengo viviendo, el grito endiablado del fantasma de la despoblación llevado, como puedes ver, hasta las más extremas consecuencias.
(J.Ortega y Gasset. “El espectador”)
Mojares es uno de esos pueblos, el más pequeño, el más confuso, el más sorprendente de todos. Antes de ahora sólo he tenido referencia de él mirando los mapas de la provincia, aunque jamás he visto nada escrito con referencia a él aunque supongo que lo habrá. Con tan débil equipaje atravieso la ciudad de Sigüenza una tarde cualquiera del mes de octubre con todos los campos, los vallejos y los montes desgastados que rodean a la Ciudad Mitrada, como testigos mudos de una más de mis correrías por esos mundos de Dios.
Alcuneza, Alboreca, Horna, el tren… La aldea de Mojares queda cerca de todos ellos, también de la cabecera de comarca, pero muy lejos de todo, Mojares solloza al margen de los mundanos devenires mirando de continuo desde su solana hacia la vega del Henares, próximo a los páramos por los que galopó el Cid y en donde caducas leyendas cuentan que ocurrieron, nadie sabe cuando, hechos históricos fuera de lo común. Hoy no suele ocurrir nada en estos pequeños lugares de Sierra Ministra, jamás pasa otra cosa que el tren de mercancías que en seguida desaparece de la vista sin dejar en la tarde la menor señal.
Un camino de tierra y de algunas piedras sueltas me lleva desde la carretera de Horna hasta Mojares, después de cruzar el puente bajo las vías del ferrocarril. Acudo un poco desconfiado, pienso que llegaré al pueblo corriendo el riesgo de encontrarlo sin gente. Sin llegar a entrar, me doy por satisfecho sentándome un momento sobre un poyo de piedra que hay delante de una casa en ruinas debajo del campanario. Sobre el muro queda a mis espaldas un viejo buzón de los de recoger la correspondencia. Hará mucho tiempo que nadie depositó una sola carta dentro del buzón. Delante de mí hay una fuente con el grifo niquelado, limpio y brillante. Dejo durante unos instantes correr el agua para que salga más fresca. Pasa otro tren. Ahora un rápido con dirección a Madrid que cruza la vega de levante a poniente corriendo como una exhalación.
La inspiración nunca se acaba en estos campos tan antiguos. Cada nubecilla vaporosa, cada soplido del viento en las acacias, cada sombra y cada rayo de luz, son elementos casuales que se sopesan como algo muy unido al alma de estos pueblecitos solitarios. ¡Cuánta desolación y cuánta penuria si hubiese podido evitar, si las sendas del mundo moderno hubieran dado a veces en seguir por distintos derroteros!
Lejos, al otro lado de la vega, subido sobre la colina áspera que lo sostiene, se distingue el augusto caserío de Cubillas, el de la minúscula iglesia románica que desde aquí apenas si distingo. Más hacia la salida del sol: Horna, ilustre cuna del Henares situada poco más allá de la ermita de su patrona, un poco desde aquí a vuelo de pájaro siguiendo el curso de la vía.
Por encima de los huertos baldíos, de las nogueras, del rastrojo y de las acacias, queda a contraluz la iglesia de Mojares, cerrada al paso de curiosos, con paredes de piedra y de cal color salmón, restaurada en el año 1926. Sobre el arco de la espadaña se levantan alineados siete pigotes de cemento a manera de puntas de lanza, unos más grandes que otros, y dos campanas metidas en sus correspondientes vanos. El frontal del campanario lo pintaron en su día de un blanco riguroso de cal viva. Luego, por encima del pueblo y del barranco, bien visible en lo alto de un rudo peñascal, se yergue medio desgranado un pedazo de muro.
El pueblo de mojares es como un camino de tierra. No tiene calles. Las casas están a uno y otro lado quietas, grises y solitarias. Los restos de un viejo coche que en vida pudo ser taxi aguantan el sol al pie de un casillo de los del ganado, por debajo de unos cuantos racimos consumidos de agrazón que se maladaron sin llegar a colmo. Las hierbas secas se peinan sin que nadie las pise junto a los cimientos de las casas. Viviendas cerradas casi todas en las que no habita nadie. Por encima de una casa nueva que veo casi al final, giran los cuatro cazos de un anemómetro como las aspas de un molino impulsadas por el viento que sube de la vega. Hay bajo el balcón de forja de la casa dos ruedas delanteras de una galera de tiro como adorno. La casa nueva tiene todo el aspecto de estar desocupada.
En la última de las casas de Mojares se ven algunas gallinas sueltas que bajan a escarbar en los rastrojos, y dos perros de diferente color tumbados entre sol y sombra. Uno de los perros me ladra sin demasiado empeño. Como sospeché, he recorrido el pueblo sin encontrar a nadie. Pasa otro tren. En esta ocasión un tren de viajeros con dirección a Zaragoza.
El camino de tierra que cruza el pueblo continúa campo adelante con dirección a Horna. Desde los cerezos de las eras, ya en las orillas, mojares parece al contraluz un bíblico lugar desierto, una macrociudad abandonada a cuyos pobladores se tragó la tierra. Motivo apasionante quizás para investigadores y arqueólogos, para pintores y literatos románticos de los de hace más de un siglo, bajo la permanente vigilancia de las encinas que desde lo alto se asoman a la vega.
Regreso de nuevo al caserío dispuesto a encontrar alguna persona en donde la haya. Me aventuro a llamar a la puerta junto a la que están los perros. Los dos animales se limitan a dedicarme una mirada estúpida. Nadie contesta. Vuelvo a insistir sonando más fuerte. Tampoco obtengo contestación. Uno de los perros se ha acostado plácidamente encima de las vainas de judías que han puesto a secar al sol dentro de una criba. Después me asomo a una nave contigua que tiene las puertas abiertas de par en par. Dentro de la nave se ven aperos agrícolas de maquinaria y troncos de leña preparados para quemar. Solas y confiadas, sin nadie por allí que las vigile o muestre siquiera alguna prueba de habitabilidad, las gallinas se comen junto al camino los entresijos de los calabacines que el ama les debió de dejar antes de marcharse.
Intento llamar ahora en la casa nueva que tiene como adorno las ruedas delanteras de una galera de tiro. La casa no da por dentro la menor señal de vida, parada y muerta como el reloj mural que hay colgado del dintel y que siempre marca una hora sin principio ni fin. Una piedra de toba incrustada en el murillo del jardín, semeja un cráneo o una careta de monstruo riéndose a carcajada limpia. Si no se me fuera a tratar de loco, diría que la piedra se está riendo de mí impiamente, de mi obstinado tesón insistiendo en buscar un alma donde no la hay. Por un momento he sentido estremecerme la sangre el frío de la soledad.
Regreso de nuevo al sitio de partida. El agua de la fuente que hay por debajo de las campanas está más fresca que cuando llegué. El número de gorriones en la copa de la acacia ha aumentado a medida que va cayendo la tarde. Por el barrio de la Iglesia veo otra casa que pudiera estar habitada. Tiene dos piezas de ropa interior puestas a secar en una cuerda. La puerta de la casa está recubierta con un cortinón de tejido desgastado. En la parra, ya sin hojas, se conserva el escobajo de una uva que se comieron entre los soles del otoño y las avispas. No hay nadie dentro de la casa en este instante.
Se muy bien que tuve motivos para haber vivido la curiosidad de un pueblo sin gente en alguna anterior ocasión, pero nunca ha sido así y la experiencia me produce un cierto respeto. Considero suficiente la impresión de soledad que ahora vivo, mirando sin cesar al fondo de la vega por aquello de convencerme de que a pesar de todo siguen abiertos todavía los caminos del mundo, que no es necesario subir a los peñascos de la cuesta para chocarme de frente con la perpetua quietud del cementerio cuyas paredes, grises como las piedras, se dejan ver perdidas entre la maleza por donde el depósito de las aguas.
Me marcho de Mojares igual que llegué, sin haber hecho uso de la palabra hablada durante el tiempo que estuve allí, pero sí de la imaginación y sobre todo de la vista. Dejo un adiós silencioso para sus tejados rojizos, para sus casas en ruinas, para su soledad y para su profundo misterio. El sol se descompone tras las nubes en un rayo de color violeta sobre las tierras de Sigüenza, ariscas y maternales como entraña de loba, sobre los campos recortados de una bellísima acuarela de otoño. La hora del crepúsculo va viniendo sola, silenciosa, precipitada.
Debes perdonar, amigo lector. No ha sido mi trabajo una desatención contigo. También a mí me hubiese gustado chocar con alguien a quien dar, por lo menos, las buenas tardes. Creo que es un error por parte de los tres o cuatro vecinos que todavía deben de vivir en el pueblo, el marcharse todos a la vez dejando el pueblo solo. En cualquier caso tampoco he querido dejarlo pasar como si no existieras, sin su correspondiente constancia en letra impresa como otro más de los cuatrocientos y pico de los pueblos de la provincia en donde siempre descubrí algo nuevo. Aquí fue el colmo de lo que semana tras semana vengo viviendo, el grito endiablado del fantasma de la despoblación llevado, como puedes ver, hasta las más extremas consecuencias.
(N.A. Noviembre, 1987)
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