Aunque la costumbre de quien esto escribe es la de viajar solo como un anacoreta por las, para él, tan trilladas carreteras de la provincia, en la expedición a Navalpotro las cosas cambiaron bastante. Recogí al pasar por Torremocha a mi amigo don Samuel Laina que me acompañó, y en La Fuensaviñán a don Amador Laina que también se embarcó conmigo. El viaje hasta Navalpotro, por aquello de que la línea recta sigue siendo la distancia más corta entre dos puntos, lo hicimos prácticamente a campo través: ahora unos metros de camino, luego la carrilada se pierde en las praderas, después un sendero entre marojos...; llegamos a Navalpotro al cabo de un cuarto de hora, no más, con el propósito de volver, como Dios manda, por la carreterilla de asfalto que une al pueblo de destino con la Nacional II, en los aledaños de Torremocha del Campo.
Entre mis dos amigos me han dicho que suman 147 años y que don Samuel tiene 80. El uno y el otro, mientras atravesamos los caminos ásperos por los que nos hemos propuesto llegar, piden su turno para entrar en conversación, porque, por lo visto, el tiempo es corto y la hebra larga. El que conduce, por su parte se limita a escuchar mientras que salva como puede las irregularidades de los campos por los que camina.
Subimos por fin a Navalpotro y aparcamos en el frontón, un juego de pelota nuevo, impecable, pintado de verde, en el que, como cabe suponer, tan solo en contadas ocasiones lo deben emplear para el juego, entre otras cosas porque en el pueblo no queda gente de continuo con humor, ni con edad adecuada para practicar deportes.
- Ah, eso ni que lo diga. Esta de aquí es la casa del cura que se ha hundido -me explica Amador-. Me creo que la ceden para ampliar la plaza.
Desde las peñas lisas de las eras se ve a lo lejos la torre vigía de Torresaviñán y un poco más acá el pueblo de La Fuente. Tupidos mantones de robledal pálido cubriendo los leves altiplanos de los alrededores, y abajo, entonando su himno al invierno, las alamedas en catalepsia del Regachal, donde los del pueblo suelen asegurar que hay un manantia1 inagotable de agua de la mejor clase en el subsuelo. En las inmediaciones se ve un chalé con piscina azul, en cuyos bordes se refleja el sol oblicuo desviado a1 chocar con la superficie del agua. Abajo ladra un perro. A nuestras espaldas, alzada sobre la plataforma de las peñas, la torre cuadrada de la iglesia, quieta, majestuosa, coronada con bolas de piedra y cuatro gargolillas por encima de los vanos del campanario. La portada en la solana es chiquita, sin mayor apreciación artística que su arquillo de acceso.
Como uno de mis dos amigos no oye bien, los siento hablar a voces con una señora de negro al principio de la calle mayor. Las piedras labradas de la iglesia relucen al sol y las hojas de las macetas brillan en la ventana de la sacristía.
- No tendrás por ahí algo más puesto –le advierte el abuelo Samuel a la señora Julia, la mujer vestida de negro- que éste señor es de los de la fiscalía.
- Es prima carnal mía -aclara Amador-. La hermana de la caridad del pueblo. No se quiso casar de joven por no abandonar a su padre, y ahora sólo está pendiente de si hay algún enfermo para cuidarlo. ¡Cuando tú lo necesites no te hará caso nadie!
- Ni falta, que me hace -le responde-. Que sea lo que Díos quiera.
-Ahí la tiene usted. No dirá que no es dura. Hace de alguacil y de todo lo que
Le digan. La cosa es estar de criada de los demás.
- Sí hijo, sí que lo hago -le contesta la mujer-, pero ya no valgo.
Navalpotro es en apariencia uno de los pueblos más necesitados de atención de los que yo conozco. Son bastantes las casonas derruidas por causa, del despoblamiento y por falta de cuidados. Las calles, en cambio, son cómodas y se ven pavimentadas de manera aceptable, pese a su difícil emplazamiento en cuesta mirando al paso del sol. Se nota, que el pueblo tuvo su momento álgido en precedentes épocas, que fue más, mucho más de lo que es. Así nos lo asegura una vivienda voluminosa y de rancio jugo señorial que hay en la Plaza Mayor, rotulada con el nombre de “Plaza de la Reina María Cristina”. La casona a la que nos referimos tiene en la fachada norte un arco adovelado que han cegado recientemente, y en el frontis, testigo de lejanos señoríos tan corrientes en los lugares más insospechados de esta provincia hidalga, el escudo de armas de los Manrique.
- No sabe usted lo grande que es por dentro. Cuando hicimos la obra salían algunos chavos de esos sin valor y huesos de muerto. Los cogió el señor cura y se los llevó a enterrar al cementerio. Dicen que si de antiguo que es esta casa, que si sería de aquellos hombres de antes que tenían tanto ganado, y que les decían los merineros.
- La dueña de la casa se llama Perpetua y es la señora del alcalde. Le dicen Pepita, y a ella, por lo que se ve, le guata más. Amador, que lo mismo que el abuelo Samuel tiene su vena poética, aunque el uno y el otro se lo levan bien callado, le pone enseguida verso a la cuestión:
La mujer del alcalde
Se llama Pepa,
Y si no lo sabías
Pa que lo sepas.
Por su parte el abuelo Samuel, con el conque de que las piernas no le responden, gasta la vela en conversación recordando los viejos tiempos con la señora Crescencia, sentado al sol en la puerta del ayuntamiento.
- Vosotros a lo vuestro, que yo cuando nos tengamos que ir ya me levantaré de aquí. La Crescencia es de mi tiempo. Ochenta tiene la mujer, lo mismo que yo. Aún está soltera, para que veas.
Ahora me invitan a que me asome por la ventana baja del ayuntamiento. Al trasluz se alcanza a ver algo del instrumental de urgencias que tiene el médico para pasar consulta. La señora Pepita me dice que el pueblo está muy viejo, pero que ahora están empezando con las obras.
- ¿Cuántos habitantes son cuando se marchan los de fuera?
- Qué sé yo si llegaremos a veintiséis.
Por unos callejones bordeados de escombreras, bajo en compañía de amador hasta la fuente del pueblo. Mientras caminamos, mi amigo me va contando que Navalpotro tiene buen campo, que desde que concentraron aquello ha progresado mucho, pero que al no haber gente para que lo trabaje, viene a labrarlo casi todo los de Torremocha.
Mire los olmos, todos muertos. También ha sido una desgracia.
La fuente de Navalpotro queda ligeramente por debajo de las últimas casas. Es una de aquellas fuentes pueblerinas de leyenda, donde se fraguaron idilios en primaveras de tiempo inmemorial, y donde las mozas –la cantarilla en el ijar- soñaron y suspiraron tantas veces al soniquete de sus dos chorros. Hoy es un lugar sombrío al que nadie hace caso, sostenida por murillos cubiertos de musgo en el humedal; un desagüe y un pequeño lavadero lleno de hojas secas bajo la tronca de un árbol la completan. Escrito entre los dos caños todavía se puede leer: “Ayuntamiento de 1866”.
- Todo lo que hay detrás son los huertos. Cada uno tiene su cerca, y buenos manantiales que se habrán perdido.
La vuelta al pueblo fue la cruz para mi amigo Amador. La cosa es que para bajar se baja bien, pero al subir hasta la plaza le dio la fatiga y el hombre lo pasó mal.
- Resulta que ando un poco de los bronquios, y algunas veces me quedo como sin respiración. En seguida se me pasa.
Surgió luego, como casi siempre surge, la posibilidad de visitar la iglesia por dentro. Por lo general gusta a las buenas gentes que aún quedan en los pueblos que los visitantes de buena ley pasen a ver su iglesia; tal vez por lo mucho que para ellos tiene de evocación, de recuerdo de tiempos pasados para siempre y permanentes aún en sus imágenes y en sus retablos. Fuimos a buscar la llave a la casa en donde la tenían. Una chica muy amable, Visi, nos acompañó un instante cruzando los ejidos del juego de pelota.
La iglesia de Navalpotro es de una sola nave, con cubierta de medio cañón y crucería de yeso. En el presbiterio hay una cúpula hemisférica, recargada de adornos, y un retablo barroco con varios lienzos entre los que destacan dos especialmente: uno que representa “El Nacimiento de Cristo”, y otro con “La Adoración de los Reyes”. Bajo la cúpula, en el mismo arco lateral que abre al evangelio, está escrito: año de 1769.
Entre otros detalles, más o menos curiosos y de escaso valor que hay en el templo, nos llama la atención sobre uno de los muros un lienzo de la Virgen a cuyo pie se lee: “En memoria de ana María Cano Medina. Se ruega una oración por su alma”.
- Hace ya tiempo cayó una vez un rayo dentro de la iglesia y nos hizo un buen destrozo.
Perdidos en la más absoluta tranquilidad, y en una inimaginable pureza de ambiente, nos dan las horas del medio día puestos de pie derecho en el mirador de por detrás de la torre, con un horizonte limpísimo delante de los ojos, entre místico e invernal. Es el silencio quien a estas horas manda en los campos, y en los cielos, y en los hombres. Al rato, con la serena visión de aquel paisaje como moribundo a nuestros pies, se me ocurre confesar a mis compañeros que Navalpotro es algo así como un balcón, el mejor balcón sobre la comarca entera. La idea la pasa al verso inmediatamente el abuelo Samuel:
Navalpotro está en el alto
Y la Fuente en la Alameda,
La Torre está en la solana
Y Torremocha en la vega.
Después ya se sabe, una hora larga de despedidas cuando los amigos tienen el compromiso de saludar a sus antiguos conocidos. Navalpotro se adormila buscando la tarde sobre su peana de peñas. Alguien me contó que éste es un pueblo de gentes caritativas y de buen corazón donde las haya, fama que consiguió ganarse a pulso con obras que son amores, tan en contraposición a como hoy se piensa. En todo caso, ahí queremos dejar constancia cierta de una mañana para recordar en un pueblo amable y de indiscutible encanto, un poco olvidado seguramente.
Entre mis dos amigos me han dicho que suman 147 años y que don Samuel tiene 80. El uno y el otro, mientras atravesamos los caminos ásperos por los que nos hemos propuesto llegar, piden su turno para entrar en conversación, porque, por lo visto, el tiempo es corto y la hebra larga. El que conduce, por su parte se limita a escuchar mientras que salva como puede las irregularidades de los campos por los que camina.
Subimos por fin a Navalpotro y aparcamos en el frontón, un juego de pelota nuevo, impecable, pintado de verde, en el que, como cabe suponer, tan solo en contadas ocasiones lo deben emplear para el juego, entre otras cosas porque en el pueblo no queda gente de continuo con humor, ni con edad adecuada para practicar deportes.
- Ah, eso ni que lo diga. Esta de aquí es la casa del cura que se ha hundido -me explica Amador-. Me creo que la ceden para ampliar la plaza.
Desde las peñas lisas de las eras se ve a lo lejos la torre vigía de Torresaviñán y un poco más acá el pueblo de La Fuente. Tupidos mantones de robledal pálido cubriendo los leves altiplanos de los alrededores, y abajo, entonando su himno al invierno, las alamedas en catalepsia del Regachal, donde los del pueblo suelen asegurar que hay un manantia1 inagotable de agua de la mejor clase en el subsuelo. En las inmediaciones se ve un chalé con piscina azul, en cuyos bordes se refleja el sol oblicuo desviado a1 chocar con la superficie del agua. Abajo ladra un perro. A nuestras espaldas, alzada sobre la plataforma de las peñas, la torre cuadrada de la iglesia, quieta, majestuosa, coronada con bolas de piedra y cuatro gargolillas por encima de los vanos del campanario. La portada en la solana es chiquita, sin mayor apreciación artística que su arquillo de acceso.
Como uno de mis dos amigos no oye bien, los siento hablar a voces con una señora de negro al principio de la calle mayor. Las piedras labradas de la iglesia relucen al sol y las hojas de las macetas brillan en la ventana de la sacristía.
- No tendrás por ahí algo más puesto –le advierte el abuelo Samuel a la señora Julia, la mujer vestida de negro- que éste señor es de los de la fiscalía.
- Es prima carnal mía -aclara Amador-. La hermana de la caridad del pueblo. No se quiso casar de joven por no abandonar a su padre, y ahora sólo está pendiente de si hay algún enfermo para cuidarlo. ¡Cuando tú lo necesites no te hará caso nadie!
- Ni falta, que me hace -le responde-. Que sea lo que Díos quiera.
-Ahí la tiene usted. No dirá que no es dura. Hace de alguacil y de todo lo que
Le digan. La cosa es estar de criada de los demás.
- Sí hijo, sí que lo hago -le contesta la mujer-, pero ya no valgo.
Navalpotro es en apariencia uno de los pueblos más necesitados de atención de los que yo conozco. Son bastantes las casonas derruidas por causa, del despoblamiento y por falta de cuidados. Las calles, en cambio, son cómodas y se ven pavimentadas de manera aceptable, pese a su difícil emplazamiento en cuesta mirando al paso del sol. Se nota, que el pueblo tuvo su momento álgido en precedentes épocas, que fue más, mucho más de lo que es. Así nos lo asegura una vivienda voluminosa y de rancio jugo señorial que hay en la Plaza Mayor, rotulada con el nombre de “Plaza de la Reina María Cristina”. La casona a la que nos referimos tiene en la fachada norte un arco adovelado que han cegado recientemente, y en el frontis, testigo de lejanos señoríos tan corrientes en los lugares más insospechados de esta provincia hidalga, el escudo de armas de los Manrique.
- No sabe usted lo grande que es por dentro. Cuando hicimos la obra salían algunos chavos de esos sin valor y huesos de muerto. Los cogió el señor cura y se los llevó a enterrar al cementerio. Dicen que si de antiguo que es esta casa, que si sería de aquellos hombres de antes que tenían tanto ganado, y que les decían los merineros.
- La dueña de la casa se llama Perpetua y es la señora del alcalde. Le dicen Pepita, y a ella, por lo que se ve, le guata más. Amador, que lo mismo que el abuelo Samuel tiene su vena poética, aunque el uno y el otro se lo levan bien callado, le pone enseguida verso a la cuestión:
La mujer del alcalde
Se llama Pepa,
Y si no lo sabías
Pa que lo sepas.
Por su parte el abuelo Samuel, con el conque de que las piernas no le responden, gasta la vela en conversación recordando los viejos tiempos con la señora Crescencia, sentado al sol en la puerta del ayuntamiento.
- Vosotros a lo vuestro, que yo cuando nos tengamos que ir ya me levantaré de aquí. La Crescencia es de mi tiempo. Ochenta tiene la mujer, lo mismo que yo. Aún está soltera, para que veas.
Ahora me invitan a que me asome por la ventana baja del ayuntamiento. Al trasluz se alcanza a ver algo del instrumental de urgencias que tiene el médico para pasar consulta. La señora Pepita me dice que el pueblo está muy viejo, pero que ahora están empezando con las obras.
- ¿Cuántos habitantes son cuando se marchan los de fuera?
- Qué sé yo si llegaremos a veintiséis.
Por unos callejones bordeados de escombreras, bajo en compañía de amador hasta la fuente del pueblo. Mientras caminamos, mi amigo me va contando que Navalpotro tiene buen campo, que desde que concentraron aquello ha progresado mucho, pero que al no haber gente para que lo trabaje, viene a labrarlo casi todo los de Torremocha.
Mire los olmos, todos muertos. También ha sido una desgracia.
La fuente de Navalpotro queda ligeramente por debajo de las últimas casas. Es una de aquellas fuentes pueblerinas de leyenda, donde se fraguaron idilios en primaveras de tiempo inmemorial, y donde las mozas –la cantarilla en el ijar- soñaron y suspiraron tantas veces al soniquete de sus dos chorros. Hoy es un lugar sombrío al que nadie hace caso, sostenida por murillos cubiertos de musgo en el humedal; un desagüe y un pequeño lavadero lleno de hojas secas bajo la tronca de un árbol la completan. Escrito entre los dos caños todavía se puede leer: “Ayuntamiento de 1866”.
- Todo lo que hay detrás son los huertos. Cada uno tiene su cerca, y buenos manantiales que se habrán perdido.
La vuelta al pueblo fue la cruz para mi amigo Amador. La cosa es que para bajar se baja bien, pero al subir hasta la plaza le dio la fatiga y el hombre lo pasó mal.
- Resulta que ando un poco de los bronquios, y algunas veces me quedo como sin respiración. En seguida se me pasa.
Surgió luego, como casi siempre surge, la posibilidad de visitar la iglesia por dentro. Por lo general gusta a las buenas gentes que aún quedan en los pueblos que los visitantes de buena ley pasen a ver su iglesia; tal vez por lo mucho que para ellos tiene de evocación, de recuerdo de tiempos pasados para siempre y permanentes aún en sus imágenes y en sus retablos. Fuimos a buscar la llave a la casa en donde la tenían. Una chica muy amable, Visi, nos acompañó un instante cruzando los ejidos del juego de pelota.
La iglesia de Navalpotro es de una sola nave, con cubierta de medio cañón y crucería de yeso. En el presbiterio hay una cúpula hemisférica, recargada de adornos, y un retablo barroco con varios lienzos entre los que destacan dos especialmente: uno que representa “El Nacimiento de Cristo”, y otro con “La Adoración de los Reyes”. Bajo la cúpula, en el mismo arco lateral que abre al evangelio, está escrito: año de 1769.
Entre otros detalles, más o menos curiosos y de escaso valor que hay en el templo, nos llama la atención sobre uno de los muros un lienzo de la Virgen a cuyo pie se lee: “En memoria de ana María Cano Medina. Se ruega una oración por su alma”.
- Hace ya tiempo cayó una vez un rayo dentro de la iglesia y nos hizo un buen destrozo.
Perdidos en la más absoluta tranquilidad, y en una inimaginable pureza de ambiente, nos dan las horas del medio día puestos de pie derecho en el mirador de por detrás de la torre, con un horizonte limpísimo delante de los ojos, entre místico e invernal. Es el silencio quien a estas horas manda en los campos, y en los cielos, y en los hombres. Al rato, con la serena visión de aquel paisaje como moribundo a nuestros pies, se me ocurre confesar a mis compañeros que Navalpotro es algo así como un balcón, el mejor balcón sobre la comarca entera. La idea la pasa al verso inmediatamente el abuelo Samuel:
Navalpotro está en el alto
Y la Fuente en la Alameda,
La Torre está en la solana
Y Torremocha en la vega.
Después ya se sabe, una hora larga de despedidas cuando los amigos tienen el compromiso de saludar a sus antiguos conocidos. Navalpotro se adormila buscando la tarde sobre su peana de peñas. Alguien me contó que éste es un pueblo de gentes caritativas y de buen corazón donde las haya, fama que consiguió ganarse a pulso con obras que son amores, tan en contraposición a como hoy se piensa. En todo caso, ahí queremos dejar constancia cierta de una mañana para recordar en un pueblo amable y de indiscutible encanto, un poco olvidado seguramente.
(N.A. Enero, 1986)
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