El indicador que hay al otro lado de Sigüenza, coincidiendo con la bifurcación de las carreteras de Alcuneza y de Bujarrabal, señala que la distancia hasta Olmedillas desde la Ciudad del Doncel es de 12 km. De nuevo me dispongo a viajar por estos solitarios caminos seguntinos que, de vez en cuando, me atraen a mí y a mi curiosidad como absorbido por el indecible magnetismo de las viejas elevaciones de la Pila y de Sierra Ministra.
La carretera de asfalto concluye en Alboreca. Continúo por una pista de tierra sin bachear. Un camino intransitable que a mis despacios serpenteo, para no caer por falta de precaución en cualquiera de los hoyos cargados de agua que tiene en mitad. Justo es decir que siempre que los senderos mil de la provincia me llevan por trochas de esta catadura, me siento molesto e impotente.
El sol de febrero juega a esconderse y a volver a salir por detrás de las nubes. Cuando esto sucede, el campo y los oteros se cubren de sombra cambiante. De espaldas sopla el viento frío. La radio se ha puesto a emitir una evocadora canción de Luís Mariano, "Violetas Imperiales". El contraste se hace extremo al aunar en el mismo ambiente la Francia imperial de Eugenia de Montijo con estos rincones huraños del campo de Sigüenza. Un pastor abrigado con pasamontañas está preparándose bajo el cobijón de la manta de cuadros un cigarrillo de los de liar. Riscos, encinas, aliagares, laderas improductivas de color gris piedra. El arroyo siempre seco del Riguerón baja rebosante con lo de las últimas lluvias, dibujando espumas y filigranas por entre los cantos de su cauce paralelo a la pista. La senda es un juego de curvas hasta el mismo Olmedillas.
Me he detenido un momento, a pesar de lo desapacible del día, al pie de la triple boca de la cueva de Guarzal, arriba, en el mismo corte de las peñas en la solana. Su antigüedad como habitáculo data de tiempos prehistóricos. Las hachas y utillaje de piedra hallados en su interior, así como vasos campaniformes de posteriores épocas, tomaron posesión de la laberíntica caverna hace muchos siglos. Los pastores de la comarca la convirtieron después en albergue y paridera de ovejas, lo que ha impedido casi toda posibilidad como centro de investigación histórica. Las cuevas de Guarzal son en cualquier caso un impresionante espectáculo natural, ya explotado por varios directores de cine.
Con el pueblo a la vista quedan a nuestra derecha las terreras que dejaron los del caolín; obras que debieron suspender por falta de rendimiento y allí están, como una herida no más, abierta sobre la piel del paisaje y que el tiempo se encargará de cicatrizar.
El pueblo de Olmedillas surge inmediatamente como un caserío en ruinas, orientado al medio día, a modo de pie en una leve ondulación que sirve de límite por detrás con la provincia de Soria. Al pueblo apenas si es posible entrar. Los barrizales de delante del lavadero hay que cruzarlos con gran paciencia y con buen arte para no quedar embarrancado con vehículo y todo. El lavadero está cubierto, y el ruido del chorro suena al caer. Poco más allá está a punto de desmoronarse el añoso transformador de la luz. Todo Olmedillas se me antoja un concierto solemne de piedras mohosas, grises, todas iguales; un concierto agónico de soledad en donde la vida, si es que la hay, debe resultar hartamente difícil.
Un perro ladra desde una esquina a mi izquierda. El viento sacude a placer sobre las ventanillas del coche. Será una suerte si con semejante barrizal logro salir de las inmediaciones del lavadero. Al final consigo acceder a la plazuela que hay por debajo del campanario. La espadaña recibe en sus piedras y en sus aristas el viento de cara que viene del poniente.
- ¡Será posible! Me pregunto si la reciente experiencia de Mojares, donde no encontré un alma, se volverá a repetir.
Resguardado al sol del portalejo de la iglesia no se esta mal. Dos tiestos lacios adornan en los escalones el arco de entrada. Las dovelas lisas se cubren con techadillo recién restaurado. La puerta está cerrada. Fuera hay un poco de atrio, con barbacana desde la que se alcanzan a ver las cimas redondeadas de los oteros del poniente. Más acá las casas hundidas, los tajados desplomados y los restos de solar en donde cunde la maleza tapando cascotes, escombros y palitroques.
Continúo sin ver a nadie. Un gato pardo olismea por entre los escombros de una vivienda caída. Ahora me encuentro con la arcada desnuda de lo que en tiempos debió de ser alguna casa distinguida. Dentro no hay nada: hierba abundante en el suelo y hermosos dinteles en las ventanas donde no vive nadie. Algunas de las piedras están grabadas con leyendas piadosas. Más abajo, a mitad de la que quiero adivinar que sea la calle Mayor, suena el cencerrillo de alguna oveja prisionera. Luego dos o tres casas consecutivas con aspecto de estar habitadas. Un señor de edad cruza la calle. No me ha visto. Acaba de entrar en un establo de la otra acera con una vasija de hojalata debajo del brazo. Cuando llego a la altura de una de esas casas, sale a la calle un muchacho joven con el que casi me choco al pasar.
- Hola, buenos días. Qué fresquito viene el aire. ¿Pero dónde se mete la gente en Olmedillas?
- No sé. Aquí en casa estamos casi la mitad. Somos diez u once en total. No se quede ahí, que hace frío.
Por su aspecto, el muchacho debe tener no más de treinta años y se llama Juan Antonio, su madre Pilar, y su padre Esteban Vázquez López. El padre, hombre amabilísimo, es alcalde pedáneo, ya que en lo administrativo Olmedillas es uno más de los pueblos agregados al ayuntamiento de Sigüenza.
- Nos tienen un poco desatendidos, ¿sabe usted?
- Ya me he dado cuenta. La carretera y las calles del pueblo son una verdadera pena.
- Dicen que hay poco dinero y que no da de sí para todos, pero yo no dejaré de dar la lata hasta que nos lo arreglen. Hay buenas perspectivas, pero siempre será bueno insistir ¿No le parece?
- Pues sí. Yo creo que esa es también su obligación como alcalde.
- La cosa es que antes no estaba el pueblo tan mal. Cuando nos pusieron el agua se acabaron de fastidiar las calles.
Esteban, el alcalde, su señora y su hijo Juan Antonio, no dejaron de insistir en el hecho de que no se les hace todo el caso que ellos creen que el pueblo merece. La verdad es que, ante lo que se ve, sobran todos los argumentos para convencerme. Les digo que todo llega en esta vida y que será cuestión de esperar un poquito más. En tanto acude a la casa otro señor del pueblo, Benedicto, el hombre que hace un instante vi pasar al corralillo frente a la casa con una lata bajo el brazo.
- Es también de la familia -explica el alcalde-, hermano de mi mujer. Para el caso estamos aquí ya la mitad del pueblo.
Ante el aspecto fatal de una buena parte de Olmedillas, sobre todo por cuanto se refiere a la imagen triste de las casas hundidas, muestro un poco mi sorpresa. La contestación es inmediata.
- Pues nada; resulta que la gente se marchó y no hicieron caso de ellas. Los que tuvieron a bien arreglarlas, ahí las tienen para venir en agosto. Los demás, nada.
-Supongo que el pueblo se llenará en verano, como todos.
-Eso sí. En muchas casas se juntan a veces hasta tres familias. Otros dicen que vendrían y que arreglarían las casas, pero que mientras tengamos la carretera como está no merece la pena.
El señor Benedicto explica que en los mejores tiempos el pueblo era otra cosa, que los que se marcharon, allá ellos, pero que hace una treintena de años el pueblo daba gusto.
- Sí señor, por aquellos años éramos cuarenta y seis vecinos; casi doscientas personas. En el portal de la señora Pilar tienen instalada la cabina del teléfono. Luego pasamos a un saloncito chiquitín, de dos metros en cuadro.
En el saloncito tienen un televisor, unas cuantas sillas y una mesa de estar. Puntuales me invitan a una copa para espantar el frío.
- Seguramente que conoce usted en Guadalajara -apunta Esteban- al párroco de Santa María.
- Si se refiere a don Benito, si que lo conozco.
- A ese mismo me refiero. Pues es de aquí. Está usted en la que fue su casa. Todos esos dibujos que hay afuera, en la pared, los hizo el. Es también primo nuestro. Si lo ve le da recuerdos de nuestra parte.
- Cuente conque lo haré. Aunque, si luego lo lee en el periódico, seguro que la sorpresa le hará más ilusión.
- Como usted quiera.
El señor Esteban me acompaña luego hasta el sitio en donde había dejado el coche. Su esposa, la señora Pilar, le ha recordado que me enseñe la iglesia una vez que vamos en aquella dirección. Por el camino me cuenta el alcalde que en Olmedillas son dos ganaderos, con un total de 600 ovejas entre los dos, y que la tierra se trabaja con maquinaria.
- Si, hay tres tractores para el campo. No crea que es demasiado buena la tierra de aquí. Las hay peores, pero por esa parte de Soria y por Alboreca el terreno es mejor.
La iglesia de Olmedillas es en capacidad con arreglo al pueblo. Quiero decir con arreglo a lo que el pueblo fue, no a lo que es ahora. Pequeñita, de nave única, tiene un retablo mayor poco valioso con una imagen antigua de la Inmaculada y otras dos de santas mártires. La lamparilla del Santísimo luce junto al altar.
- ¿Cuándo son las fiestas?
- La fiesta principal del pueblo es el 28 de octubre, San Simón y San Judas. Como no tenemos imágenes de los patronos, ese día sacamos en procesión al Cristo del Consuelo. Dicen que si era el patrón del pueblo antiguamente.
Otros dos retablos más, ambos barrocos y no muy bien conservados, muestran en sus nichos correspondientes al Santo Cristo del Consuelo y a Nuestra Señora del Rosario. En la pared hay una lápida que recuerda cómo el 17 de septiembre de 1883, confirmó a los niños del pueblo el obispo de Sigüenza don Antonio Ochoa y Arenas. El suelo de la iglesia se ve distribuido en parcelillas rectangulares, numeradas, correspondientes como en tantos sitios a las sepulturas de las diferentes familias del lugar.
- Las viejas de antes se ponían cada una en su sitio con sus velas y no había quien se lo pudiera quitar. Era la costumbre.
Creo que ha sido bastante. En Olmedillas, con un tiempo tan desapacible como el que hoy tenemos, seguramente que no hay muchas más cosas que ver. La extraordinaria condición de los pocos vecinos con los que hablé, y el aspecto agónico de sus casas de piedra, es quizás lo que con más fuerza se marcó en mi memoria. Ya de regreso, uno siente por aquellas latitudes un inexplicable apego al pasado, una sensación de afecto emocionado a las tierras de Castilla, tan ricas en recuerdos y a la vez tan pobres.
(N.A. Marzo, 1988)
La carretera de asfalto concluye en Alboreca. Continúo por una pista de tierra sin bachear. Un camino intransitable que a mis despacios serpenteo, para no caer por falta de precaución en cualquiera de los hoyos cargados de agua que tiene en mitad. Justo es decir que siempre que los senderos mil de la provincia me llevan por trochas de esta catadura, me siento molesto e impotente.
El sol de febrero juega a esconderse y a volver a salir por detrás de las nubes. Cuando esto sucede, el campo y los oteros se cubren de sombra cambiante. De espaldas sopla el viento frío. La radio se ha puesto a emitir una evocadora canción de Luís Mariano, "Violetas Imperiales". El contraste se hace extremo al aunar en el mismo ambiente la Francia imperial de Eugenia de Montijo con estos rincones huraños del campo de Sigüenza. Un pastor abrigado con pasamontañas está preparándose bajo el cobijón de la manta de cuadros un cigarrillo de los de liar. Riscos, encinas, aliagares, laderas improductivas de color gris piedra. El arroyo siempre seco del Riguerón baja rebosante con lo de las últimas lluvias, dibujando espumas y filigranas por entre los cantos de su cauce paralelo a la pista. La senda es un juego de curvas hasta el mismo Olmedillas.
Me he detenido un momento, a pesar de lo desapacible del día, al pie de la triple boca de la cueva de Guarzal, arriba, en el mismo corte de las peñas en la solana. Su antigüedad como habitáculo data de tiempos prehistóricos. Las hachas y utillaje de piedra hallados en su interior, así como vasos campaniformes de posteriores épocas, tomaron posesión de la laberíntica caverna hace muchos siglos. Los pastores de la comarca la convirtieron después en albergue y paridera de ovejas, lo que ha impedido casi toda posibilidad como centro de investigación histórica. Las cuevas de Guarzal son en cualquier caso un impresionante espectáculo natural, ya explotado por varios directores de cine.
Con el pueblo a la vista quedan a nuestra derecha las terreras que dejaron los del caolín; obras que debieron suspender por falta de rendimiento y allí están, como una herida no más, abierta sobre la piel del paisaje y que el tiempo se encargará de cicatrizar.
El pueblo de Olmedillas surge inmediatamente como un caserío en ruinas, orientado al medio día, a modo de pie en una leve ondulación que sirve de límite por detrás con la provincia de Soria. Al pueblo apenas si es posible entrar. Los barrizales de delante del lavadero hay que cruzarlos con gran paciencia y con buen arte para no quedar embarrancado con vehículo y todo. El lavadero está cubierto, y el ruido del chorro suena al caer. Poco más allá está a punto de desmoronarse el añoso transformador de la luz. Todo Olmedillas se me antoja un concierto solemne de piedras mohosas, grises, todas iguales; un concierto agónico de soledad en donde la vida, si es que la hay, debe resultar hartamente difícil.
Un perro ladra desde una esquina a mi izquierda. El viento sacude a placer sobre las ventanillas del coche. Será una suerte si con semejante barrizal logro salir de las inmediaciones del lavadero. Al final consigo acceder a la plazuela que hay por debajo del campanario. La espadaña recibe en sus piedras y en sus aristas el viento de cara que viene del poniente.
- ¡Será posible! Me pregunto si la reciente experiencia de Mojares, donde no encontré un alma, se volverá a repetir.
Resguardado al sol del portalejo de la iglesia no se esta mal. Dos tiestos lacios adornan en los escalones el arco de entrada. Las dovelas lisas se cubren con techadillo recién restaurado. La puerta está cerrada. Fuera hay un poco de atrio, con barbacana desde la que se alcanzan a ver las cimas redondeadas de los oteros del poniente. Más acá las casas hundidas, los tajados desplomados y los restos de solar en donde cunde la maleza tapando cascotes, escombros y palitroques.
Continúo sin ver a nadie. Un gato pardo olismea por entre los escombros de una vivienda caída. Ahora me encuentro con la arcada desnuda de lo que en tiempos debió de ser alguna casa distinguida. Dentro no hay nada: hierba abundante en el suelo y hermosos dinteles en las ventanas donde no vive nadie. Algunas de las piedras están grabadas con leyendas piadosas. Más abajo, a mitad de la que quiero adivinar que sea la calle Mayor, suena el cencerrillo de alguna oveja prisionera. Luego dos o tres casas consecutivas con aspecto de estar habitadas. Un señor de edad cruza la calle. No me ha visto. Acaba de entrar en un establo de la otra acera con una vasija de hojalata debajo del brazo. Cuando llego a la altura de una de esas casas, sale a la calle un muchacho joven con el que casi me choco al pasar.
- Hola, buenos días. Qué fresquito viene el aire. ¿Pero dónde se mete la gente en Olmedillas?
- No sé. Aquí en casa estamos casi la mitad. Somos diez u once en total. No se quede ahí, que hace frío.
Por su aspecto, el muchacho debe tener no más de treinta años y se llama Juan Antonio, su madre Pilar, y su padre Esteban Vázquez López. El padre, hombre amabilísimo, es alcalde pedáneo, ya que en lo administrativo Olmedillas es uno más de los pueblos agregados al ayuntamiento de Sigüenza.
- Nos tienen un poco desatendidos, ¿sabe usted?
- Ya me he dado cuenta. La carretera y las calles del pueblo son una verdadera pena.
- Dicen que hay poco dinero y que no da de sí para todos, pero yo no dejaré de dar la lata hasta que nos lo arreglen. Hay buenas perspectivas, pero siempre será bueno insistir ¿No le parece?
- Pues sí. Yo creo que esa es también su obligación como alcalde.
- La cosa es que antes no estaba el pueblo tan mal. Cuando nos pusieron el agua se acabaron de fastidiar las calles.
Esteban, el alcalde, su señora y su hijo Juan Antonio, no dejaron de insistir en el hecho de que no se les hace todo el caso que ellos creen que el pueblo merece. La verdad es que, ante lo que se ve, sobran todos los argumentos para convencerme. Les digo que todo llega en esta vida y que será cuestión de esperar un poquito más. En tanto acude a la casa otro señor del pueblo, Benedicto, el hombre que hace un instante vi pasar al corralillo frente a la casa con una lata bajo el brazo.
- Es también de la familia -explica el alcalde-, hermano de mi mujer. Para el caso estamos aquí ya la mitad del pueblo.
Ante el aspecto fatal de una buena parte de Olmedillas, sobre todo por cuanto se refiere a la imagen triste de las casas hundidas, muestro un poco mi sorpresa. La contestación es inmediata.
- Pues nada; resulta que la gente se marchó y no hicieron caso de ellas. Los que tuvieron a bien arreglarlas, ahí las tienen para venir en agosto. Los demás, nada.
-Supongo que el pueblo se llenará en verano, como todos.
-Eso sí. En muchas casas se juntan a veces hasta tres familias. Otros dicen que vendrían y que arreglarían las casas, pero que mientras tengamos la carretera como está no merece la pena.
El señor Benedicto explica que en los mejores tiempos el pueblo era otra cosa, que los que se marcharon, allá ellos, pero que hace una treintena de años el pueblo daba gusto.
- Sí señor, por aquellos años éramos cuarenta y seis vecinos; casi doscientas personas. En el portal de la señora Pilar tienen instalada la cabina del teléfono. Luego pasamos a un saloncito chiquitín, de dos metros en cuadro.
En el saloncito tienen un televisor, unas cuantas sillas y una mesa de estar. Puntuales me invitan a una copa para espantar el frío.
- Seguramente que conoce usted en Guadalajara -apunta Esteban- al párroco de Santa María.
- Si se refiere a don Benito, si que lo conozco.
- A ese mismo me refiero. Pues es de aquí. Está usted en la que fue su casa. Todos esos dibujos que hay afuera, en la pared, los hizo el. Es también primo nuestro. Si lo ve le da recuerdos de nuestra parte.
- Cuente conque lo haré. Aunque, si luego lo lee en el periódico, seguro que la sorpresa le hará más ilusión.
- Como usted quiera.
El señor Esteban me acompaña luego hasta el sitio en donde había dejado el coche. Su esposa, la señora Pilar, le ha recordado que me enseñe la iglesia una vez que vamos en aquella dirección. Por el camino me cuenta el alcalde que en Olmedillas son dos ganaderos, con un total de 600 ovejas entre los dos, y que la tierra se trabaja con maquinaria.
- Si, hay tres tractores para el campo. No crea que es demasiado buena la tierra de aquí. Las hay peores, pero por esa parte de Soria y por Alboreca el terreno es mejor.
La iglesia de Olmedillas es en capacidad con arreglo al pueblo. Quiero decir con arreglo a lo que el pueblo fue, no a lo que es ahora. Pequeñita, de nave única, tiene un retablo mayor poco valioso con una imagen antigua de la Inmaculada y otras dos de santas mártires. La lamparilla del Santísimo luce junto al altar.
- ¿Cuándo son las fiestas?
- La fiesta principal del pueblo es el 28 de octubre, San Simón y San Judas. Como no tenemos imágenes de los patronos, ese día sacamos en procesión al Cristo del Consuelo. Dicen que si era el patrón del pueblo antiguamente.
Otros dos retablos más, ambos barrocos y no muy bien conservados, muestran en sus nichos correspondientes al Santo Cristo del Consuelo y a Nuestra Señora del Rosario. En la pared hay una lápida que recuerda cómo el 17 de septiembre de 1883, confirmó a los niños del pueblo el obispo de Sigüenza don Antonio Ochoa y Arenas. El suelo de la iglesia se ve distribuido en parcelillas rectangulares, numeradas, correspondientes como en tantos sitios a las sepulturas de las diferentes familias del lugar.
- Las viejas de antes se ponían cada una en su sitio con sus velas y no había quien se lo pudiera quitar. Era la costumbre.
Creo que ha sido bastante. En Olmedillas, con un tiempo tan desapacible como el que hoy tenemos, seguramente que no hay muchas más cosas que ver. La extraordinaria condición de los pocos vecinos con los que hablé, y el aspecto agónico de sus casas de piedra, es quizás lo que con más fuerza se marcó en mi memoria. Ya de regreso, uno siente por aquellas latitudes un inexplicable apego al pasado, una sensación de afecto emocionado a las tierras de Castilla, tan ricas en recuerdos y a la vez tan pobres.
(N.A. Marzo, 1988)
1 comentario:
Buscando información sobre Olmedilla del Campo en Cuenca, he descubierto estas páginas. Me encanta. Además eres de Olivares de Jucar, pueblo señorio de los Cervera sobre cuyo fundador del linaje he trabajado. Tambien he consultado en algunas ocasiones tu blos de Olivares.
Me gustaría poder contar con tu ayuda en la información o bibliografia sobre los señores de Olivares.
Tengo un blog sobre genealogía y las tierras de Cuenca de donde también soy.
Gracias.
Paloma
ptorrijos@gmail.com
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