martes, 30 de junio de 2009

OTER


No mucho después del estrecho de Ruguilla, donde los zánganos de colmena fenecen al sol de los riscos, en tanto que el resto del gana­do liba el rico néctar de la Alcarria en las flores azulinas de los romeros, el campo se vuelve escabroso y pinariego, terreno virgen y espectacular, solitario y magnánimo con vocación de sierra. Después, lo de siempre: chaparrales marañosos, sabinas desperdigadas, matujos de boj en los zopeteros, peñascos grises por donde trepó la cabra mon­tés, curvas y más curvas (curvas abiertas, cerradas, imprevistas y de las que se ven venir), y al cabo el pueblo, Oter, escueto y recogido, en medio de una hoya de tierras planas como la palma de la mano, sal­picadas de nogueras a las que escoltan, más o menos de cerca, laderas escabrosas por las que gatea inamovible el tomillo montaraz y repta la ­ajedrea hasta dar forma a los cerros vecinos del Palancar, del Pico Mogorrón, de la Piedra del Madroñal, donde los gnomos de la Alcarria se reúnen a deliberar cada noche de luna llena, eternos vigías de las gentes y de las haciendas de Oter, de sus vivos y de sus muertos.
Cuando me cuelo por una callejuela estrecha, muy estrecha., subiendo do hasta la plaza en obras, tres mujeres: Modesta, Irene y Lucía, vuelven de la vega con sus bolsas de plástico repletas de collejas, un fruto espontáneo que la primavera suele regalar cuando viene de buenas, y por el que uno siente verdadero fervor.
- Perdonen que me meta en donde no me llaman, pero las collejas en estas fechas ya están fuera de época, a mi corto entender.
- Ni hablar, no señor, son muy ricas. Mejor que las espinacas y que todas las porquerías que les venden en la capital.
- Ya, pero eso no le quita para que estén espigadas, y duras.
- Nada, no señor, eso es cuestión de diez minutos más de olla. ¡Y us­ted qué entiende de eso!
A un primer golpe de vista, Oter no solamente es pequeño por aque­llo de la despoblación. El número de sus casas en pie -algunas muy hermosas, por cierto- nos cuenta sin lugar a engaños su perpetua condición de aldehuela o de municipio menor. Todo él, en cambio, es encantador y romántico, envuelto con asombroso cuidado en el sutil tulecillo de la paz y del orden más estricto, donde a uno le parece, no sabe por qué, que jamás tendrán cabida las gentes de malos instintos.
En la casa de don Valentín Romero hay, a eso de la media tarde, va­rios hombres jugando su partida de cartas en la única mesa de la ha­bitación. La estancia es pequeña, y el humo de los cigarros ha dado lugar a un ambiente espeso, a un ambiente que se puede cortar con un cuchillo. En el portal de entrada tiene don Valentín Romero, el alcalde, un poco de mostrador. Se ve como si aquello funcionase también como tienda de primeros auxilios o taberna de temporada.
Don Valentín y don Valeriano del Amo no me ponen la menor objeción cuando les ruego que me acompañen durante una hora para ver despacito lo que el pueblo pudiera tener de interesante, o por lo menos de perso­nal, aparte de sus fragosas montañas más próximas y de su fértil ve­ga que ya conozco.
- Pues poco. Aquí se ve todo enseguida. La iglesia podemos ver, y las obras del ayuntamiento, y eso de arriba del frontón, y en todo caso echaremos un trago en la bodega.
Bajamos lentamente hablando del vino del jaraíz y de lo mucho que aún les queda por hacer hasta ver el pueblo como es debido. En alguna de las viviendas, bajo cuya rejería dos veces centenaria acertamos a pasar antes de colocarnos a los pies del campanario, se deja ver inscripciones y grabados a medias de cegar con un posterior repaso de argamasa. La iglesia viene a estar cerca de una llanada de matorral en­ las afueras, muy próxima a1 recodo de la vega, y que uno intuye que en la antigüedad debieron ser huertas.
La airosa espadaña mira al cerro del Palancar por el poniente el poniente. Tiene dos vanos con una sola campana y un tercero menor, abierto ex ­profeso, destinado al esquiloncillo de avisos que ya no existe. El sillar que conforma la espadaña de la iglesia de Oter está labrado con­ concepción geométricamente perfecta. En la base derecha de las jambas hay una corona de flores marchitas cuya misión desconozco. Lateral al atrio, costero con el ábside ya de frente a los humedales del vallejo, queda el cementerio. Una portezuela de madera fácil nos permite ver a través de los palitroques el callado espectáculo de las tumbas, de las cruces y de los lirios creciendo a su antojo en los espacios li­bres que dejan entre sí las cuatro o seis lápidas mortuorias. La puerta del camposanto se cubre con un arbusto de tamaña pompa situado en­ el interior, detrás de la barda.
- Es pequeño. Aquí no hay vendida a particulares nada más que una sepultura. Yo creo que es mejor no venderlas -me dice Valeriano- ¿A usted que le parece?
- Pues no lo sé. La verdad es que nunca me paré a pensar si es me­jor peor vender las tumbas en los cementerios. Pienso que, como en todas las cosas, tendrá sus inconvenientes y sus ventajas. No sé.
Según se puede ver en las inscripciones del cementerio, los ape­llidos más comunes entre las familias de Oter son los Romero, los del Amo, y los López en menos proporción. A las gentes de aquí les dicen sus vecinos inmediatos "los usetos", cuando por un quítame allí esas pajas les entran las ganas de incordiar. Ninguno de mis amigos, ni Valentín ni Valeriano, saben explicarme el por qué.
- Eso no lo sabe nadie. Como a los de Canredondo les dicen "los pla­teros", pues así. No hay quien sepa la razón.
Cuando pasamos dentro de la nave mayor, y única que posee la pa­rroquia, me señalan como interesante unas tablas escritas: rememoran­zas y vítores que en cualquier caso hacen referencia a hijos ilus­tres de la localidad, ya en el olvido: "Se hizo esta yglesia a costa del Dr. Phelipe García López, canónigo lectoral y maestrescuela en la Santa Yglesia de Sigüenza. Año 1816"
Junto a esa primera inscripción que apenas conseguimos transcri­bir por falta de luz, hay otra segunda perteneciente a un vítor en honor del antedicho Dr. Phelipe García López, colegial de la Univer­sidad seguntina; y un tercero que hace referencia a don Miguel López García, colegial mayor de la Santa Cruz de Valladolid y canónigo penitenciario de las iglesias de Sigüenza y Ávila. Cuando uno consigue arrancar de la indiferencia y del anonimato aquellos nombres, para trasladarlos después a. la letra impresa, siente remotamente la indefinible sensación de haber cumplido con un deber de justicia.
- Pues toda la vida llevan colgados ahí, ya ve, y nadie les hace caso. Allá donde el altar hay una lápida también muy antigua.
Sí, desde luego más antigua que las referencias en tabla a que hicimos mención con que la iglesia de Oter recuerda a sus hijos más preclaros, y más antigua también que los posteriores arreglos y adi­tamentos que la conforman, relativamente recientes: "Sepulcro a es­pensas de Martín López para él y para sus herederos. Año de 1612.”

Aquí se da culto a San Mateo Evangelista, cuya fiesta según el calen­dario se corresponde con el 21 de septiembre, pero que, por razones debidamente conocidas como en tantos pueblos más, se ha trasladado al segundo domingo de agosto. Precisamente la imagen de su patrón preside ­desde el retablo mayor la iglesia de Oter, limpia, silenciosa y acogedora.
- Hace un par de años que se le dio la vuelta. Así, de blanco, por lo menos queda más limpia. La pila del bautismo es de piedra. Descuide, que a esa no hay quien la robe.
- Poca cosa es, pero la iglesia tiene un algo que a mí me gusta.
- También tenemos un buen caracol para subir al campanario, y un ór­gano que le faltan casi todas las piezas.
Oter, cabecera Este de la Alcarria, ya casi en las sierras del Al­to Tajo, abre de ara al poniente esa faja característica de las tierras de Guadalajara donde es fama que se da la mejor miel.
- Sí, yo creo -dice el alcalde- que desde aquí hasta Pastrana., todo derecho, es donde suele estar la mejor miel de la Alcarria, y, naturalmente, de toda España. Tampoco vamos a despreciar lo nuestro.
-¿Tan buena entonces como la de Ruguilla?
-¡Qué más da; si somos vecinos! Por lo menos igual, si no es mejor.
A un lado la tonta polémica que pudiera surgir, sobre tema que uno y otro nos hubiéramos tenido que repartir la razón en partes iguales, subimos pueblo arriba hasta alcanzar en la misma plaza el edificio del ayuntamiento en obras de reestructura. Me pone al corriente don Valen­tín de cómo, vistas las actuales necesidades del lugar y su población escasa, ha sido preciso distribuir el espacio de la antigua Casa Consistorial en oficinas, sala de recreo o centro social, y consulta médica; todo cuando las obras concluyan, que deseamos sea pronto.
- Total, para veinticinco que somos tampoco hace fa1ta más.
- ¿Adónde se marchó la gente?
- Pues unos a una parte y otros a otra. A Madrid y a Zaragoza se fueron bastantes. En Guadalajara hay unos cuantos hijos del pueblo que aparecen por aquí cuando se acuerdan.
El juego de pelota espera en las afueras días mejores en que la gente se ocupe de él. Ni el tiempo, climatol6gicamente hablando, ni la media de edad de sus habitantes, hacen aconsejable una sola partida del más popular de los deportes rurales.
- Cuando vienen los de fuera ya no suelen jugar a la pelota mano co­mo debe ser. Le dan con raquetas y pelotas blandas. Así me parece a mí que la cosa no tiene gracia.
De la tradición vinatera de Oter hablan cuatro tinajas de bodega tiradas en batería donde el frontón. Aún se ven algunos viñedos en los términos municipales de la comarca, y en sus cuevas se sigue fabrican­do, cada vez menos, el simpar vinillo de las alcarrias. Morillejo, to­do un símbolo en tal menester, queda encuadrado en esta misma zona por donde hoy tenemos la suerte de andar.
- Allí en Morillejo se hacen el churú y el aguardiente. También aquí hemos sacado bastante aguardiente con los alambiques en otros tiempos. Ahora le enseñaremos nuestras cuevas. Habrá unas treinta aproximada­mente entre todo el pueblo. No están tan bien montadas como las de Trillo, por ejemplo, pero el vino que se hace viene a ser de la misma calidad.
En la cueva del alcalde nos dimos cuenta de que su afirmación ha­bía sido cierta. Un generoso porrón nos entretuvo los últimos minutos de Oter en compañía, además, de Juan Romero, el cartero, y de su her­mano Tomás. Es costumbre en toda la Alcarria invitar a quien uno se cruza por el camino cuando lleva encima las llaves de la cueva. El vino en la bodega, como las naranjas en el árbol y los tomates agoste­ños al pie de la mata, tienen un paladar incomparable que perderán en un cincuenta por ciento cuando les llega la hora de la industrialización, cuando se sacan de su natural medio. Las gentes de Gár­goles, de Trillo, de Henche, de Oter..., lo saben mejor que nadie, y de ahí la afición de los alcarreños, listos como ellos solos, a poner en práctica el privilegio tantas veces como sea preciso, en invierno y en verano, en advientos y en témporas, en martes y en fines de semana, sin distinción.
La cara amarga de la moneda, lo que ensombrece quizás en cada viaje el recuerdo del visitante, es reconocer sin derrotismos que tanta identidad pudiera tener los años contados. Los pueblos y las costum­bres de los pueblos las hacen los hombres, como también son los hom­bres los que hacen la Historia; el paisaje es mero accidente y permanece, los hombres se acaban. Vamos a esperar, como en los versos de Machado, hacia la luz y hacia la vida, que el milagro de la repoblación se produzca.

(N.A. Mayo, 1986)

1 comentario:

Carlos (10) dijo...

Muchas gracias por recuperar este reportaje!!! Es un muy muy bonito recuerdo de como era este pueblo, mi pueblo, cuando yo era un crio. La de veces que he ido yo al bar de Valentín a ver echar la partida y a que me diera su mujer Lucía las chapas de los botellines para jugar haciendo equipos de futbol..que tiempos.
He de decir que por suerte los habitantes del mismo hemos sabido valorar las muchísimas cosas buenas del pueblo y ahora tenemos un pueblo lleno de de casas nuevas que cuando llega el buen tiempo hace que en él se junten un montón de vecinos que de alguna manera son como una gran familia.