viernes, 2 de octubre de 2009

RETIENDAS


No conocía Retiendas. El nombre en sí y su situación siempre me hicieron asociarlo a la Guadalajara serrana y rural, a la tierra madre donde se desarrolló sobremanera el costumbrismo y la castellanía de otros siglos, guardados como oro en paño hasta hoy en que los nuevos modos de ver y de vivir, auténtica ceguera en tantos casos, amenazan con pasar a mejor vida cualquier vestigio que tenga olor o sabor primitivo.
Pienso que no he visto nunca encinas de mayor tamaño que las que entornan en el barranco el breve camino que nos acerca desde el empalme hasta las puertas de Retiendas. Los troncos centenarios de las carrascas se retuercen en el hoyo con su brazamen descomu­nal, llenando los aéreos volúmenes de la depresión con el ramaje marañoso de sus formas. La carretera baja solitaria entre monta­ñas, arropada por el silencio. Un despeñadero, un chaparral, la cruz de piedra que perpetúa junto a la cuneta el recuerdo de las desgracias con florecillas de un mate artificial, azules y lilas, atadas a la peana, donde se ve temblar a sus plantas el dolor de una lágrima que ni la inmensidad de los montes, ni la fuerza del sol en otras tardes de estío, consiguieron arrebatar del humilde pedestal de cantería.
El pueblo vendrá en seguida. Queda abajo, en el fondo mismo de una caldera natural de cerros rodenos al otro lado del puente. Por debajo se cuela el débil canalillo del arroyo que los del pueblo dicen de Las Huertas, en busca de las tapias del monasterio, media legua después, donde morirá olvidado y romántico.
Las casas de Retiendas se nos ofrecen como alineadas, en orden estudiado la cuesta arriba hasta concluir cerca del altillo de la iglesia, después de haber servido de ala a una tremenda pista de hormi­gón, que sube paralela al moderno canal de piedra plana con el que los hombres han conseguido llamar a mandamiento las temibles avenidas del barranco. El pueblo está en proceso de transformación. El ­cemento amasado está haciendo en Retiendas el vivir más cómodo a costa de su personalísimo tipismo. Sobre las crestas del Cornezuelo y de los Altos de la Pila se mecen las neblinas, impidiendo la visión de los robledales y de los tímidos cuartelillos de olivar que tapan la cumbre. Por las calles, la mañana se perfuma con el agreste aroma de los troncos de encina que arden, verdes aún, en el fogón familiar de los hogares. Unas y otras impresiones: el puente de piedra, las choperas desnudas, el cárde­no matiz de las terreras vecinas, y, hasta el insólito canal por donde los cerros del poniente se desaguan, hacen del nuestro uno de los pueblos de mayor tipismo que conoce, donde, al que esto ve, le gustaría llegar alguna vez -piensa que lo hará- cuando la fuerza vivifica­dora del calendario devuelva a esta naturaleza en catalepsia toda la gracia y la luz que ahora sólo se adivina.
Por las callejas escondidas en que la gente vive es fácil encontrar, grabado a punzón en la argamasa, el texto de alguna dedicatoria bajo el alero más que centenario de madera oscura: "A mi querida madre, su hija Josefa, su nieto Juan Sanz. Año 1904", debajo la rúbrica bien estudiada, a modo de madeja, tan característica de los manuscritos de entonces. Rústicos rinconcillos de paredones ocre que preludian la sierra, nos devuelven en un instante a la calle Mayor por el estrecho pasadizo de la Vega. Un anciano limpia de barros y de escombro el portal de su casa con una carretilla.
- Qué diferencia, ¿verdad usted?, entre la calle principal y ésta.
- Ya lo creo. A ver cuando le llega el turno. No ve que los cuar­tos van cortos. Si por un casual fuera usted persona de mando, a ver si dice que nos echen una mano, que este pueblo es pobre.
El hombre bajó detrás de mí a vaciar la carretilla al otro lado del puente. Sobre uno de los muros del barandal estaba apoyado Sebas­tián del Olmo. Es un señor grueso, de estatura importante, y, por lo que acabo de ver, con buenos deseos de agradar, condición ésta que el forastero agradece sobre todas las cosas. Sebastián es, según me han dicho, el actual alcalde de Retiendas. Con él por compañía y con mis consabidos antojos por conocer la vida y las peculiaridades de cada pueblo, me subí bordeando el canal hasta la placetuela de la iglesia que el alcalde se brindó a enseñarme.
- Todo esto era un barranco. El canal nos lo está haciendo el ICONA.
- Pues, Retiendas en verano debe ser una delicia.
- Para entonces sí que está bien. Es todo muy bonito. Aunque, en ese sentido nos ha matado el pantano con quitarnos el río que pasa­ba por aquí. De todas formas, cuando llega el verano esto es precioso. Ahora no se parece en nada.
- ¿Cuál es la población de hecho, tirando por alto?
- Muy poca. En invierno cincuenta de ellos contando a los del Vado y a los de aquí. El pantano es como un barrio de Retiendas.
La iglesia es pequeñita. Tiene una espadaña triangular orientada al poniente y dos vanos para campanil de corte románico. Se entra por una portada oscura, de cuidado rusticismo, sostenida sobre pequeños muros de piedra sillar. Una vez dentro, es la imagen sedente de la Virgen de la Paloma la primera impresión que se recibe. Interesante escultura en alabastro blanco, que representa a Nuestra Señora con el Niño en su regazo sosteniendo una paloma. La imagen debió llegar a la iglesia procedente del monasterio de Bonaval, con algunas otras tallas de madera sin demasiado valor.
- Pues no sabe usted lo que pesa. Ya ve si es pequeña, pues no debe andar mal con los cien quilos, y eso que le falta un trozo abajo. Antiguamente se bajaba a Bonaval en romería el 30 de agosto, y a los cuatro que la llevaban les dejaba los hombros deshechos.
Muy cerca de la imagen de la Virgen de la Paloma hay un Cristo de talla ele­mental, muy antiguo, de madera reforzada con estucos de yeso. En el pueblo se le tiene gran devoción.
- También dicen que procede del monasterio. Cualquiera lo sabe.
La iglesia está construida sobre tres naves, blanqueada, y se reviste el presbiterio con un retablo moderno que preside una imagen de San Juan Bautista. En el otro lateral y en su correspondiente hornacina de la tercera nave, se ve la imagen bellísima de la Virgen de las Candelas, junto a cuya advocación y fecha en el primer domingo de febrero, el pueblo celebra con gran júbilo la fiesta de la botarga.
- Aquí no se hace como en otras partes, porque es por ofrenda eso de la botarga. No es siempre el mismo. Se quiere volver otra vez a la tradición, ya veremos. La gente tiene mucho entusiasmo con Las Candelas. Aunque esté nevando, se pone esto que no se cabe. Hay mu­cha devoción por la Virgen y mucho interés por la fiesta.
- Se ve, colgando del paredón contiguo un cuadro de reciente hechura, monumental, montado sobre tres tablas puestas una a continuación de la otra, en el que están representadas alegorías relativas a la Redención, con un rostro de Cristo de gran tamaño que se vuelve a repetir en otro cuadro depositado en el presbiterio, junto al altar mayor. El pintor de uno y de otro es V.Portillo.
- Vive fuera del pueblo, pero está casado con una de aquí.
- La iglesia está un poco necesitada de atención, ¿verdad?
-Sí. Estamos en arreglarla cuanto antes, pero las cosas se compli­can y habrá que esperar un poco más.
Desde la puerta de la iglesia se oyen las esquilas de un rebaño que pace entre los chaparrales de la Nevera, por encima del camino que debemos tomar para acercarnos hasta las ruinas del viejo monasterio de Bonaval.
Pasado el puente, caminan delante de mí un grupo de montañeros con todo su equipo por la carretera del pantano. El ramal hacia lo que queda del monasterio aparecerá enseguida a nuestra izquierda, per­diéndose, igual que una cinta embarrada, entre los robles corpulentos que crecen en el canchal y que vamos salvando, poco a poco, con el coche a paso prudente. Por testigo las peñas de los altos, y ro­deado todo él por malezas adonde llega con asombrosa claridad el ru­mor del Jarama, al final de la pradera encontramos el rescoldo de Bo­naval, el convento que fundara el rey don Alfonso VIII de Castilla, el de Las Navas, y de cuyas pasadas glorias aun queda la severidad de líneas de sus muros, dos ventanas rasgadas en ojiva y la portada pro­togótica con rameados capiteles, testimonio y fe del arte medieval de finales del siglo XII. Por los ventanales semiderruidos y sobre los altos muros, asoma el ramaje seco de las higueras y de los lúgubres arboli­llos que nacieron y se desarrollan a espaldas siempre de la luz del día, en los escombros del claustro.
Acaban de llegar a las venerables ruinas el grupo de montañeros que encontramos al salir de Retiendas. Los excursionistas, sin enco­mendarse a nadie, lo han tomado como suyo: se suben a, lo más alto del torreón de entrada por un caracol que se comunica con el patio; vienen y van por las oquedades desgranadas de la pared haciendo cabrio­las sobre las piedras; encienden fuego debajo de la nervada cúpula donde habitan los grajos, y descargan el equipaje en una covacha oscura que, de no equivocarme, han de emplear como guarida mientras les dure el viaje.
Salgo de allí salvando como puedo las mismas charcas de la senda por donde entré. Los campos serranos dormitean en sublime silencio por los cuatro puntos cardinales mientras que la mañana, invernal pero apacible, va escondiendo, tras el tul de las neblinas que suben del río, las formas agrestes de las cumbres cercanas.

(N.A.Enero, 1984)

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