domingo, 11 de octubre de 2009

ROBLEDO DE CORPES


Si al margen de la historia documental, en esta ocasión poco abundante, y de la investigación histórica, siempre susceptible de nuevas apreciaciones, tuviera algún valor la historia testimonial, la tradición en definitiva, el hecho que dio lugar a estos versos del Poema pudo tener como escenario los declives fragosos de una dehesilla cercana al pueblo de Robledo que la gente conoce por La Lanza.

Canssados son de ferir ellos amos a dos
ensayandos amos quál dará mejores golpes.
Ya non pueden fablar don Elvira e doña Sol,
por muertas las dexaron en el robredo de Corpes.

- Fue ahí arriba, sí señor, por la dehesa. Por donde están pas­tando las mulas. Aquí, de siempre lo hemos oído así.
- Y les dieron agua de la Fuente Vieja con los sombreros.
- Dicen que si llegaron aquí desde la parte de Sigüenza. Las ata­ron a los robles y les dieron una buena paliza. A sus mujeres, sí señor. Los muy canallas.
- Ah, pues cuando los cogió el padre a los dos no debieron lle­var frío. Todo eso está escrito.
En el transcurso breve de unos minutos comenzaron a salir muje­res por todas partes: de sus casas próximas en la calle Real, por los balcones, de la travesaña que hace esquina con el barrio de las Piñuelas. Mujeres que, un poco cada una, sin dejar siquiera un hue­quecillo en la conversación para el forastero, fueron hilvanando su propia versión -por qué no la buena- del suceso tremendo de la afrenta en donde dudar aquí de su localización geográfica por es­tos contornos es poco menos que una osadía imposible de tolerar.
- Viene gente aposta a preguntar. Nos dicen que si nos acordamos de que antes hubiera árboles por la dehesa. ¡Mia qué sabe una!, lo que le han dicho. ¿No le parece a usted?
Robledo es un pueblo grande, diseminado, un pueblo que escogió como lugar de asiento las tierras bajas que lindan con el cerro del Otero. Se ve desde allí cómo se diluyen en la lejanía las cum­bres pedregosas de Atienza con la señera de su castillo marcada en el horizonte, y los picachos grises del Mojoncillo más a la salida del sol, dominando un sinfín de alturas y depresiones infecundas plagadas de retamal. Las calles están levantadas, se anda con di­ficultad, y las casas, las viejas casas de Robledo donde viven los hombres, un muestrario variadísimo de arquitectura rural de pizarra negra, uno más de los encantos de la tierra que visita­mos.
- Pues mire, las calles es que las han levantado para, meter el agua en las casas y están hechas un asco.
- Bueno, pero vaya lo uno por lo otro. Ya tienen el agua. ¿Y la tranquilidad? Eso no se paga con nada.
- Y que lo diga. Aquí estamos muy bien y muy tranquilos, sin con­taminaciones ni terrorismos ni nada.
Las gentes de Robledo hablan con frecuencia del terrorismo. No en vano, la garra cobarde de quienes gustan disponer de vidas aje­nas matando por la espalda, se llevó por delante, no hace mucho, carne de su carne, a uno de sus hijos que, en plena juventud, no había cometido mayor delito que guardar el orden en una calle de Madrid.
- Aquello fue muy triste. Cuando lo enterraron vinieron más de trescientos guardias y policías, y qué sé yo cuantos jefes.
Robledo de Corpes cuenta hoy con un centenar de personas como población de hecho y una escuela mixta con veinte alumnos. La epide­mia. del éxodo lo hirió de muerte, pero, cierto es, que en sus calles y alrededores siempre queda alguien con quien hablar, gente extre­madamente cordial y confiada entre la que uno tiene la impresión de encontrarse en su propia casa. Tienen como patrón a San Gil Abad y co­mo patrona a Nuestra Señora del Rosario, sin que por ello se relegue a San Roque, de cuya intervención en favor del vecindario siem­pre que hizo falta, la gente cuenta y no acaba.
- Ya verá usted: un año hubo aquí una plaga de saltamontes que destrozó todo el término. Muchas veces no se podía ni andar por las calles. Los hombres hacían zanjas en el campo, y donde veían monto­nes de saltamontes los tapaban con tierra. Pues nada, cada vez ha­bía más. Entonces, dijo el señor cura de sacar a San Roque, que co­mo es abogado de la peste nos podría ayudar. La gente estaba ya a­burrida, nadie sabía qué hacer. Lo llevamos en procesión al alto de Teregordo y fuimos todo el pueblo. Menuda misa se hizo allí. ¿Sabe lo que le digo?, que al día siguiente no quedó ni uno. Todas estas lo vieron con sus ojos igual que yo y se lo pueden contar. Así que, los que andan por ahí presumiendo de que no creen debían haberlo visto igual que lo vimos nosotros. Y cuando lo del ganao, poco más o menos.
Es frecuente en el pueblo el apellido Lucía. Doña María Lucía, doña Nieves Lucia, y doña Victoria, la más vieja de todas desde su ventana, tuvieron la gentileza de contarme tantas cosas sin que por mi parte me hubiera preocupado ni siquiera de preguntar. Así da gusto.
- Antes había más humor, ya le digo, y más aliciente. Dicen que hubo cinco mil cabezas de ganao menudo y más de doscientas vacas.
Se llega en seguida desde la calle Real hasta la plazuela de la Iglesia; queda a la derecha el barrio de las Piñuelas, y en sentido opuesto, más sobre lo alto, la calle de la Cataluña. La iglesia está situada sobre un leve escalón, que tiene como peana su propio pórtico por encima de la plaza. En un rincón solitario y apacible de piedra oscura, descansa sentado en un cojín de colorines don Floren tino Llorente Muñoz. Don Florentino me ofreció -no habla otra cosa que ofrecer- parte de su sol en las Piñuelas y conversación y compañía mientras fue preciso. A mi amigo le han hecho tal empastre en la instalación de los desagües que ha sido preciso volver a levantar la calle. La instalación de tuberías tiene su arte y su profundidad adecuadas, no es cosa que sabe hacer cualquiera, pues nadie pone en duda que al menor desliz o falta de profesionalidad, este tipo de errores se pa­gan caros.
- ¿De dónde van a sacar dinero para todo esto?
- Del bolsillo. Aquí no hay otra puerta donde llamar. El Ayunta­miento no tiene una perra, así que, del bolsillo y de lo poco que nos quieran dar los de la Diputación.
- ¿No hay monte en Robledo?
- Sí. Tenemos un pinar joven lindando con Gascueña, con Prádena y con La Miñosa; pero, hasta que eso quiera dar...
- ¿De qué viven?
- Aquí vivimos de los cuatro ganaillos y un poco del campo. Ahora se vive bien. Han venido unos sorianos que ponen la maquinaria y los de aquí las tierras, y como el término es muy grande se coge mucho. Han hecho unas fincas hermosas. Los viejos protestamos ¿sabe?, porque no nos dan parte. Si eso lo llevase el municipio, en vez de los cuatro jóvenes que lo llevan, aún nos tocaría algo.
Para llegar hasta el lavadero desde el rincón de don Florentino tuvimos que saltar por los cuarteles de la Cerrada, plagados de ortigas y de zarzales. El de Robledo es un lavadero en uso. Hay media docena de señoras que se recrean pasando la colada del uno al otro de los pilones bajo cubierto y tendiendo en las piedras o en la maraña de la cerca. El pueblo queda arriba, al poniente, formando las últimas casas en el conjunto total del paisaje una estampa romántica, con el ya insólito encanto de las lavanderas en primer plano.
- De esto no nos falta. Agua hay toda la que se quiera. Sin salir del pueblo tenemos la fuente de la Plaza, la del Medio, la de la Fragua y la del Tiro, que esa es como la romana, que cuando llueve mana. Por las afueras no hay otra cosa, agua, mucha agua.
En los huertos, los hombres rascan la tierra sembrada de a­jos y de patatas acabadas de nacer. Mi amigo me fue dando cuenta sobre la marcha, haciendo una paradilla cada cuatro pasos, de cada uno de los parajes que a poca distancia de nosotros van conformando toda la vega. Nunca me canso de oír en boca de los hombres de la tierra el nombre, jamás vacío, de los sitios de extramuros. Son es­tos lugares periféricos un manantial de recuerdos para cada uno: de pequeñas o grandes tragedias que tuvieron la linde o el yerbazal como escenario; de horas de vigor que se fueron sin dejar rastro; de suplicio, quién sabe, bajo los soles implacables de la recolec­ción en esta Castilla de cal y de arena a la que, en cualquier caso, siempre nos acabamos por acostumbrar.
- A todo esto le decimos el Barrizal, a eso otro el Perejón, y el Hospital desde los arbolillos para abajo. Luego ya viene toda aquella parte de la Loma, y por arriba la Cañá y el Arreñal.
Vimos después la iglesia, pequeñita y recogida. En aquella tranquilidad de la sierra es un placer andar y desandar por cada uno de los vericuetos que van dibujando su difícil estructura urbana, entre los caserones del antiguo pueblo ganadero, rumor de fuentes, y hotelitos levantados con extraña exquisitez y formas ingeniosas que ofrecen cierto aire juvenil de muy singular aspecto. En la falda del Otero unas cuantas vacas pastan a pradera abierta; las apacienta una mujer tapada con chalina de punto más allá de la er­mita y del cementerio, muy cerca del camino por el que no pasa na­die, sólo una corriente tenue de un aire finísimo que llega hasta aquí en vuelo bajo desde las tierras de Atienza.

(N.A. Mayo, 1982)

1 comentario:

La Madriguera dijo...

Este pueblo se llamó hasta 1916 Robledo de Atienza. El nombre actual es gratuito, pues nada tiene que ver con el lugar cidiano.